Vivencia y dolencia del tiempo (pos)moderno
Tiempos (pos)modernos: aceleración, disincronía, prisa…
No merece la pena -como tantas veces recordó Karl Popper- hacer filosofía sin un problema real. Y este es el nuestro: la dolencia del tiempo. Para las personas actuales, la vivencia del tiempo se concreta a menudo como una dolencia. Buyng-Chul Han inaugura su libro El aroma del tiempo con estas palabras: “La crisis temporal de hoy…” (El aroma del tiempo, Herder, Barcelona, 2015). Vivimos, al parecer, una crisis temporal, ¿de qué cariz?
Veamos una cita más, igualmente autorizada. Hartmut Rosa subtitula así su libro Alienación y aceleración: “Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía” (Alienación y aceleración, Katz, Buenos Aires, 2016). O sea, que la vivencia del tiempo en la llamada modernidad tardía resulta acelerada y (por ello) alienante. Modernidad tardía, posmodernidad, lo que sea… El caso es que atravesamos los días de la crisis temporal, de la disincronía (Han), de la aceleración alienante (Rosa), días en los cuales la vivencia del tiempo se nos ha trastocado en dolencia.
Según José Gaos el problema es la aceleración que ha introducido la técnica
Mucho antes que Hartmut Rosa, el pensador español José Gaos había denunciado ya el efecto acelerador que sobre nuestras vidas imprime la técnica moderna.
El hombre moderno –nos dice-, forzosamente o no, optó por la aceleración (Filosofía de la técnica, Herder, CDMX, 2023, pp. 117-118).
Hay dos factores de aceleración, viene a afirmar Gaos, la modernidad y la técnica. La aceleración de nuestras vidas la produce precisamente la variante moderna de lo técnico. Y esta aceleración no se da sin tensiones antropológicas:
En el fondo de la técnica moderna –afirma- se libra la lucha entre la finitud temporal y la infinitud “esencial” del hombre (p. 126).
Pero, ¿qué tiene de nocivo la aceleración? En parte, ya viene indicado en esta fórmula de Gaos:
Las gentes […] se trasladan lo más rápidamente a un lugar, para permanecer en él lo menos posible (p. 122).
El problema parece estar en la permanencia, o más bien en su defecto, en la escasez de la misma, que imposibilita una vida auténticamente presente.
Se harán hogaño –sigue el pensador español- muchas más cosas que antaño en las mismas unidades de tiempo, pero también cosas mucho menos largas y profundas (p. 122).
La palabra clave para García Morente es la prisa
Y si Gaos habló de aceleración, otro discípulo de Ortega, Manuel García Morente, empleaba en sus Ensayos sobre el progreso la palabra “prisa”.
El fenómeno moderno –nos advierte-, en donde acaso se condensa más visiblemente ésa subversión de los valores […] es la prisa, la insaciable, la devoradora, que nos acucia y nos oprime […] La prisa, la velocidad, la rapidez, son hijuelas del progreso […] Más, por otra parte, la creencia en el progreso ha orientado toda nuestra vida hacia el futuro y nos ha desasido del presente […] La prisa engendra más prisa […] La prisa se traga la vida […] la prisa del hombre moderno empequeñece y mezquiniza el alma […] La humanidad corre, jadea, lanzada hacia el futuro, como galgo en pos de liebre, sin pensar que la velocidad tiene sus límites biológicos, allende los cuales la vida misma es imposible (Ensayos sobre el progreso, Revista de Occidente, Madrid, 1945, pp. 148-156).
Nos habla Morente de la apresurada vivencia del tiempo que, como Cronos hace con sus hijos, acaba por devorar la vida.
Quizá el concepto de prisa apunta más directamente al blanco que el de aceleración. Quien siente prisa padece ya una vivencia negativa, relacionada con la angustia o angostamiento del tiempo presente. Nunca son buenas las prisas, atestigua el refranero. Para la aceleración –un concepto más académico- no podemos acudir a tal fondo de sabiduría popular. Tenemos que conformarnos con nuestras propias impresiones, que no acaban de dictar sentencia. Disfrutamos de la aceleración y de la deceleración en los movimientos propios del deporte o de la danza, en los tempos musicales, en los ritmos narrativos… El pasar de cero a cien en pocos segundos a bordo de una motocicleta puede aportarnos una experiencia gozosa. Nada sugiere aquí todavía negatividad ni dolencia, sino todo lo contrario.
