PRINCIPIOS PARA LA ÉTICA ANIMALISTA

  1. Alfredo Marcos, catedrático de la Universidad de Valladolid

    Primer principio para la ética animalista: Totalidad

Todos los seres son moralmente importantes, todos ellos poseen valor por el mero hecho de ser, y esto incluye, por supuesto, a los animales. Este principio supera las limitaciones propias de las éticas antropocéntricas, que concederían valor inherente solo a los seres humanos.

Del mismo modo, supera las limitaciones de las éticas sensocentristas, que otorgan relevancia moral solo a los seres sintientes. Dichas éticas plantean un problema de muy difícil solución: ¿dónde hemos de trazar la línea de la relevancia moral?, ¿debemos reconocer tal condición a los primates, a los mamíferos en general, a las aves, a todos los vertebrados, a los cefalópodos…?  ¿Y las plantas?, ¿es que no poseen cierta sensibilidad?[1]

Desde una perspectiva aristotélica, por ejemplo, la capacidad de sentir dolor no es condición necesaria de relevancia moral, con lo cual se evita este problema. Por otra parte, el dolor ni siquiera es condición suficiente de relevancia moral en opinión de pensadores como Fernando Savater (2009).

1.1. La superación del biocentrismo

El principio de totalidad también nos sirve para superar el biocentrismo. Hay seres valiosos que no tienen la condición de vivientes; desde seres naturales, como pueden ser los cristales, las aguas, el aire o los ecosistemas, hasta artefactos, obras de arte y de ingeniería, idiomas, tradiciones, instituciones y otros bienes culturales.

Por añadidura, la inclusión de los bienes culturales nos indica ya que el criterio de totalidad supera y desborda también las éticas de la tierra y, en general, las éticas de inspiración ecocentrista.

  1. Segundo principio para la ética animalista: Gradualidad

El principio de totalidad resultaría inoperante si no fuese complementado por un principio de gradualidad. En consonancia con el sentido común, es apropiado reconocer valor a todos los seres, pero no el mismo grado de valor a todos a ellos. También entre los vivientes hay grados de valor, y lo mismo ocurre entre los animales.

Resulta, sin duda, muy difícil establecer jerarquías de valor, y siempre corremos el riesgo de cometer errores al hacerlo. Además, las comparaciones de valor entre seres concretos pueden estar sometidas a legítimas variaciones contextuales, históricas o culturales. Pero existen indicadores, aunque sean falibles, que nos permiten graduar el valor de los seres. Se trata de indicadores empíricos, como pueden ser la complejidad, las capacidades sensitivas, el tipo de actividad o la densidad relacional, que nos habilitan para hacer inferencias ontológicas sensatas, es decir que nos permiten estimar si un ser tiene más o menos entidad, si es más o menos, y, por lo tanto, posee un mayor o menor valor.

2.1. La gradación de valor

Esta gradación de valor es la que nos habilita para discriminar con proporcionalidad y tomar buenas decisiones prácticas. Por ejemplo, reemplazar, siempre que sea posible, animales de experimentación más valiosos por otros que lo son menos parece una buena decisión. Del mismo modo, cuando la investigación farmacológica in vivo se pueda sustituir por investigación in vitro o in silico debería hacerse, siempre que ello no disminuya la eficacia y seguridad de los fármacos.

2.2. La dignidad del ser humano

El juego comparativo del valor de los seres encuentra un límite absoluto en la dignidad de los seres humanos. Es así porque el ser humano posee una mayor consistencia ontológica que el resto, es en un sentido más propio. Es un ser en-sí, es decir, una sustancia, pero también es un sujeto, un ser para-sí que es consciente de sí mismo, que posee una visión integral de su propia vida, así como de la propia muerte, y que, en función de ello, puede tomar decisiones libres. Es, como dice Robert Spaemann, “un fin en sí absolutamente” (2003, p. 109). El ser humano tiene un tipo de valor que no admite comparación, es absoluto, es lo que en términos kantianos llamamos dignidad.

