Corrección social: formas, modos, modales
Moral y estética
Se ha dicho muchas veces que “no hay ética sin estética”. Parece lógico pensar –y hay incluso razones metafísicas para ello: la conversión mutua de los transcendentales- que lo bueno, en su plenitud, en su realización completa, sea también bello, y que lo bello, cuando lo es plena y acabadamente, sea también bueno.
Una acción leal, generosa o magnánima es una acción bella, agradable de contemplar; una acción egoísta, mezquina o soberbia es una acción fea, desagradable. A veces, la mejor razón que podemos tenemos para realizar una acción es que es bonito hacerla, es que es de buen gusto; y la mejor razón que podemos tener para no llevarla a cabo es que es fea, es que se trata de una acción de mal gusto, vulgar.
Si cabe estética en lo moral es porque lo moral posee exterioridad: no es algo puramente interior, su exterioridad forma parte de su realidad, y esta exterioridad está afectada, lógicamente, por los valores de lo sensible: por lo que agrada o desagrada a los sentidos.
Buenos modales y buena condición moral
Tradicionalmente, las buenas formas, los buenos modales, la corrección en el vestir y en el hablar han sido considerados la exterioridad correspondiente a la buena condición moral, la estética de la ética, y por esto, esas formas y modales han formado parte de la buena educación, y “buena” en sentido moral.
Esos moldes de lo correcto han constituido la materia de un saber, algo que había que aprender y que había que enseñar, y era en la familia donde tal saber se transmitía principalmente. Esto parece haber cambiado considerablemente en la actualidad, y quizá en muchas familias este saber ya no se transmite con la convicción y el empeño con que se hacía antes. Hoy día, estos aspectos de la buena educación sufren una clara minusvaloración y, en consecuencia, ha decaído considerablemente su atención y su cuidado.
Ante esta situación, no hay que caer en el dramatismo: ciertamente, hay cosas más importantes, no hay que exagerar la trascendencia de estos asuntos. Pero sí es conveniente, y más que conveniente, quizá, reconocer el valor que poseen estas cuestiones y procurar revitalizar su cuidado. El objetivo de esta sesión es presentar algunas reflexiones y argumentos que sirvan para mostrar el sentido de las formas en nuestro comportamiento y la relevancia de su cuidado.
Lo correcto y lo disculpable
En lo que sigue, no voy a entrar en un tratamiento pormenorizado de cuáles son esas formas –de qué es lo correcto en un caso y en otro, en una situación y en otra…-. No es lo oportuno en este momento, y por lo general son cosas conocidas. Pero, con respecto a las concreciones prácticas de esta materia, que efectivamente existen y conviene conocer, sí quiero dejar apuntado algo que, por otra parte, es evidente:
- La aplicación de estas concreciones siempre es, lógicamente, prudencial, acomodada a las circunstancias, al momento, a las personas, etc. No hay que caer en el rigorismo, en la falta de flexibilidad, aunque también hay que evitar la indiferencia y el abandono respecto de estas concreciones. En última instancia, lo importante es ser una persona bien educada, que sabe acertar con lo correcto al aplicar con prudencia y oportunidad las pautas generalmente válidas.
- Y para lograr este acierto, es bueno no perder de vista que, aunque en algunas ocasiones apartarse más o menos de lo correcto pueda ser disculpable, comprensible, excusable, de suyo, lo disculpable, por muy disculpable que sea, no es lo mismo que lo correcto. Para que el buen juicio y la sensatez se mantengan, es necesario seguir reconociendo la diferencia entre lo disculpable y lo correcto.
Causas del descuido de las formas
Entre las causas de la falta de valoración y del descuido que afectan a estas cuestiones en la actualidad, cabe destacar dos: la exaltación de la espontaneidad y la mentalidad utilitarista.