¿Qué tipo de aceleración es angustiosa?
Tenemos que preguntar, entonces, qué tipo de aceleración nos disgusta, nos angustia, nos aliena. Quizás estos autores se refieren una aceleración fuera de nuestro control. Una aceleración a la que nos vemos sometidos sin elección, sin deceleración posible. Pueden estar pensando en una aceleración acelerada, en una torre babélica de derivadas de la velocidad, en una aceleración inscrita en el marco, no de la ponderada decisión humana, sino de un proceso desbocado sin sentido ni sujeto. En estas condiciones, toda aceleración se vuelve para nosotros prisa angustiosa. ¿No vemos aquí la simiente de la ansiedad y de la depresión, como patologías prevalentes de los tiempos modernos?
Precisemos. Por descontrolada que sea, la aceleración de nuestras vidas no puede ser tenida por causa única de estas dolencias, que responden seguramente a muy diversos agentes bioquímicos, ambientales y psicosociales, quizá presentes en distintos momentos de la historia humana. Pero, este sentimiento moderno de aceleración desmandada ha de ser tenido en cuenta como causa de la sorprendente prevalencia actual de las dichas patologías -ansiedad y depresión-, así como de sus modalidades menores, a saber, la desatención como estilo cognitivo habitual y el bajo estado de ánimo cotidiano. También de su más grave versión, en forma de tendencias suicidas a edades tempranas. En suma: la aceleración moderna no es la causa única de estos males, pero sí la causa principal de su actual prevalencia.
Han propone la disincronía
No obstante, Byung-Chul Han, de quien habíamos partido, va más allá de la aceleración, hacia la pura disincronía:
La crisis temporal de hoy no pasa por la aceleración –sentencia-. La época de la aceleración ya ha quedado atrás. Aquello que en la actualidad experimentamos como aceleración es solo uno de los síntomas de la dispersión temporal. La crisis de hoy remite a la disincronía, que conduce a diversas alteraciones temporales y a la parestesia (El aroma del tiempo, p. 9).
De acuerdo, pero respecto de la disincronía se nos plantea la misma dificultad que respecto de la aceleración. No toda disincronía resulta perturbadora. Bien sazonada con momentos de encuentro sincrónico, la divergencia de voces e instrumentos, a tiempo y a contratiempo, da gracia e interés a la música, y cosa análoga puede decirse de la danza y –por qué no- de la vida social misma, hecha de encuentros y soledades. Hasta en natación sincronizada hay ocasión oportuna para el destiempo. Por otro lado, nadie negaría que las nuevas tecnología permiten hoy formas asombrosas de sincronía, de trabajo colaborativo, de conversación familiar y social a distancia.
Lo nefasto llega cuando la disincronía se intensifica hasta el desencuentro y la soledad no deseada, hasta la imposibilidad de comunicación y de contacto. Vivimos en varios tiempos, a caballo entre lo real y lo virtual, entre lo analógico y lo digital, entre diversos husos horarios (y entre distintos usos horarios, por cierto).
No toda disincronía es negativa
Pero aun podemos comunicarnos, cruzar nuestros tiempos dispersos, hacernos presentes –valga aquí la polisemia- los unos a los otros, reencontrarnos de vez en cuando, en el mismo ahora, con nuestra gente y con la naturaleza, cada cual consigo mismo e incluso con Dios. Las tecnologías actuales favorecen tanto lo uno como lo otro, tanto la disincronía como el encuentro. ¿Por qué habrían de condenarnos a la incomunicación, a la divergencia de tiempos? Tal vez porque se sitúan ya en un marco de civilización refractario a los fines propiamente humanos, como son la comunicación y la contemplación. Solo dentro de este marco, las tecno-disincronías nos perturban y nos duelen.
