La tecnología,
entre hipertrofia reguladora y la atrofia de la razón práctica
La sobreabundante y confusa regulación acerca del consentimiento informado, tanto en el ámbito biosanitario como en la protección de los datos personales, pone de manifiesto dos grandes lacras que sufre en la actualidad el Derecho y, en particular, el Bioderecho y el Derecho digital: la hipertrofia reguladora y la atrofia de la razón práctica. Creo que el minúsculo ámbito de regulación del consentimiento informado, que sin embargo tiene tanta trascendencia porque afecta a los derechos de la persona y porque todos acabamos teniendo que prestar nuestro consentimiento a muchos procedimientos médicos o tratamientos de nuestros datos a lo largo de nuestra vida, es un laboratorio perfecto para identificar las dificultades que atraviesa el Derecho en el momento presente. Aquí solo las voy a apuntar al tiempo que planteo algunas propuestas para superarlas y lograr que el Derecho se manifieste con arreglo a las necesidades del tiempo presente.
Se podría decir que las sociedades contemporáneas sufren un grave problema desde hace tiempo, que se vienen tratando de resolver con propuestas que no hacen sino empeorarlo. El problema es el proceso de complejidad acelerada que vivimos como consecuencia del desarrollo tecnológico. La solución fallida para este problema es la búsqueda obsesiva de seguridad a través de una actividad normativa descontrolada. En el origen del problema y de la fallida solución encontramos una errónea visión acerca del ser humano. A continuación, describiré el problema, la respuesta de la que ha sido objeto, las vías para dar una respuesta más satisfactoria y las bases filosóficas sobre las que se debería sustentar.
1. La aceleración tecnológica, mal de nuestro tiempo
La tecnología es una herramienta compleja
A nadie se le escapa que vivimos tiempos de acelerada complejidad, como consecuencia del desarrollo de sofisticadas tecnologías que transforman todos los ámbitos de la vida humana, incluidas las relaciones personales y sociales. Esas tecnologías, y en contra de lo que se suele sostener, son de todo menos neutrales. Están configuradas con enorme eficacia para alcanzar determinados propósitos. Los desarrollos tecnológicos se ordenan, por defecto, al propósito de satisfacer toda suerte de deseos, y de satisfacerlos de inmediato. Es interesante observar que la propia tecnología suele estar configurada para que la satisfacción de un deseo sea siempre una estación de paso para la satisfacción siguiente, y así sucesivamente. Nunca llega el momento de recrearse en lo alcanzado porque siempre esconde la semilla de un nuevo deseo que satisfacer: “Solo el deseo es deseable…Casi nunca su satisfacción”[1].
En todo caso, el mayor logro de los desarrollos tecnológicos no está solo en su capacidad de generar nuevos deseos que deberán satisfacerse con más tecnología, sino en su irresistible capacidad para legitimarse y para ser inmune a cualquier cuestionamiento. Como la tecnología es sumamente efectiva en conseguir que lo que deseamos, y en revelarnos deseos que ni siquiera habíamos empezado a concebir, no podemos percibirla más que como una herramienta puesta enteramente a nuestro servicio. Son herramientas complejas en su diseño, sí, pero amigables y moralmente neutras. Dependiendo de lo que hagamos con ellas nos merecerán una calificación moral buena o mala.
Por tanto, si en algún momento esas tecnologías pudieran resultarnos perjudiciales, tendremos que pensar que el problema somos nosotros, que no sabemos emplearlas correctamente. El reparto de las responsabilidades es llamativo: si todo va bien, el mérito es de la tecnología; si, en cambio, los resultados son negativos, la culpa es nuestra por no saber usarla adecuadamente.
