La perversión de las causas justas
por Alfredo Marcos
Introducción
Causas perfectamente justas, como las del feminismo y el ecologismo, están siendo en nuestros días manipuladas como vectores al servicio de un designio totalitario. Para algunos no importan, en realidad, las propias causas; importa solo buscar las grietas de un sistema de libertades, achacarle todo mal y acabar con estas para asaltar el poder, todo el poder. En el presente artículo trato de rastrear los precedentes históricos, así como las bases ontológicas y culturales de este tipo de maniobra que podríamos llamar, en términos generales, la perversión de las causas justas.
§Regreso a Erewhon (en compañía de Russell y Popper)
La tesis de Rusell
[Bertrand] Russell ha expresado más de una vez la opinión que quiero desafiar, pues se ha quejado de que nuestro desarrollo intelectual ha superado a nuestro desarrollo moral […] Esta es la razón por la cual nos encontramos ahora en peligro mortal […] En contra de la opinión anterior, sostendré precisamente la opinión opuesta […] somos buenos, quizá demasiado buenos, pero también somos un poco estúpidos; y es esa mezcla de bondad y estupidez la que se encuentra en la raíz de nuestros inconvenientes. (Popper, 1983, 437-438)
Esto escribía Karl Popper a mediados del siglo pasado, cuando la amenaza nuclear se cernía ya sobre nuestras cabezas.
La tesis de Russell es que el mundo está en peligro porque los seres humanos, subdesarrollados en lo moral, hemos adquirido un enorme saber científico y un desmedido poder tecnológico. En cambio, según Popper, sucede lo contrario, es decir, la mayor parte de la gente es demasiado buena y dócil, pero un poco acrítica. Y quizá ambos, a la postre, tenían razón. Y tal vez hoy estemos en mejor posición para verlo. Mi tesis es que ciertas élites, ávidas de controlarlo todo, tienen a su disposición ya demasiado poder e inteligencia (incluso artificial), mientras que el común de las gentes se mueve por buena voluntad, quizá sin preguntarse siquiera en qué grado están siendo manipulados.
La postura de K. Popper
Popper cita en su favor a Samuel Butler, el autor del clásico de las distopías titulado Erewhon. Según la ficción de Butler,
los erewhonianos son un pueblo manso y muy sufrido, fácil de llevar de las narices y dispuesto a inmolar el sentido común en el altar de la lógica, cuando surge entre ellos un filósofo que los seduce […] convenciéndolos de que sus instituciones existentes no se basan en los más estrictos principios de moralidad. (cit. en Popper, 1983, 438)
¿Y si Butler tiene razón hoy?
Ahora podríamos preguntarnos: ¿seremos nosotros, las personas de nuestra época y de nuestra civilización, los auténticos erewhonianos?, ¿nos están llevando del ronzal mediante la apelación a nuestra fibra moral?, ¿han aprendido los ávidos de poder a usar en su favor la fina sensibilidad moral de nuestros conciudadanos?, ¿hemos inmolado ya el sentido común en el altar de una supuesta lógica y de una presunta exigencia ética?
Pudiera parecer que sí, que nos ha invadido ya una ola de hiper-etización. De hecho, ya no hay ámbito de la vida en el que no se hable de ética. Todo se ha moralizado minuciosamente. Observemos lo fácil que es, a continuación, transformar lo ético en político a base de promulgar una ley para cada norma moral, un escrache mediático para cada opinión o conducta políticamente incorrecta. Y el siguiente paso, una vez que hemos convertido ya todo lo personal en político, consiste en poner todo lo político bajo el control total de unos pocos.
De este modo, el grupo con ínfulas de poder pasa a controlar cada detalle de la vida personal de cada ciudadano. Quedan habilitados para entrar en la dieta y en el lenguaje, en el garaje y en la cocina, en la alcoba y en la conciencia, en el ocio y en el negocio, en el hogar –que ha dejado de ser castillo- y en la familia. Nada escapa, por esta vía, a un totalitarismo perfecto. Logrado, eso sí, por apelación a nuestra fibra moral.
Revisemos las tesis
Volvamos aun por un momento a Popper.