Volvemos al mismo punto, tanto si hablamos de aceleración, como si hablamos de disincronía: la disincronía solo resulta nociva dado cierto contexto; solo en cierto contexto la aceleración se convierte en prisa devoradora de vida. Tendremos que buscar ahora la característica definitoria de dicho contexto, así como la raíz común de nuestras dolencias temporales. Los autores citados ya nos dejan algunas pistas convergentes. “Contracción del presente”, se puede escuchar a Hartmut Rosa (p. 25). “Permanecer […] lo menos posible”, denunciaba Gaos. De lo dicho por Han podemos inferir la falta de presencia como nefasta secuela de la disincronía. Y de modo aun más claro lo tenemos en Morente:
el progreso ha orientado toda nuestra vida hacia el futuro y nos ha desasido del presente.
La falta de presente
He aquí el problema de fondo: la falta de presente (A. Marcos, Presente continuo. Aniquilación y rescate del tiempo presente, en J. A. Nicolás, A. Domingo y D. García-Marza (eds.), Hermenéutica crítica y razón práctica. Homenaje a Jesús Conill, Comares, Granada, 2023, pp. 433-442).
No podemos dejar pasar la insinuación que aparece en las últimas líneas de Morente, y que desvela una dolencia más de la temporalidad moderna. Esta vez no se trata de una psicopatología individual, sino de una enfermedad política y moral que sufre la sociedad en su conjunto: el progresismo.
El progreso ha orientado nuestra vida hacia el futuro, dice Morente.
Pero la aniquilación del presente en el altar del futuro no la lleva a cabo el progreso como tal, que no es una patología social, sino el progresismo, que sí lo es. Un dicho muy conocido reza así: “progreso es a progresista como cartera a carterista”. Es obvio que hay que marcar la diferencia entre el progreso humano, que se da a lo largo de un tiempo presente duradero y estructurado, y el progresismo, patógeno que aniquila el valor del presente y huye del mismo hacia el no-lugar de un supuesto futuro.
El progreso es un resultado favorable de nuestras acciones, que nada debe al progresismo, mientras que el progresismo es una ideología patogénica. Es tal porque instrumentaliza, desvaloriza y prácticamente aniquila lo presente –incluida la dignidad de las personas- en aras de una cierta visión del futuro utópico. Nos deja, por tanto, en la incómoda vivencia de un presente que casi no es, que casi no vale, salvo como paso obligado, lo más fugaz posible, hacia aquello que los augures captan como futuro.
En resumen
Resumamos. Las vivencias temporales (pos)modernas –aceleración, disincronía, prisa- resultan patógenas. Intensifican la prevalencia de ciertas psicopatologías, como la ansiedad y la depresión; producen, además, sociopatologías, como el progresismo. En el fondo de dichas vivencias late, según las insinuaciones que hemos recogido, un elemento común: la degradación del tiempo presente, fenómeno que exploraremos ahora de la mano de Hans Jonas.
Dualismos, monismos y temporalidad
En su libro El principio vida (Trotta, Madrid, 2000), Jonas Incluye un apartado bajo el título de “Temporalidad sin presente” (pp. 296-300). Nuestras cuitas modernas y posmodernas surgen, en última instancia, del frustrante empeño de vivir en una temporalidad sin presente.
La denuncia que hace Hans Jonas de un tiempo sin presente está íntimamente conectada con sus críticas al dualismo y a las modernas secuelas monistas de este. ¿Pero, qué tiene que ver la cuestión del tiempo con dualismos o monismos? El dualismo antiguo se perfilaba sobre el fondo de un universo animado, mientras que el dualismo moderno lo hace ya sobre una base inerte. El primero buscaba explicar la muerte, el segundo la da por supuesta, despunta ya bañado en materia inerte; su problema consiste, por lo tanto, en dar cuenta de un par de diminutos y extravagantes, caprichosos, casi molestos, detalles cósmicos: la vida y la conciencia.
