La Humanidad Cuidadora
1.- El cuidado: vocación primigenia de los humanos
Benjamina
Recientes descubrimientos de fósiles humanos en la Sima de los Huesos (Atapuerca) nos han mostrado la existencia de una niña, bautizada por los paleontólogos como Benjamina, nacida con grandes deformidades craneales y neurológicas. Incapacitada de nacimiento con parálisis cerebral, se estima que, por el tamaño y longitud de los huesos encontrados, pudo vivir entre diez y doce años conviviendo con su familia hace aproximadamente 530.000 años[1].
Declara uno de los paleontólogos descubridores –Ignacio Martinez– que, por primera vez en sus cuarenta años excavando en Atapuerca, había dado con “el fósil del amor o la fosilización del amor”. Argumenta que solo el amor de sus padres y hermanos pudo salvar a Benjamina, sin abandonarla por ser discapacitada sino cuidada por los suyos, por el grupo al que pertenecía[2]. Años antes el conocido paleontólogo francés Yves Coppens también mencionaba en su obra los enterramientos humanos descubiertos de lisiados, anormales, deformes, enfermos[3].
La familia humana versus la selección natural
Solo una humanidad cuidadora de sus miembros más frágiles manifiesta la capacidad racional del amor humano para saltarse la selección natural que opera en la naturaleza. La mayoría de animales rechazan instintivamente a sus crías deficientes por no ser aptas reproductivas y no poder transmitir sus genes a las siguientes generaciones. Son individuos desintegrados del resto de miembros de la manada o grupo que acaban muriendo a la intemperie. En cambio, las familias humanas cuidan por igual a todos los hijos que tengan, ayudando a sobrevivir a todos sin distinción.
El ojo interior del sapiens ve más allá de la indigencia biológica al reconocer en el desvalido a uno de los suyos, a una singularidad individual que exige el deber natural de cuidarlo, como hicieron con Benjamina. La familia humana no se detiene ante el imperfecto como un fracaso evolutivo –reproductivo- que no aporta nada al conjunto colectivo perjudicando a la especie. Al contrario, al abandonarlo vería peligrar la continuidad de la especie porque negando la intrínseca dignidad de uno de los suyos rompería la cadena de mutualidad y reciprocidad en la ayuda que es la clave de la supervivencia.
El cuidado humano expresa ontológicamente que cada hombre es único e irrepetible, y no uno más entre millones de individuos que la evolución expulsa a la selva esperando no ser devorado. Lo expresa muy bien Polo cuando asegura que el ser humano es un ser personal que resulta imposible con el monismo, y por eso, una persona única sería una desgracia absoluta porque estaría condenada a carecer de réplica; y una persona no puede tener como réplica más que otra persona[4]. Sintéticamente, el mejor remedio y cuidado del hombre no puede ser más que otro hombre.*
El ser humano nace inacabado
Como está tratando de delinearse en esta introducción, la clave de la supervivencia humana como especie animal no se encuentra localizada en las habilidades y capacidades de sus miembros al nacer. Al contrario, el bebé humano es la inutilidad y dependencia absolutas. Ningún miembro de la especie humana ha sobrevivido por sí solo.
Aunque compartimos la condición y naturaleza animal, muchas especies nos llevan la delantera en velocidad y adaptación al medio natural sobre todo en las primeras semanas o meses. Los humanos nacemos inacabados, sin terminar, pero no solo a nivel antropológico en cuanto al desarrollo personal sino, primariamente, a nivel biológico, neurológico, etc. Si al nacer nos dejaran solos o aislados en un bosque o selva, moriríamos sin remedio, presa de depredadores o sucumbiendo a un ambiente adverso.
Como ya se sabe, entre otras características, pero debido al canal pélvico, las hembras de humanos son las únicas que precisan ayuda y cuidados para dar a luz a sus hijos. Sin la asistencia de terceros durante el parto peligraría la vida de la madre, su descendencia y la subsistencia de la especie[5]. Nadie nace solo y descuidado. En ninguna especie animal su prole recibe tantas atenciones y cuidados durante el primer año como en las especie humana.
