Violencia y Religión. Enfoques discrepantes
1.- Introducción
Secularización, religión y violencia
La palabra «secularización» hace ya tiempo que se instaló en el vocabulario histórico, filosófico y sociológico, para dar a entender que la modernidad resulta incompatible con las viejas devociones, que responden a situaciones y condiciones más ligadas a la tradición que a la razón. La religión, desde la ilustración, aparece casi como sinónimo de ignorancia y de superstición, de infancia mental y dependencia moral: características todas ellas que tendrían que ser superadas por la acción combinada de la educación, la política, la ciencia y la industria.
No obstante, resulta evidente que la secularización no ha conducido a la desaparición del factor religioso en las sociedades modernas o posmodernas. La persistencia de los cultos tradicionales, la importación de espiritualidades o los sincretismos de toda índole son rasgos que atestiguan la persistencia de lo sagrado, algo que para muchos resulta inexplicable. Pero del fenómeno religioso se destaca la otra cara, el rostro siniestro de los fundamentalismos, que toman la religión como causa o excusa de la muerte. Y la pretensión de todas las confesiones religiosas –unas y otras– de determinar, o condicionar, la vida pública: pretensión que en ocasiones recibe el premio del éxito[1].
En estos últimos meses se han producido diversos acontecimientos que han vuelto a situar en primer plano el debate sobre la presunta relación entre violencia y religión, muy aprovechado por el secularismo moderno y posmoderno para tachar a toda manifestación religiosa (no solo la islamista) de fanatismo irracional que, de una u otra forma, incuba en su seno el germen de la violencia.
Casos recientes
Quizá el más notorio por su repercusión en la opinión pública mundial fue el apuñalamiento sufrido cerca de Nueva York por el escritor Salman Rushdie, el pasado 13 de agosto, a manos de Hadi Mattar (musulmán estadounidense) quien, al parecer, cumplía finalmente con la fatwa dictada por el ayatolá Jomeini hace 30 años, al considerar blasfemo su libro ‘Los versos satánicos’. Hubo un alud de reacciones desde todos los ámbitos de la cultura y la política. La propia madre de Hadi denunció en una entrevista en el New York Times (17 de agosto) que su hijo, del que renegó completamente, “estaba cada vez más abstraído e inclinado hacia la religión y eso le preocupaba mucho”.
A pocas fechas de ese trágico suceso, el 31 de agosto, se festejaba en Afganistán el primer aniversario de la toma del poder de los talibanes y la huida vergonzosa de las tropas estadounidenses y del resto de países occidentales allí presentes. Los talibanes celebraban la reinstauración de la ley islámica en el país, mientras los medios de comunicación del mundo reiteraban la violación sistemática de los derechos de las mujeres y las niñas, vinculándolo a la esencia de cualquier religión.
Teoterrorismo y ética social laica
En este contexto, muchos recordaron el concepto de «teoterrorismo» esgrimido por Paul Cliteur (en el fondo toda religión ejerce violencia sobre sus fieles) y la exigencia de una ética laica en el espacio público, absolutamente desvinculada de la religión, como condición necesaria para garantizar una verdadera sociedad abierta y plural[2]. Por otra parte, también fue profusamente invocada la posición ‘laica’ de Martha Nussbaum y su insistencia en que
respetar la libertad religiosa no significa darle a un pequeño número de dirigentes religiosos fanáticos una licencia ilimitada para perpetuar la miseria humana y para someter la libertad de los individuos[3].
A finales de 2018 el diario Times de Londres preguntó a sus lectores si consideraban la religión útil para la vida social, éstos contestaron abrumadoramente de manera negativa. En el punto de mira de los críticos posmodernos se encuentran especialmente las religiones monoteístas porque, al considerarse exclusivas poseedoras de la única verdad, están particularmente expuestas a la intransigencia. El secular conflicto entre árabes e israelíes en Palestina resulta paradigmático.
¿Está justificada esta presunta vinculación? ¿Es ineludible la deriva fanática de todo fenómeno religioso? No cabe duda de que la violencia, como fenómeno que impacta radicalmente en la vida social, resulta desconcertante para quienes conciben la religión desde los parámetros del espíritu, el amor, la fraternidad y la paz. Sin embargo, una vez que la modernidad ha secularizado esos valores, desposeyendo a la religión de su principal fundamento para la vida social, acaba por recluirla en el rincón de lo irracional, es decir, en el ámbito donde solo cabe el fanatismo y la imposición, que fácilmente derivan en violencia.
Planteamiento del tema en este artículo
Para enfocar correctamente esta cuestión considero imprescindible realizar un análisis profundo sobre los dos términos de esta ecuación: la violencia y la religión. Al efecto me han parecido particularmente relevantes las aportaciones de tres pensadores actuales, que, a mi juicio, sintetizan los tres enfoques básicos del problema y ponen de relieve la dificultad de conciliarlos. Me refiero a Jesús Ballesteros, Slavoj Zizek y Byung-Chul Han.
Si bien puede constatarse una cierta convergencia en su diagnóstico sobre la violencia, existe sin embargo un profundo desacuerdo respecto a la esencia y el papel de la religión. Ballesteros justifica la esencia ‘no violenta’ de las religiones que denomina ‘abiertas’ (como el cristianismo) y su aportación a la paz. Zizek, por el contrario, considera el fenómeno religioso como esencialmente violento. Para Han, la religión juega un papel ambivalente: en las sociedades premodernas fue causa de violencia y al mismo tiempo fue un instrumento para prevenirla. En la sociedad tardomoderna ha sido absorbida por el capitalismo. A continuación, expondré cómo configuran la violencia cada uno de estos autores y cómo la relacionan con el fenómeno religioso.
2.- Aproximación a la realidad de la violencia
El enfoque del profesor Jesús Ballesteros, desarrollado en su obra Repensar la paz (2006), identifica tres formas básicas de violencia que han ido incrementando su presencia en la sociedad: la violencia económica (explotación del otro reducido a pura mercancía), la violencia lúdica (reducción del otro a puro objeto de goce o deseo) y la violencia política (bajo las formas de totalitarismo, terrorismo y fundamentalismo).
Por su parte, Slavoj Zizek, publicaba en 2008 otra importante obra titulada Violence, en la que identifica dos tipos básicos: la violencia objetiva (basada en la imposición de un standard de normalidad social) y la violencia subjetiva (alteración de ese estado de cosas, que no siempre supone un mal). Entre una y otra identifica también la económica, la política y, especialmente, la religiosa. Finalmente, Byung Chul Han, en uno de sus ensayos más densos, Topología de la violencia (2015)[4] aborda el tema desde la dimensión subjetiva afirmando la actual invisibilidad e interioridad de la violencia, derivada de la nueva estructura social basada en el rendimiento y la positividad. Veamos.
2.1. Jesús Ballesteros: La violencia como ‘patología de la alteridad’
La omisión de respeto
En el primer capítulo de su monografía Repensar la paz[5], el profesor Ballesteros aborda el problema de la violencia, desarrollando las ideas que ya había apuntado muchos años antes (1973) en su artículo El derecho como no-discriminación y no-violencia[6]. Su análisis parte de que la idea de violencia, tanto en su epistemología como en el uso ordinario de la palabra, remite a la negación del respeto debido a una persona o a una regla. Y ése es –a su juicio- el distintivo específico de la realidad de la violencia, lo que la distingue del simple uso de la fuerza: “la omisión del respeto exigido”[7].
De ahí la posibilidad de que alguien pueda ser obligado a hacer algo que no desea, mediante el uso de la fuerza, pero que tal exigencia no pueda calificarse como ‘violenta’, porque se justifique apelando a razones legitimadoras como el mantenimiento de la paz o la seguridad, o incluso el propio bien de la persona coaccionada. De igual modo, también cabe concebir un ejercicio de la violencia sobre otros sin el recurso a la fuerza física, cuando una persona ofende o maltrata prevaliéndose de una situación de prepotencia.
No necesariamente ligada a la coacción física
Así pues, Ballesteros desliga conceptualmente la violencia del plano inmanente de la simple coacción física y la sitúa en un plano trascendente: el reconocimiento y el respeto. La esencia última de la violencia no sería otra cosa que
la negación del reconocimiento debido a la persona por el mero hecho de ser tal, como negación de lo que en la persona hay de sagrado e inviolable: su vida y su dignidad personal[8].