El dualismo
El dualismo cartesiano amanece ya mirando hacia la nueva física de Galileo, cuyo método vacía de vida la materia. Descartes transformó lo que, en principio, era solo inocua metodología en toda una ontología de la res extensa, o sea, de la cosa muerta. Pero, lo que el cadáver fue para el panvitalismo ancestral, fue la conciencia para el panmecanicismo moderno. Un trasto innegable que de algún modo hay que acomodar. Y Descartes apeló para ello a la otra sustancia, la res cogitans.
Ya tenemos la materia inerte de un lado y la conciencia del otro (como agua y aceite). El ser humano es propiamente res cogitans, pero su cuerpo vivo difícilmente puede ser obviado, lo cual deja planteado el nunca bien resuelto problema de la conexión entre las dos sustancias.
¿Y el resto de los vivientes? Como es sabido, pasan, sin más, al lado de la materia. Son máquinas. La teoría mecanicista del viviente intentará explicar la vida desde las categorías conceptuales de lo no vivo. No es sorprendente que todo este entramado dualista resultase inestable. Sufrió inmediatamente una inclinación hacia el lado materialista, desde el que se proponía prescindir incluso de la res cogitans como sustancia, para emprender reiterados intentos de explicación de la mente en términos de materia y movimiento. De haber tenido éxito alguna de estas intentonas, se habría completado, a través de un largo rodeo dualista, el tránsito desde el arcaico monismo de la vida al moderno monismo de la muerte.
El monismo
Pero lo cierto es que las tendencias contrarias, hacia la esfera de la conciencia, con el consiguiente olvido del cuerpo, e incluso negación de la materia, también se hicieron notar desde muy temprano. En esta segunda línea sitúa Jonas la antropología existencialista del primer Heidegger, que niega al ser humano todo resto de naturaleza y lo concibe como libertad arrojada a un mundo extraño en el que ha de inventarse constantemente a sí mismo.
En Ser y tiempo –escribe Jonas- el cuerpo se omitía y la naturaleza se relegaba como lo meramente existente (Más cerca del perverso fin y otros ensayos, Los Libros de la Catarata, Madrid 2001, p. 144).
Según resume Jonas, en la actual
situación postdualista el monismo tiene no una, sino dos posibilidades fundamentales, representadas por el materialismo moderno y por el idealismo moderno […] De esta manera tendríamos por un lado la fenomenología de la conciencia y por otro la física de la extensión (El principio vida, pp. 31-32).
Ya sabemos que ni la una ni la otra, por separado, resultan plenamente satisfactorias. Y ambos enfoques residuales fracasan ante la realidad del tiempo.
La eliminación del presente como consecuencia
Es fácil ver ahora cómo las secuelas modernas del dualismo conducen, o bien a un tiempo desalmado, por negación de lo animado y afirmación unilateral de la materia inerte, o bien a un tiempo desnaturalizado, por negación u olvido de la physis, con afirmación única de la existencia consciente. En ambos casos falta presencia mutua y, con ello, decae el tiempo presente.
Recordemos que el tiempo aristotélico consiste, precisamente, en una relación de mutua presencia entre physis y psyche (Aristóteles, Física, Gredos, Madrid, 1995, libro IV, caps. 10-14). La modernidad, en cambio, rompe esta relación al separar de modo dualista ambos polos, para acabar negando –esta vez al estilo monista- uno u otro. Negada la physis –todo es libertad-, solo nos resta un tiempo desnaturalizado. Negada la psyche –todo es naturaleza-, queda un tiempo desalmado (Jesús Conill, ¿Hay tiempo sin alma?, Pensamiento, 35 (1979): 195-222). En los dos casos resulta un tiempo sin presente, por quiebra de la presencia mutua de la naturaleza y el alma.
Si, en efecto, constatásemos que la consecuencia de todo ello es la de una temporalidad sin presente, la cosa sería grave. Dice San Agustín:
Hay tres tiempos: presente de los hechos pasados, presente de los presentes y presente de los futuros […] memoria presente […] contemplación presente […] y espera presente (Confesiones, Gredos, Madrid, 2010, cap. XI, 20/26, p. 567).
