La dysnóesis artística.
Una lectura de la mano de Montaigne
Introducción: ¿En qué consiste la dysnóesis?
Cuando se trata de relacionarnos con lo real, el lenguaje llano, claro, luminoso y con afán de transparencia es visto, en nuestra época, como sospechoso. Algo oculta quien quiere ser tan claro. O hay algo que no ha comprendido. El lenguaje oscuro que domina nuestro modo de acercarnos a lo real lo muestra como impenetrable, como necesitado de una lóbrega jerga específica, único medio de acceso a esa oscuridad primigenia. En esto consiste la dysnóesis, un neologismo creado a partir del dysnóetos griego, que significa “difícil de comprender”. La dysnóesis haría referencia a ese conocimiento abstruso que encuentra en la complicación del lenguaje un espacio gnóstico de revelación y de distinción.
Gulliver y la filosofía actual
No cabe duda de que la filosofía ha contribuido a ello. No toda la filosofía, ciertamente, sino aquella que se ha pensado como un saber especializado, arcano, al alcance de pocos y que se toma a sí misma demasiado en serio, olvidando que su seriedad procede de aquello acerca de lo que es y no del discurso fabricado sobre ello.
En sus Observaciones a la Rama Dorada, Wittgenstein nos advertía de que “todas las teorías pueriles (infantiles) las encontramos, de nuevo, en la filosofía actual; sólo que les falta el aspecto infantil”[1].
Los gigantes de Gulliver
Sin la apariencia de ingenuidad natural, y revestidas de una pomposidad artificial, las teorías que dominan la academia nos recuerdan a aquellos gigantes que examinaron a Gulliver en su viaje a Brobdingnag, quienes, deseosos de apartarse de los artificios de la filosofía antigua, pergeñaron su propia jerga y se entregaron al magnifico juego nominalista de generar significantes vacíos, que es, precisamente, el juego pueril que oculta su aspecto infantil.
Tras mucho discutir, llegaron a la conclusión unánime de que era un mero relplum scalcath, que literalmente quiere decir lusus naturae [broma de la naturaleza], decisión exactamente en consonancia con la moderna filosofía europea, cuyos profesionales, desdeñosos de la antigua evasiva de las causas ocultas con las que los seguidores de Aristóteles se empeñan inútilmente en disfrazar su ignorancia, han descubierto esta maravilla que soluciona todas las dificultades, en pro del inefable progreso del humano conocimiento[2].
Swift se despacha a gusto contra estos especulativos que, por recurso a la teoría, cuanto más abstrusa mejor, llevan el agua a su molino teórico no por la superioridad de sus argumentos, sino por lo oscuro de los mismos y por su pertenencia a una “escolástica” valorada en la sociedad.
Los jueces del país de los houyhnhnms
También se retratan así los jueces del país de los houyhnhnms, los abogados más diestros, que se han ido haciendo más viejos y perezosos, y que, por ello, aducen como precedentes las opiniones más inicuas, evitan considerar los méritos de la causa y se explayan a gritos sobre circunstancias que no hacen al caso. Estos jueces crean su
jerigonza y argot peculiares, que ningún otro mortal puede entender, (…) en los que están escritas todas las leyes, que ellos toman especiales cuidados en multiplicar; con esto han confundido totalmente la verdadera esencia de la verdad y la falsedad, de lo que está bien y lo que está mal, de modo que tardarán treinta años en decidir si el campo que heredé de mis antepasados me pertenece a mí o a un extraño de a trescientas millas[3].
El sarcasmo filosófico de Swift me viene a la mente siempre que trato de ligar una pieza artística con un discurso que pronto y fácilmente deviene un galimatías teórico que parece desencerrar significados ignotos, aunque, posiblemente, como decía Baudrillard de algunas imágenes, simplemente encubre una ausencia antes de devenir un simulacro.