La negación del imperativo de la dignidad de la persona humana supone la negación del respeto al otro como sujeto de derechos inalienables[9].
De este modo Ballesteros concibe la violencia como una ‘patología de la alteridad’, como un modo ‘patológico’ de relacionarse con el otro, al margen del imperativo moral kantiano que impulsa a tratar a todo ser humano como un fin y nunca como un medio. Eliminando el respeto (el reconocimiento del otro como sujeto con dignidad y derechos) el otro aparece como un ser que puede ‘usarse’ (para el goce sensible o para el lucro) y que puede ‘dominarse’. Con la violencia se trata de eliminar la resistencia del otro;
la violencia pretende hacer de los hombres animales domesticables para cualesquiera fines[10].
En definitiva, Ballesteros, identifica tres formas fundamentales de violencia, que pasan por la reducción del otro a mero objeto de uso, a mero objeto de goce, o a mero objeto de dominación. A partir de estas tres formas básicas se establece una triple tipología de la violencia: la ‘violencia económica’ (uso), la ‘violencia lúdica’ (goce) y la ‘violencia política’ (dominación)[11].
a) Violencia económica
La violencia económica se gesta sobre la desmesurada preocupación por las cosas que conduce a la violencia sobre las personas. De ahí que la esencia última de este tipo de violencia consiste precisamente en la venta lo que no es alienable, reduciendo al otro a un objeto de explotación[12]. Para Ballesteros, Marx acertó en su denuncia de la venalidad de la sociedad capitalista inicial, pero su construcción teórica no fue capaz de superarla. Su concepción del hombre como mero ‘sujeto social’ no le permitió concebir la existencia de algo verdaderamente inalienable en la persona y, por tanto, no comprendió que sólo desde el reconocimiento de algo ‘sagrado’ en el hombre (lo inalienable) cabe oponerse a la violencia que supone vender o comprar lo inalienable[13].
Ballesteros señala que la violencia económica ya no viene determinada por la explotación laboral denunciada por el marxismo, sino que discurre justamente por el camino contrario: la senda del no-trabajo; es decir, la marginalidad y la exclusión. En la sociedad actual –afirma-, al menos dentro de los países desarrollados, la explotación económica del trabajador ha dejado de ser la violencia por antonomasia para dejar paso a otra forma de violencia: la marginación económica. Esta manifestación es consecuencia del nuevo enfoque del capitalismo basado en la generación de ‘excedentes’ humanos en el ámbito laboral y la financiarización de la economía. Desde esta perspectiva, el hombre ha pasado de ser un objeto de uso y explotación a ser un objeto de ‘desecho’, muy en sintonía con las denuncias del papa Francisco sobre la actual ‘cultura del descarte’[14].
b) Violencia lúdica
En segundo lugar, alude Ballesteros a la ‘violencia lúdica’, ligada a una reducción del otro a objeto de ‘goce’. El origen lo encuentra en la reducción de la razón a su dimensión puramente instrumental, que impide al sujeto plantearse cuestiones relativas al sentido y a la teleología y lo conducen al narcisismo. El narcisismo supone una exclusiva y absoluta afirmación de yo y un absoluto desprecio del otro en cuanto que otro; es decir, su reducción a puro objeto instrumental de consumo o de deseo que culmina en la violencia.
Ballesteros asume el análisis de Daniel Bell (Las contradicciones culturales del capitalismo) para denunciar la obsesión por conseguir la satisfacción inmediata del deseo. La paradoja del capitalismo actual es evidente: exige máximo sacrificio y esfuerzo en la producción, mientras alienta un modelo de vida desenfrenado, consumista y hedonista, que acaba por generar violencia al reducirlo todo, incluso a la persona, a objeto de consumo[15].
Causas de la violencia lúdica
Señala tres causas fundamentales de la ‘violencia lúdica’: la exaltación del ‘juego’ como sentido único de la vida; la reducción del tiempo al instante (el ‘instanteísmo’) y la eliminación de la distinción entre lo normal y lo anormal en el plano lógico y en el psicológico.
La concepción estético-lúdica de la vida
En el primero de estos elementos, la referencia fundamental Nietzsche, en cuya obra considera condensado el sentido más profundo de la concepción estético-lúdica de la vida, que hoy se impone en la sociedad occidental. Lo que Nietzsche exalta en el niño es la ausencia de sentido de culpa y de temporalidad; en definitiva, la visión de la vida como juego y goce del instante, su vivir más allá del bien y del mal. Una exaltación de la imagen del niño que provoca hoy la masiva presencia de actitudes infantilistas en la sociedad, que no son más que la pervivencia en los adultos de las actitudes de los niños[16].
Para Ballesteros el esteticismo consiste en preconizar la exclusividad de la dimensión lúdica, desvalorizando la diferencia entre realidad y representación. El juego (que en el niño siempre es una representación) reemplaza a la propia realidad, porque la vida ya no tiene otro sentido que el juego. Pero si la realidad es un juego (una representación) entonces la representación se pone también por encima de cualquier norma moral. Ya los románticos, como Schiller (Cartas sobre la educación estética del hombre) habían colocado el estadio estético por encima del estadio moral, como también lo hicieron los autores de la izquierda freudiana: Reich, Marcuse, N. Brown, etc.; o los de la antipsiquiatría, como Laing, Cooper, Foucault, Deleuze, Derrida, etc.
Ballesteros señala a Artaud y el movimiento Living Theatre (el teatro debe pasar a la calle) como el detonante que rompe de facto la separación entre escenario y vida real. A partir de ahí, buena parte de la «violencia callejera», de lo que se llamó la «pandilla dionisiaca», puede atribuirse a esta visión lúdica de la vida en la no se distingue entre fantasía y realidad y que desconoce el respeto al otro, ya que se actúa guiado por un exclusivo afán de juego y diversión. De este modo, la representación teatral de la violencia se transforma en la violencia como representación teatral. Aparece así la violencia ‘iocandi causa’; es decir, un tipo de violencia ligada a la diversión, al juego, sin buscar siquiera coartadas; una violencia que es la más brutal por cuanto que es enteramente gratuita y que remite a la idea nietzscheana de la ‘dimensión festiva de la crueldad’[17].
El instanteísmo
La segunda de las causas de la violencia lúdica aludida por Ballesteros es el instanteísmo; esto es, la reducción del tiempo al instante presente. Con ello se escamotea la diferencia esencial entre el hombre y el animal. La primacía del instante impide al sujeto conectar con el pasado (olvida su condición de criatura, de heredero de un legado) y le impide también conectar con el futuro (situar la vida en clave de proyecto, reduciendo sus actos a mera reacción ante impulsos o estímulos).
La primacía del instante y la primacía del instinto tienden a animalizar la vida humana. Es decir, la reducen a maximizar el goce del instante presente: satisfacción inmediata de los deseos rechazando todo aplazamiento de la gratificación. De ahí que el único mal a evitar sea el dolor, porque constituye un sinsentido al frustrar la pulsión por el goce. Ballesteros señala esta concepción instanteísta de la vida como fundamento de la aceptación social de dos de las formas más extendidas de violencia lúdica en nuestro tiempo: el aborto y la eutanasia[18].
Permisivismo
La última causa generadora de violencia lúdica la encuentra Ballesteros en el ‘permisivismo’, concebido como la eliminación de la diferencia entre lo normal y lo anormal en el plano lógico y en el psicológico; algo que conduce a negar la realidad misma de la ‘perversión’. La abolición de la ontología y la consiguiente liberación del sentimiento de culpa permiten e incitan a realizar todo tipo de perversiones. La pornografía, que no es otra cosa que una exhibición de toda clase de perversiones sexuales, representa el paradigma de esta violencia lúdica. Citando a Gabriel Marcel, Ballesteros afirma que la pornografía es en sí misma violencia antes que sexo[19].
c) Violencia política
Finalmente, el análisis de Ballesteros presenta un tercer tipo de violencia que denomina ‘violencia política’. Señala dos formas en las cuales ésta se manifiesta en nuestro tiempo: el totalitarismo u opresión ejercida desde el poder establecido (ligado a genocidios, campos de concentración, tortura, deportaciones, tribunales políticos, la pena de muerte…) y el terrorismo o violencia realizada desde zonas ajenas al poder, pero que aspiran a detentarlo (ligado a secuestros, atentados, y amenazas de todo tipo).