1) Culto a la naturalidad
Hoy día, se reivindica y casi se rinde culto a la espontaneidad, a la “naturalidad”, a la “autenticidad”. Por todas partes, nos encontramos con invitaciones a ser originales, a ser uno mismo, a romper con cánones, moldes y fórmulas preestablecidas. Esta actitud es fiel reflejo del intenso emotivismo que caracteriza nuestra cultura:
- Lo emocional ha pasado a ser lo valioso, lo verdadero, lo fiable, y por lo tanto la guía segura de la conducta, que sólo es valiosa y encomiable si es expresión de emociones.
- Se alaba la inmediatez, lo primario, y se recela de toda forma de mediación, de todo atenimiento a cauces convencionales. Más aun, se denuncia el atenerse a estos cauces como una forma de hipocresía.
La supuesta hipocresía de los modales
En esta actitud vuelve a hacerse presente el espíritu de lo que en la Antigüedad fue el “cinismo”. Los cínicos –como el famoso Diógenes, que según parece vivía en un tonel- despreciaban la civilización, la vida según la ciudad, según la “polis”, y adoptaban un modo de vivir reducido a lo más básico y elemental, desnudo de toda elaboración, de todo ornato y de todo pudor.
La palabra “cínico” procede del término griego “kyon, kynós”, que significa perro, lo relativo al perro. Se les apodaba “cínicos” porque, como los perros, vivían sin decoro y sin intimidad: los cínicos lo hacían todo a la vista de los demás (y todo es… todo). También hoy existen voces que abogan por un re-asilvestramiento del hombre, como una estrategia para hacer que la vida humana sea más conforme con la Naturaleza, como si lo conforme con la Naturaleza fuera lo mismo que lo conforme con la naturaleza humana. El viejo tópico “alabanza de aldea y menosprecio de corte” es radicalizado hasta llegar a la alabanza de lo instintivo y al repudio de lo que el hombre, y sólo el hombre, puede añadir a lo biológico.
Frente a esta mentalidad, lo que cabe decir en este momento es, en primer lugar, que lo malo de la hipocresía es el vicio que esconde, no la virtud que finge. Suele decirse que la hipocresía es el culto que el vicio rinde a la virtud: el hipócrita reconoce, al menos, que el vicio no es lo mismo que la virtud, y que la gente prefiere la virtud al vicio. Por ejemplo, nadie que tiene un invitado a comer en casa agradece la sinceridad y espontaneidad con la que el invitado hace un gesto de repugnancia a la vista del primer plato.
La alternativa a la hipocresía consiste en hacer real la virtud que se finge, no en hacer patente el vicio que se esconde.
La falsa espontaneidad
Y lo segundo que podemos decir es que, en sentido estricto, no cabe espontaneidad en la conducta humana. Nuestro comportamiento siempre es voluntario, elegido, intencionado. Tan deliberado, consciente, querido es el cuidado y el refinamiento, como el descuido y la rudeza. No pocas veces, lo que parece descuido es un descuido estudiado y buscado con mucho cuidado, buscado incluso como una cuestión de principios.
Solemos hablar de un vestir formal y de un vestir informal; pero, en verdad, no existe un vestir “in-formal”, pues todo vestir es vestir de alguna forma, es una forma de vestir: la diferencia está en la forma de vestir elegida. Tanto vestir de frac como vestir “de náufrago” es una forma deliberada y elegida de vestir, mientras sea posible vestir de otra forma.
Es cierto que no hay que caer en la sofisticación narcisista, en el barroquismo, en el amaneramiento, pero tampoco hemos de abandonarnos a lo tosco, a lo zafio, o a lo simplemente anodino. La afectación, la artificiosidad, la impostura, caben tanto en la pulcritud como en el desaliño. La naturalidad y la autenticidad no son cuestión de espontaneidad, sino de sentido de la medida.
La espontaneidad que puede darse en el comportamiento humano es la espontaneidad que procede del hábito, pero el hábito lo adquirimos, nos lo damos a nosotros mismos mediante nuestras elecciones: tenemos los hábitos que hemos elegido tener. Se trata, pues, de una espontaneidad no inmediata, no original, sino adquirida: de una espontaneidad no espontánea.