La diferencia entre la técnica y la tecnología
La técnica tradicional se diferencia radicalmente de la tecnología moderna (que abarca lo que Mumford considera paleotécnica y neotécnica)[2]. En aquella el ser humano se valía de las fuerzas y equilibrios de la naturaleza para atender una necesidad u obtener una utilidad. El remo o el barco de vela son dos ejemplos representativos de esa forma de hacer tecnología. Para desarrollar esas técnicas le bastaba el conocimiento empírico que le proporcionaba el contacto cotidiano con la realidad. La tecnología moderna, en cambio, se sirve del conocimiento científico para forzar la naturaleza hasta dominarla por completo.
A su vez, desde la Modernidad el conocimiento científico sufre una doble y siniestra mutación: de un lado, queda reducido a capacidad de dominio; de otro, es erigido en la única forma de conocimiento válido que se puede alcanzar. Este fenómeno, conocido como cientifismo, niega la existencia de una realidad significativa o, como mínimo, la posibilidad de conocerla[3]. El conocimiento científico deviene en la herramienta más poderosa de dominio de la materia por medio de los desarrollos tecnológicos que impulsa. Ahora bien, ese poder carece de sentido, límite, y justificación.
El desarrollo tecnológico propulsado por un conocimiento científico que desconoce otros usos de la razón no tiene más orientación que la insaciable satisfacción del deseo. Todas sus invenciones se asumen de forma completamente irreflexiva, con tal de que satisfagan deseos, porque carece de sentido la pregunta por el sentido.
Algunos ejemplos
Pondré un par de ejemplos. En el terreno de las biotecnologías, podemos constatar que, desde el nacimiento hace menos de 50 años de Louise Brown, la primera persona resultado de las técnicas de reproducción asistida, las relaciones paternofiliales se han modificado por completo y lo siguen haciendo. Tratándose de un cambio mayúsculo en la historia de la humanidad, pues supone la radical transformación de la procreación humana, resulta llamativo el escaso debate social suscitado en torno a esta revolución[4].
Y lo mismo podemos constatar con relación a las tecnologías digitales: nuestra vida, en particular la de los más jóvenes, ya transcurre casi en su totalidad en el entorno digital. Sin embargo, apenas nos hemos parado a pensar lo que esto significa y lo que deberíamos hacer antes de dar por buena esta sucesión de cambios tan radicales[5]. En estos casos, como en el más reciente del acceso masivo a la inteligencia artificial, las únicas preocupaciones éticas parece que solo tengan que ver con eventuales usos perversos, accidentes o ineficiencias.
No se suele reparar en que la tecnología se ha convertido desde hace tiempo en el principal agente normativo de nuestras vidas. Y paradójicamente, aunque nosotros no hayamos intervenido para nada en el diseño de esas innovaciones tecnológicas que dirigen nuestras vidas de forma sumamente eficaz, les otorgamos una incondicional legitimidad social. Tampoco se plantea una reflexión a fondo sobre el desasosiego general que trae consigo la aceleración existencial y la desaparición de las referencias sólidas, cuyo efecto más trágico es la crisis de salud mental que asola sobre todo a las generaciones más jóvenes de los países presuntamente más desarrollados[6].
2. La obsesión por la seguridad, solución fallida
¿Qué buscan las tecnologías y qué consiguen?
Los desarrollos tecnológicos que dominan nuestras vidas en la actualidad no están necesariamente proyectados para mejorarlas, pero sí para excitar y satisfacer nuestra pulsión posesiva. Aunque nos rendimos incondicionalmente ante sus atractivos, el resultado es letal. Como no tienen más propósito que satisfacción inmediata de nuestras pulsiones, todo lo que era sólido se convierte en líquido[7], por no decir en gaseoso. Y al no haber certezas, ni límites, ni fines, o acabamos devorados por un insoportable malestar existencial o nos entregamos a una banal diversión sin fin[8], o a una mezcla de ambas.