En el fondo, totalitarismo y terrorismo son dos caras de un mismo fenómeno con un mismo fin: conseguir la alienación total del individuo a la comunidad política o al grupo que pretende representarla. En el totalitarismo se ha producido ya esta situación de total sumisión de la persona al Estado y el despoje de sus derechos. El terrorismo aspira a eso mismo, al pretender que la persona se sienta «vendida» y acabe entregando todos sus derechos al poder[20].
Para Ballesteros, la violencia política tiene siempre un carácter colectivo. Mientras que el actor de la violencia económica o la violencia lúdica tiende a ser el individuo, aquí siempre hay un ‘nosotros’ en virtud del cual se actúa: la nación, la clase, la raza… Es una colectividad a la que se trata de dar sustantividad propia y convertirla en un TODO. Desde esa perspectiva, la violencia política resulta mucho más grave que la económica porque, además de la expropiación de lo corporal o lo material del hombre, supone también la «expropiación del alma»[21].
2.2. Slavoj Zizek: La violencia inherente al ‘estado normal de las cosas’
El planteamiento desarrollado por Slavoj Zizek, en su obra Sobre la violencia (2008)[22] coincide en algunos aspectos sustanciales con el pensamiento de Ballesteros, aunque el tratamiento que Zizek hace de la cuestión en esta obra está lejos de la sistemática y estructura que ofrece Ballesteros[23].
El conocido y polémico filósofo esloveno, que podría ubicarse en lo que él mismo denomina la ‘post-izquierda’ (una especie de síntesis entre el postmarxismo y la postmodernidad decadente con ribetes de nihilismo), en cierto modo, también identifica el fenómeno de la violencia como una ‘patología de la alteridad’; pero lo hace en clave de ‘superestructura’, muy congruente con su análisis marxista.
La auténtica realidad de la violencia no reside, para Zizek, en la estridencia de los actos de terror y de crimen, los disturbios civiles o los conflictos internacionales. Estas señales constituyen un modelo de violencia que denomina ‘subjetiva’, pero que no son sino un ‘señuelo fascinante’, excesivamente visible, del que hay que distanciarse para poder captar el ‘trasfondo’; ese núcleo invisible y silencioso –la violencia objetiva– inherente a lo que percibimos como ‘el estado normal de cosas’. Como dirá en el Epílogo de esta obra:
es difícil ser realmente violento, realizar un acto que perturbe con violencia los parámetros básicos de la vida social[24].
Manifestaciones subjetivas de la violencia
Si no tenemos en cuenta esta violencia invisible no seremos capaces de entender lo que parecen ser explosiones irracionales de violencia subjetiva[25].
Este es, para Zizek, el ámbito de análisis fundamental y prioritario y que, sin embargo, queda habitualmente olvidado frente al poder mediático de las manifestaciones subjetivas de la violencia; en especial, las crisis humanitarias, el terrorismo, etc., que imponen una actuación inmediata, pero que impiden reflexionar sobre el ‘trasfondo’, sobre el substrato que genera las condiciones de posibilidad de esos actos.
De ahí que, en una actitud polémica y provocadora, Zizek afirma la necesidad de ‘distanciarse’ de las víctimas y resistir la tentación de ‘actuar’, de implicarse. La actitud correcta debería ser de ‘esperar y ver’ para hacer un análisis paciente y crítico[26]. Lo que necesitamos ante tantas imágenes y representaciones mediáticas de la violencia es (como hizo Lenin después de la catástrofe de 1914, retirándose a un lugar escondido de Suiza para leer la ciencia de la lógica de Hegel) retirarnos y aprender qué causa esa violencia[27].
Despersonalización del otro
Todo acto violento de un sujeto contra otro (o contra otros) es para Zizek un acto de violencia subjetiva, sea cual sea la causa que lo origine y los medios que utilice. Y todos esos actos le parecen en sí mismos como irracionales (de ahí que no le susciten demasiado interés analítico). La única explicación que cabe encontrarles pasa por identificar el substrato sistémico que los provoca, en el cual encuentra Zizek el auténtico núcleo ‘objetivo’ de la violencia. En todo caso, en cuanto que ‘patología de la alteridad’, mantiene como eje fundamental del acto violento la despersonalización del otro; la abolición del concepto de prójimo, en cuanto que próximo. Aunque –según afirma- esto solo resulta patente, visible, en acciones paradigmáticas como el Holocausto, los gulags o las torturas de Abu Ghraib[28].
Para Zizek, la violencia subjetiva, esa moderna ‘patología de la alteridad’, tiene su raíz en el planteamiento fallido de la ‘tolerancia liberal’, que afirma respetar al ‘otro’ pero lo hace mientras que ese otro no sea realmente ‘otro’; es decir, mientras no se acerque demasiado llegando a invadir el propio espacio. Ese planteamiento, en lugar de respeto o reconocimiento, lo que ha generado es miedo al otro, respaldado por un derecho a permanecer a distancia segura de los demás[29]. Se ha producido una reducción de todos los humanos a la ‘nuda vida’, a la condición de homo sacer, un ser que se proclama sagrado pero que puede ser excluido de cualquier derecho.
Abolición de la dimensión del prójimo
Puesto que nos limitamos a un conocimiento abstracto del sufrimiento, nos resulta más difícil presenciar la tortura de un individuo que permitir el lanzamiento de una bomba que puede causar a miles y miles de personas una muerte mucho más dolorosa. Seguimos condicionados éticamente por las reacciones emocionales e instintivas ante el sufrimiento que presenciamos: disparar a alguien nos parece mucho más repulsivo que apretar un botón que mata a miles de personas[30]. De ahí que, para Zizek, la violencia se mide por la ‘proximidad’ de la víctima; en última instancia se reduce a la abolición de la dimensión del prójimo (con toda la carga judeocristiana y freudiana del término). En el acto de violencia la víctima deja de ser un prójimo y se convierte en un objeto de cálculo utilitario del sufrimiento[31].
Zizek critica el universal respeto a la otredad, proclamado por Lévinas, afirmando que provoca una faceta inversa, absolutamente contraria a la consideración del prójimo como el otro imponderable que merece nuestro respecto incondicional. Se trata de la figura del enemigo-otro imponderable, el enemigo que es el otro absoluto, que ya no es honorable, sino alguien cuyo razonamiento nos es absolutamente ajeno, de modo que no es posible ningún punto de encuentro con él sino solo su exterminio: la figura nazi del judío como el enemigo-otro subhumano[32].
Solo se reconoce y respeta al propio grupo
De este modo, el ‘otro’ ya no es otro ser humano, con una rica vida interior llena de historias personales que dan sentido a su vida, puesto que una persona así no puede ser un enemigo. “Un enemigo es alguien cuya historia no has escuchado”. El paradigma literario de esta tesis es el Frankenstein de Mary Shelley. La autora, en la mitad del libro, le deja contar al monstruo la historia desde su propia perspectiva. Porque el monstruo no es una cosa, sino que está plenamente subjetivizado. Es un asesino que se revela profundamente herido y desesperado, ansiando encontrar compañía y amor.
De este modo, el ‘otro’ ya no es otro ser humano, con una rica vida interior llena de historias personales que dan sentido a su vida, puesto que una persona así no puede ser un enemigo. “Un enemigo es alguien cuya historia no has escuchado”. El paradigma literario de esta tesis es el Frankenstein de Mary Shelley. La autora, en la mitad del libro, le deja contar al monstruo la historia desde su propia perspectiva. Porque el monstruo no es una cosa, sino que está plenamente subjetivizado. Es un asesino que se revela profundamente herido y desesperado, ansiando encontrar compañía y amor.
Pero esto tiene un límite: ¿Hitler puede ser calificado como enemigo porque su historia no fue escuchada? Hay algo que nunca deja de sorprender a la conciencia ética ingenua: cómo es posible que la gente que comete actos terribles de violencia contra sus enemigos pueda desplegar una cálida humanidad y una sincera preocupación por los de su grupo. Así lo constató Hannah Arendt respecto de los nazis. Y así lo constataron respecto de Stalin, Beria o Malenkov sus respectivos hijos: a esos tres monstruos los calificaron como padres cálidos, cariñosos, familiares, honestos, trabajadores[33].
