Ciencia e ideología: el mito de la evolución biológica

 

1. Introducción: la ciencia ha cambiado nuestra vida

Ya no concebimos la vida sin tecnociencia

Tecno-ciencia
Lámpara de sobremesa con luz cálida[Imagen 1]

Las diferentes ciencias naturales, o “la ciencia” para simplificar, ha transformado nuestra vida. Podemos quedar deslumbrados por la amplitud y la profundidad de dicho cambio, que difícilmente encuentra parangón en la historia de la humanidad. La ciencia, o más precisamente la tecnociencia, está presente en nuestra vida de un modo quizá ya para siempre ineludible (¿cabe imaginar que en algún momento volvamos a un tipo de sociedad en la que no exista la ciencia?).

Es difícil pensar en un solo objeto de los que rodean nuestra vida cotidiana que no haya sido, en una u otra manera, transformado por la tecnociencia. El ordenador con el que escribo, las gafas con las que veo, la pintura de las paredes del despacho en el que me encuentro, la bombilla con la que me ilumino, la máquina del aire que impide que pase frío, los tejidos de la ropa que llevo puesta, la espuma con la que me afeité esta mañana, el ibuprofeno que me acaba de quitar el dolor de cabeza, el teléfono con el que me comunico, el pan que me alimenta, la planta que crece en el tiesto de mi ventana, el bosque por el que camino cuando salgo de paseo… La ciencia ha transformado nuestra vida, para bien o para mal, de un modo total.

 

La ciencia ha cambiado también nuestra concepción de la realidad

Hay un antes y un después, cuantitativa y cualitativamente hablando, de eso que llamamos ciencia. No es extraño, entonces, que la ciencia haya transformado, no solo nuestro modo de vivir, sino nuestra concepción de la realidad. La ciencia posee un gran poder técnico (mediante eso que llamamos sus aplicaciones), pero también un gran poder de configurar nuestra cosmovisión, nuestra concepción de la realidad. La existencia de la propia ciencia, así como los diferentes conocimientos que nos ha aportado, han hecho que nuestra manera de comprender el mundo y a nosotros mismos se haya transformado. La pregunta que podemos hacernos, entonces, es: ¿cómo ha transformado la ciencia nuestra cosmovisión? ¿Cómo ha afectado la ciencia a nuestra comprensión de cómo es el mundo, quiénes somos los humanos y cuál es nuestro papel dentro de ese mundo? Es una pregunta tan apasionante como difícil de responder.

 

2. El naturalismo o cientificismo como cosmovisión

El valor epistemológico de la ciencia

Una manera de responder a la pregunta por la forma en la que la ciencia ha transformado nuestra visión del mundo es el naturalismo, que se ha convertido prácticamente en una moda intelectual[1].

Los naturalistas creen que nuestra visión del mundo debería coincidir con la visión que la ciencia tiene. Esto significa que conceden a la ciencia un gran valor epistemológico: dado su éxito incuestionable a la hora de explicar la realidad, cabe pensar que se trata no solo de la mejor manera de conocer, sino de la única realmente aceptable. Es verdad que la ciencia aún no lo ha explicado todo, pero los naturalistas creen es cuestión de tiempo que lo consiga. Los naturalistas, al menos los más radicales, son por ello cientificistas.

El naturalismo como ontología

Si la única manera legítima de conocer el mundo es la ciencia, eso significa que es a ella a la que tenemos que acudir para saber cómo son las cosas. El naturalismo, entonces, no solo es una afirmación epistemológica, sino que consiste también en una afirmación ontológica. No es extraño, porque la epistemología y la ontología siempre van de la mano, son como dos caras de la misma moneda. Mis ideas sobre cómo y qué soy capaz de conocer suelen condicionar lo que creo que existe en la realidad, y viceversa, lo que creo que existe en la realidad me dará la pauta sobre el modo o los modos en los que esa realidad es cognoscible. En síntesis, el naturalismo más radical, el cientificista, afirma que

no hay más conocimiento que el de las ciencias naturales, ni hay más realidad que la que las ciencias suponen o enseñan.