Coexistencia y dependencia
Por tanto, tiene razón MacIntyre cuando fundamenta que el éxito humano está en el reconocimiento de la dependencia y en las virtudes que se derivan de ella[6]. Nacemos prematuros sin apenas movilidad[7]. Característica que reaparece al envejecer o está presente de por vida por una grave enfermedad. Pero siendo la vida humana un himno a la precariedad hemos sobrevivido a todas las catástrofes naturales (terremotos, pandemias), hemos colonizado todos los ecosistemas y superado todas las barreras espaciales. Hemos ido a la Luna. Somos la especie elegida por ser la especie cuidadora.
Y he aquí la clave de la existencia humana, la coexistencia: vivir y morir con otros, “conviviendo y conmuriendo” en familia. A diferencia del resto de animales, no “parimos” humanos en escondrijos ni morimos tirados en un rincón. Solo a los humanos nos abrigan en cunas y nos entierran en tumbas, rodeados del calor de los nuestros. Continuamente adaptamos nuestro entorno para poder cuidarnos mejor, motivo por el que los hombres construimos hogares, guarderías, hospitales, albergues, refugios incluso para los propios animales; solo nosotros domesticamos el fuego para protegernos del frio y cocinar alimentos[8].
Cuidadores por naturaleza
El cuidado humano está presente desde el origen mismo de la vida, en su concepción, parto, crecimiento, y, al final, en la muerte. Somos cuidadores por naturaleza que convertimos el cuidado en el primer y último acto social en el que se ve inmerso el ser humano; asignamos a la acción de cuidar la primera y última misión de la familia como comunidad relacional. Cuidar a los nuestros constituye nuestra razón de ser como sociedad humana porque pertenecemos a la única especie que fundamenta en el cuidar su vocación primigenia. Estamos hechos así “programados” para cuidar y, por tanto, ser cuidador nos configura como humanos, nos plenifica y da sentido a la vida. Nuestra naturaleza familiar – ser familia famulus-, significa el conjunto de criados al servicio de una persona[9].
En síntesis, por conformamos y desarrollarnos como la familia de los sirvientes hemos florecido como ninguna especie porque desde bebés nos integran en una red de relaciones de reciprocidad a través de las cuales unos se ayudan a otros toda la vida.
2.- El cuidado como virtud humana: cuidamos por amor no por instinto
Tras lo explicado hasta el momento extraemos la conclusión de que somos los que somos, primitivamente, por nuestra inclinación natural al cuidado. Y seguir esa tendencia la transforma en un hábito virtuoso que nos permite convertir el cuidar en amor racional a los de nuestra especie. Al cuidar al otro de mi familia, o a quién sea de la humanidad, lo que hago específicamente es amarle. Solo el amor cuida y define este rasgo exclusivo humano. Sin duda, encontramos también manifestaciones de cuidado en algunos animales respecto de sus crías, pero se trata de una reacción instintiva maternal, no es por amor.
Cuidar es amar el bien que supone la vida del otro
Como desarrolla con lucidez MacIntyre los humanos necesitamos de virtudes porque sin ellas no sobreviviríamos como especie. Solo podemos cuidar si adquirimos y desarrollamos virtudes que nos permitan reconocer la vida humana como un bien connatural a nosotros hacia el que tendemos para protegerlo -amarlo- como bien primario y fundamento del resto. Es decir, uno alcanza su propio bien en la medida en que su bien – su vida- es un bien de los demás; mi bien, los demás lo hacen suyo y lo cuidan por medio de las virtudes. Amar o cuidar por virtud presupone siempre una alteridad, un reconocer que alguien está vivo y alegrarse por ello, como dice Levinas[10], o sufrir con él si está enfermo.
Cuando al otro, frágil y vulnerable, le amamos cuidándole le otorgamos una prioridad ética en nuestra vida, comprometiéndonos a estar en vela ante su existencia: porque su vida me impresiona y no me da igual[11]. Con la virtud se trata de llegar a sentirse amorosamente responsable de la vida del otro y de su cuidado. De tal modo que, al final, hacemos posible la supervivencia humana como resultado de una responsabilidad colectiva que es reciproca y que se traduce en que todos somos responsables de todos porque no sobra ninguno. Solo somos si somos con otros, con otros que nos cuidan.
El cuidado responde a la virtud, no al instinto ni al sentimiento
A diferencia del resto de animales, los humanos no cuidan humanos por instintos, sentimientos, movimientos pasionales o por una obligación impuesta. Lo hacen por virtud o por la existencia de valores humanos que encarnamos y que son el fundamento de la convivencia.