En este aspecto, Zizek conecta con la figura del fanático y su ‘vacío interior’ que señalaba Ballesteros en su descripción de la violencia política: el respeto y reconocimiento hacia el otro sólo se realiza frente a los del grupo (los ‘nuestros’), mientras que el odio al ajeno no se percibe como tal sino como defensa ante quien representa una amenaza al propio grupo[34].
Dimensión objetiva de la violencia
En la dimensión objetiva de la violencia, alude Zizek a dos tipos: la violencia simbólica, encarnada en el lenguaje y sus formas (con su imposición de un determinado universo de sentido) y la violencia sistémica, constituida por las consecuencias catastróficas del funcionamiento del sistema económico y político[35].
Manifestación sistémica
En esta manifestación sistémica (la superestructura de la violencia que, paradójicamente, se mantiene oculta, invisible) Zizek también coincide sustancialmente con Ballesteros (violencia económica y política), al afirmar que si bien es cierto que la violencia subjetiva provoca la demonización de quien la ejerce, la violencia objetiva está enraizada en los orígenes mismos del sistema capitalista. Zizek lo afirma sin ambages:
el destino de un estrato completo de población, o incluso de países enteros, puede ser determinado por la danza especulativa solipsista del capital, que persigue su meta del beneficio con la indiferencia sobre cómo afectará dicho movimiento a la realidad social: esta violencia ya no es atribuible a individuos concretos y a sus malvadas intenciones, sino que es objetiva, sistémica, anónima[36].
Violencia sistémica
Con relación a la violencia simbólica, Zizek cuestiona a quienes entienden la globalización como una oportunidad para el planeta de ser un espacio unificado de comunicación para la humanidad, porque muy a menudo no advierten el lado oscuro de su propuesta. En efecto, si el prójimo se reduce a una ‘cosa’, a un intruso traumático, cuando se acerca demasiado lo que provoca son reacciones agresivas. Aquí Zizek coincide con Sloterdijk en que más comunicación lo que significa, sobre todo, es más conflicto. Por ello afirma que la actitud de ‘comprender al otro’ debe incluir también la actitud de ‘apartarse del camino del otro’ manteniendo una distancia apropiada[37].
En este sentido discrepa radicalmente de quienes afirman la importancia del lenguaje para la no-violencia. A su juicio se equivocan quienes sostienen que el diálogo, el debate, el intercambio de palabras, supone siempre el reconocimiento de una parte por la otra, aun cuando revista cierto nivel de agresividad. Sostiene todo lo contario: el lenguaje está infectado por la violencia, porque se produce bajo circunstancias patológicas que distorsionan la comunicación simbólica.
Citando a Hegel, afirma que en toda simbolización siempre hay violencia, porque el lenguaje simplifica el objeto y lo reduce a una única característica. Cualquier espacio de discurso –Lacan- está basado en una imposición violenta e irracional por parte del ‘significante-amo’ cuyo único fundamento es ‘porque lo digo yo’. En el encuentro con el otro (incluso Lévinas lo reconoce) no hay reciprocidad absoluta. La intersubjetividad siempre está desequilibrada. El discurso de la igualdad (el otro yo) –afirma- está sostenido siempre por un eje asimétrico de amo frente a esclavo[38].
Para Zizek la violencia subjetiva es también patología de la alteridad
Tanto para Zizek como para Ballesteros, la violencia subjetiva representa una patología de la alteridad. Supone la despersonalización del otro, el despojarle de la condición de prójimo y convertirlo en cosa, en un objeto, en un enemigo.
Precisamente por eso, para Zizek, constituye una ‘ingenuidad ética’ pensar que la no-violencia puede surgir del encuentro con el otro (basado en el imperativo ético lévinasiano del respeto). Por un lado, porque el encuentro intersubjetivo siempre es asimétrico y, por tanto, desconfiado, temeroso o dominador, y siempre tiene su referencia en la dialéctica amigo-enemigo. Y, por otro lado, porque el lenguaje encierra en sí mismo la imposición violenta de un universo de sentido (el significante-amo de Lacan) sin el cual no cabe la comunicación. Por ello, toda comunicación es siempre coactiva y violenta. Solo se comunica cuando no hay miedo, cuando al otro se le considera amigo, cuando acepta los referentes simbólicos de nuestro lenguaje (nuestra concepción del bien, de la verdad, de la libertad…); en definitiva, cuando se somete.
2.3. Byung-Chul Han: Violencia de la ‘negatividad’ y violencia de la ‘positividad’
La tercera reflexión sobre la violencia que analizamos comparativamente aquí es la realizada por Byung-Chul Han en su ensayo titulado Topología de la violencia (2016)[39]. Este filósofo alemán, de origen coreano, que ha irrumpido poderosamente en el panorama filosófico contemporáneo, comparte con Zizek muchas claves del análisis postmarxista de la sociedad, sin embargo denuncia el nihilismo galopante por el que ésta se desliza, espoledado por una mutación del capitalismo que ha convertido al sujeto en explotador de sí mismo[40].
Han, mucho más sistemático que Zizek, tiene bastantes puntos de contacto expreso con éste, pero su análisis tiene más originalidad y calado al identificar la que denomina violencia de la ‘positividad’, propia de nuestro tiempo: un tipo de violencia que ya no es externa y visible como en las sociedades arcaicas o en la primera modernidad, sino que se ha convertido en interior e invisible, asolando y destruyendo al sujeto autoexplotado de la sociedad tardomoderna.
Violencia de la negatividad
Han también comparte con Ballesteros la idea general de que la violencia es una patología de la alteridad, pero ese análisis lo limita al ámbito de las sociedades premodernas y al de las sociedades modernas del primer capitalismo (‘disciplinarias’), en las que se verifica la que denomina ‘violencia de la negatividad’. Para Han, la violencia ha ido experimentando una mutación histórica desde la pura exterioridad hasta la casi completa interioridad. En primer lugar, asume una manifestación ‘macrofísica’, que se presenta como negatividad; es decir,
estableciendo una relación bipolar entre el yo y el otro, entre dentro y fuera, entre amigo y enemigo. En general, suele producirse de un modo expresivo, explosivo, masivo y materialístico. Forman parte de ésta, la violencia arcaica del sacrificio y de la sangre, la violencia mítica de los dioses celosos y vengativos, la violencia de la muerte del soberano, la violencia de la tortura, la violencia exangüe de la cámara de gas o la violencia viral del terrorismo[41].
Coincide expresamente con Zizek en que esta violencia macrofísica puede tomar una apariencia más sutil y expresarse, por ejemplo, como violencia lingüística.
La violencia de una lengua hiriente también remite, como la violencia física, a la negatividad, pues resulta di-famadora, des-acreditadora, de-nigradora, o des-atenta[42].
En la antigüedad se exhibe y se impone
En la antigüedad la violencia social era externa, flagrante, impúdica, basada en la relación del sujeto subordinado con el soberano. En esa relación, la vida o la muerte se decidían unilateralmente desde la instancia revestida de autoridad, poder y fuerza. A este tipo de sociedad la llama “de la decapitación”, pues la voluntad que decide todas las coordenadas de la vida es absolutamente ajena al sujeto, y el poder se ejerce con un carácter absoluto e implacable.
En la Modernidad se oculta
En la Modernidad, sin embargo, la violencia directa se retira del escenario político y va perdiendo legitimidad en casi todos los ámbitos sociales. Se queda sin un espacio de exhibición. Las ejecuciones se desarrollan en lugares a los que no tiene acceso la comunidad pública. La pena de muerte deja de ser un espectáculo. El campo de concentración también es una expresión de esta transformación topológica. No es un escenario de la violencia letal, pues no se encuentra en el centro, sino a las afueras de la ciudad. El escenario de la violencia sangrienta, que caracteriza a la sociedad soberana, deja paso a una cámara de gas limpia y exangüe, ajena a la mirada pública.
En vez de mostrarse con ostentación, la violencia se esconde pudorosamente. Aun así, sigue ejerciéndose, aunque no se exponga públicamente. No llama la atención. Carece de lenguaje o simbología. Se ejecuta como un exterminio sordo y mudo. El lager es un no lugar. En eso se diferencia de la prisión, que todavía sigue siendo un lugar. Se desplaza de lo visible a lo invisible; de lo directo, a lo discreto; de lo físico, a lo psíquico; de lo material, a lo mediado; de lo frontal, a lo viral.