2) El utilitarismo
La segunda causa que he mencionado del actual menosprecio del cuidado de las buenas formas es la mentalidad utilitarista, pragmática, eficientista, tan extendida y arraigada en nuestra sociedad. Desde esta mentalidad, es fácil considerar todo lo que representa decoro, refinamiento, estilización como simple pérdida de rentabilidad y eficacia. Ceder el paso ante una puerta es sólo hacer más lento el flujo de personas por esa puerta. Mantener una agradable conversación en la mesa es sólo una distracción que nos descentra de aquello a lo que hemos ido a la mesa: a ingerir nutrientes.
Es fácil percibir que lo negativo de esta mentalidad no está en la búsqueda de utilidad, en sí misma considerada. Siempre que actuamos buscamos hacer el mejor uso de los medios que tenemos para alcanzar el fin que nos proponemos. La diferencia está en cuál es el fin, cuál es el tipo de bienes que uno es capaz de reconocer como valiosos, como fines que merecen la pena perseguir, y por relación a los cuales entiende y calcula la utilidad.
El utilitarista, el pragmático sólo es capaz de apreciar los bienes más básicos, inmediatos y cuantificables, y es por relación a este tipo de bienes como entiende y mide la utilidad. Para este tipo de sujeto, un modo de vestir es útil si es el idóneo para proporcionarnos simplemente cobertura y comodidad; un modo de sentarse es útil si se ordena completa y exclusivamente al logro de un exhaustivo reposo anatómico.
De la utilidad a la vulgaridad
Tampoco es difícil captar la facilidad con la que este planteamiento expresa o conduce a la vulgaridad: a esa rudeza de alma que inhabilita para entender, apreciar y gustar los bienes más elevados, los más propiamente humanos, que suelen ser también los más sutiles.
Y la vulgaridad puede acabar llevando al desprecio de lo que uno no es capaz de apreciar, a la autoafirmación pertinaz e insolente en la propia rudeza (como la zorra de la conocida fábula, que acaba diciendo que las uvas “están verdes”, cuando es ella la que no está a la altura de las uvas).
La importancia de cuidar los buenos modales
Si éstas –entre otras posibles- son las causas de que, en general, el cuidado de las formas y modales en el comportamiento haya perdido importancia entre nosotros, ¿cuáles pueden ser las causas de la importancia, del valor de estos aspectos de nuestra conducta y las razones para recuperar terreno en su atención y en su cuidado? La importancia y el sentido de estos aspectos se fundamenta, en último extremo, en tres rasgos esenciales del ser humano, que se encuentran estrechamente interconectados: somos seres corporales, sociales, y culturales.
a) Seres corporales
Al afirmar que somos seres corporales, no quiero decir que seamos sólo corporales; lo que quiero es subrayar que no somos sólo espirituales. Todo espiritualismo, interiorismo, angelismo es completamente ajeno al ser humano. Lo propio del hombre es vivir lo espiritual corporalizado, y lo corporal espiritualizado.
Benedicto XVI, entonces Cardenal Ratzinger (1991), afirmaba que
Sólo rezamos plenamente cuando lo hacemos también con el cuerpo (p. 126).
En nosotros, lo interior no se basta a sí mismo, no es independiente de lo exterior, de lo sensible; no se acaba de constituir, no acaba de ser real hasta que se exterioriza, se materializa. Y lo corporal no es ni pasiva exteriorización de lo interior, ni mera envoltura, neutral e inocua, de lo interior, mero continente que no afecta para nada a lo contenido dentro de él. Lo exterior no se queda en el exterior: induce, facilita y fomenta un determinado interior.
Guardar las apariencias
Aquí radica la importancia de “guardar las apariencias”. La palabra “apariencia” no significa necesariamente falsedad, ocultación, disimulo; no siempre es cierto que “las apariencias engañan”, pues no son esencialmente lo opuesto a la realidad. De suyo, las apariencias son el modo como la realidad se muestra, aparece, y no hay realidad sin apariencia, sin capacidad y modo de mostrarse; dicho en términos más metafísicos, no hay sustancia sin accidente.