Cuando uno cuida a los suyos en estado de necesidad está haciendo lo más racional y humano que puede hacerse con ellos. Porque siempre lo inmediatamente racional debería ser ayudar a restaurar la integridad física y mental si están dañadas, reestableciendo el orden y la salud. Y este comportamiento nos lo exige la propia razón natural, no un altruismo fruto de un sentimentalismo más o menos pasajero que tarde o temprano acaba desvinculándose de la razón. Uno se esfuerza en cuidar al integrarlo como un deber apetecible a la razón que mueve a la voluntad a hacerlo. No actúa por un interés general por los demás[12].
No cuido y asisto al indigente y al enfermo para sentirme bien una vez lo hago y para a continuación obtener la recompensa del agradecimiento. Ayudo al enfermo porque es bueno en sí mismo ayudarle, lo hago por el bien que significa esa acción, aunque como consecuencia, me perfeccione al hacerme bueno y virtuoso. Aseguramos, por tanto, que el éxito de la humanidad cuidadora corresponde asignarlo a las virtudes y no solo a las emociones y sentimientos que sustentan la sociedad emotivista.
Es positivo saberse débil y dependiente
Necesitamos de virtudes que nos permitan reconocer la vulnerabilidad y la dependencia, porque sin este reconocimiento identitario no podríamos actuar racionalmente[13]. Progresamos en humanidad solo y en la medida en que aceptamos la positividad de ser así, dependientes, porque no hay virtud posible ni humanos virtuosos sin aceptar que esa condición de partida es la que posibilita perfeccionarse y crecer.
Es al sentirse y reconocerse débil en la familia de los débiles cuando en uno aumentan las ansias del otro, cuando nos deseamos y cuando tu existencia es buena para mí. Porque ante los otros y para los otros mi presencia ha de convertirse en una debilidad óntica que reclama la búsqueda del semejante. El otro es otro yo débil, y la suma son dos debilidades que se sostienen y se liberan, dos fragilidades que a través de las virtudes se cuidan mutuamente.
El ejemplo de los padres con hijos discapacitados
En palabras de MacIntyre, las personas que mejor encarnan las virtudes y representan la esencia del buen padre y madre son los que cuidan de sus hijos discapacitados; ellos reflejan con nitidez a la humanidad cuidadora. La actitud humana ante una persona con parálisis cerebral es que yo podría ser él, tal cual[14].
Apela el filósofo anglosajón a reconocernos en él, porque es de mi naturaleza, de mi familia, es de los míos; su discapacidad me pertenece como algo propio. Y uno, en su situación, desearía ayuda, cuidado y alivio. El dolor ajeno lo podemos entender y sufrir como propio porque reconozco al otro como yo mismo. Solo de este modo virtuoso, al cuidar, me capacito para enlazar su sufrimiento con el mío. Y es entonces cuando me encuentro en disposición de decirle a los ojos y al oído que mi verdadero sufrimiento sería perderle sin haber podido consolarle o paliarle, y sin haber suavizado su angustia.
3.- La autonomía relacional: quiero ser autónomo para cuidar al otro
Si como sostenemos la clave de la existencia es la coexistencia, la condición del éxito se encuentra en que la autonomía no sea solo individual sino a la vez relacional. Es decir que debemos alcanzar rápidamente la autonomía e independencia, pero para ayudar a los que no las poseen. Describimos así lo que ha sido la cadena humana de la mutualidad que atraviesa la historia desde sus orígenes: yo te ayudo a ser autónomo para que luego tu saques a los dependientes de su dependencia.
El código humano que ha triunfado ha consistido en un encadenamiento infinito de relaciones reciprocas, en la que uno no es un eslabón perdido sino vinculado a otro millones como él; una suma de miles de abrazos entrecruzados que se dieron desde el inicio. La autonomía solidaria se convierte en principal constructora de redes positivas y de intercambiadores que aportan soluciones a la dependencia y prestan cuidados[15].
Con el logro de la autonomía personal nos disponemos a capacitar al otro para que viva y se desarrolle. Esta es la configuración de la regla aurea del cuidado: yo vivo para que tu vivas; busco y quiero ser autónomo esencialmente para que luego tú lo seas también; le paso mi autonomía al que no la tiene para que se sirva de ella y la consiga. Es decir que la profundidad del reconocimiento de nuestra autonomía está en el relevo de autonomías individuales. Amplifico mi generosidad con los demás porque antes ellos fueron generosos conmigo, y así, entre todos, vamos componiendo esa maravillosa sinfonía de la humanidad cuidadora.