La relación con el capitalismo
La evolución de las sociedades hacia el modelo de sociedad ‘disciplinaria’, supone el mantenimiento de las relaciones externas de poder y dominación, pero ya no de un modo tan impúdico, en función de la fuerza bruta, sino sobre todo proyectando ese poder sobre el interior del sujeto, sobre su conciencia, tratando de desarmar su resistencia y haciéndolo dócil al poder. Esta evolución está relacionada con el modo de producción capitalista. El poder ya no se manifiesta con la sangre (la decapitación) sino que ahora se manifiesta desde el capital, cuya voluntad se impone sobre las masas trabajadoras. Han denomina a esta sociedad “de la deformación”, por su capacidad para moldear a su antojo las necesidades (fundamento de la explotación capitalista) y la identidad de los sujetos involucrados[43].
En la actualidad la violencia se ejerce desde la propia libertad
En la actual sociedad tardo-moderna, la violencia ya no se ejerce desde fuera, ya no existe una dominación externa, sino que la violencia se ejerce desde la libertad, desde dentro del propio sujeto; cada individuo la ejerce sobre sí mismo, para convertirse en un sujeto competitivo en el mercado. Con ello se genera el fenómeno de la auto-explotación, por virtud de la cual el ser humano ejerce su libertad para encarcelarse a sí mismo en un individualismo que satisface las demandas del capital y de la globalización. Han caracteriza a esta sociedad como la “sociedad del rendimiento”, que produce fenómenos psíquicos tan característicos como la depresión o el ‘burnout’ y el déficit de atención por hiperactividad[44].
Violencia de la positividad
Mientras que en las sociedades que nos antecedieron la violencia operaba por negatividad, incitando –según una metáfora muy usada por Han- una reacción inmunológica, de defensa, ya que las líneas de confrontación eran claras, hoy día la violencia se genera por un exceso de positividad, que desplaza la violencia al interior de uno mismo, a pesar de las apariencias de prosperidad y libertad que prevalecen en el imaginario.
Violencia sistémica o macrofísica de la sociedad disciplinaria
Han asume aquí gran parte del pensamiento de Foucault, con relación a la violencia estructural y a la presencia del poder en las relaciones de la sociedad disciplinaria. Pero va más allá afirmando que Foucault no tuvo tiempo de asistir a la emergencia de una sociedad en la cual las relaciones de poder se difuminan y se interiorizan, en las que la ideología y las líneas de confrontación han desaparecido, y en la cual la transparencia elimina toda subjetividad negativa o crítica con el sistema que uno ha interiorizado[45]. Esta violencia de la positividad es la que denomina sistémica. Y, al igual que Zizek, considera que se ha ocultado y permanece invisible, configurando el ‘estado normal de las cosas’.
Byung-Chul Han descarta que la esencia de la violencia radique en lo que Girard denomina la ‘rivalidad mimética’: las cosas solo adquieren valor si son objeto del deseo de muchos, por tanto, uno quiere poseer lo que los demás también quieren poseer[46]. De este modo, la «mímesis de apropiación» generaría un conflicto violento. Han afirma lo contrario: hay cosas que se desean por su valor de bienes primarios –el agua- y otras por su valor intrínseco –el dinero-. Han no tiene dudas al respecto: la economía no está regida por un principio de mímesis sino por un principio capitalista[47].
En la sociedad del rendimiento la violencia se autoejerce con uno mismo
Desde su análisis postmarxista, Han sostiene que en esta ‘sociedad del rendimiento’ el valor de la realidad y de los individuos se establece sobre la base de su producción económica y de su contribución al crecimiento del sistema, pero con ilusión de libertad y con disposición para el consumo. Ya no cabe hablar de un capital explotador que ejerce violencia sobre un trabajador explotado. Para lograr una explotación desde la libertad, la sociedad requiere la autoexplotación de los sujetos; es decir, una paradójica realidad en la que víctima y verdugo son lo mismo; esto es, ejercer una violencia íntima contra uno mismo –Han la denomina violencia microfísica– que nos lleva al cansancio, al infarto social y a la depresión, la enfermedad por excelencia de esta sociedad[48].
La violencia de la positividad es, para Han, mucho más funesta que la violencia de la negatividad, pues carece de visibilidad y publicidad y por ello deja a la sociedad y al sujeto sin defensas inmunológicas. El sujeto de rendimiento propio de la Modernidad tardía es libre, puesto que no se le impone ninguna represión mediante una instancia de dominación externa. Pero, en realidad, goza de tan poca libertad como el sujeto de obediencia de la sociedad disciplinaria. Si la represión externa queda superada, la presión pasa al interior provocando la depresión. La violencia se mantiene constante. Simplemente se traslada al interior. La decapitación en la sociedad de la soberanía, la deformación en la sociedad disciplinaria y la depresión en la sociedad del rendimiento son estadios de la transformación topológica de la violencia[49].
Desaparición de la otredad
En definitiva, para Han, lo que caracteriza y singulariza la violencia en la actual sociedad tardomoderna podría categorizarse como la desaparición de la otredad. El sujeto de rendimiento adolece de un ‘narcisismo extremo’ que le convierte al mismo tiempo en actor y destinatario de la violencia. Es el propio sujeto el que ejerce violencia contra sí mismo. La violencia se ejerce sobre el yo, desde el propio yo. Esta perspectiva podría insertarse en la tipología propuesta por Ballesteros (uso, goce, dominación) pero sin bipolaridad: no hay una patología de la otredad sino de la yoidad o mismidad. De lo que ahora se trata es del uso, goce y dominación del yo por parte del propio yo. Una auto-explotación narcisista del yo hasta la extenuación, para conseguir ser competitivo en un mercado global que sobre todo compra y vende subjetividades.
Melancolía
Para tratar de explicar el proceso psicológico que ha provocado esa interiorización de la violencia autoexplotadora, Han acude a Freud y a su concepción de la melancolía. La identificación del sujeto con el objeto perdido (el amante) transforma el sadismo en masoquismo. A través del rodeo del castigo y el maltrato a sí mismo, el yo se venga del objeto originario. La melancolía es una relación perturbada y enfermiza de uno consigo mismo. Freud la interpreta como una relación ajena, como una relación con el otro.
La violencia, que la melancolía se inflige a sí misma sería, para Han, una violencia de la negatividad, pues está dirigida al otro en el yo. El otro en mí es la fórmula de la negatividad alrededor de la cual se organiza el psicoanálisis de Freud[50]. El aparato psíquico de Freud es un aparato de dominación represivo y coactivo que opera con mandatos y prohibiciones, que subyuga y oprime. Es como una sociedad disciplinaria, con muros, barreras, umbrales, celdas, fronteras y atalayas. El psicoanálisis, tal y como Freud lo plantea, solo cabe en sociedades represivas como la antigua sociedad soberana o la sociedad disciplinaria de la primera modernidad, que fundan su organización en la negatividad de la prohibición y el mandamiento[51].
El sujeto de rendimiento de la Modernidad como afirmación
El sujeto de rendimiento de la Modernidad tardía posee un psiquismo muy distinto del sujeto de obediencia sobre el que versa el psicoanálisis de Freud. El aparato psíquico de Freud se rige por la negación, la represión y el miedo a la transgresión. El sujeto de rendimiento de la Modernidad tardía es muy pobre en negación. Es un sujeto de la afirmación. Por eso, para Han, estaríamos ante un yo posfreudiano. El yo freudiano se manifiesta en el cumplimiento de un deber. En eso coincide con el sujeto de obediencia kantiano. En Kant, la conciencia moral ocupa la posición del super-yo. El sujeto moral kantiano, como sujeto del deber, reprime todas las inclinaciones placenteras en favor de la virtud, pero el Dios moral recompensa su ardua tarea con la felicidad.
El sujeto de rendimiento de la Modernidad tardía no se dedica al trabajo por obligación. Sus máximas no son la obediencia, la ley y el cumplimiento del deber, sino la libertad, el placer y el entretenimiento. Ante todo, espera que el trabajo le resulte placentero. No acepta un mandato del otro, más bien se obedece a sí mismo. Es un ‘empresario de sí mismo’. De este modo, se deshace de la negatividad del demandante otro. Esta ‘libertad frente al otro’ no solo es emancipadora y liberadora, sino que se convierte en una relación narcisista con uno mismo, responsable de muchas de las perturbaciones psíquicas del sujeto de rendimiento.