Las principales perturbaciones de nuestro tiempo –establece el pensador austriaco- […] no se deben a nuestra perversidad moral, sino, por el contrario, a nuestro entusiasmo moral a menudo mal dirigido: a nuestra ansiedad por mejorar el mundo en que vivimos […] Pero ¿cómo puedo yo sostener la idea de que no vivimos en un mundo de perversidad? ¿Acaso he olvidado a Hitler y a Stalin? No. Pero no me dejo impresionar demasiado por ellos […] Los que siguieron a Hitler y a Stalin, en su mayoría, lo hicieron precisamente porque fueron ‘conducidos fácilmente de las narices’ […] Es triste ver cuán fácilmente puede ser mal utilizada una apelación a la moralidad. Pero es un hecho el que los grandes dictadores siempre trataron de convencer a su pueblo de que conocían el camino hacia una moralidad superior. (Popper, 1983, 438-439)
Ya sabemos que Russell tenía razón en cierta medida: unos pocos son perversos, al menos en su desbocada avaricia de poder, y ponen a su servicio una inteligencia y una capacidad tecnológica hasta hace poco desconocidas. De ahí nuestros problemas. Pero también Popper da en el clavo: para que los perversos triunfen, no basta la amenaza, hace falta, además, el ardor moral un poco atolondrado de los pobres erewhonianos. Incluso los que estarían dispuestos a plantar cara a la más cruel represión, se ponen mansamente en ruta si son reclutados para la utopía.
§Un muro edificado y caído sobre el solar de la civilización cristiana
Dos ejemplos de desencanto con la política del Bien
Un estudioso actual del comunismo, como es Federico Jiménez Losantos, se pregunta por qué hoy, tras cien millones de crímenes y cien años de miseria, sigue habiendo comunistas. Y su respuesta apunta en la misma dirección que las anotaciones de Popper: hacia una moralidad hipertrofiada. Apoya su argumento en un libro de Stephen Koch titulado El fin de la inocencia: Willi Münzenberg y la seducción de los intelectuales. Según Koch, Münzenberg
fue el organizador invisible de esa modalidad política […] que podríamos llamar la Política del Bien […] Ofrecía a todos, sin excepción, un papel en la búsqueda de la justicia […] Y millones lo aceptaron. (cit. en Jiménez Losantos, 2018, 36).
Curiosamente -o no tanto-, Karl Popper recuerda en su autobiografía (1977, cap. 8) un año crucial, en el cual dejó de ser marxista. Coincide casi con el momento en el que Willi Münzenberg alcanzó la presidencia de la Internacional Comunista de la Juventud (1919-1920). Popper, en la Viena de comienzos de los 20, se desencantó pronto de la Política del Bien. Jiménez Losantos siguió el mismo camino, casi con la misma edad que Popper, pero en la España de los 70. Sin embargo, no todos los intelectuales vieron con la misma claridad el mal que puede llegar a causar la Política del Bien.
La pervivencia del comunismo tras la caída del Muro
Más abajo tendremos que decir algo sobre la ceguera -¿voluntaria?- de muchos intelectuales y artistas. Pero ahora me interesa más otra derivada. Cuando cayó el Muro de Berlín, allá por el 89 del siglo pasado, como años atrás había caído el nacionalsocialismo, muchos jóvenes pensamos que el mundo se llenaría en breve de bendiciones, que los malos tiempos habían pasado, que reinaría la libertad, no solo en Occidente, sino también entre los pueblos sometidos por el comunismo, que pronto se haría la paz tras las tensiones de la Guerra Fría. No fue exactamente así. Para desconcierto de muchos, aun hoy sigue habiendo partidarios del totalitarismo. También hay una masa de incautos erewhonianos que entregan con afán su libertad a cambio de un certificado de buena conducta. Y, como de costumbre, son los totalitarios los que expiden estos certificados. ¿Por qué sigue sucediendo algo así?
La causa ontológica monista de los totalitarismos
Creo que la respuesta hay que buscarla por debajo del plano político, e incluso por debajo del plano histórico, en las profundidades de la ontología. Al final, los totalitarismos gemelos del siglo pasado -comunismo y nacionalsocialismo- no son más que formas circunstanciales de una cierta convicción ontológica monista.