Teorías y obras de arte
Las obras de arte son realidades complejas que tienen una relación muy especial con la teoría, puesto que no existe “arte” fuera de la teoría del arte –“nada es una obra de arte sin una interpretación que la constituya como tal”[4], señala Arthur Danto–. Las obras de arte no son entes platónicos que existan en algún reino separado, sino que necesitan de la teoría o la interpretación constitutiva para que quede desbrozado el terreno en el que ciertos artefactos son comprendidos como obra de arte, es decir, para hacer posible un mundo del arte. Sin embargo, hay otra forma de teoría que viene a acabar con “el arte de la obra de arte”, al reducirla a teoría sin artefacto, es decir, a simulacro.
En su célebre obra de teatro Arte, Yasmina Reza se burla de un coleccionista novato e ingenuo que ha comprado un Antrios (póngase aquí el nombre de cualquiera de los artistas de moda) que consiste en un lienzo en blanco, algo que no resulta extraño en cuanto tal. La historia del arte está poblada de lienzos ácromos. Sin embargo –y he aquí la chispa de la dramaturga–, en este caso el comprador ha incorporado a su ajuar, al mismo tiempo que el lienzo, el término “deconstrucción”, con lo que se ha situado en un espacio retórico casi inaccesible para el profano. Ya Montaigne nos advertía de que
la dificultad es una moneda que emplean los sabios, como los prestidigitadores, para no descubrir la vanidad de su arte, y con la cual la necedad humana se deja engañar fácilmente[5].
Realidad permanente o modificada continuamente por el lenguaje
Muchos autores han sospechado de la hipertrofia del discurso que, en ocasiones, en el caso del arte, ha acabado reduciendo los artefactos a la condición de excusa para una perorata que acaba legitimando al propio artefacto del cual propiamente ha surgido y al cual ahora renuncia.
En el fondo de este fenómeno late la eterna cuestión nominalista, es decir, el dominio de una determinada metafísica en nuestro modo de relacionarnos con lo real. El realista Tomás de Aquino consideraba que, una vez que Dios hubo creado el mundo, limitó su propia voluntad. El mundo ya no podía ser cualquier cosa: el espacio del ser real y del ser posible había quedado fijado, de ahí que el que no fuese posible crear un círculo cuadrado a voluntad no suponía una merma en la omnipotencia divina, porque Dios puede hacer todo lo que es posible que sea. Dios no interviene en el mundo de manera arbitraria, por eso el mundo puede pensarse como regulado, predecible y el milagro es visto como milagro.
Los nominalistas, por el contrario, consideraban que la voluntad omnímoda de Dios no podía ser limitada por nada preexistente, ni siquiera por las decisiones de Dios mismo, que podía colmar el mundo con significados nuevos en cada instante, deshaciendo lo hecho previamente.
Dicho de otro modo: realismo analógico o equivocismo nominalista posmoderno
La idea tomista de las constituciones sucesivas o los distintos edictos constituyentes de Dios en la Historia de la salvación, que van estableciendo hitos realísimos, de cuya significación no pueden ser vaciados, contrasta con la “liquidez” –bien contemporánea– del acto creador nominalista, que vacía la realidad de cualquier significado inmanente que apunte a una mínima permanencia y seriedad. La libre atribución e imputación de propiedades y significados con la que algunos críticos contemporáneos hacen, rehacen y deshacen con voluntad juguetona la obra de arte en ningún caso contempla nada parecido al valor de la “verdad”.
El triunfador de ese combate inmemorial, claro está, no es el realismo analógico de Tomás de Aquino, sino –en términos del filosofo mexicano Mauricio Beuchot–, el equivocismo nominalista postmoderno, que es el suelo nutricio de nuestro Occidente actual, un humus que consideramos un triunfo de nuestra época, aunque, de hecho, es una derrota que se remonta al siglo XIV.