Crisis de gratificación
Por otra parte, citando a Sennet, Han constata que la ausencia de un vínculo con el otro genera una crisis de la gratificación, puesto que la gratificación como reconocimiento requiere la instancia del otro o de un tercero. No es posible recompensarse a uno mismo o reconocerse a uno mismo. En Kant, la instancia de la gratificación es Dios. Pero las relaciones de producción contemporáneas no generan gratificación[52].
Han subraya también, de la mano de Sennet, la diferencia psicológica entre el amor propio, que todavía está marcado por la negatividad, en tanto que desprecia y rechaza al otro en favor del yo y el narcisismo en el cual se desdibuja la frontera con el otro. Quien sufre un trastorno narcisista se hunde en sí mismo, pierde la conciencia del otro. Y si se pierde del todo la relación con el otro, lo que sucede es que no se puede constituir una imagen sólida del yo. De manera que el sujeto narcisista está incapacitado para concluir nada porque eso es lo que hace posible que siga estando en relación exclusiva consigo mismo.
Depresión
Han completa aquí el diagnóstico de Sennet afirmando que el narcisista no es simplemente que esté incapacitado para concluir nada, es que la sociedad del rendimiento está basada precisamente en el inacabamiento de todo, en que nada pueda concluirse, en que siempre haya nuevas metas que alcanzar, para que aumente constantemente el sentimiento del yo. No es que el narcisista no pueda llegar a un final, es que el inacabamiento favorece el crecimiento, porque acabar no es económicamente rentable. Es la diferencia que existe entre la histeria, enfermedad típica de la represión, la prohibición y la negatividad y la depresión, enfermedad típica del exceso de positividad, de la incapacidad de decir no, pero no como consecuencia del deber sino como consecuencia de pensar que se puede todo[53].
La enfermedad depresiva del sujeto de rendimiento contemporáneo procede de la excesiva, exagerada y pesada relación con uno mismo, que toma rasgos destructivos. El sujeto de rendimiento está cansado, harto de sí mismo, agotado de la guerra consigo mismo. Incapaz de desplazarse fuera de sí mismo, de dirigirse al otro, de confiarse al mundo, se recoge en sí mismo, lo cual, paradójicamente, lo conduce al socavamiento y al vaciamiento del yo. Se consume en una rueda de hámster en la que da vueltas sobre sí mismo cada vez más rápido[54].
Violencia autogenerada
En definitiva, la violencia no surge únicamente de la negatividad de la oposición o del conflicto, sino también de la positividad del consenso. La totalidad del capital, que parece absorberlo todo hoy en día, presenta una violencia consensual. El sujeto de rendimiento, en realidad, compite consigo mismo y cae en la compulsión destructiva de superarse a sí mismo. Ya no se trata de superar al otro o de vencerlo. La lucha pasa por uno mismo. Pero el intento de vencerse a uno mismo, de querer superarse a uno mismo, para Han, resulta mortal. El sujeto de rendimiento se proyecta en el yo ideal, mientras que el sujeto de obediencia se sometía al super-yo.
Proyección y sometimiento son dos modos de ser muy distintos. Del super-yo surgía un impulso negativo (prohibiciones), mientras que del yo-ideal surge un impulso positivo sobre el yo. Pero ante la imposibilidad de acceder a ese yo ideal, uno se percibe como deficitario, como fracasado, y se somete al autorreproche. Del abismo entre el yo-real y el yo-ideal surge una autoagresividad. El yo se combate a sí mismo, emprende una guerra contra sí mismo. La sociedad de la positividad, que cree haberse liberado de todas las fuerzas ajenas, se somete a las fuerzas destructivas propias. En lugar de una violencia de causa externa, aparece una violencia autogenerada, que es mucho peor que cualquier otra, puesto que la víctima de esta violencia se cree libre[55].
3.- Las religiones y la violencia
Al hilo de los enfoques que acabamos de describir, estos tres autores abordan la relación entre las religiones y la violencia. En el análisis del tema, como ya apuntamos, queda en evidencia la profunda discrepancia existente entre las tradiciones de pensamiento que dan soporte a su reflexión. Veamos.
3.1. Ballesteros: la esencia no violencia de las religiones ‘abiertas’
Ballesteros reivindica el papel positivo de las religiones –que denomina religiones abiertas– para la erradicación de la violencia y la progresiva consecución de la paz. Entre este tipo de religiones resulta paradigmático el cristianismo y uno de los elementos fundamentales que preconiza como parte esencial de su credo: la exigencia de ‘perdón’.
Las religiones cerradas
En efecto, los sistemas morales y las religiones ‘cerradas’ se construyen sobre la aversión hacia el otro. Citando a Girard afirma que
la religión (se refiere a la cerrada) tiene por objeto el mecanismo de la víctima propiciatoria; su función consiste en perpetuar o renovar los efectos de este mecanismo, esto es, mantener la violencia fuera de la comunidad[56].
El fenómeno del chivo expiatorio, la proyección de culpas sobre un sujeto o sobre una colectividad, consiste en proyectar hacia los otros el odio hacia uno mismo, por lo que se convierte en un mecanismo generador y justificador, en especial, de la violencia política. Un instrumento para aglutinar a la mayoría, como ocurrió con el holocausto judío perpetrado por los nazis, en un intento de superar el miedo y la inseguridad de los propios alemanes.
La violencia política –afirma Ballesteros- tiene además un carácter purificador o redentor. Mientras que la violencia lúdica apela a la espontaneidad y al impulso, fruto de una concepción cínica del mundo que ignora la seriedad de la vida, la violencia política se presenta como soteriológica (salvadora), es decir, obsesionada por erradicar el mal, lo que conduce al fanatismo. Siguiendo la estela de Marcel, Ballesteros define al fanático como un individuo falto de vida interior, ‘vacío’ por dentro, que nunca puede ser un solitario porque su total extroversión necesita del grupo (del nosotros) para rellenar ese vacío.
Creyente versus fanático
Al producirse una identificación emocional con el nosotros, el reconocimiento del otro se restringe a los miembros del grupo religioso, lo que genera indiferencia o incluso odio hacia el que no es de ‘los nuestros’, que acaba asumiendo el perfil de ‘chivo expiatorio’ (como sucede en todo genocidio). Por otra parte, se produce también una identificación acrítica de la verdad absoluta con las consignas del grupo. Apunta aquí Ballesteros una importante diferencia entre el creyente (siempre abierto a profundizar en la verdad) y el fanático (siempre encerrado en un credo excluyente). En definitiva, la violencia política remite en última instancia a la creencia en un historicismo cerrado y absoluto, que no acepta la existencia de ningún juicio que trascienda realmente la historia[57].
El perdón de las religiones abiertas
El mecanismo del chivo expiatorio (propio de las religiones cerradas) multiplica ese tipo de violencia, pero este mecanismo se supera en las religiones abiertas y, especialmente en el cristianismo. En efecto, frente a la habitual tendencia de las víctimas a convertirse en verdugos, la novedad del perdón consigue desactivar el mimetismo de la violencia que siempre engendra más violencia. El perdón pertenece al núcleo más profundo del cristianismo y es el mecanismo que posibilita desarraigar la violencia no sólo del propio grupo, sino de toda la colectividad e incluso de toda la humanidad. El cristianismo sustituye “la cultura de la venganza por la cultura del perdón” y, como prototipo de moral abierta, separa la política de la religión a la hora de definir la identidad de los grupos, determinando el respeto y reconocimiento hacia el diferente, hacia ‘todo otro’.
Para erradicar la violencia –sostiene Ballesteros- es necesario asumir la propia culpa, perdonar y pedir perdón. Tal asunción de culpas es lo único que hace posible en cualquier época el diálogo entre culturas. Hay que admitir, no obstante, la diferencia entre inocente y culpable (el cristianismo lo hace) sabiendo que el inocente no debe olvidar, pero sí perdonar, para evitar convertirse en nuevo verdugo. Ballesteros reitera que las religiones cerradas producen individuos fanáticos, vacíos por dentro, ignorantes de sí mismos y de sus límites, que generan aversión y odio a quien no pertenece al grupo. Nada comparable al verdadero creyente, siempre consciente de su límite en el conocimiento y profundamente convencido de la idea de culpa y de perdón[58].