Solo hay una realidad, un ser, llámese líder, llámese partido, el resto es nada. Queda negada toda genuina alteridad. En consonancia con esta ontología, el líder o el partido reclaman el poder… TODO el poder. Este es el rasgo distintivo de la pulsión totalitaria. A quien la posee no le basta una parte del poder, un poder compartido o dividido, un poder al que se escape esto o lo otro, por nimio que sea esto o lo otro. El totalitarismo es refractario a la división de poderes. Tampoco reconoce ámbito privado alguno, ni la empresa, ni la casa familiar, ni la conciencia de cada persona. Se trata, en el fondo, de una negación ontológica. Nada existe realmente salvo el líder, el colectivo, la vanguardia, el pueblo, la raza, la clase, el partido, o lo que sea según los casos.
El sustrato cristiano
Quizá a lo largo de la historia las aspiraciones totalitarias de unos chocaron con las de otros y fueron resultas -o no- por la violencia. Pero los totalitarios del siglo pasado se percataron de algo nuevo: entendieron el sustrato de civilización sobre el que trabajaban, un sustrato –llamémosle así- erewhoniano. Creyeron posible edificar el poder totalitario sobre el solar de una civilización cristiana. ¿Cómo?
El cristianismo puede ser visto desde fuera como una religión extraña. Proclama un Dios que es el fundamento ontológico de todo, pero que, por amor, crea un universo dotado de autonomía, dotado de ser, distinto del propio Dios. El cristianismo no es panteísta. El universo cobra en él entidad propia. Y, de modo particular el ser humano, es decir, cada ser humano, cada persona. Cada uno de nosotros está hecho a imagen y semejanza de Dios, cada persona tiene entidad propia, una dignidad absoluta y una voluntad libre. En palabras de Kierkegaard (1963, 102):
De la misma manera que no hay una moneda tan pequeña que no lleve la imagen del César, así tampoco existe ningún hombre tan insignificante que no porte la imagen de Dios.
Hasta los más débiles han de ser ontológicamente reconocidos y respetados. ¡Especialmente los más débiles!
El reconocimiento del otro en el cristianismo
El cristianismo fundó una civilización del reconocimiento de la alteridad. Dios mira al universo y ve que es bueno, es decir, que es. Reconoce en cada persona una entidad propia. Y cada uno de nosotros ha de reconocer la genuina existencia de cada uno de los demás, con su dignidad y libre albedrío. En el sentir común de los cristianos está la idea de que nadie es más que nadie, pues cada uno es hijo de Dios. En el seno de la civilización cristiana nacieron las primeras formas de parlamentarismo con representación popular y división del poder, así como las primeras universidades como foros de libre discusión y búsqueda conjunta de la verdad. No hay nada, por lo tanto, más opuesto al totalitarismo que el cristianismo.
Fruto de este reconocimiento del otro surge la idea de amor al prójimo, la obligación de amor incluso al enemigo. Y si los demás también existen, tienen tanta entidad como yo mismo, y tengo el deber de amarles, cualquier injusticia cometida sobre cualquier persona nos afecta a todos y ha de ser combatida. Solo en este ambiente cristiano se entiende la empresa descomunal y extravagante de un Don Quijote, empeñado en desfacer agravios y enderezar entuertos a troche y moche, fuesen o no en principio con él, y aun a cambio de alguna paliza sobre sus lomos doloridos.
Y sobre la base del cristianismo, represión y utopía
En vista de todo ello, imponer sobre el solar de la civilización cristiana –que abarca desde San Petersburgo a la Patagonia, desde Asturias a Nueva Zelanda- un régimen totalitario pudiera parecer, a primera vista, una empresa desesperada. Pero los totalitarismos del siglo XX descubrieron cómo hacerlo: a base de represión y de utopía moral. Se podría decir con otras palabras: violencia y propaganda.