Una temporalidad sin presente, por tanto, lo anula todo, nos condena al nihilismo del tiempo y con ello al nihilismo del ser y del valor. Se cierne sobre nosotros –en expresión de Gadamer- “la sombra del nihilismo” (Gesammelte Werke, Mohr Siebeck, Tubinga, 1985-1999, vol. 9, p. 367).
Temporalidad sin presente
Visión gnóstica del presente
Tenemos ya perspectiva para ver cómo se estructura la crítica de Jonas a una temporalidad sin presente. Arranca desde un fragmento valentiniano, en el cual se expresa la esencia de la sabiduría gnóstica. Recordemos: Valentino el Gnóstico, así llamado, vivió en la Alejandría del siglo II. El fragmento de referencia llega a Jonas a través de un escrito de Clemente de Alejandría, también del siglo II, en el cual este autor cristiano polemiza con el gnosticismo. Basta un par de pinceladas para darse cuenta de que el presente es visto por el pensador gnóstico como el momento culminante de la servidumbre. Se mira, en cambio, al pasado con melancólica añoranza (¿depresión?) y al futuro con angustioso anhelo (¿ansiedad?), como momentos, ambos, de liberación y de plenitud. Esta tensión desvirtúa, desvaloriza, por completo el presente. He aquí el texto en cuestión:
Lo que nos hace libres es el conocimiento de quiénes éramos y en qué nos hemos convertido; de dónde estábamos y a dónde hemos sido arrojados; de a dónde nos apresuramos a llegar (cit. en El principio vida, p. 296).
¿Qué nos dice el fragmento? Que éramos y seremos libres, aunque de momento nos hallemos arrojados a la servidumbre cósmica. El presente de los gnósticos queda así asociado a una forma tenue de ser, a un casi no-ser del cual hay que apresurarse a salir. Hay que escapar inmediatamente (¡o antes!) del presente:
La vida se arroja a sí misma hacia el futuro (El principio vida, p. 297).
Vivir arrojados siempre hacia delante
Esta sensación de que ya llegamos tarde a donde quiera que sea, de que ya desde nuestra desgraciada eyección al mundo estamos en deuda y demora, ha sido llevada en nuestros días al paroxismo. Vivimos, al parecer, en el proyecto (es decir, lanzados siempre hacia adelante) y abocados al deadline. Y no me refiero aquí a ningún abstruso concepto, sino a la simple cotidianeidad de cualquier centro de trabajo. No es que seamos nosotros los herederos directos del dualismo gnóstico. Semejante estrechamiento del presente ha llegado a nuestras vidas a través de filosofías más recientes, aunque, según Jonas, no carentes de resonancias gnósticas.
Por supuesto, el “estar arrojados” conecta de modo inmediato en la mente de Jonas con el Ser y tiempo de Martin Heidegger. Y en la nuestra enlazan de modo natural el deadline con el ser para la muerte. Solo que los gnósticos, en su dualismo, sabían, al menos, desde dónde hemos sido arrojados, cosa que ignora el existencialista contemporáneo. En lo que coinciden los antiguos gnósticos y los actuales existencialistas es en la reducción a casi nada del presente. Como observa Jonas (El principio vida, pp. 297-298),
tan pronto intentemos clasificar las categorías heideggerianas del ser ahí bajo estos tres rótulos [pasado, presente, futuro] haremos un llamativo descubrimiento […] la columna situada bajo el rótulo ‘presente’ queda prácticamente vacía […] El instante, no la duración, es el modo temporal de este ‘presente’ […], mostrándolo así como un modo derivado y defectuoso de la existencia.
¿Exceso o ausencia de presente?
Es el momento de introducir una aclaración imprescindible. Ante la denuncia de una temporalidad sin presente, se suele levantar una objeción. Hay quien afirma que estamos, precisamente, en una época en la cual solo nos preocupa el presente. Esta afirmación suele venir seguida de una queja: ya nadie piensa en el futuro, nadie hace planes a largo plazo, estamos solo pendientes de vivir el presente y poco más. Nuestra temporalidad, vista así, no estaría falta de presente, sino al revés, saturada de presente. La objeción, de ser correcta, sería letal para mi planteamiento. Pero creo que no es correcta, porque se confunde en ella el presente con el instante.