Crecer en autonomía para ayudar más
La responsabilidad ética y social me empuja a que cuanto más débiles encuentro a los demás, más crece mi deseo de autonomía para ayudarles. Su dependencia es un grito a mi autonomía y cuanto más necesitados estén los otros más fuerte me siento yo para sostenerlos, y poder decirles, como le dice una madre a su hijo: que pase lo que pase yo estaré allí para ayudarte. Antes las múltiples limitaciones de los otros convierto mi autonomía en el trampolín desde donde lanzarme sobre ellos y compensar su fragilidad con mi fuerza, mi atención y mi amor. A lo largo de la vida vamos consolidando la propia autonomía hasta convertirla en pasarelas que rescatan a los dependientes del foso de su debilidad.
Ante una sociedad individualista que busca su propio bienestar, la autonomía relacional provoca un cambio de paradigma porque puedo convertirla en un sueño y en una ilusión personal. Transformo mi autonomía en mi proyecto vital -social – porque sueño con ser autónomo para auxiliar los incapaces; y me ilusiona sacarlos adelante, hasta que ya no pueda más, me falten las fuerzas y entonces vengan ellos en mi rescate. La autonomía relacional se convierte así en la gran esperanza de los dependientes y discapacitados, y no en la amenaza de su abandono y descuido una vez yo la consiga.
Hacerse dependiente de los dependientes
El resultado final se puede describir como un tipo de paradoja antropológica inesperada: el buen autónomo- el virtuoso- se acaba haciendo dependiente de los dependientes. Los necesita para vivir, para perfeccionarse y ser feliz. El hombre que cuida a los otros experimenta positivamente la dependencia de ellos, porque ellos- los enfermos, discapacitados, los frágiles- le bridan la oportunidad de desarrollar unas virtudes que estaban aletargadas; le potencian unas capacidades quizá inhibidas por haber vivido bajo una autonomía solo individual.
En definitiva, le sacan lo mejor de sí hasta experimentar la grata sorpresa de que uno acaba haciendo más de lo que inicialmente pensaba que era capaz de hacer por ellos, pero los dependientes y frágiles celebran que esto sea precisamente así. El autónomo virtuoso manifiesta, en profundidad, que es a través del contacto con personas discapacitadas cuando logra entenderse y conocerse a sí mismo. Testimonia que socorriendo al invalido alcanza su propia inteligibilidad como ser humano, permitiéndole descubrir lo que es bueno para sí, su propio bien y el fin de su naturaleza: una vida lograda.
4.- La ego-autonomía moderna: el repudio de la dependencia
La autonomía egoísta
La egoautonomia o autonomía egoísta se encuentra en las antípodas de la autonomía relacional, de hecho, es su banalización. Concretamente consiste en buscar ansiosamente la dimensión autónoma de la vida para beneficio exclusivo y propio, y proclamarse vencedor en el pódium de una sociedad que premia el rendimiento, las capacidades y la autoestima personal. Suena a adolescente rebelde, pero muchos anhelan la autonomía para independizarse de todos , y declarar que por fin me basto a mí mismo, que ya tengo lo que deseaba: la libertad absoluta. Pero, como estamos analizando, esta aisladora emancipación degrada el verdadero significado de la autonomía humana centrada en cuidar al dependiente.
La desviación de esta autonomía viene encarnada por un ser humano autosuficiente que no desea que los otros se entristezcan por sus penas o sufrimientos. Acaba rechazando el consuelo por considerarlo impropio de su superioridad animal; le humilla precisamente lo que le hace más humano: su propia vulnerabilidad[16].El autosuficiente niega -repudia- la dependencia, deseando quedar excluido de esas redes comunitarias recíprocas. Solo quiere ser responsable de sí mismo y ante mí mismo y de nadie más, pero esto es preludio de la muerte existencial y social.
El rechazo al cuidado de los débiles
El egoautónomo no quiere cuidar a nadie, ni siquiera de sus padres que le dieron la vida, a los que traslada “compasivamente” a residencias a que mueran. Vive su vida rechazando las virtudes exigidas por el reconocimiento de la dependencia, abdicando de los compromisos morales por pertenecer a la humanidad vulnerable. Su inflada autonomía acaba corrompiéndole al rechazar la opción de cuidar de los frágiles que acampan en el mundo. Los enfermos improductivos e incurables que no rentan simbolizan para él lo contrario al duro logro de su propia autonomía, que cree haberla conseguido a fuerza de sus solos brazos. Pero, como declara Habermas, a nadie le ha caído la autonomía del cielo[17], ni le he tocado en una tómbola.