Los totalitarios del siglo XX pudieron pensar así: hay un mundo formado en el cristianismo que está dispuesto a la indignación, a odiar el mal, a luchar contra la injusticia. No hay más que ofrecerle una causa de tal corte y descalificar moralmente a todo el que no se sume. Busquemos causas justas de las que servirnos, tendremos de nuestro lado a todos aquellos que aman las causas justas. Acusemos a quien ha combatido hasta ahora el mal de haberlo consentido y promocionado por no haberlo eliminado por completo. Extendamos la especie de que para erradicar la injusticia necesitamos el poder, todo el poder. Ello nos justifica para asaltarlo y para eliminar como conspirador a quien se oponga o simplemente dude.
Algunos ejemplos
La represión tiene menos ciencia, pero la utopía moral sí que ha de darnos que pensar. Los totalitarios se instalaron sobre el viejo solar del cristianismo apelando a ciertas causas justas. Tal vez los alemanes fueron tratados injustamente tras la Primera Guerra Mundial. No lo sé. Pero con frecuencia se ha argüido en ese sentido. Y seguro que la causa social a favor de obreros, siervos y campesinos era perfectamente justa. Los totalitarismos encontraron, así, el terreno abonado, tras muchos siglos de civilización cristiana, para la movilización indignada. E inmediatamente pervirtieron con su hipocresía estas causas en principio justas. Las usaron solamente como vectores para instalar un poder totalitario. Aun así, muchos erewhonianos de buena fe les siguieron con fidelidad a lo largo de un fraudulento camino de supuesta perfección.
§El horror según Bernard Henri Levy
Justificar el horror desde el orgullo de la razón
También es verdad que a la altura de los años 80 estábamos ya casi todos de vuelta. No se pudo ocultar el horror de Auschwitz ni tampoco el del Gulag. Solo algunos intelectuales y algunos artistas permanecían en Occidente fieles a los regímenes totalitarios que otros sufrían. Es el momento de buscarle una explicación a este hecho. ¿Se trataba, quizá, del orgullo de la razón? Tal vez algunos se distanciaron del espíritu socrático, de la humildad intelectual, de la sabiduría consistente en el reconocimiento de la propia ignorancia. Le pasó al propio Platón, por qué no a otros de menor porte.
Algunos pensadores modernos creyeron haber descubierto algo crucial: el mundo está mal organizado. Imaginaron entonces que podría ser reconstruido con mayor perfección desde los dictados de la Razón… de su razón. Y vieron en los regímenes totalitarios la herramienta adecuada imponer sus ideas sobre el mundo. Es la única explicación posible de la condescendencia con que muchos intelectuales (y artistas) trataron al horror. Quizá, por encima del miedo, de la fama y del dinero, les movió la vocación de poder, la tentación de edificar -por dictador o partido interpuesto- un mundo a la medida de su caletre. En el fondo y de nuevo encontramos una enfermedad ontológica antes que moral: un ego sin límites.
El fin de la era moderna
En un famoso artículo publicado el 1 de marzo de 1992 en el New York Times, el escritor checo Valclav Havel identifica el fin del comunismo con el fin de la era moderna, entendida esta como la época del orgullo de la razón, es decir, la edad en la que se pensó que el mundo de la vida admitía ser configurado desde las ideas, o más bien desde las ideologías. No es extraño que muchos intelectuales se resistiesen a perder el campo de pruebas ideológicas con el que los totalitarios les adulaban. Todo esto te daré –dijo el totalitario al intelectual- si no denuncias el horror. Y le mostraba el mundo de la vida.
El horror como sinónimo de comunismo
Para el común de los mortales, no obstante, era válido ya a principios de los 80 el análisis que hacía entonces el pensador francés Bernard-Henri Lévy.
Siendo el horror lo que es, ¿en nombre de qué los hombres pueden aquí, ahora, concretamente, oponerse a él y rechazarlo? Pues es un hecho que lo rechazan. En todas las partes del mundo, en el Oeste como en el Este, hombres y mujeres se alzan cada vez en mayor número […] Se trata de millares, de millones de solitarios que lanzan a la faz del mundo la valiente y enorme osadía de considerar que el Bien, lo Verdadero y lo Justo no son, tal como creen los técnicos del sufrimiento y de la desgracia, palabras vanas. (Lévy, 1980, 11-12; cursiva en el original)
El horror en los 80 no era un concepto abstracto, era el comunismo, bajo fórmulas más o menos trivializadas o maquilladas. Lévy (1980, 47) lo denuncia explícitamente: “estalinismo”, un simple nombre inventado por los marxistas para trivializar el horror como una desviación evitable; “marxismo”, un simple nombre inventado por los estalinistas para maquillar el horror como una ciencia de lo inevitable.