3.2. Zizek: el ateísmo como único camino hacia la paz
El ateísmo como solución
Zizek está en las antípodas de Ballesteros. Desde su planteamiento posmarxista toda religión es, en sí misma, un mecanismo generador de violencia, en tanto que impone una doctrina y se pretende poseedora exclusiva de la verdad. Esto le lleva a reivindicar un ‘ateísmo silencioso’ como el medio idóneo para avanzar en el camino de la paz[59].
¿No es el momento de restaurar la dignidad del ateísmo –se pregunta-, quizá nuestra única oportunidad de conseguir la paz?.
En la violencia inspirada por motivos religiosos no habría que culpabilizar al terrorista arguyendo que ‘abusa’ de una religión noble. Habría que invertir la relación: en lugar de pedir a la religión que renuncie a la violencia habría que renunciar a la religión, incluidas sus reverberaciones seculares como el comunismo estalinista. En su opinión, los genocidios se ven legitimados, cada vez más, en términos religiosos, mientras que el pacifismo es predominantemente ateo. Es la creencia misma en una meta divina superior la que, según Zizek, nos permite instrumentalizar a los individuos, mientras que el ateísmo no admite esa actitud y repudia todo sacrificio sagrado[60].
El sinsentido de la justicia divina
En el último capítulo de su obra, titulado “violencia divina”, Zizek profundiza en este argumento, de la mano de Walter Benjamin[61], resaltando el sinsentido de las calamidades y los sufrimientos que, en todo caso, manifestarían una concepción de la justicia divina como explosión de capricho.
La historia de Job representa el paradigma de esa justicia divina. Su grandeza –afirma Zizek- no radica en reivindicar su inocencia, sino en insistir en el sinsentido de sus calamidades. Así, buscar sentido trascendente a catástrofes y desgracias es absurdo. El Holocausto, las matanzas de millones de personas en el Congo, etc., carecen de “significado profundo”. Job nos enseña que no cabe refugiarse en la figura trascendente de Dios como Señor que conoce el significado de lo que nos parece sin sentido. No hay nada que pueda dar sentido a esas monstruosidades. La propia muerte de Cristo en la cruz –sostiene Zizek- es una repetición del ejemplo de Job: carece de todo ‘significado profundo’, no representa otra cosa que la muerte del Dios protector de Jesús[62].
Mejor venganza que perdón
Zizek se pronuncia también contra el presunto efecto benéfico y reconciliador del perdón. De los tres modos clásicos de enfrentarse a un crimen: castigo (venganza), perdón y olvido, habría que afirmar la prioridad del principio judío de la venganza/castigo justo (ojo por ojo del talión) sobre el del perdón (que nunca conlleva el olvido). Para Zizek, el único modo verdadero de perdonar y olvidar es llevar a cabo una venganza (o un castigo justo). Sólo después de que el criminal es castigado adecuadamente se puede dejar atrás el crimen y seguir adelante. Hay algo liberador también para el criminal en ser justamente castigado: paga su deuda y es libre de nuevo, sin cargas del pasado.
La paradoja reside en que, ante crímenes monstruosos como el Holocausto, uno no pude perdonar ni olvidar, pero tampoco puede castigarlo adecuadamente. La lógica compasiva del perdonar, pero no olvidar, para Zizek es opresiva: el criminal perdonado queda para siempre perseguido por el crimen, que no puede ser borrado. Es la trampa del Dios cristiano que se presenta desde la piedad y el amor, pero ejerce el papel del superyó freudiano: al ser redimidos por Cristo y perdonados del pecado, que es una deuda impagable, estamos endeudados para siempre con él; jamás podremos pagarle lo que hizo por nosotros[63].
Sin trascendencia, la religión se convierte en fanatismo
Es evidente que Zizek, incapaz de concebir una apertura a la trascendencia, no puede entender el sentido cristiano del perdón (que presupone la aceptación de la culpa y el arrepentimiento) y sólo puede enfrentarse con la religión, en clave freudiana, como instrumento de dominación que genera fundamentalismo. Como afirma Ballesteros, para quienes todo se resuelve en la historia porque no aceptan una dimensión trascendente de la justicia, sólo cabe la venganza como producto del fanatismo. Para ellos, el perdón no es sino un subterfugio de la debilidad o la injusticia. De ahí que, en realidad, la apuesta de Zizek por el ateísmo silencioso como auténtico camino hacia la paz no sea, a nuestro juicio, sino otro modo (inmanente) de apelar a las religiones abiertas frente al fundamentalismo fanático.
3.3. Han: el papel ambivalente de la religión
El sacrificio: forma violenta de comunicarse con un dios violento
Han subraya la presencia preponderante de la religión en las sociedades arcaicas. En ese contexto caracteriza la violencia como “la primera experiencia religiosa” y la configura como “un complejo de interacciones con la violencia externalizada como sagrada”. Y considera el sacrificio como una de las formas más importantes de esa interacción. Tanto la guerra como el asesinato masivo de carácter sacrificial, fueron comportamientos religiosos[64]. En la cultura arcaica –afirma Han- la violencia constituía un medio fundamental de la comunicación religiosa. Se comunica con un dios violento por medio de la violencia[65].
La violencia religiosa previene y promueve la violencia
Han aborda también otro tipo de violencia, que se experimenta como ‘divina’, cuyo acento recae sobre todo en la prevención, ante la gravedad de los males que puede provocar una violencia incontrolada. A diferencia de Zizek, Han no acude a Benjamin y su reflexión sobre la violencia divina; su referencia aquí es Girard[66] que la interpreta en clave de ‘prevención’, aunque acepte que la prevención religiosa pueda tener un carácter violento.
Para Girard, la víctima propiciatoria carga con toda la violencia en el interior de la sociedad y su sacrificio la disuelve. El sacrificio pretende eliminar todo tipo de violencias, restaurar la armonía de la comunidad y reforzar la unidad social. La víctima funciona como un pararrayos. Se trata de una astucia de la religión para desviar la violencia hacia un objeto sustitutorio. Girard afirma una y otra vez que la prevención de la violencia constituye la esencia de la religión[67].
Han discrepa parcialmente de la tesis de Girard, afirmando que la esencia de la religión no es solo reactiva y preventiva sino también activa y productiva de violencia. Cuando una sociedad se identifica con su dios de la Violencia o de la Guerra –afirma Han- se comporta con agresividad y violencia.
Los aztecas hacían la guerra en nombre del violento dios de la Guerra; es decir, producían violencia activamente[68]. Insiste Han en que las innumerables calaveras que adornan los templos aztecas no apelan a la prevención de la violencia, sino a su producción activa. Sobre todo, porque esta violencia sacrificial (evaluada en el número de cráneos) funciona también como capital; es decir, genera un sentimiento de desarrollo, de fuerza, de poder, y también de inmortalidad. De manera que la sociedad arcaica previene sacrificialmente la violencia, pero también la utiliza en clave capitalista[69].
Religión y capitalismo
En última instancia, para Han, el fenómeno religioso acaba respondiendo siempre a la dinámica del capitalismo. En la Modernidad la economía arcaica de la violencia no desaparece. La carrera atómica, por ejemplo, tiene para él ese mismo fundamento. El potencial de destrucción se acumula, como la vieja fuerza sobrenatural, para generar el sentimiento de poder e invulnerabilidad. Lo mismo sucede con la economía del capital. Deja fluir el dinero en vez de la sangre. La sangre y el dinero comparten, para Han, una esencia común. El capital se comporta como el ‘poder sobrenatural’ moderno. Uno se siente más poderoso, invencible e inmortal, cuanto más posee. El dinero apunta, desde su etimología misma, al contexto de la víctima y el culto. Originariamente, el dinero servía como medio de intercambio para adquirir animales sacrificiales. Tener mucho dinero significaba disponer de muchos animales y poder ofrecer uno en sacrificio en cualquier momento.