La ciencia, y no el hombre, como referencia

Los naturalistas, entonces, pretenden edificar una cosmovisión basándose, para ello, únicamente en lo que las ciencias naturales nos enseñan. Willard van Orman Quine, el gran impulsor del naturalismo en el siglo XX, llegó a escribir que “El mundo es como la ciencia natural dice que es”. Y unos años antes, Wilfrid Sellars había escrito:

en la dimensión de describir y explicar el mundo, la ciencia es la medida de todas las cosas, de lo que es, que es, y de lo que no es, que no es.

A diferencia de la famosa sentencia de Protágoras, a la que claramente imita, la frase de Sellars no sitúa en el centro al hombre, sino a la ciencia. En vez de un principio homo mensura estamos ante un principio scientia mensura, que define el compromiso fundamental del naturalista con la ciencia. Si queremos saber cómo la ciencia ha transformado nuestra visión de la realidad, bastará, entonces, con preguntar a la ciencia cuál es la visión de lo real que nos ofrece y, acto seguido, podemos compararla con la que teníamos antes.

La ciencia no es inmutable ni homogénea

Pero esto no es nada sencillo. Primero, porque la ciencia es, de suyo, algo muy complejo, que realmente no hemos conseguido comprender del todo. Hoy sabemos que la ciencia no es un mero baúl en el que vamos atesorando conocimientos que se suman a los anteriores y los amplían. Lejos de avanzar acumulativamente, la ciencia experimenta transformaciones muy profundas en el modo como mira la realidad y en la forma en la que acomete su estudio. Los conocimientos científicos no son algo inmutable, sino que de vez en cuando las teorías o los conceptos tenidos por seguros son sustituidos por otras teorías o conceptos que parecen ofrecer un mejor rendimiento. Algunos, incluso, aunque no sean la mayoría, defienden que ni siquiera se puede hablar de que exista semejante cosa como un progreso en la ciencia.

Además, la ciencia no es una realidad homogénea y monolítica. En su seno hay gran pluralidad de planteamientos, perspectivas, agendas e intereses. Decir que la ciencia tiene una “visión de la realidad” es, de hecho, una metonimia. Tener una visión de la realidad es algo que, de manera propia, atribuimos a los seres humanos, no a la ciencia. No todos los científicos ven el mundo de la misma manera. Ni siquiera todas las disciplinas buscan el mismo tipo de conocimiento sobre lo que estudian, aunque pueda decirse que entre ellas existe un cierto aire de familia.

No siempre se utilizan criterios puramente científicos

Además, las relaciones de la ciencia con otros ámbitos de la vida humana son muy complejas, y no se pueden obviar si queremos abordar la cuestión desde una perspectiva adecuada. En los terrenos fronterizos las cosas no siempre están bien delimitadas, y no siempre es fácil saber cuándo estamos hablando de algo que es puramente científico o de algo que responde más bien a otro ámbito de la vida humana. Pensemos, por ejemplo, en la influencia que la ciencia tiene para los ámbitos de lo económico, lo político, lo moral, lo religioso o lo lúdico. Y viceversa, pensemos en la influencia que cada uno de estos ámbitos tiene sobre lo científico. La ciencia está íntimamente entretejida con las demás dimensiones de lo humano, de manera que no podemos entender la ciencia sin intentar comprender, a su vez, cuáles son esas relaciones.

Podemos buscar criterios “puramente científicos” a la hora de decidir, por ejemplo, sobre si es necesario investigar esto o lo otro, o sobre cómo realizar una “desescalada” en las restricciones impuestas por una pandemia. Pero realmente ¿podemos aislar criterios “puramente científicos”? ¿No se mezclarán esos criterios con otro tipo de razones o intereses, no siempre fáciles de diferenciar de los primeros?

Economía versus ciencia [Imagen 2]

Las cuestiones fronterizas

Con esto no quiero decir, por ejemplo, que una visión religiosa sea indistinguible de una visión científica, pero parece claro que en las cuestiones fronterizas la distinción no resulta tan fácil. Y las cuestiones fronterizas suelen ser, por cierto, las más interesantes, al menos desde el punto de vista de las cosmovisiones. Las fronteras son como los lugares en los que se unen las placas tectónicas: allí una placa y otra llegan casi a fundirse, no sin fricciones, presiones, temblores y choques. Pero en el proceso somos capaces de descubrir lo que hay bajo la superficie, lo que se esconde en lo profundo de la Tierra, porque sale al exterior… aunque a veces sea en forma de violentas erupciones.