Como pensamos que esos efectos no son inherentes al diseño de la tecnología, sino que derivan de un uso desviado, entendemos que la respuesta consiste en una creciente e insaciable obsesión por la seguridad por medio de más tecnología[9]. Aunque sentimos de continuo que todo en nuestra vida es cada vez más volátil, nos aferramos a la ilusión de que podemos mantener el control sobre un mundo en cambio permanente. Los riesgos se pueden minimizar y, cuando tenga lugar una contingencia, siempre se podrá identificar al agente causante y exigir una responsabilidad.
La tecnología causa el problema y se presenta como solución al mismo tiempo
Lo más llamativo es que la misma tecnología que genera cambios continuos que nos llenan de zozobra, es la que nos crea la ilusión de que contamos con los medios (por supuesto, siempre tecnológicos) para protegernos frente a esos cambios y sus eventuales riesgos. La misma tecnología que crea los problemas asociados a la aceleración, complejidad y riesgo, es capaz de presentarse al mismo tiempo como la solución a esos males. Es la vieja y falaz estrategia del que crea un problema para, a continuación, presentarse como su gran solucionador[10]. Al final, parece que la forma de combatir los efectos colaterales del desarrollo tecnológico sea más tecnología.
Ahora bien, ¿es razonable sostener que la misma tecnología que se ha apoderado de nuestras vidas y de la naturaleza, reduciéndonos a meros engranajes de un sistema que no cesa de crecer y mostrar nuestra insignificancia[11], sea nuestra única tabla de salvación?
Es evidente que el ser humano es naturalmente tecnológico[12] y que los desafíos creados por los diseños tecnológicos vigentes necesitarán de una nueva tecnología que los afronte[13]. Ahora bien, parece imprescindible que la nueva respuesta tecnológica se sustente en unas bases distintas y persiga otros fines: en lugar de satisfacer cualquier deseo solvente, salvar a la humanidad del ser humano[14]; y en lugar de incrementar el dominio humano sin más, contribuir al mejor cuidado de los bienes comunes y de la naturaleza en su integridad[15].
3. El impacto sobre el Derecho
A más tecnología, más regulación
Estos dos fenómenos –la acelerada complejidad del mundo y la consecuente ansia de seguridad mediante la tecnología– repercuten directamente en el mundo del Derecho. En primer lugar, y de forma más obvia, a través del crecimiento exponencial de la actividad normativa: cada vez se pretende regular más aspectos de la vida, y hacerlo de manera más minuciosa y acelerada. Buscamos colmar el ansia de seguridad que genera un mundo desbocado[16] por la tecnología con más tecnología, pero también con más y más exhaustiva regulación.
Podríamos decir que, en aquellos ámbitos en los que no podemos ejercer un control total solo por nosotros mismos, imploramos regulaciones cada vez más exhaustivas, como si nos fueran a garantizar lo que vaya a suceder en el futuro. El problema es que esta metástasis normativa, en contra de lo que se pretendía, incrementa la complejidad, aumenta el control social y reduce tanto la libertad como la seguridad jurídica.
La proliferación normativa y sus continuas modificaciones, lo que Carl Schmitt calificó como “legislación motorizada”, dificulta el conocimiento de las normas y hace casi imposible su adecuada integración dentro del ordenamiento jurídico. Como esos continuos cambios normativos suelen estar motivados por las urgencias sociales del momento, el resultado tiende a ser un Derecho deforme: difícil de abarcar en su extensión, técnicamente deficiente, sembrado de incoherencias, y dislocado de los principios constitucionales. Lógicamente, estos ordenamientos jurídicos acaban volviéndose contra los fines de seguridad y justicia que le son propios. Cuando pensábamos que íbamos a alumbrar ordenamientos jurídicos en los que los operadores jurídicos necesariamente operarían de forma homogénea, el desbordamiento de las fuentes jurídicas[17] proyecta un sombrío escenario de confusión e impotencia entre los ciudadanos.