Quizá se diga que el criterio de gradualidad nos retrotrae a posiciones antropocéntricas. Pero esta objeción parece injusta, ya que olvida el criterio de totalidad, que confiere valor inherente, y por lo tanto relevancia ética, a todos los seres. Ninguno de ellos puede ser legítimamente destruido o dañado sin razón proporcional. Se espera, pues, del agente moral el cuidado de los seres. 

  1. Tercer principio para la ética animalista: Individualidad y comunidad

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Peter Singer: ética animalista y Proyecto Gran Simio

Lo que cuenta en contextos morales es el individuo y la comunidad (o población), no la especie. Este criterio sirve para precisar el criterio de gradualidad. Podemos preguntarnos cuáles son las unidades cuyo valor hay que graduar. Si los grados de valor se basasen en la especie podríamos caer en la figura del especismo. Es decir, estaríamos sentando las bases para una discriminación injusta de los individuos, en función tan solo de la especie a la que pertenecen.

3.1. Especifismo y anti-especifismo

El especismo ha sido criticado por varios autores, y entre ellos por Peter Singer y Tom Regan. Si bien, ambos recaen en posiciones especistas cuando respaldan el Proyecto Gran Simio, que propone otorgar derechos a ciertos individuos, y negárselos a otros, precisamente en función de su pertenencia o no a determinadas especies.

Pero el anti-especismo no deja de presentar problemas. Podrían resumirse en el llamado dilema del anti-especista. A saber, si la pertenencia a una especie no es un criterio justo de discriminación entre individuos, entonces, o bien no discriminamos en absoluto, o bien lo hacemos siguiendo algún otro criterio. No discriminar en absoluto es inviable en la práctica, aunque solo sea porque uno ha de decidir su dieta, y hasta la más humilde de las plantas pertenece a una u otra especie. Hacerlo conforme a otro criterio obligaría a discriminar entre los seres humanos, reconociendo más valor a unos que a otros. De hecho, esto último es lo que hace Singer (1984, p. 157).

La única forma de no incurrir, ni en el especismo, ni en desagradable dilema del anti-especista, es obviando la noción de especie en contextos morales. Dicha noción ya es bastante problemática en biología como para importarla hacia la ética. Son los individuos concretos y las comunidades o poblaciones concretas las que tienen mayor o menor valor. Y dicho valor se puede estimar, como hemos visto, en función de indicadores empíricos, sin necesidad de apelar a la especie.

3.2. Pero, ¿qué sucede con la igualdad entre los seres humanos?

Es obvio que la igualdad entre los seres humanos en cuanto a su dignidad resulta un principio moral básico e irrenunciable. Es cierto que en muchos aspectos existen diferencias entre nosotros, pero no las hay en lo esencial, en lo que nos confiere esa igual dignidad. Inmediatamente surge la pregunta por la situación de algunos seres humanos, como los niños pequeños, los que están en la ancianidad extrema o los que están afectados por trastornos o enfermedades que limitan seriamente la conciencia. No constituyen problema alguno si tomamos, como es apropiado, cada vida humana en su conjunto, en 4D, por así decirlo. Es la vida entera de un ser humano, desde la concepción hasta la muerte, la que forma una unidad, la que constituye a un sujeto.

Con todo, podríamos pensar que estas consideraciones no cubren a la totalidad de los seres humanos, pues quedarían fuera de las mismas aquellos que en ningún momento de su vida alcanzan una autoconciencia biográfica, quedarían fuera los seres humanos con graves discapacidades. En este punto tenemos que apelar, no a su pertenencia a la especie humana, lo cual nos introduciría de nuevo en el laberinto ciego del especismo y el anti-especismo, sino a la familia humana, a esa concreta comunidad de los seres humanos que genera lazos de afecto, de convivencia, de mutua dependencia y de cuidado. También en este aspecto, en cuanto a nuestra natural pertenencia a la familia humana, somos distintos de cualquier otro animal y perfectamente iguales los unos a los otros. He aquí, pues, el otro pilar de la dignidad humana, en el que puede apoyarse incluso la dignidad de los más discapacitados, de los más dependientes. De ellos, según enseña Alasdair MacIntyre, también dependemos todos los demás (2001, pp. 159-160).