Hemos de guardar las apariencias por dos motivos:
- por un lado, para que la realidad, nuestra realidad, aparezca sin desfigurarse;
- y por otro, porque las apariencias nos guardan: el cuidado de lo exterior puede hacer de dique que contenga la manifestación de lo menos presentable de nuestro interior, de lo que es mejor no acabar de hacer real exteriorizándolo, y un exterior más cuidado puede ser el primer paso para elevar el tono de nuestro interior.
El exterior protege el interior
Un día, no hace mucho, me dirigía a dar clase, y al llegar al aula me encontré la mesa llena de polvo de tiza, con algunos trozos de tiza y el mismo borrador esparcidos sobre la mesa, y con las huellas de unos dedos manchados de tiza en el respaldo del asiento. Todo hacía pensar que quien había dado clase previamente, además de hacer un amplio uso de la tiza, no había reparado en cómo dejaba las cosas al siguiente. Fui a la conserjería del edificio para pedir un paño con el que limpiar un poco todo aquello, y uno de los bedeles –una persona veterana y experta en su trabajo- me dijo, antes de que yo hiciera cualquier comentario valorativo:
Claro, como viene a dar clase en vaqueros. Si vinieran en traje, como nosotros –y se refería a los bedeles- tendrían más cuidado en no mancharse y en no manchar.
Ante esto, no puedo dejar de recordar lo que afirmaba André Piettre (2017) en su libro Carta a los revolucionarios bien pensantes, dirigido a la generación del Mayo del 68:
La vulgaridad de los modales hace vulgar el corazón (p. 23).
Y en otro lugar, el mismo autor afirma:
Si vuestro hablar es grosero, pronto lo serán vuestros pensamientos (p. 58).
Efectivamente, así como las manos sucias lo ensucian todo, los aires de bruto acaban por embrutecer.
b) Seres sociales
Además de corporales, somos seres sociales. Vivimos apareciendo ante otros, presentándonos ante otros, es decir, haciéndonos presentes en la vida de otros. Este hacernos presentes consiste en incorporarnos a un mundo común, a un mundo compartido por los otros y nosotros.
Y el sentido de esta incorporación no es ni diluirnos anónimamente en lo colectivo, ni singularizarnos por puro contraste con lo común, como si fuéramos seres extraños, insólitos, fuera de lo común. Nos incorporamos a un mundo común precisamente para personalizarnos, para ser verdaderamente alguien, alguien con nombre propio, un sujeto definido y con identidad.
La personalidad es siempre singularización en lo común, es un modo de ser que se construye dando una impronta distintiva, un sello particular a la apropiación de lo compartido. Puede decirse que la personalidad equivale a estilo. Tener estilo es tener distinción en lo semejante, unidad en lo diverso, estabilidad en lo cambiante. Y el efecto y manifestación de la personalidad es el gusto. El gusto es la capacidad de juzgar las cosas, las acciones, las situaciones como propias o impropias, como acertadas o desacertadas, por referencia a un todo unitario, estable y coherente que es uno mismo.
La personalidad, el estilo, el gusto están tan lejos de la sumisión a la pura moda, al imperio de lo que se lleva, se dice o se hace, como del prurito narcisista de distinguirse y hacerse llamativo a base de extravagancia o transgresión.
El respeto a los demás a través de la apariencia exterior
Hacerse presente en la vida de los demás y así compartir un mismo mundo, supone tenerlos en cuenta a la hora de determinar mi modo de aparecer ante ellos. Y tenerlos en cuenta es respetarlos. El término latino “respectus” (del verbo “respicere”) indica un mirar hacia atrás, un volver a mirar, una mirada reiterada y especialmente atenta. Respetar a los demás es no perderlos de vista, tenerlos presentes, en lo que son y en lo que merecen, al decidir nuestro comportamiento: por ejemplo, al determinar nuestra forma de hacernos presentes a ellos.