La dysnóesis en el arte
También en el caso del arte se da esta dysnóesis, este fenómeno de diseminación de la equivocidad que acaba por minimizar y desdeñar el carácter de poíesis y práxis que pueda tener el artefacto artístico. La dysnóesis toma la forma de una teoría, preferentemente oscura y esotérica, que expulsa del espacio artístico todo lo que ella no puede metabolizar, es decir, el objeto estético, que opone resistencias cada vez más menguadas al avance arrollador de lo teórico. Sin embargo, en no pocas ocasiones, esta consideración dysnoética del arte acaba conduciendo a lo contrario de lo que, en principio, cabe suponer que se pretende, a saber, afirmar el valor cognitivo (o político, o ético, etc.) de la obra de arte en su contribución al discurso –como diría Rorty– que la humanidad mantiene consigo misma.
La mayor parte de las veces, esta hipertrofia conduce a la justificación del arte por la filosofía, es decir, a la asunción de la superioridad de la filosofía, a la que el arte no puede hacer más que imitar, y a la liquidación del elemento material de la obra de arte como receptáculo prescindible para una idea que –como Hegel atribuye al arte romántico– no se siente en casa en lo sensible.
El exceso semántico de parte del arte de nuestros días vuelve al arte mismo una dysnóesis que redunda en un desprecio de lo estético, vinculado a lo sensible, y, por ello, en un cierto gnosticismo artístico, un rechazo de lo sensible, visto este como un residuo, una carcasa material, una cárcel temporal de la que la obra de arte verdadera debe prescindir si quiere lograr alcanzar su verdadera realización espiritual.
El descrédito de las teorías estéticas, como consecuencia
Esta suerte de docetismo que huye de la realidad de lo aparente tiene como consecuencia relevante, entre otras muchas, el descrédito de las teorías estéticas en el debate contemporáneo, no solo porque, en la teoría del arte, la belleza ha quedado relegada al baúl de los recuerdos, sino porque parte del arte ha renunciado a ese componente estético y se ha vuelto abstracto en su ascenso hacia la idea, desistiendo de la imaginación de formas y sustancias. Todo el arte moderno es conceptual en el sentido de que fetichiza en la obra el concepto[6], dirá Baudrillard y, con ello, la obra de arte abandona el espacio reservado a los fenómenos saturados de Jean-Luc Marion, y se convierte en algo más cercano a un objeto matemático, en el que la intuición es pobre y ha de colmarse con un exceso de intención.
La pérdida de los sentidos («el erotismo») en el arte
En este contexto de dominio de la dysnóesis adquiere sentido la reacción de Susan Sontag, que exige recuperar la erótica del arte aplastada por el exceso de verbo. En su famoso ensayo Contra la interpretación, la norteamericana afirma con rotundidad que “la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte”, es “el homenaje que la mediocridad rinde al genio”[7]. La interpretación, en sus términos –lo dysnoético, en los nuestros–, es la negación de la experiencia bruta que nos conecta con la obra, el rechazo a la inocencia de un acceso puro, no mediado, a una pintura, una película, una sonata. De un modo un tanto ingenuo, Sontag postula que
la interpretación presupone una discrepancia entre el significado evidente del texto y las exigencias de (posteriores) lectores[8].
Valoración de la crítica de Susan Sontag
No es, sin embargo, buena estrategia contraponer al equivocismo postmoderno el univocismo de lo literal (si es que alguien llega a saber qué es el significado evidente que Sontag pretende). Pero, en todo caso, la fuerza del argumento de Sontag descansa en su oposición a que el texto (entendido en sentido amplio, es decir, incluyendo toda obra de arte y, en último término, la facticidad, el mundo de la vida) sea sustituido por un discurso agresivo para con él. Con ello detecta el riesgo de la dysnóesis, que es convertirse en un kantiano entendimiento sin sensibilidad, vacío, o en una suerte de ilusión trascendental sin base en lo sensible, en un juego libre en el que de cualquier cosa pueda interpretarse cualquier otra cosa, desplazando significantes, jugando con las analogías, homologías, etc., sin que haya límite al triunfo de la voluntad. Esa es la esencia del nominalismo.