 

3. El principio de razón biologicista suficiente

El mundo visto desde la biología

Una de las formas contemporáneas de naturalismo es la que podemos llamar biologicismo. Los biologicistas elaboran su cosmovisión partiendo para ello de cómo las ciencias biológicas dicen que es el mundo. De manera más concreta, suelen apoyarse en la teoría de la evolución por selección natural: su estrategia es ver qué dice esta teoría sobre la realidad y extraer de ahí las consecuencias pertinentes.

Un buen ejemplo de cómo se elabora una cosmovisión biologicista a partir de la teoría de la evolución por selección natural lo encontramos en el pensador español Carlos Castrodeza (1954-2012), que según Andrés Moya es “el más darwinista de los pensadores darwinistas del ámbito hispánico”[2]. Castrodeza pretende “tomar a Darwin en serio” y extraer todas las consecuencias de la teoría de la evolución por selección natural, lo que según su perspectiva conduce a una darwinización de la realidad. Castrodeza se interpreta a sí mismo como el último paso en un proceso de naturalización de la existencia que comenzaría en Darwin, padre de la teoría de la evolución por selección natural.

Dicho proceso continuaría con Richard Dawkins, que habría convertido la selección natural en un principio obvio, tautológico, que define cómo las cosas ocurren necesariamente. Y culminaría, finalmente, con el pensamiento del propio Castrodeza, que vendría a dar una vuelta de tuerca más, convirtiendo la teoría de Darwin en una metafísica omniabarcante, una “teoría del todo”. La teoría de la evolución, entonces, se aplicaría a la materia orgánica e inorgánica, y el principio de la selección natural sería más metafísico que físico.

Consecuencias del biologicismo a nivel ontológico

Carlos Castrodeza [Imagen 3]

Las consecuencias de esta perspectiva para nuestra visión de la realidad son muy profundas. En el orden ontológico, el biologicista asume solamente la existencia del replicador (que es el gen o, para evitar la problemática en torno a esta noción, la unidad mínima de la herencia sea esta la que sea). El dinamismo de lo natural viene explicado por la tendencia de este a “sobrevivir” y “reproducirse”. Los seres vivos no son sino las máquinas que el replicador genera a su alrededor para satisfacer este fin.

Ni siquiera puede decirse que el medio exista propiamente, pues no es sino una especie de proyección de los propios replicadores (Castrodeza utiliza el concepto de “fenotipo ampliado” elaborado por Dawkins para dar cuenta de esta reducción de lo real al replicador). Todo lo que existe, entonces, es la manifestación fenotípica de un determinado genotipo. O sea: todo lo que parece que existe no es sino la manifestación de lo que realmente existe, que son los replicadores. El propio Castrodeza convierte este modo de pensar en un principio, que definiría el compromiso biologicista, según el cual

siempre hay una razón naturalista para todo, que se materializa incontrovertiblemente desde una perspectiva darwiniana.

Por su similitud con el principio leibniziano de razón suficiente, podríamos denominar a este de Castrodeza el principio de razón biologicista suficiente.

La disolución de lo humano

Las consecuencias de esta concepción son notables cuando la aplicamos al ser humano: razón, conocimiento, verdad, libertad, conciencia, ética, estética y sociedad son aspectos de lo humano que son deconstruidos o reinterpretados desde una óptica evolucionista. Desde la perspectiva del gen estas realidades son solamente ilusiones que en último término están destinadas a fomentar la reproducción y la supervivencia (lo que en último término se traduce en el éxito de los replicadores).

No solamente los ámbitos de lo humano son deconstruidos, sino que el propio sujeto humano desaparece: para el biologicismo el sujeto propio es el replicador. El ser humano es un mecanismo biológico habilitado para satisfacer las exigencias de dicho replicador. El biologicismo conduce a la disolución del hombre o, de modo más preciso, al reconocimiento de que nunca ha existido tal cosa como el hombre: “no habrá antropolisis porque nunca hubo antropogénesis”, dice Castrodeza. Esto conduce a una visión anti-humanista y nihilista: no hay el ser humano, y lo mejor es reconocer que lo que más sentido tiene es que no hay sentido. Si Aristóteles había afirmado que la naturaleza no hace nada en vano, podemos invertir el dictum y convertirlo en el lema del biologicismo: la naturaleza lo hace todo en vano.