Aplicación mecanicista del Derecho
En este piélago normativo casi cualquier posición que quiera defenderse encuentra su sustento jurídico. La aplicación del Derecho no resulta de la interpretación integrada de unos principios y unas reglas coherentes entre sí. Más bien consiste en la “pesca” azarosa de una norma que ofrezca una respuesta al supuesto de hecho conforme al propio gusto.
Con el positivismo jurídico en el siglo XIX se soñó con un sistema de normas que ofreciera de forma unívoca y automática la respuesta del Derecho a cada supuesto de hecho. Desde hace décadas los teóricos del Derecho han insistido en que la aplicación del Derecho no es mecánica sino el resultado de una laboriosa argumentación jurídica, en la que los principios informan y dan coherencia al conjunto casi inabarcable de reglas jurídicas. Los principios garantizan la imprescindible estabilidad del ordenamiento jurídico, más allá de los continuos cambios normativos, y hacen posible la interpretación coherente de los materiales más heterogéneos y variables. Frente a la racionalidad mecanicista del siglo XIX se contrapone la razonabilidad práctica, que busca aplicar las reglas a la luz de los principios[18] (especialmente los constitucionales) y atendiendo a las circunstancias del caso concreto.
Este ejercicio del Derecho bebe en la tradición aristotélica de la razón práctica, aquella que nos permite discernir la corrección de la acción humana, y en la jurisprudencia romana, que alcanza la respuesta justa al caso concreto dando razones sobre el modo correcto de interpretar los hechos y las normas.
Con tendencia a la arbitrariedad legal y ética
La actualidad del Derecho, sin embargo, se mantiene tan alejada de la ingenua pretensión positivista del Derecho mecánicamente aplicado, como de la argumentación jurídica basada en la razón práctica. Se mueve, más bien, entre el candor del rígido mecanicismo del pasado, que tiende a revestirse en los últimos años con los ropajes de la Legal Tech y la inteligencia artificial, y la arbitrariedad encubierta propia de los más cínicos. La hipertrofia normativa ha traído de la mano la atrofia de la razón práctica y la extensión de un mecanicismo que propende naturalmente a la arbitrariedad.
Este problema se agrava en el campo concreto del Bioderecho y también del Derecho digital pues, al atrofiarse la dimensión práctica del Derecho, las deliberaciones acerca del curso de acción más justo tienden a desplazarse del ámbito jurídico al ético. Se comprende que así suceda porque la maraña inextricable de normas jurídicas disuade de tratar de encontrar en el Derecho la respuesta a la pregunta acerca de cuál es la acción justa que debe perseguirse.
4. El caso del consentimiento informado
Como decía, encontramos un ejemplo paradigmático de esta situación en la regulación del consentimiento informado, tanto en la asistencia sanitaria y en la participación en la investigación como en el tratamiento de los datos personales. El fin que justifica la existencia de esos documentos es garantizar el derecho del individuo a decidir con verdadera libertad sobre aquellas intervenciones de terceros que vayan a afectar a su integridad corporal o a su intimidad. Ahora bien, casi nadie duda de lo lejos que están de cumplir con ese objetivo. El contenido de las hojas de consentimiento informado crece continuamente. Por el contrario, su inteligibilidad sigue sin mejorar. Si añadimos más texto a esos documentos y mantenemos el nivel de dificultad en su comprensión generamos un inevitable efecto desalentador entre los ciudadanos. ¿Para qué leer un texto si no voy a entender prácticamente nada?
Otras dificultades que restan libertad
Pero aún hay otras razones por las que esos documentos acaban volviéndose contra el propio individuo. La capacidad de comprensión lectora de las personas (sobre todo de las más jóvenes) parece que disminuye velozmente[19]. También estamos perdiendo todos, por causa de nuestro contacto permanente con las redes sociales, capacidad de concentración y paciencia para leer un texto largo[20]. Además, a nadie le resulta agradable conocer los eventuales problemas que pueda traer consigo una intervención a la que probablemente se vaya a someter, o los riesgos a los que se expone por ceder determinados datos: la ignorancia no siempre es un estado indeseable para el ser humano.