Frente a toda hermenéutica, Sontag reclama “una erótica del arte”[9], una recuperación de los sentidos: ver más, oír más, sentir más, viendo cómo es lo que es, qué es lo que es y si caer en el error de mostrar qué significa.
Aun así, para refrenar el impulso erótico de Sontag, hay que reconocer que todo proyecto erótico tiene algo de hermenéutico, puesto que el mundo de la vida no está preñado de hechos “desnudos” y recién originados, sino que es el ámbito en el que nuestra existencia se da de modo interpretativo en el seno de una comunidad.
Adanismo y ruptura de la comunidad
La dysnóesis, como las herejías gnósticas, rompe la comunidad al sostener la nulidad de la encarnación y se eleva por senderos de conocimiento que prometen una salvación engañosa. Se constituye así en una actividad adánica de nombrar, de imponer nombres, que cae sobre el artefacto para poseerlo sin respetar su constitución. Casi podríamos decir que es una actividad poco ética para con la obra de arte, en la que el lenguaje y la pose del teórico avasallan todo en su derredor y aprovechan el mismo discurso para torcer cualquier otro alegato que respete al artefacto en su ser, como señalaba ya Montaigne:
Y si os ponéis a aclarar y a confirmar, apodéranse de inmediato de esa ventaja de vuestra interpretación, robándoosla: ‘Eso quería decir yo; es justo mi idea; si no la he expresado, no es sino por falta de lengua’” (…). A los torpes corresponde mirar a los demás por encima del hombro, volviendo siempre del combate llenos de gloria y alegría. Y a menudo además, ese lenguaje convincente y ese rostro contento hacen que la asistencia les dé la victoria, pues es, por lo común, débil e incapaz de juzgar y discernir bien las verdaderas ventajas. Las ideas obstinadas y ardorosas son la más cierta prueba de necedad. ¿Hay algo más seguro y resuelto, desdeñoso, contemplativo, grave y serio que el asno? (III, VIII).
¿Cuál es el límite de la obra de arte?
Ciertamente, la obra de arte es un artefacto extraño, que tiene límites poco definidos. No es fácil diferenciar qué es propiamente la obra, si es que puede hablarse así, qué se imputa a la obra legítimamente y qué constituye lo que Umberto Eco ha llamado “sobreinterpretación”, aquella que va más allá de los límites que determinan su carácter de adecuada y verosímil[10]. El mismo Montaigne duda de quienes niegan el límite:
los que tienen canijo el cuerpo auméntanlo con rellenos; los que tienen exigua la materia hínchanla con palabras (I, XXVI).
Decía un retórico de tiempos pasados que su oficio consistía en hacer que cosas pequeñas pareciesen grandes y así las encontrasen los demás. Es un zapatero que sabe hacer zapatos grandes para pies pequeños. Habríanle azotado en Esparta por hacer profesión de un arte engañoso y mentiroso. Y creo que el rey Arquidamo escuchó no sin asombro la respuesta de Tucídides al que había preguntado quién era más fuerte en la lucha, si Pericles o él: ‘Eso –contestó– sería difícil de comprobar; pues cuando lo he tirado por tierra en la lucha, convence a cuantos lo han visto de que no se ha caído, y lo consigue. (I, LI).
¿Existe la obra de arte en sí?