No sufrimos de presentismo, sino, por así decirlo, de instantismo[1]. De modo magistral lo ha explicado Sixto Castro (El sentido del tiempo en la mentalidad actual, Revista de Espiritualidad, 75 (2016): 9-27, p. 20). Para este autor, el instantismo
es la idea de tiempo que configura nuestra época […] El ‘instantismo’ es una cierta cronosofía estática, en la que, curiosamente, el tiempo acaba ‘destemporalizado’.
Sostengo, pues, con Jonas y con Castro, que lo que le falta a nuestra concepción y vivencia de la temporalidad no es obsesión por el instante, sino atención al auténtico presente.
Obsesión por el instante
Presente no es instante, es duración de una sustancia y fidelidad a sí misma. Cuando se trueca el significado de presente por el de instante, pasamos incluso a malinterpretar las tradiciones sapienciales y populares sobre el tiempo. Hemos heredado de los clásicos la fórmula carpe diem, que glorifica el presente, pero no el instante. Este sensato consejo, sin embargo, degenera hacia el nihilismo cuando el presente es malentendido como mero instante, como simple filo entre pasado y futuro. Si no hay sustancia ni permanencia ni presencia ni duración, si no hay nada a lo que ser fiel, nada que honrar, entonces empezamos a oír en carpe diem algo así como haz tu capricho, lo que te dé la gana aquí y ahora, en este instante.
Mientras que el presente entendido como duración y presencia mutua nos lleva, en ética, hacia el compromiso, la responsabilidad y el cuidado, el presente malinterpretado como instante nos condena al nihilismo moral. Una degradación pareja ha sufrido la sabia recomendación suajili hakuna matata, que, una vez triturada por Disney, ha venido a componer un desenfadado encomio de la inmediatez irresponsable, cuando, en realidad, en su sentido originario, anima a la acción confiada, sostenida, esperanzada, y constituye un cántico a la providencia.
Anulación del futuro
Primero pretenden ver el futuro. Después intentan traer de allí la norma. Con ello, el presente queda degradado e instrumentalizado, se convierte en filo adimensional, en mero instante del cual hay que salir cuanto antes hacia la utopía. Pero, con la anulación del presente queda anulado también el futuro, cuya única realidad constatable se halla en el presente, como esperanza. De modo que la normatividad que pretendíamos traer del futuro, dado que solo hay futuro en el presente, también queda aniquilada. Nos dejan como guía el capricho del instante. Y así hemos relatado, colegas, el paso de la modernidad a la posmodernidad.
Causas de la pérdida del presente
Eliminación del peso ontológico de la naturaleza
Bien, ahora ya sabemos que Jonas se queja de una temporalidad sin presente, pero entendido este como duración y presencia, no como instante. Y señala, de manera tan sintética como certera, hacia las raíces profundas de nuestra carencia de presente. El existencialismo pierde el presente porque descarga la naturaleza (physis) de todo peso ontológico, la vacía de orden y designio.
Ninguna filosofía se ha preocupado tan poco de ella como el existencialismo (El principio vida, p. 299).
Con lo cual la theoria se desvirtúa, la contemplación pasa a ser mera curiosidad. No hay nada realmente, físicamente, presente ante el alma, ningún movimiento que numerar. Si de algún horizonte se puede esperar entonces la llegada del valor es del futuro, del proyecto. Vivimos, así, en la época del llamado progresismo, en la cual la normatividad viaja a nosotros desde el futuro. Mejor dicho: se pretende que viaje. Pero difícilmente podría tener éxito esta maniobra de importación, habida cuenta de que el futuro, como es bien sabido, (todavía) no existe. De donde no hay –sentencia el refrán-, no se puede sacar.