Por último, conviene referirse también a la singularidad tanto del entorno sanitario como digital. En el ámbito sanitario e investigador los profesionales y los científicos están sometidos a altos niveles de estrés por la escasez de recursos disponibles y por la creciente exigencia de resultados. De ahí que el tiempo dedicado a acompañar a la persona para que entienda bien lo que se le propone hacerle sea percibido como una ineficiencia o una meta imposible de cumplir. El entorno digital, dominado por las grandes tecnológicas, prioriza captar y mantener la atención de los usuarios[21] en lugar de facilitar el acceso a una información comprensiva y a un contexto propicio para la reflexión y, en su caso, la prestación del consentimiento.
El mecanismo actual del consentimiento informado no es garante de la libertad de la persona
Con todas estas dificultades, bien podemos concluir que la entrega de un documento (de forma física o virtual) a una persona para que presuntamente lo lea, pregunte las dudas que se le susciten, reflexione sobre la decisión a tomar, y finalmente la manifieste con entera libertad son ciertamente escasas. La inevitable consecuencia es que la capacidad de los sujetos de las para generar decisiones libres e informadas sobre las intervenciones a las que se someten o los datos que ceden no deja de disminuir[22].Y, sin embargo, mantenemos la ficción de que el mecanismo del consentimiento informado tal como está articulado en la actualidad es funcional y garante de los derechos de la persona. Al final, tomamos las decisiones con la posibilidad de acceder a más información, pero con menos conocimiento, más temor y menos mecanismos de defensa frente a los eventuales abusos[23].
Como no se puede camuflar el fracaso continuado de consentimiento informado, se proponen continuamente mejoras. Se regula exhaustivamente el contenido que debe recogerse en estos documentos. Se crean comisiones que revisan o validan estos documentos. Se aprueban protocolos sobre el modo de recabar el consentimiento informado. Se multiplican las normas, los protocolos, los órganos asesores… Pero con esas medidas únicamente conseguimos adormecer la mala conciencia porque los resultados siguen siendo descorazonadores: ¿cuántos ciudadanos reciben gustosos las hojas de información y sienten al firmarlas que sus derechos han quedado mejor protegidos? Al final, la garantía de los derechos se ahoga entre la multiplicidad de procedimientos.
El Bioderecho no cumple su función y cede su papel a la Bioética
Esta debilidad del Bioderecho no solo es perjudicial para sí mismo sino también para la Bioética y, sobre todo, para los ciudadanos. Cuando en el Derecho impera, como sucede en la actualidad, la profusión de normas y la difuminación de los fines, los bienes esenciales de la persona quedan desprotegidos y las aparentes garantías, puramente formales, no cumplen más función que camuflar esa indefensión. El caso que venimos comentando del consentimiento informado es antológico: los derechos a la libertad individual y a la integridad corporal no quedan debidamente protegidos y las garantías que deberían hacerlo solo acaban sirviendo para generar una medicina defensiva, contraria a los intereses del paciente.
En este contexto, en el que el Bioderecho no cumple con su función, la Bioética acaba ejerciendo una actividad reguladora de la actividad biomédica. Pero como la Bioética no puede erigirse en alternativa satisfactoria en la tutela de los derechos fundamentales, el resultado es la desprotección de la persona. Cuando el Bioderecho no garantiza los derechos, la Bioética debe advertir de esa carencia para que se adopten las medidas oportunas, pero no puede ocupar el lugar de aquel.
Con ello no pretendo, ni mucho menos, atribuir al Bioderecho la competencia exclusiva para determinar lo justo en biomedicina. Probablemente la mayoría de cuestiones relacionadas con ella serán tratadas de forma más adecuada desde la Bioética. Pero sí es imprescindible reconocer un núcleo de justicia que exige contar con las garantías que solo el Derecho puede proporcionar.