Es lo grave de pervertir las causas justas, de usarlas como vectores del totalitarismo: aquellos a los que se dice defender acaban sumidos en el horror. En los 80, y con la excepción de algunos intelectuales y artistas, lo sabíamos ya todos. Y al final de la década, millares, millones de hombres y de mujeres echaron abajo el símbolo del horror.
Pero sobrevivió la voluntad de obtener todo el poder
Pero no amaneció entonces el mundo pacífico, próspero y libre que llegamos a imaginar. Porque lo más importante nunca fue derrotar al nacionalsocialismo, ni combatir al comunismo, sino resistir ante el totalitarismo, que es común a ambos, anterior a los dos y que puede sobrevivirles bajo cualquier otro disfraz. Con la caída del Muro no quedó aniquilada la voluntad de obtener todo el poder. Esta voluntad, que seguía operando sobre los rescoldos de una civilización cristiana, se lanzó entonces a la búsqueda de nuevas causas justas con las que indignar y movilizar a las buenas gentes.
§A la búsqueda de nuevas causas justas
El totalitarismo actual se sienta a la mesa y ojea la carta de causas justas. ¿Qué nos queda en el menú? Feminismo y ecologismo como platos fuertes, y quizá alguna causa más de guarnición (indigenismo, orientación sexual, sufrimiento terminal, animalismo…). No rebajo un ápice el vigor y la justicia de cada una de estas causas. Son los actuales herederos del totalitarismo quienes lo hacen, quienes las toman a título meramente instrumental. A ellos se sigue sumando buena parte de la intelectualidad y del mundo del arte, con la (vana) esperanza de poder fijar su impronta sobre el mundo. Y, desde que la causa social ha decaído y no supone ya amenaza para las grandes fortunas, también se añaden a esta partida algunos de los mega-ricos del planeta, quienes buscan, después del dinero, el poder de configurar el mundo de la vida.
Todas las señaladas más arriba son causas justas. No obstante, cada una de ellas puede ser pervertida y puesta al servicio de un designio totalitario, especialmente en territorios donde aun tiembla a lo lejos el eco de alguna campana. El feminismo nació como una reivindicación de voto y de acceso a la enseñanza y, en el fondo, de igualdad ante la ley para todas las personas, sin discriminación de sexo. La causa no puede ser más razonable e imperiosa, pues, como escribiera John Locke, todos nacemos libres e iguales. Es decir, es una reivindicación que se apoya en la naturaleza humana y en la ley natural.
El cambio de la causa feminista
El aroma del primer feminismo era nítidamente liberal. Sin embargo, se dan hoy intentos de secuestro de dicha causa por parte de grupos de inspiración totalitaria. De este modo, una causa justa está siendo convertida en un vector de dominación. Se esgrime para ejercer la censura en los medios y en la academia, para establecer y financiar estructuras clientelares de vigilancia y control, para repartir salvoconductos culturales, para expulsar de las manifestaciones feministas incluso a las mujeres que discrepan de la nueva ortodoxia.
La apelación a esta causa, en principio justa, puede resultar interesada y acabar perjudicando precisamente a las mujeres, del mismo modo que fue hipócrita en su día el ardor obrerista de Lenin, que acabó con la libertad y la vida de tantos obreros, o la lucha campesina de Mao que a tantos paisanos mató de hambre. Sucede así, por ejemplo, cuando ciertos grupos de poder se fijan más en minucias gramaticales de las lenguas europeas que en la desigualdad sin cuento que sufren las mujeres en algunas dictaduras islámicas.
Y es que aquí, sobre los rescoldos de una civilización cristiana, todavía se puede manipular una causa justa como herramienta de poder. Es en estos territorios en los que un feminismo mal entendido, transformado en ideología de género, podría servir para acabar con la presunción de inocencia, con la igualdad ante la ley, con la división de poderes, con el derecho a un juicio justo, con la libertad de cátedra y con el derecho que tienen los padres (o sea, las madres y los padres) a orientar la educación de sus hijos. Podría valer, en suma, para pavimentar el camino al totalitarismo.