Si como ya hemos fundamentado la clave de la supervivencia es la coexistencia, al revés, podemos asegurar también que la clave de la inexistencia, el peligro de extinción está en el descuido: en no querer ocuparse del otro necesitado, ni hacerse cargo de su dependencia, renunciando a vigilar a los desprotegidos. Porque a base de aislarse como humanos autónomos, los otros dependientes dejarían de existir para uno, muriendo socialmente. La negación sociopolítica de la vulnerabilidad como condición humana los deja a merced de legisladores injustos que transgreden la dignidad de los débiles, haciéndoles desaparecer.
Una sociedad así supone la involución de la especie
Promocionar y contaminar la sociedad con esa autonomía egoísta no tiene como simple resultado el empobrecimiento de unos valores morales que tratamos luego de compensar con campañas solidarias o películas inclusivas de discapacitados. El problema real es que involucionamos como especie porque descuidar al débil resulta antinatural al negar lo que es más propiamente nuestro, la fragilidad como condición previa de la existencia[18]. Invertimos lo positivo ontológico que significa ser vulnerables, en negativo, provocándonos rechazo. Y de este modo inhumano nos dirigimos hacia el subdesarrollo social y moral volando los propios puentes –redes de reciprocidad– que hemos ido construyendo en nuestra historia humana y que son los que nos han permitido llegar a donde hemos llegado.
Alcanzar la autonomía para desvincularse de los otros es anular la especifica singularidad que poseemos por ser miembros de la familia humana. De manera que el hecho de querer aislarse convierte al hombre en un mero individuo sin relación. Pero tal desconexión es la que está haciendo brotar la sociedad o cultura de la muerte, en donde sus miembros desasociados acaban ahogándose en sus propios sufrimientos y miedos, contemplándose unos a otros precipitándose al vacío. Las propuestas sociales que privatizan el sufrimiento anulan su necesaria sociabilidad, salvavidas al que nos agarramos para sobrevivir y no querer morir[19].
La sustitución de la humanidad cuidadora por la ciencia
Sin duda, a ello, están contribuyendo de modo decisivo las relaciones neoliberales que buscan a toda costa la productividad y el rendimiento individuales, generando egos patológicamente hipertrofiados que se deprimen al dejar de producir, envejecer y enfermar. A partir de este instante es cuando estos superhombres o semidioses entran en crisis, abandonando el barco de los otros para acabar muriendo aislados.
No hay más remedio que alertar que las sociedades que exaltan la autonomía para disfrutar de ella plenamente se liberan de las comunidades humanas para ser cuidados. Cuando humanamente lo que hemos comprobado es que solo otro como yo – alguien de mi familia- tiene el poder curativo y antidepresivo capaz de romper la cascara narcisista del yo en la que muchos se están ahogando[20].
Algunos personas narcotizadas por su sacra autodeterminación prefieren entregar su destino a la diosa ciencia y al progreso cuando el sufrimiento amenaza su orgullosa autonomía. Y si ni siquiera la técnica médica logra sacarles de su angustia, apelan a una inhumana compasión, para que, en vez de cuidarles hasta el final de sus días, acaben con su vida con muerte prematura provocada[21]. Atónitos presenciamos la voladura de la humanidad cuidadora suplantada por una individualidad colectiva que va alimentando a una sociedad suicida y desesperada.
El superhombre es contrario a la compasión
Bajo esta enfermedad moral que afecta a la autonomía encontramos a Nietzsche como fondo de pantalla. El nihilismo nietzscheano suscribe la terrible inversión en el modo racional y natural de operar ante el invalido, enfermo y malformado, al sostener que, ante estos que están por perecer- condenados por la vida-, lo que verdaderamente está fuera de la razón es compadecerse de ellos. Nietzsche repudiaba la compasión por parecerle una debilidad humana y un obstáculo para el triunfo del superhombre[22] que, ante la enfermedad, debía de hacerse a sí mismo fuerte sin necesidad de nadie y sin causar pena a los otros. Repudiaba que alguien pudiera entristecerse por el dolor ajeno, compartir mi dolor y sufrir conmigo[23].