El dinero o el capital se revelan como un medio contra la muerte. En el nivel psicológico profundo, el capitalismo tiene mucho que ver con la muerte y el miedo a la muerte. El capital infinito (que lucha contra el tiempo porque hace que otros inviertan su tiempo en trabajar para uno) genera la ilusión de un tiempo infinito. La economía capitalista ha absolutizado la supervivencia, reduciendo la vida al cuerpo y sustituyendo la salvación por la salud corporal. Y tampoco la economía sagrada escapa a la lógica de la acumulación. Para los calvinistas, el éxito económico solo es fruto de la certitudo salutis de que uno pertenece a los elegidos, que uno escapa del anatema eterno. El beneficio (Erlös) infinito es idéntico a la redención (Erlösung)[70].
La religión busca solo la salvación de la muerte
Como puede comprobarse, tampoco Han alcanza a vislumbrar una dimensión trascedente de la religión. Desde una perspectiva puramente inmanente, la preocupación por la salvación responde exclusivamente al miedo a la muerte, que genera en todas las épocas la compulsión capitalista hacia la acumulación. De ahí que afirme una analogía entre la economía arcaica de la violencia sobrenatural, la economía capitalista del capital y la economía cristiana de la salvación. Todas, a su juicio, presentan una técnica tanática que sirve para escapar de la muerte y que se resuelve en la acumulación, sea de poder, sea de riquezas o sea de gracia.[71].
4.- Breve corolario
Concluyo con unas palabras con las que Martin Buber describió la imagen de Dios en el mundo actual[72]:
Dios es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan mancillada, tan mutilada […] Las generaciones humanas han hecho rodar sobre esta palabra el peso de su vida angustiada, y la han oprimido contra el suelo. Yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones humanas, con sus partidismos religiosos, han desgarrado esta palabra. Han matado y se han dejado matar por ella. Esta palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre […] Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra ‘Dios’. Se asesinan unos a otros, y dicen: ‘lo hacemos en nombre de Dios’ […].
Debemos respetar a los que prohíben esta palabra, porque se rebelan contra la injusticia y los excesos que con tanta facilidad se cometen con una supuesta autorización de ‘Dios’ iQué bien se comprende que muchos propongan callar, durante algún tiempo, acerca de las ‘últimas cosas’ para redimir esas palabras de las que tanto se ha abusado!
NOTAS
[1] Lanceros, Patxi – Díez De Velasco, Francisco (ed.), Religión y violencia, Círculo Bellas Artes, Madrid 2008, p. 13-14.
[2] Cliteur, Paul, Esperanto moral. Por una ética laica, Los libros del Lince, Barcelona, 2009.
[3] Nussbaum, Martha, Libertad de conciencia. Contra los fanatismos, Tusquets, España, 2009, p. 318.
[4] El original en alemán se titula Topologie der Gewalt, Munich, 2013.
[5] Ballesteros, Jesús, Repensar la paz, Madrid, EIUNSA 2006, p. 17-60.
[6] Ballesteros, Jesús, “El Derecho como no-discriminación y no-violencia”, Anuario de filosofía del derecho, nº 17, 1973-1974, p. 159-166.
[7] Ballesteros, Jesús, Repensar la paz, cit., p. 17.
[8] Ibíd., p. 17-18.
[9] Ibíd., p. 19.
[10] Ibídem.
[11] Ibíd., p. 20.
[12] Ibíd., p. 23.
[13] Ibíd., p. 25.
[14] Ibíd., p. 32 y Ballesteros, Jesús, Domeñar las finanzas, cuidar de la naturaleza. UCV-Tirant Humanidades, Valencia 2021, p. 107-126.
[15] Ballesteros, Jesús, Repensar la paz, cit., p. 35.
[16] Ibíd., p. 37-38.
[17] Ibíd., p. 38-42.
[18] Ibíd., p. 42-44.
[19] Ibíd., p. 44-46.
[20] Ibíd., p. 46.
[21] Ibíd., p. 48.
[22] Zizek, Slavoj, Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Madrid, Austral 2009, p. 23. El original inglés se titula Violence, publicado por Booket, Londres 2008.
[23] Esta obra de Zizek compendia seis ensayos (tal y como se recoge en el subtítulo) por lo que el tratamiento del tema resulta menos académico, a pesar de que el autor los ha organizado con la pretensión de dotar a la obra de una mínima unidad y coherencia.
[24] Zizek, Slavoj, Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, cit., p. 244.
[25] Ibíd., p. 9-10.
[26] Ibíd., p. 15-16.
[27] Ibíd., p. 18.
[28] Ibíd., p. 20-23.
[29] Ibíd., p. 57.
[30] Ibíd., p. 58-59.
[31] Ibíd., p. 61-62.
[32] Ibíd., p. 72-73.
[33] Ibíd., p. 62-64.
[34] Ballesteros, Jesús, Repensar la paz, cit., p. 126-128.
[35] Zizek, Slavoj, Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, cit., p. 26-40.
[36] Ibíd., p. 23.
[37] Ibíd., p. 76-77.
[38] Ibíd., p. 78-80.
[39] Han, Byun-Chul, Topología de la violencia, Barcelona, Herder 2016.
[40] Así lo expone en otras obras suyas como La sociedad del cansancio, La sociedad de la transparencia, La agonía del eros o Psicopolítica.
[41] Han, Byun-Chul, Topología de la violencia, cit., p. 11.
[42] Ibíd., p. 12.
[43] Ibíd., p. 13-16.
[44] Ibíd., p. 21.
[45] Ibíd., p. 28-31.
[46] Girard, René, La violencia y lo sagrado, Anagrama, cit., p. 35.
[47] Ibíd., p. 39.
[48] Ibíd., p. 41-46.
[49] Ibíd., p. 58-61.
[50] Ibíd., p. 72.
[51] Ibíd., p. 74.
[52] Ibíd., p. 78-82.
[53] Ibíd., p. 91-94.
[54] Ibíd., p. 96.
[55] Ibíd., p. 100.
[56] Girard, René, La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona, 1983, p. 46.
[57] El creyente es alguien consciente de que no posee la verdad, sino que en cierto modo es la verdad la que le posee a él, en la medida en que supone una conexión con una realidad trascendente que es un Dios personal. Eso mismo le indica que la verdad ha de buscarse y acatarse pero que jamás podrá descifrarse en toda su profundidad, siempre tendrá una comprensión limitada, nunca llegará a poseerla del todo. El fanático, en cambio, es alguien que ha eliminado su relación con lo trascendente y se considera en posesión de toda la verdad y con absoluta legitimidad para imponerla. En esa línea, Ballesteros afirma que, en el fondo, el fanático y el totalitario son nuevos ‘gnósticos’, en la línea de Joaquín de Fiore, que sostienen la existencia de leyes inexorables que presiden el desarrollo de la historia y que acaba por afirmar la divinización de la propia historia. Autores posteriores como Lessing, Fichte, Schelling, Hegel, Hess, Marx o los teóricos del Tercer Reich, según justifica en un amplio desarrollo, han seguido la estela del joaquinismo, asumiendo de un modo u otro su periodificación de la historia en tres edades o reinos. (Ballesteros, Jesús, Repensar la paz, cit., p. 49-59).
[58] Ballesteros, Jesús, Repensar la paz, cit., p. 126-128.
[59] Zizek, Slavoj, Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, cit., p. 155-169.
[60] Ibíd., p. 161-162.
[61] Benjamin, Walter, Para una crítica de la violencia, Público, 2011, p. 45-47.
[62] Ibíd., p. 213-216.
[63] Ibíd., p. 221-226.
[64] Han, Byun-Chul, Topología de la violencia, cit., p. 12. Alude Han a los aztecas, que emprendían guerras rituales para hacer prisioneros y ofrecerlos luego como ofrendas humanas al dios sangriento de la Guerra. El séquito bélico iba encabezado por sacerdotes, de modo que la propia guerra se presentaba como un servicio religioso.
[65] Ibíd., p. 15.
[66] Girard, René, La violencia y lo sagrado, Anagrama, cit., p. 46-47.
[67] Ibíd., p. 49.
[68] Han, Byun-Chul, Topología de la violencia, cit., p. 18.
[69] Ibíd., p. 19.
[70] Ibíd., p. 20-23.
[71] Ibíd., p. 23-24.
[72] Buber, Martin, Eclipse de Dios: Estudios sobre las relaciones entre religión y filosofía, FCE, 1953, p. 65.
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Pedro Talavera. Facultad de Derecho. Universidad de Valencia
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