Ecologismo
Algo análogo habría que decir del ecologismo. El ecosistema que nos alberga y nutre merece cuidado y reparación. Las primeras voces de alerta en este sentido partieron de algunos pensadores y activistas norteamericanos que podríamos muy bien situar en las antípodas de cualquier tentación totalitaria, algunos de ellos inspirados incluso por la idea cristiana de creación. El mundo, como obra de Dios y causa de admiración, habría de ser respetado. Se trataba, en principio, de poner cierta cordura y moderación en el afán de progreso que cundió durante el siglo XIX y comienzos del XX. Se buscaba la conservación del medio ambiente, la preservación de ciertos espacios en estado natural, la limpieza de las aguas, los suelos y la atmósfera.
Permítase citar aquí tan solo, a título indicativo, un par de figuras que pueden dar el tono de la cuestión. Pensemos, por ejemplo, en un Henry David Thoreau (1817-1862), quien escribió Walden desde un voluntario confinamiento en los bosques. Es el mismo pensador que sentó las bases de la desobediencia civil y de la resistencia a los impuestos injustos, lo cual le pone más cerca del polo de la libertad que de cualquier forma de totalitarismo. Recordemos también al presidente Theodore Roosevelt (1858-1919), del partido republicano. Él incluyó por primera vez la cuestión ambiental en la agenda política.
A pasar de estos nobles antecedentes, la causa ecologista, tan legítima en su origen, corre hoy el riesgo de caer en manos de algunos grupos totalitarios. Algunos la emplean sin rubor para instar las subidas de impuestos y las normativas más minuciosas de control. Apelan de nuevo a grandes estrategias de planificación estatal -o incluso mundial- a largo plazo, contrarias a la iniciativa social y privada, ajenas a toda idea de humildad intelectual. Se entrometen hasta el extremo en la vida cotidiana de las gentes usando como coartada la salud de la Tierra. Pocos de ellos quieren recordar Chernóbil o el mar de Aral, por citar tan solo un par de casos en los que la planificación totalitaria condujo al desastre ecológico.
La madre Tierra
En su versión contemporánea, el totalitarismo ha encontrado en la sensibilidad ecológica de nuestra población una disculpa perfecta para la restricción de libertades. La maniobra ahora consiste en poner todo el peso ontológico, no en las personas, sino en la totalidad de la naturaleza. Así, por ejemplo, los regímenes populistas que mandaban hasta hace poco en Ecuador y en Bolivia empleaban como señuelo la idea panteísta de la Pachamama. Dado que la naturaleza en su conjunto (o el ecosistema o la Tierra o Gaia o como se quiera llamar) no puede representarse a sí misma, no sabe hacer valer en foro público y mediante la palabra sus recién recibidos derechos, alguien tiene que hacerlo en su nombre. Y ese alguien, esa especie de tutor de la biosfera -sea comisión o cargo unipersonal-, ha de ser elegido, por supuesto, entre el comisariado del régimen.
Indigenismo
Podemos observar una estructura análoga en otros muchos tópicos. Así, la causa de los indígenas es perfectamente justa, como estableció hace siglos Bartolomé de las Casas en la llamada Controversia de Valladolid (1550-1551). De ahí, a través de la Escuela de Salamanca, nacen las bases filosóficas de los derechos humanos. Se puede, por supuesto, torcer esta causa justa al servicio de las intenciones totalitarias. No hay más que diluir a la persona en la tribu, asignando derechos solo a los colectivos.
Igualdad
Hay justicia y razón también en reclamar igualdad para todas las personas, al margen de la orientación sexual de cada cual. Pero hay quien pretende convertir esta reivindicación justa en una cuña para debilitar la institución familiar, que históricamente ha funcionado como lugar de resistencia frente a los abusos del poder político. De nuevo, cabe temer que las personas más vulnerables, una vez utilizadas para la campaña totalitaria, sean olvidadas y acaben resultando damnificadas.
