Tomás Rico Martínez
Se ha escrito mucho sobre Stranger Things desde que los hermanos Duffer la concibieron y Netflix la estrenó en el verano del 2016. Son muchos los nostálgicos que han visto en ella algo así como una revenant proveniente de una época dorada del cine y de la cultura americana, enviada para arrojar un poco de luz y de fantasía mitológica a un mundo que se marchita en su propia inmanencia. El universo de Hawkins, ciertamente, constituye una puesta en escena cuidada hasta el último detalle, una suerte de set por el que deambulan todos y cada uno de los grandes padres del género, desde Steven Spielberg hasta George Lucas, pasando por John Carpenter y Stephen King. Y todo ello, aderezado por una magistral e hipnótica banda sonora con barra libre de sintetizadores y de samplers que nos sitúa de lleno en plena Guerra Fría, pero al otro lado del telón de acero, el de Bush padre, Reagan, Terminator y los Cazafantasmas.
Hasta aquí, creo, no hay debate. Es, y punto. Pero si Stranger Things (2, en este caso) fuera sólo esto, si su discurso se detuviera en este preciso momento narrativo (metafóricamente hablando, entiéndaseme) no pasaría de ser una incursión más en el género Sci-Fi con aura ochentera, como tantas otras cintas producidas en los últimos años que recrean, con todo lujo de detalles, esa atmósfera magnética y oscura, aunque repleta de luz . Pero no. Stranger Things no es solo esto. En absoluto. Y por lo tanto, no haremos aquí un análisis formal sobre las referencias, las similitudes o los arquetipos del género. De hecho, ni siquiera será un análisis, ni mucho menos una elucubración académica que realice una lectura progresiva de cada episodio siguiendo un hilo narrativo. Tal vez, y digo sólo tal vez, no hablemos sino de imágenes, momentos y palabras; de unos personajes que se lo jugarán todo, incluyendo su propia vida, a una sola carta y en una única partida.
Hay algo. Hay algo en la segunda temporada de Stranger Things (también en la primera, todo sea dicho) que interpela y arrastra. Algo, más allá de la técnica y el ambiente, de las referencias y lo retro, que conmueve en lo más hondo, en lo más oculto. Lo ilustraré con una secuencia: capítulo nueve, ¨ The gate ¨. Minuto 38, aproximadamente. El grupo de amigos, con Steve a la cabeza, se dispone a salir del subsuelo, antes de que Eleven cierre el portal. Ya casi han alcanzado el agujero que les devolverá al exterior, cuando aparece un demodog, una de esas abominables criaturas que sienten una especial debilidad por la carne humana, y les cierra el paso. Parece que todo está perdido, que ya no hay escapatoria. Y es así, porque los hemos visto devorar a todo un equipo de científicos en el laboratorio Hawkins, y sabemos que en esos monstruos no existe la compasión ni la posibilidad de diálogo, solo el hambre y la sed de sangre. Pero en ese momento, en el último instante, Dustin reconoce en aquél ser a la que algunos capítulos atrás fue su mascota, Dart, cuando todavía era una especie de lagartija (igualmente repugnante, aunque más pequeña) que encontró en un cubo de basura.
Clímax de tensión. Primer plano de Dustin.
Silencio.
—¨¿Dart?¨
El pequeño acaba de ser invadido por una certeza totalmente irracional, pues todas esas criaturas son exactamente iguales. Y entonces, ya nada le detiene. Ni el pensamiento lógico, ni las advertencias de sus amigos para devolverlo a la cordura, ni siquiera la posibilidad de ser devorado instantáneamente de un modo bastante gore. Dustin, guiado por la inocencia, se acerca a Dart con una chocolatina, como las que le daba cuando era un pequeño reptil, y se la ofrece con la esperanza de distraerlo y que les deje proseguir con su huida hacia la vida. Podríamos decir que la fe de ese niño le ha empujado a un acto aparentemente irracional, movido por una inocencia radical pero con plena conciencia y voluntad. He ahí la fe, la Fe, en mayúsculas. Porque Dustin se acerca a la bestia con la certeza y la garantía de que su plan va a tener éxito, cuando todos pensamos que la acción que está llevando a cabo es, cuanto menos, suicida, imprudente y absurda. Pero ahí, justo ahí, reside el meollo de todo este asunto, la fuerza arrolladora de la que hablábamos antes, pues Stranger Things es, en mi opinión, un relato sobre la fe y la inocencia que salvarán el mundo.