Quien, a la hora de vestirse, sólo tiene en cuenta el frío o el calor que siente, su comodidad o sus prisas, no se viste con respecto a los demás, no los tiene presentes en su forma de hacerse presente: sólo se tiene presente a él mismo.
Respetar a otros, podemos decir, es saber estar con otros en un mismo mundo, permitiendo y haciendo fácil a los otros ser quienes son.
El carácter escénico de la vida humana
Aparecer, presentarnos no es nunca limitarnos a presenciar algo, a observar un suceso, un acontecimiento, una situación como un simple espectador; es siempre pasar a formar parte de aquello en lo que nos hacemos presentes e intervenir en lo que está teniendo lugar con nuestra presencia.
Y esta intervención puede ser positiva o negativa, puede ser una contribución a la realización de su sentido, de su valor, de su razón de ser; o puede ser, por el contrario, un entorpecimiento, un deterioro, un empobrecimiento de todo esto.
La persona que, en una celebración familiar o social, civil o religiosa, se presenta con una indumentaria ordinaria, propia de cualquier otro momento, no refleja con su presencia el carácter extraordinario y festivo de esa celebración, y deja de contribuir por tanto al sentido y al tono propios de un acontecimiento así.
En estas consideraciones se nos pone de manifiesto lo que podemos denominar el “carácter escénico” de la vida humana, como vida social. La analogía con el teatro ha sido uno de los más clásicos recursos para comprender la vida del hombre, ya que el mundo común en el que se despliega nuestra vida está compuesto por múltiples ámbitos, contextos, situaciones, como una obra dramática está compuesta de varias escenas. Vivimos pasando de escena en escena, incorporándonos a una situación tras otra.
Y, como en el teatro, cada situación y momento, cada escena, tiene su sentido propio, su lógica y su composición, y estas características propias son las que determinan lo apropiado en cada escena o situación: la conducta, el vestido, el lenguaje, los gestos apropiados, es decir, el modo apropiado de aparecer en escena: la apariencia correcta. Vivir correctamente en sociedad supone saber aparecer o entrar en escena.
Civismo y modestia
Este saber es el fruto y la expresión de una personalidad sólidamente construida: una personalidad en la que el reconocimiento de la condición social del hombre lleva a una síntesis en la que lo interior y lo exterior, lo singular y lo compartido, se potencian y enriquecen mutuamente.
Por el contrario, la falta de sentido escénico, la desconsideración de la diferencia que puede haber entre una situación y otra, el tomar como irrelevante esta diferencia de cara a la determinación del propio modo de aparecer, haciendo así de esta determinación un asunto completamente subjetivo, no es otra cosa que el reflejo de un tosco y empobrecedor individualismo.
La conciencia del carácter escénico de nuestra vida, y el saber aparecer en escena que procede de esta conciencia, pertenecen de modo especial a eso que llamamos “civismo”. Lo cívico es el ámbito de nuestro convivir en el que nuestra relación con los demás discurre a través de mediaciones, de pautas, de medidas, pues se trata de un ámbito en el que no hay intimidad, en el que las personas que conviven no se conocen íntegramente ni lo comparten todo.
Precisamente, para que en un ámbito en el que no hay intimidad pueda haber, sin embargo, comunicación, y no puro anonimato y completa opacidad entre unos y otros, es preciso disponer de mediaciones y medidas reconocidas por todos para establecer la comunicación.
Quien desprecia estos cánones objetivos y pretende expresar su subjetividad de manera irrestricta e inmediata, no se comunica más ampliamente, sino que resulta molesto, inoportuno e impertinente. Lo cívico es el ámbito de la modestia: del sentido de la medida y del modo.
c) Seres culturales
Finalmente, la importancia y el sentido de las formas exteriores se fundamenta también en el hecho de que somos seres culturales. Esto significa que somos seres, a la vez, capaces de cultivo y necesitados de cultivo.