  1. Cuarto principio para la ética animalista: Secuenciación: valores, deberes, derechos

La secuencia correcta es la siguiente: valores, deberes, derechos. Los seres tienen valor inherente y utilitario, los animales muy especialmente. Una vez que reconocemos cierto grado de valor en un ser, como sujetos morales que somos, los humanos contraemos inmediatamente los deberes proporcionales a tal valor y a nuestra posición de responsabilidad respecto del mismo. Esto no implica, en modo alguno, que todo ser posea derechos, sino que nosotros, los agentes morales, poseemos por naturaleza los derechos necesarios para cumplir con nuestros deberes, y que estos derechos naturales de los humanos, como son el derecho a la vida y a la libertad, han de ser reconocidos y respetados por todos.

Este principio constituye, por tanto, un argumento en contra de la reclamación de derechos para los animales. No los tienen por naturaleza, por lo tanto no se los podemos reconocer (iusnaturalismo), y tampoco es preciso ni conveniente otorgárselos (iuspositivismo). El otorgamiento de derechos a los animales no beneficia en nada a los mismos, no mejora sus vidas más de lo que lo hace la legislación que se inspira en el bienestar animal, y sí debilita, en cambio, la fuerza normativa de los derechos humanos, con el peligro que ello supone para los seres humanos más vulnerables. Los seres humanos sí tenemos derechos, los tenemos por naturaleza, y han de ser reconocidos por cualquier poder que quiera ser legítimo.

Bibliografía

Cavalieri, P. y Singer, P., El proyecto gran simio, Madrid, Trotta, 1998.

Cortina, A., Las fronteras de la persona. El valor de los animales, la dignidad de los humanos, Madrid, Taurus, 2009.

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Daston, L. y Mitman, G. (eds.), Thinking with animals. New Perspectives on Anthropomorphism, Nueva York, Columbia University Press, 2005.

Francione, G. L., Rain without Thunders: The Ideology of the Animal Rights Movement, Philadelphia, Temple University Press, 1996.

MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes, Barcelona, Paidós, 2001.

Mancuso, S. y Viola, A., Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015.

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Regan, T., Derechos animales y ética medioambiental, en Herrera A. (ed), De animales y hombres: Studia Philosophica, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007, 117-130.

Savater, F., El Mundo. 2009. Entrevista de Arcadi Espada (18 de enero). Disponible en: https://www.elmundo.es/suplementos/magazine/2009/486/1232366706.html (Accedido: 1 febrero 2017).

Singer, P., Not for humans only: the place of nonhumans in environmental issues, en Goodpaster, K. E. y Sayre, K. M. (eds.), Ethics And The Problems of the Twenty-first Century, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1979, 194-195.

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Scruton, R., Animal Rights and Wrongs, Londres, Demos, 1996.

Spaemann, R., Límites, Madrid, Eiunsa, 2003.

[1] Darwin (1880) estudió el movimiento de las plantas, y la investigación más reciente encuentra ciertas formas de sensibilidad e inteligencia en las mismas (Mancuso y Viola, 2015). También Popper les reconoce cierta capacidad de conocimiento (1992, p. 65). Curiosamente, Peter Singer, que ha criticado la concepción cartesiana del animal-máquina (2003, p. 174), concibe las plantas como meras máquinas (1979, p. 195).

 

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Alfredo Marcos, coautor del libro Meditación de la naturaleza humana
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Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Valladolid.

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