La misma pregunta por los límites pone sobre el tapete la cuestión de si todavía subsiste hay algo así como una “cosa en sí” que es la obra o hay que acabar definitivamente con ese residuo de realismo que limita nuestro libre juego. Para el realista, el objeto artístico se resiste a ciertas interpretaciones e impone sus límites; hay “algo”, un aliquid que, como en realismo tomasiano, condiciona todo proyecto hermenéutico; para el nominalista, por el contrario, no hay límites, porque son precisamente las interpretaciones las que constituyen el objeto artístico. La libertad total de movimientos nominalista se siente cómoda en la alambicada oscuridad de la escritura postmoderna, a la que le cae bien aquella reflexión, de nuevo, que Montaigne hacía de algunos escritos antiguos:
Pues hay tantas maneras de interpretar que es difícil que una mente ingeniosa, correcta o erróneamente, no halle en todo tema algún aspecto que le sirva para su teoría (…) ¡Por ello se da tan a menudo el estilo nebuloso y ambiguo en los escritos antiguos! Consiga el autor que la posteridad se ocupe de él (cosa que no sólo la valía puede obtener, sino tanto o más que ella el interés fortuito despertado por la materia); por otro lado, preséntese ya por necedad, ya por astucia, de manera algo oscura y diversa: ¡no le importe! Numerosas cabezas pensantes lo exprimirán y agitarán para exponer cantidad de formas de acuerdo con la suya o parecidas o contrarias, y todas le darán fama. (I, XXVI).
Interpretación y dysnóesis no son lo mismo
Sin duda, la obra de arte está abierta a múltiples interpretaciones, muchas de ellas óptimas (mejores que las cuales no hay otras). Pero no hay que confundir esto con lo dysnoético. Parte de la grandeza de los clásicos radica en esta apertura que la obra misma desencierra.
Lo dysnoético, como buena realización del simulacro, orbita en el vacío y engendra una burbuja conceptual que denota la ausencia de vida de aquello sobre lo que cae, también del arte. Ya Nietzsche nos advertía de que el concepto aparece donde la vida ya no está, y Cioran nos repite que
Todo lo que es institución y teoría ya no es vida[11].
Es lo que nos muestra, si se me permite la referencia, el célebre sketch de los Monty Python en el que un vendedor trata de convencer mediante requiebros retóricos más o menos sutiles a un cliente de que el loro muerto que le ha vendido está dormido.
Con palabras de Montaigne
De nuevo, Montaigne nos previene contra esto:
Casi siempre estimo que debería decirse: ‘Nada de eso hay’; y a menudo daría esta respuesta, mas no me atrevo, pues gritan que es una derrota producida por una mente débil e ignorante.
Y de ordinario he de hacer el tonto, por el qué dirán, tratando de temas y cuentos frívolos que para nada me creo. Además de que resulta en verdad algo rudo y agresivo el negar drásticamente una afirmación hecha. Y particularmente en aquellas cosas difíciles de asegurar, pocos dejan de afirmar que lo han visto, o de citar algunos testigos cuya autoridad detiene nuestra contradicción. Por esta costumbre, conocemos los fundamentos y las causas de mil cosas que jamás ocurrieron. Y pelea el mundo por mil cuestiones cuyos pros y contras son falsos. ‘Ita finitima sunt falsa veris, ut in praecipitem locum non debeat se sapiens committere’ (lo falso está tan cerca de lo verdadero, que el hombre prudente no debe arriesgarse por lugares tan llenos de precipicios: Cicerón, Luc. 68, 10). (III, XI).
Abandono del vínculo entre estética y teoría del arte
Una consecuencia funesta de la dysnóesis ha sido el abandono definitivo de los vínculos entre estética y teoría de las artes, rotos tiempo ha. Sin embargo, hay autores que se resisten y que encuentran un atisbo de esperanza en el casi impensable retorno del arte a la belleza, como es el caso de Dave Hickey, para quien las imágenes de Leonardo, Correggio, Rafael, Bronzino, Caravaggio…
están demasiado llenas de arte como para ser ‘acerca’ de ella. Pueden vivir en la casa del arte y hablar el lenguaje del arte a cualquiera que escuche, pero ciertamente son ‘acerca’ de alguna categoría más amplia y vertiginosa de experiencia a la que el arte pertenece[12].