Seres capaces y necesitados de cultivo
En la práctica, en la vida, existencialmente, nuestra condición humana no es un hecho bruto, algo ya dado completamente, de una vez por todas; sino que es el fruto de una elaboración, de un desarrollo –inducido y estimulado- de lo que se da en nosotros originalmente, de nuestra dotación natural: es, pues, el fruto de un cultivo. No hay una forma “natural” de ejercer, de poner en práctica nuestra propia naturaleza. Cultivar algo supone no conformarse con su modo de ser inmediato, aspirar a llevar esa realidad más allá de lo que ella es en bruto, originalmente, por sí sola.
La cultura es, por tanto, humanización: actualizar, hacer verdaderamente real y efectivo lo más humano que hay en el ser humano; llevar hasta sus mejores posibilidades nuestro más específico patrimonio natural. Pero para que la cultura sea verdadera humanización, cultivo del ser humano en su integridad, ese desarrollo de sus potencialidades ha de llevarse a cabo de manera integral y armónica, sin generar hipertrofias ni atrofias, sin ocasionar deformidades. Ha de llevarse a cabo dando unidad y coherencia a lo espiritual y a lo corporal, a lo racional y a lo emocional, a lo individual y a lo social: a lo ético y a lo estético. En suma, ese desarrollo ha de ser cultivo de la personalidad, auténtica personalización.
Como es obvio, para que haya cultivo hace falta recurrir a algo más que lo que proporciona por sí mismo, que lo que trae consigo aquello que es objeto del cultivo.
Valorar lo que hay fuera de uno mismo
Cultivarnos exige salir de nosotros mismos, acceder a lo que puede proporcionar estímulo y dirección a nuestro ir más allá de lo ya dado en nosotros, reconocer y valorar lo que podemos y necesitamos recibir desde fuera de nosotros.
En un breve artículo, Robert Spaemann se pregunta quién es un hombre culto, y señala que lo primero que caracteriza a una persona culta es que trasciende “el egocentrismo animal” (Spaemann, 2003: p. 487). Lo propio del animal es erigirse en centro y fuente de sentido de lo que le rodea, que representa para él un entorno meramente instrumental y destinado a ser dominado por él de cara a la realización de sus funciones vitales. Ese entorno y todo lo contenido en él sólo tiene sentido para el animal en la medida en que posee alguna relación, positiva o negativa, con tales funciones.
Como afirma Santo Tomás(2001), el león no es capaz de apreciar la belleza del ciervo. En todo caso,
el león se deleita viendo al ciervo o escuchando su voz, pero sólo porque puede ser luego su alimento ( II-II (b) q. 141, a 4, ad. 3, p. 405).
El valor estético de la estampa, de la figura del ciervo no le dice nada al león porque esa perfección, aunque sea sensible, no tiene nada que ver con los intereses del león. Si esto no fuera lo propio y esperable de un león, se trataría de un caso más de vulgaridad.
Saber ser excéntrico
Muy al contrario, la persona culta sabe captar el sentido que las cosas, las situaciones, los contextos poseen por sí mismos, y sabe, por tanto, tratarlos e incorporarse a ellos sin pretender dominarlos ni convertirse en su centro y fuente de sentido: sabe ser, por decirlo así, “ex-céntrico” allá donde está.
La persona culta se hace presente en una situación, en un acontecimiento, en una escena sabiéndose simplemente “uno más” en ella: en este sentido, Spaemann afirma que un hombre culto no se toma muy en serio a sí mismo. Por el contrario,
el inculto se toma a sí mismo muy en serio (Spaemann, 2003: p. 487).
El hombre culto reconoce el sentido que en sí mismas tienen las situaciones, sabe recibir y enriquecerse con lo que ellas le proporcionan, y sabe estar presente en cualquier situación sin hacer constar rotundamente que está presente. La condición de hombre culto es una síntesis de comprensión, respeto y discreción.
Socialización y convencionalidad
Esta clase de persona es consciente de que el desarrollo de su humanidad es fruto del cultivo, no de la espontaneidad, y de que este cultivo se lleva a cabo como aparición, incorporación y participación en un mundo común, es decir, como socialización.