La desaparición del alma
La otra causa, complementaria y simétrica, de la pérdida del presente está en la desaparición del alma, en la completa naturalización del ser, con la consiguiente espacialización, externalización y fragmentación del tiempo. Aquí, la realidad física del movimiento no tiene nadie ante quien presentarse. Si falta una de las dos, la realidad física del movimiento o la realidad del alma, falta el presente, que se reduce a punto, a filo, a crisis, a nada. Según Sixto Castro, primero en la recepción de Aristóteles y después en la ciencia moderna, se ha producido una reducción del movimiento a movimiento local y, con ello, una reducción del
tiempo a medida exclusivamente del movimiento local, concretamente al número de un cambio de posiciones en el espacio (La trama del tiempo, SEE, Salamanca, 2002, p. 319).
No obstante, una reducción tal del concepto de tiempo no deriva directamente de la propia ciencia moderna, sino de una lectura cientificista de esta. La huida hacia el futuro se produce ahora por una mala interpretación de la predicción científica. La ciencia no habla, en realidad, en tiempo futuro, sino en modo condicional. Es decir, la ciencia produce modelos que resultan útiles siempre que se preserven unas ciertas condiciones actuales de regularidad que, por otra parte, no están a priori garantizadas. Pero si malinterpretamos la predicción científica en clave cientificista, si pensamos que nos ofrece una visión segura y cierta del futuro, entonces estaremos tentados a organizar nuestra vida en función de esta.
Resultado de la eliminación del presente
Las dos vías conducen al mismo punto. La vía existencialista/idealista degrada la naturaleza. Nada digno de contemplación se hace presente ante el sujeto. El valor de su vida, si es que tiene alguno, viene de lo que desea, no de lo que es. En la otra vía, materialista/naturalista, desaparece el sujeto y la naturaleza no tiene ante quien hacerse presente. De nuevo, el presente de la contemplación es reemplazado, esta vez por el presunto futuro de la predicción.
Indicaciones de salida
¿Cómo podríamos construir y habitar una temporalidad con presente? Es imposible dar respuesta en breve a esta cuestión. Quizá resulte intratable incluso por extenso. Pero no me resisto a dejar anotadas algunas sugerencias que me parecen tan precarias como iluminadoras.
Cambiar de prácticas
En primer lugar, tenemos las prácticas. Es decir, una vía de salida ante un problema práctico, como es el de la vivencia del tiempo, consiste en un cambio de prácticas. La deliberada demora, la contemplación, un poco de calma y serenidad, el desasimiento y el silencio tecnológico, un cierto desapego respecto de la aceleración… son prácticas que, gestionadas prudentemente, pueden ayudarnos a reducir nuestras dolencias temporales.
Cambio de teoría
Después está la teoría. En el propio texto de San Agustín sobre el tiempo encontramos ya inspiración, a través de la idea de distentio animae (dilatación del alma). También en los escritos de Aristóteles sobre el acto, la sustancia y sobre las paradojas de Zenón, encontramos luz para intentar otra idea del tiempo, la de una temporalidad con presente. De especial importancia me perece un pasaje de la Metafísica, en el cual se aborda la noción de acto. Dicha noción no está vinculada a la instantaneidad, sino a la presencia plena, que se puede prolongar a lo largo del tiempo, pues podemos en el mismo acto ver y seguir viendo, vivir y seguir viviendo, pensar y seguir pensando, meditar y seguir meditando, ser felices y seguir siéndolo (Metafísica, Q, 6, 1048b 20-30).
Apelemos, además, a la operación que realiza Heidegger con el espacio en su Construir, habitar pensar. Por la misma, se invierte la relación de inclusión y génesis entre el espacio geométrico y el lugar vivido. No aparece nuestra vida dentro una especie de aséptica caja geométrica, sino que aparece el espacio geométrico numerable dentro de nuestra vida, como fruto de un proceso de abstracción. El espacio hecho de puntos es el resultado de una abstracción, de una desecación de los lugares de la vida. Algo análogo tendríamos que decir sobre el tiempo, para sanarlo así de su atomización en instantes inhabitables, para romper de una vez con lo que Henri Bergson llamó “zenonizar”.