Solución: encontrar el espacio intermedio entre el respeto a lo real y la apertura a la interpretación
Ahora sí cabe postular ese retorno a la erótica a la que apunta Susan Sontag, un término que, en el pensamiento griego, está íntimamente ligado con la belleza y demanda respetar lo sensible para, desde ello, abrir el espacio interpretativo.
Se trata de encontrar un lugar intermedio que respete la materialidad formal de la obra y su apertura constitutiva a la interpretación. Ni un adopcionismo estético que limite la capacidad del objeto a ser asumido por la teoría, ni el gnosticismo que prescinda de la objetualidad sensible.
Ese espacio intermedio que conjuga ambas cosas es el territorio en el que se rinde respeto a lo real. Y hay belleza en lo real, si no dejamos que la dysnóesis ciegue nuestra capacidad para verla, por eso el arte que no se deja arrebatar su componente sensible, y con él su belleza, huella de lo divino, es aquel que puede ser objeto de estudio de la “axiagástica”: la ciencia de lo digno de adoración, aquella ciencia normativa, parte de la ética, que trata sobre el fin último, o summum bonum, y que Peirce hace equivaler a una estética que no se limite a la belleza sensible, sino que haga relación a lo admirable y adorable en general. La palabra encarnada o la encarnación narrada, ese es el ámbito donde lo real se manifiesta en todo su esplendor.
En conclusión
Aun así, este discurso no es el más adecuado para el neonominalismo que nos ha tocado vivir. Quien quiera que piense que existe algún límite al triunfo de la voluntad, es acusado de impiedad. Que hay límites (naturalezas, esencias, formas…, artefactos artísticos) que dirigen la voluntad me parece tan evidente que, cuando la dysnóesis nos ofusca con sus encantos, digo con Montaigne “nada de eso hay”. Lo escribí hace tiempo en aquella suerte de broma más o menos seria que fue el Vituperio de orbajenas[13]. Pero no me voy a extender sobre lo que podría eternizarme. Al igual que Rousseau le decía a D’Alembert en su Carta sobre los espectáculos[14], he de concluir, puesto que
ya he hablado demasiado para usted y los hombres razonables, y jamás diría lo suficiente para los predispuestos a negarse a ver lo que la razón les muestra y que sólo aceptan lo que conviene a sus pasiones o a sus prejuicios.
NOTAS
[1]L. Wittgenstein, Observaciones a la Rama dorada de Frazer, Madrid, Tecnos, 3ª ed., 2008, p. 77.
[2] Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver, Madrid, Anaya, 1982, II, c.3, p. 109
[3] Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver, IV, c. 5, pp. 276-277
[4] Arthur C. Danto, The Transfiguration of the Commonplace, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1981, p. 135.
[5] Michel de Montaigne, Ensayos completos, Madrid, Cátedra, 2003, II, XII (de ahora en adelante cito en el texto el volumen y el capítulo).
[6] Cf. Jean Baudrillard, El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Buenos Aires-Madrid, Amorrortu, 2006, p. 40
[7] Susan Sontag, “Contra la interpretación”, en S. Sontag, Contra la interpretación, Barcelona, Seix Barral, 1984, p. 20 y 21.
[8] Ibid., p. 18.
[9] Ibid., p. 27.
[10] Umbero Eco, “Respuesta”” en U. Eco, Interpretación y sobreinterpretación, Madrid, Cambridge University Press, 1997, 2ª ed., p. 164.
[11] Emil Cioran, Lágrimas y santos, Madrid, Hermida editores, 2019, p 116.
[12] Dave Hickey, The Invisible Dragon (revised and expanded). Essays on Beauty, Chicago and London, The University of Chicago Press, 2009, p. 19.
[13] Sixto J. Castro, Vituperio de orbanejas, México, Herder, 2007.
[14] J.J Rousseau, Carta a D’Alembert sobre los espectáculos, Madrid, Tecnos, 2009, p. 114
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About the author
Sixto J. Castro
Profesor de Estética y Teoría de las Artes del Departamento de Filosofía de la Universidad de Valladolid