Y una persona así no tiene dificultad para reconocer y comprender que los medios de ese cultivo son, en buena medida, convencionalidades. Los usos, las costumbres, las formas de cortesía y de respeto, los cánones de lo correcto y del buen gusto, etc. tienen necesariamente una buena dosis de convencionalidad. Si nuestra naturaleza no nos proporciona por sí misma las formas concretas de ejercerla, los modos prácticos de vivirla y expresarla, es necesario que nos los demos nosotros mismos.
Pero, para que tales formas y modos sean, a la vez, vías de socialización, es preciso que sean moldes compartidos, comprensibles y reconocibles por los demás, y esto sólo es posible si son objeto de algún tipo de convención.
El hecho de que tales pautas de lo correcto en el hablar, en el vestir, en el estar tengan un innegable carácter convencional, sólo puede servir de motivo para cuestionar su validez y respetabilidad para quien siga pensando, pasada la adolescencia, que cabe una realización completamente “natural” de la naturaleza humana, una existencia perfectamente humana “en bruto”.
El lenguaje
No es difícil caer en la cuenta de que el primer ejemplo de convencionalismo lo tenemos en el lenguaje. No existe un lenguaje natural. Pero gracias al hecho de atenernos a los pactos que todo lenguaje supone, podemos comunicarnos, podemos salir de nuestra soledad y compartir una realidad más rica que la individual, una realidad a la que no tenemos acceso por nosotros solos.
Pero el lenguaje verbal no es el único lenguaje. Puede decirse que la sociedad entera es un lenguaje, o un plexo de lenguajes, y que la vida social es una gran y plurilingüística conversación. El vestido, el gesto, la compostura y todo aquello que forma parte de nuestro aparecer ante los demás es también un lenguaje: un lenguaje que, como todo lenguaje, tiene sus propios términos, sus propias reglas, su propia gramática.
Y con este lenguaje decimos algo más que lo que decimos con el lenguaje verbal: algo más que puede ser complemento y confirmación de lo que decimos con palabras, o menoscabo y desmentido. Como ocurre en el lenguaje verbal, en estos otros lenguajes lo que efectivamente decimos no depende sólo de nuestra intención, no es algo completamente subjetivo, sino que depende también de los “términos” que utilizamos: al presentarnos, decimos lo que significan de suyo las formas de presentación que adoptamos.
De poco vale deshacerse en parabienes con los esposos que celebran sus bodas de plata, si el invitado que tan efusivamente se muestra en palabras aparece en chándal porque piensa ir a continuación al gimnasio. Lo que dice con palabras lo desmiente con la indumentaria. Y lo que en conclusión puede sospecharse es que el que comparte la celebración de tan feliz acontecimiento no es propiamente él mismo, sino su estómago; razón por la cual, quizá, piensa ir luego al gimnasio.
Conclusión
La expresión de una persona es tanto más auténtica, íntegra, personal, cuanto más coherente sea lo que dice con un lenguaje y con los otros. Lo que alguien dice de sí es verdaderamente auténtico y personal, es expresión de un yo completo e integrado, si lo que dice con palabras es lo mismo que dice con su presencia.
La autenticidad, la personalidad, ese modo inconfundible de ser uno mismo, no se logra mediante el afán –fantasioso e inmaduro- de emanciparse de formalidades y convencionalismos, sino aprendiendo a ser lo que, gracias a esos recursos, podemos hacer presente a los demás, y aprendiendo a hacer presente a los demás, de manera auténtica y convincente, lo que somos.
Referencias
Piettre, A. (2017). Carta a los revolucionarios bien pensantes. Rialp.
Ratzinger, J. (1991). Cooperadores de la verdad. Rialp.
Spaemann, R. (2003). ¿Quién es un hombre culto? De un discurso de doctorado (pronunciado en 1994). En Spaemann (2003). Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar. EIUNSA.
Tomás de Aquino (2001). Suma de Teología II-II. BAC.
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