Otros artículos de E. García Sánchez publicados en esta web:
La seducción de la belleza interior (julio 2023)
La post-belleza. Crisis estética y víctimas (marzo 2022)
El descuido de los vulnerables en una sociedad perfeccionista y hedonista (diciembre 2020)
NOTAS de La humanidad cuidadora
[1] Gracia, A., Martínez-Lage, J.F., Arsuaga, JL. et al. The earliest evidence of true lambdoid craniosynostosis: the case of “Benjamina”, a Homo heidelbergensis child. Childs Nerv Syst 26, 723–727 (2010); Sáez, R. (2019). Evolución humana: Prehistoria y origen de la compasión. Editorial Almuzara.
[2] Cfr. Martinez- Mendizabal, I., Claves de la evolución humana: https://www.youtube.com/watch?v=ap891ZlJPuc
Muñoz, J. R., de Castro, J. M. B., Carbonell, E., & Castelo, C. V. (2022). ¿Fosilizan los actos morales? Una contribución a la hipótesis de Darwin sobre el origen de la conciencia moral. Dilemata, (39), 15-32.
[3] Coppens, Y., La Historia del hombre. Tusquets, Barcelona, 2009, 210.
[4] Cfr. Polo, L., “La coexistencia del hombre”, en Inmanencia y trascendencia, Actas de las XXV Reuniones Filosóficas, Facultad de Filosofía de la Universidad de Navarra, 1991, vol. I, 33.
[5] Marín, Higinio, El hombre y sus alrededores. Ediciones Cristiandad 2013, p.22. Cfr. Campilllo Álvarez, J.E., La cadera de Eva. El protagonismo de la mujer en la evolución de la especie humana. Editorial Critica, Barcelona, 2007, 176.
[6] MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes. Paidós, Barcelona, 2001, p.16
[7] López Moratalla, N., Cuestiones a cerca de la evolución humana, Eunsa, Pamplona, 2008, p.63.
[8] Marín, Higinio, El hombre y sus alrededores. Ediciones Cristiandad 2013, p.22
[9] Marín, Higinio, El hombre y sus alrededores. Ediciones Cristiandad 2013, p.22.
[10] E. Lévinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, tr. Antonio Pitor Ramos, Salamanca: Sígueme, 1999, pp. 201-261.
[11] Han, B.C., La sociedad paliativa. Herder. Barcelona, 2021, 18.
[12] MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes. Paidos, Barcelona, 2001, p.188.
[13] MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes. Paidos, Barcelona, 2001, p.27, 103
[14] MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes. Paidós, Barcelona, 2001, p.153, 168, 173ss.
[15] Sartea, C., La dignidad del vulnerable no tiene precio. Cuadernos de Bioética XXVIII 2017/1ª, 105
[16] MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes. Paidos, Barcelona, 2001, p.22.
[17] Habermas, J., El futuro de la naturaleza humana ¿Hacia una eugenesia liberal? Paidós, Barcelona 2001, pp. 51-52.
[18] MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes. Paidos, Barcelona, 2001, p.16
[19] Han, B.C., La expulsión de lo distinto.. Herder, Barcelona, 2017, p.120.
[20] Ibíd., p.108.
[21] De Prada, Juan Manuel., Semidioses y gusanos. XL Semanal, 3 de diciembre de 2023.
[22] Nietzsche, F., En torno a la voluntad de poder. Planeta de Agostni, Barcelona 1986, 912.
[23] Cfr. Nietzsche, F., El Anticristo. Alianza. Madrid 2000, 7; Garcia-Sánchez, E., Despertar la compasión. El cuidado ético de los enfermos graves. Eunsa, Pamplona, 2017, 29-49.
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Emilio García-Sánchez
emilio.garcia@uchceu.es
Parece que los animales humanos, a diferencia del resto de animales, gracias a nuestras experiencias hemos “domesticado” nuestros instintos, convirtiéndolos en “virtudes”, o compendio de las buenas costumbres. Pero hay momentos en que, al parecer producto de nuestro “ego autonómico”, nos olvidamos de nuestras debilidades y necesidad de ayuda. Producto de estos “olvidos” son las guerras (individuales y colectivas), que nos llevan a constatar nuestras vulnerabilidades y nuestra dependencia de los otros.