Nuevas metáforas: las hilanderas
A la hora de comunicar estas ideas, habrá que pensar en nuevos juegos de metáforas temporales. La simple metáfora de la línea, con el pasado a la espalda y el futuro a la vista, no nos sirve, es engañosa y patogénica. Usemos mejor metáforas bergsonianas, como la de la bola de nieve, u otras, como la de los círculos concéntricos, o la metáfora visual que encontramos en el cuadro de Las hilanderas, de Velázquez, donde están presentes a un tiempo, en manos de la artesana, tanto el hilo como el copo, que ha de ser hilado poco a poco. Todas ellas resultarán mucho más apropiadas que la simple figura de la línea para pensar y comunicar la idea de una temporalidad con presente.
Por último -ya que de tiempos modernos hablamos-, parece recomendable una relectura de la modernidad para identificar en ella algunas sendas perdidas, o no suficientemente exploradas, veredas que han ido quedando al margen de las rutas hegemónicas. Son itinerarios que hoy tenemos que desbrozar y explorar. A través de ellos intuimos una salida del laberinto de la temporalidad moderna, una respuesta histórica, digna e integradora. De estos senderos nos habla la original obra del pensador mexicano Ambrosio Velasco, quien identifica un humanismo iberoamericano, fundante en principio de la modernidad, pero después orillado en favor de la versión anglosajona de la misma:
Iberoamérica –afirma Velasco- es un acontecimiento fundante de la época moderna (La persistencia del humanismo republicano en la conformación de la nación y el Estado en México, UNAM, CDMX, 2009, p. 17).
El humanismo hispanoamericano es una tradición viva e integradora, distinta del dualismo y de los consecuentes monismos modernos, que nos habilita para pensar una temporalidad con presente, y que viene a ser la versión histórica de la misma.
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Referencias bibliográficas
Aristóteles, Metafísica, Gredos, Madrid, 1994.
Aristóteles, Física, Gredos, Madrid, 1995.
San Agustín, Confesiones, Gredos, Madrid, 2010.
B.-Ch. Han, El aroma del tiempo, Herder, Barcelona, 2015.
S. Castro, La trama del tiempo, SEE, Salamanca, 2002.
S. Castro, El sentido del tiempo en la mentalidad actual, Revista de Espiritualidad, 75 (2016): 9-27.
J. Conill, ¿Hay tiempo sin alma?, Pensamiento, 35 (1979): 195-222.
H.-G. Gadamer, Gesammelte Werke, Mohr Siebeck, Tubinga, 1985-1999, vol. 9.
J. Gaos, Filosofía de la técnica, Herder, Ciudad de México, 2023.
M. García Morente, Ensayos sobre el progreso, Revista de Occidente, Madrid, 1945.
M. Heidegger, Construir, habitar, pensar, 1951 [una versión en español puede verse en: https://www.fadu.edu.uy/estetica-diseno-ii/files/2013/05/Heidegger-Construir-Habitar-Pensar1.pdf].
H. Jonas, El principio vida, Trotta, Madrid, 2000.
H. Jonas, Más cerca del perverso fin y otros ensayos, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2001.
A. Marcos, Presente continuo. Aniquilación y rescate del tiempo presente, en J. A. Nicolás, A. Domingo y D. García-Marza (eds.), Hermenéutica crítica y razón práctica. Homenaje a Jesús Conill, Comares, Granada, 2023, pp. 433-442.
H. Rosa, Alienación y aceleración, Katz, Buenos Aires, 2016.
A. Velasco, La persistencia del humanismo republicano en la conformación de la nación y el Estado en México, UNAM, CDMX, 2009.
NOTAS
[1] También el estilo pictórico de Joaquín Sorolla se ha denominado instantismo. Ahora bien, lo que hace Sorolla al pintar, por ejemplo, el Paseo a orillas del mar es captar el instante luminoso en un presente duradero en cuya contemplación puede el espectador demorarse. El cuadro constituye así una suerte de haiku visual: atrapa el instante y lo hace presente a la contemplación. El instantismo del que nos habla aquí Castro opera justamente al revés: consiste en la disgregación del presente vital en instantes inhabitables.
About the author
Alfredo Marcos
Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Valladolid.
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