Efectivamente, la certeza que mueve al pequeño queda confirmada y el animal acepta la chocolatina, en una secuencia enternecedora marcada por la repentina docilidad de un ser repugnante que incluso llega a conmovernos. Y con este gesto de Fe, Dustin es capaz de trasladar montañas y arrojarlas al mar, con la naturalidad de la que sólo alguien inocente sería capaz.
Pero, ¿quién es este Dustin? ¿Quiénes son estos niños a los que se encarga afrontar semejante empresa? ¿Héroes? ¿Personas muy seguras de sí mismas? No. Nada más lejos. De hecho, los protagonistas de Stranger Things son verdaderos antihéroes, parias, raritos, algo fracasados y tremendamente poco populares, en una jerarquía escolar regida por los capitanes del equipo de fútbol, las animadoras y los rebeldes con tupé. De hecho, para esta jerarquía, nuestros protagonistas no son más que una pandilla de pringados, personas vulnerables y débiles. Pero son ellos, tenían que ser ellos, y no otros, los que salven a la tierra de la devastación, evitando que el mundo ¨Upside down¨ acabe con el planeta tal y como lo conocemos. Serán ellos los que, movidos por una heroica inocencia, expondrán sus vidas al peligro y a la muerte, mientras el mundo, el mismo mundo que los desprecia, desconoce la gravedad inminente de la situación que se les viene encima. Serán ellos los que, al fin y al cabo, creyendo hasta las últimas consecuencias en la amistad que los une, estarán dispuestos a dar la vida, su propia vida, por sus amigos.
Y lo hacen, vaya si lo hacen. Pero es que tenían que hacerlo, porque creían en ello y, a pesar del
miedo y de los peligros objetivos, no concebían otra alternativa. Y esa misma fe es la que les proporciona la inocencia para no plantearse, a priori, que lo que pretenden, y sobre todo con los medios de los que disponen (a saber, un bate de beisbol con clavos, algunos tirachinas y un par de palos) es imposible. Había que hacerlo, y punto. El resto, no importa nada. Y como no podía ser de otra manera, el alcance de su gesta no tiene repercusión alguna más allá de su mundo, de su micro-cosmos, de sus amigos, del que casi pierden (Will) y de la que vuelve (Eleven). No hay agradecimientos, ni final compensatorio, ni recepciones en la Casa Blanca, ni paseos en un Cadillac descapotable por las calles de Washington saludando a las masas que se congregan a izquierda y derecha, agitando pequeñas banderas de los Estados Unidos. De hecho, cabe apuntar aquí que su aspiración última, directamente, no es salvar el mundo, sino a Will, poseído por The Mind Flayer (el azotamentes). Por lo tanto, su recompensa ya se ha consumado, y no aspiran a nada más.
De hecho, tras la detención del cataclismo asegurado, nuestros antihéroes siguen siendo los mismos, ocupando los mismos puestos en la jerarquía social, siendo igual de anónimos, pasando como muchos entre tantos. A ojos del mundo, ese mundo que acaban de salvar, siguen sin ser nadie. Y por si alguien lo dudaba, sirva la penúltima secuencia del último capítulo, donde nuestro Dustin se queda sólo en el baile de invierno, después de que todas las chicas con las que intenta formar pareja huyan de él por lo que realmente es: un niño raro. Pero un niño raro que ha salvado, junto a su pandilla de marginados, la vida de su amigo, demostrándonos que la fe no es cuestión de azar, sino de tener una certeza y una garantía, muchas veces aún en contra de lo cabal, de lo sensato, de lo productivo. En contra, al fin y al cabo, de la lógica de este mundo. Y él, que se había preparado (muy inocentemente) para llamar la atención de alguna chica, después de muchos rechazos, como no podía ser de otra manera, acaba bailando con una más mayor y más guapa.
Por pena, sí. Pues es la hermana de su amigo Will. Pero acaba bailando.