 

4. La ciencia y sus interpretaciones

La interpretación de Castrodeza

Resulta obvio que esta no es la única cosmovisión que podemos edificar a partir de la ciencia contemporánea. De la ciencia a la cosmovisión naturalista hay una serie de pasos intermedios que no tenemos por qué aceptar necesariamente. En el caso del biologicismo, entre la teoría de la evolución por selección natural y las consecuencias que Castrodeza extrae de ella en el plano metafísico, hay un salto más que cuestionable. La ciencia, como dije al principio, posee un gran poder a la hora de configurar nuestra visión del mundo, pero en mi opinión la cosmovisión que Castrodeza extrae de la teoría biológica es llevar esta demasiado lejos.

Castrodeza, como es frecuente en el pensamiento naturalista radical (o cientificista), confunde el objeto propio de una ciencia e incluso el de una sola teoría, con la realidad en su conjunto. Es decir, estamos ante una extrapolación de una teoría científica que, yendo más allá de su rango original de aplicación y del propósito para el que fue concebida, se convierte en una teoría para explicar toda la realidad.

Extrapolación omnicomprensiva

Los pinzones de Darwin [Imagen 4]

Es lo que Francisco José Soler ha denominado “extrapolaciones omnicomprensivas”, que surgen cuando se da por supuesta la correspondencia exacta entre la realidad y el objeto de las ciencias naturales. Una cosa es decir que los organismos vivos que conocemos sobre la Tierra han experimentado a lo largo del tiempo un cambio cuyas causas y mecanismos son más o menos conocidos, y otra muy diferente es hacer de la teoría de la evolución una teoría metafísica capaz de explicar incluso los problemas tradicionales de la filosofía, como el de si la vida tiene sentido o el de si existe o no Dios. En un caso estamos hablando de ciencia, pero en el otro ya no, o al menos no solo de ciencia.

No quiero decir que la ciencia no deba ser interpretada para que ayude a configurar una cosmovisión. Quizá una de las razones más importantes por las que hacemos ciencia es que queremos disponer de un conocimiento suficiente sobre el mundo que nos ayude a elaborar nuestras cosmovisiones. Pero creo que no todas las interpretaciones son igual de acertadas. Es verdad que en el encuentro entre las placas tectónicas hay presiones… pero eso no es lo mismo que decir que todo vale.

Una interpretación ideologizada

El naturalismo, en concreto, no ofrece la visión de la ciencia sobre el mundo, sino que elabora una interpretación ideologizada de la ciencia que hace que esta sea inmune a toda crítica, e incluso que sea, en último término, incapaz de ser falsada y contraria a los principios más elementales de cientificidad (Evandro Agazzi ha escrito muy acertadamente sobre estos procesos de ideologización de la ciencia[3]).

Además, ¿cómo podría mostrarse que Castrodeza está equivocado, si la propia racionalidad no es sino una ilusión, una estrategia diseñada por los replicadores para “sobrevivir” y “reproducirse” sin más valor que las garras o los dientes? Deberíamos ser conscientes de que la cosmovisión naturalista no se sigue sin más de la ciencia, ni su perspectiva es la que la ciencia aporta, sino que se trata más bien de una determinada interpretación ideológica de la misma, que, en último término, se vuelve contra la existencia de la propia ciencia.

 

5. El mito de la evolución

La dimensión mítica de la la actividad científica

M. Midgley. Evolution as a Religion [Imagen 5]

Para comprender que toda la ciencia y que el naturalismo en particular posee una dimensión mítica, son útiles las reflexiones de Mary Midgley (1919-2018)[4]. Para la filósofa londinense, el ser humano es productor y usuario de símbolos, que poseen una gran relevancia en la vida social. La actividad científica no está fuera de esa red de simbolismo que teje el conjunto de la vida humana. La imagen del científico creando ciencia desde una razón concebida de un modo estrecho, carente de toda dimensión simbólica, imaginativa o emocional no es creíble.