La lucha contra la crueldad con los animales
La evitación de la crueldad para con los animales también resulta ser una causa justa. San Francisco de Asís constituye un precedente señero de la misma. Otros pensadores cristianos, como Tomás de Aquino e Immanuel Kant, también escribieron con tino contra este tipo de crueldad. Ahora bien, la justa indignación moral que suscita un trato cruel puede ser manipulada para acabar borrando toda diferencia entre las personas y el resto de los animales, para hacernos olvidar la dignidad de los seres humanos y así ponerlos con mayor facilidad a los pies de cualquier poder totalitario. Los ejemplos podrían seguir, ahora bien, con lo dicho es suficiente para ilustrar el esquema de comportamiento de las diferentes oleadas totalitarias.
§¿Qué hacer? Palomas y serpientes
Muchas personas quisiéramos ponernos al servicio de las causas justas sin sacrificar por ello nuestras libertades a ningún designio totalitario. De hecho, el intento de erradicar el mal por imposición totalitaria produce un mal mayor, la ausencia de libertad y, con ello, la anulación de la posibilidad de todo bien.
Muchos preferimos vivir en sociedades abiertas, con división de poderes, en países que respeten la vida de las personas y su dignidad como bienes intocables, sagrados. Queremos habitar allá donde se proteja a las familias, donde rija la seguridad jurídica y la igualdad ante la ley, donde la propiedad privada quede a salvo de la arbitrariedad política y donde todo el mundo tenga derecho a un juicio justo. Digámoslo en clave ontológica: queremos vivir allá donde cada uno reconozca a los demás como personas y sea reconocido en esos mismos términos por todos los demás y por los diversos poderes; donde los seres humanos no sean tomados como meras pieza de una entidad mayor. Entonces, ¿qué podemos hacer? Si quisiéramos volver al principio de este artículo, podríamos decir, en términos de Popper, que tenemos que evitar la estupidez para así proteger la genuina bondad.
Defender las verdaderas causas justas y denunciar su manipulación
En primer lugar, es crucial la cuestión de la iniciativa. Hay que tomar la iniciativa en la defensa de las causas justas desde un espíritu de libertad, como en su día lo hicieron Santo Tomás de Aquino, San Francisco, Bartolomé de las Casas, la Escuela de Salamanca, Immanuel Kant, Martin Luther King o Ghandi, las primeras feministas o los primeros conservacionistas…
En segundo término, es importante no dejarse llevar del ronzal y denunciar el uso torticero de las causas justas siempre que este se produzca. Y es importante, sobre todo, porque de dicho uso torcido se siguen siempre los mayores males para los más vulnerables.
Lo que hay que hacer tal vez se podría resumir en la fórmula magistral que aporta el propio Evangelio: “prudentes como serpientes, sencillos como palomas” (Mt 10, 16). No se trata de que uno haya de ser astuto como sierpe para manipular a los demás. Obviamente, no es eso. Lo que indica el texto es que uno ha de ser sencillo, inocente, y al mismo tiempo prudente, para que nadie pueda manipularle con facilidad en su inocencia. La prudencia, aquí, está para proteger la inocencia. Quien detecta y denuncia prudentemente la manipulación totalitaria de las causas justas está ya poniendo su grano de arena a favor de una buena resolución de las mismas.
REFERENCIAS
Valclav Havel, 1 de marzo de 1992, “The End of the Modern Era”, New York Times.
Søren Kierkegaard, 1963, Los lirios del campo, Guadarrama, Madrid.
Stephen Koch, 1997, El fin de la inocencia: Willi Münzenberg y la seducción de los intelectuales, Tusquets, Barcelona.
Bernard-Henri Lévy, 1980, El testamento de Dios, El Cid Editor, Buenos Aires.
John Locke, 2014, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, Alianza, Madrid.
Federico Jiménez Losantos, 2018, Memoria del comunismo, La Esfera de los Libros, Madrid.
Karl Popper, 1983, “La historia de nuestro tiempo: una visión optimista”, en Conjeturas y refutaciones, Paidós, Barcelona, pp. 436-449.
Karl Popper, 1977, Búsqueda sin término, Tecnos, Madrid.
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About the author
Alfredo Marcos
Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Valladolid.