Todos los hechos están cargados de sentido, porque se relacionan de manera más o menos directa con nuestra vida y el significado que entendemos que esta tiene. De hecho, el propósito último de la ciencia no es recolectar datos de modo aséptico, sino construir un conocimiento que pueda ser añadido a un sistema de comprensión del mundo que existe previamente. Lo que los científicos pretenden es elaborar un sistema de conocimiento que pueda resultar útil para orientar a los seres humanos en asuntos de relevancia y, como ocurre con cualesquiera otros profesionales, poseen determinadas inclinaciones y optan por determinadas preferencias en función de las redes simbólicas a las que pertenecen. Los mitos generan dramas, que estructuran nuestra vida personal y social, incluida la propia ciencia. A su vez la ciencia influye en esos mitos y en los dramas que de ellos surgen.

El mito en la teoría de la evolución del ser humano

La teoría de la evolución, se quiera o no, no es solamente una obra de la ciencia teórica más rigurosa y nada más. Posee también un elemento simbólico innegable: en ella se narra una poderosa historia, un mito sobre nuestro origen (aquí “mito” no se utiliza de modo peyorativo). Todas las narraciones sobre el origen del ser humano han estado cargadas de elementos simbólicos, que intentan dar cuenta de dónde venimos, pero también de por qué somos como somos, de qué nos cabe esperar, de cuál es el sentido de nuestras vidas, etc.

La narración biológica sobre el origen del ser humano no escapa a estos elementos simbólicos y ha moldeado de un modo muy poderoso el drama bajo el que leemos nuestra existencia, pero también ha afectado a la propia ciencia. Los propios científicos, sobre todo aquellos dedicados a la divulgación de los avances de la ciencia, a menudo caen en evidentes consideraciones simbólicas, que llevan la ciencia más allá de la descripción de unos hechos y la convierten en una instancia (privilegiada) de la eterna búsqueda humana del sentido de la vida. En palabras de Midgley:

La evolución, entonces, es el mito de la creación de nuestro tiempo. Contándonos nuestros orígenes moldea nuestras visiones sobre lo que somos. Influye, no solamente en nuestro pensamiento, sino también en nuestros sentimientos y acciones, de un modo que va más allá de su función oficial como teoría biológica. Llamarla un mito no significa por supuesto que sea una historia falsa. Significa que tiene un gran poder simbólico, que es independiente de su verdad[5].

 

Necesidad de escrutinio racional

El problema, para Midgley, no es que las teorías científicas sean capaces de suscitar esa reacción en el plano simbólico o mítico, pues esto es hasta cierto punto inevitable: los mitos influyen en nuestro modo de hacer ciencia y a su vez la ciencia influye en nuestros mitos. El problema es que cuando no somos conscientes de su repercusión simbólica, cuando no la sometemos a escrutinio racional, quedamos totalmente sometidos a su influencia y nos exponemos a que como consecuencia nuestras teorías queden tergiversadas como, según Midgley, ha ocurrido con la teoría de la evolución, más que con ninguna otra.

La tarea que se nos impone, entonces, es la de un escrutinio responsable y racional de las influencias que tienen nuestros mitos en nuestra ciencia y, viceversa, la repercusión que tiene nuestra ciencia en nuestras visiones del mundo. En definitiva, se trata de tomar conciencia de nuestra imagen del mundo, de sus sesgos y, a ser posible, de sus errores más evidentes.

Sin oponer la razón al mito

Los científicos no se sitúan al margen de esa tarea, su conocimiento y su labor están íntimamente vinculados a ella. Si se quiere, de lo que se trata es de poner las cartas sobre la mesa. Esto nos ayudaría a saber diferenciar lo que no debe ser confundido. Una interpretación biologicista de la teoría de la evolución, por ejemplo, posee elementos míticos y simbólicos que no deben ser confundidos con las conclusiones de la propia ciencia. Así, cuando Dawkins y Castrodeza defienden, por ejemplo, que la teoría de la evolución pone en entredicho el cristianismo, lo que estamos enfrentando no es ciencia y cristianismo, sino una imagen simbólica del mundo con otra imagen simbólica del mundo.

No se trata de una lucha entre la razón y el mito, sino una disputa entre dos mitos diferentes, en la que cada uno tendrá sus razones. Y de lo que se trata en el debate es de someter a escrutinio esas razones, de ver cuál es la interpretación de la ciencia más atinada, sin que una de las dos posturas del debate goce de una superioridad epistemológica concedida a priori y de modo arbitrario.

 

6. A modo de conclusión

No hay ciencia en estado puro

La cuestión de cómo ha transformado la ciencia nuestra visión del mundo es tan interesante como difícil de resolver. Pero a la hora de abordarla hay algunas cosas que debemos tener en cuenta. Hay que reconocer que la ciencia “en estado puro” no existe (al menos no en las cuestiones fronterizas), pues la actividad científica está relacionada íntimamente con otras esferas de la vida humana y las teorías científicas poseen una ineludible carga simbólica (especialmente algunas, como la teoría de la evolución).

No es igualmente válida toda interpretación de la ciencia

Las interpretaciones de la ciencia, entonces, más que un peligro a evitar, son necesarias. La ciencia, por así decir, no habla por sí sola, sino que hay que integrar sus resultados en un contexto vital, simbólico y cognitivo mayor. Pero eso no significa que todas las interpretaciones o derivas simbólicas de la ciencia sean igualmente legítimas o aceptables. En esto, también la interpretación tiene sus límites, que vienen dados por la concordancia con la cosa a interpretar. El naturalismo, y de modo más concreto el biologicismo, elabora una cosmovisión basada en la teoría de la evolución por selección natural que termina siendo enormemente contraria al sentido común, pues concluye incluso la inexistencia o la irrelevancia del ser humano. Pero es una interpretación que parte de un cientificismo previo que no es necesario aceptar.

No conviene hacer una extrapolación omnicomprensiva

Por otra parte, interpretar las teorías científicas en el contexto de una visión simbólica mayor no tiene por qué incluir la “extrapolación omnicomprensiva” de las teorías, que es otro de los pasos ilegítimos que da el naturalista. La relación del naturalismo con la ciencia, entonces, no es todo lo prometedora que podría parecer en un principio: el naturalista no puede invocar que tiene a la ciencia “de su lado”, pues lo que cuenta a su favor es más bien una determinada interpretación de la misma, elaborada desde unos supuestos previos que habría que sacar a la luz y examinar racionalmente. En este sentido, el naturalista no puede pretender que, con solo invocar los éxitos ciertamente sorprendentes de la ciencia natural, su postura goce a priori de una superioridad epistemológica tan poco honesta intelectualmente como extendida.

Científicos [Imagen 6]

 

NOTAS

[1] Una exposición del naturalismo, así como un desarrollo más amplio de las ideas que aparecen en este artículo puede encontrarse en Moisés Pérez Marcos, La cosmovisión naturalista. Consecuencias epistemológicas, ontológicas y antropológicas, Salamanca, San Esteban 2021.

[2] Cf. Pérez Marcos, La cosmovisión naturalista, pp. 367-416.

[3] Evandro Agazzi, El bien, el mal y la ciencia, Madrid, Tecnos, 1996, pp. 106-128.

[4] Sobre Midgley, ver Pérez Marcos, La cosmovisión naturalista, pp. 417-446.

[5] Mary Midgley, Evolution as a Religion: Strange Hopes and Stranger Fears, London-New York, Routledge, 1985. Reimpreso en 2002.

 

About the author

Moisés Pérez Marcos
Profesor de Filosofía en la Facultad de Teología San Vicente Ferrer de Valencia at Facultad de Teología San Vicente Ferrer de Valencia | Website | + posts

Moisés Pérez Marcos es dominico, doctor en Filosofía y licenciado en Teología. Es profesor de varias materias de filosofía en la Facultad de Teología san Vicente Ferrer de Valencia (Filosofía de la ciencia y de la naturaleza; Antropología filosófica; Ciencia y religión; Filosofía del lenguaje y hermenéutica). Ha publicado recientemente La cosmovisión naturalista. Consecuencias epistemológicas, ontológicas y antropológicas (San Esteban, 2021) y es autor, junto con Alfredo Marcos, de Meditación de la naturaleza humana (BAC, 2018).

Un comentario

  1. Todavía hay personas que insisten en “personalizar” conceptos abstractos. Como bien se expresa en la Conclusión, “la ciencia en estado puro no existe”.
    Lo único que existe y puede existir son las personas humanas que han logrado obtener unos conocimientos acerca de cómo funcionan las cosas en la naturaleza. Y a esto han llamado CIENCIA.
    Y recordando a Protagoras: “El hombre es la medida de todas las cosas”.

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