5. Redescubrir la razón práctica, urgencia del presente
Hemos visto que la tecnología, tal como está proyectada en estos momentos, pone al ser humano en una posición de dominio sobre el mundo, que se acaba volviendo contra sí mismo porque ese dominio carece de límite y de sentido[24]. Al sentir la fuerza autodestructiva que tiene ese dominio, la persona trata de protegerse buscando con más tecnología y más regulación una seguridad que así nunca alcanzará. Los resultados son desoladores. Esas medidas no logran evitar la pérdida de control sobre nuestras vidas y, al contrario, nos hacen sentir que somos nosotros, y no una tecnología diseñada contra el interés humano, la responsable del desasosiego en que vivimos.
Nos seguimos viendo como individuos autónomos capaces de poner la tecnología a nuestro servicio, cuando no somos más que marionetas en manos de unas pocas compañías que regulan nuestra forma de trabajar, comprar, informarnos, entretenernos, relacionarnos y amar. También pensamos que disponemos de todo un sistema sanitario que cuida de nuestra salud para que podamos desarrollar nuestras vidas en plenitud cuando, en realidad, también aquí somos sujetos de un biopoder que nos prescribe sutilmente (o no tanto) una determinada concepción de la vida y la salud.
Comités de bioética
En la actualidad son los comités de bioética, los comités de ética de la investigación y los responsables del tratamiento de los datos personales los agentes que velan por que la integridad física y la intimidad de las personas no sea vulnerada. Aunque, en mi opinión, el sistema vigente de garantía de la libertad en el consentimiento de las personas debería revisarse en su integridad para alcanzar los fines que persigue, propongo que, como primera medida, los mencionados órganos desempeñen determinadas tareas que ayuden a paliar la desastrosa situación actual. En concreto, deberían centrar su trabajo en los siguientes tres campos.
a) Documentos de consentimiento informado inteligibles
En primer lugar, conseguir que los documentos de consentimiento informado sean suficientemente inteligibles. Como ya he dicho, la tendencia es a incrementar la extensión de esos documentos y, como inevitable consecuencia, reducir su comprensión. Para contrarrestar esa tendencia y lograr que esos textos cumplan verdaderamente con su finalidad sería deseable ejercer una labor pedagógica con todos aquellos que participan en recabar el consentimiento informado. Primero, con los redactores de los documentos, que no pueden ser solo las sociedades científicas, los promotores de las investigaciones o las empresas que hacen de los datos personales su forma de negocio. En la elaboración de esos documentos sería imprescindible contar con la participación de los destinatarios de los mismos, que son los ciudadanos ordinarios. Y habría que garantizar que los textos estuvieran adaptados a las necesidades de las personas, en función de sus capacidades y circunstancias[25].
El objetivo no es cumplir con un trámite burocrático que acredite un cumplimiento formal, sino lograr que las personas decidan con libertad. Para ello es imprescindible que cuenten con una información idónea y comprensible; tiempo para reflexionar, preguntar dudas, y discernir; y completa ausencia de condicionamientos indebidos que limiten la posibilidad de decidir con libertad. El rigor con que se tiene que seguir la metodología científica para generar conocimientos valiosos y desarrollos tecnológicos funcionales es igualmente exigible para los aspectos éticos y jurídicos de los experimentos con humanos.
b) Supervisión del desarrollo de las actividades consentidas
En segundo lugar, el consentimiento informado no puede verse como una decisión puntual sino como un proceso que debe ser adecuadamente preparado y desarrollado a lo largo del tiempo. No solo porque la persona puede renunciar en cualquier momento a un tratamiento (de salud o de datos) o a continuar en un ensayo sino porque la persona tiene derecho a mantenerse informada a lo largo del tiempo en el que ella o sus datos personales son utilizados por otros e ir ajustando en su caso la toma de decisiones[26]. Las comisiones mencionadas más arriba tienen un deber grave no solo de autorizar la investigación o el uso de datos, sino de supervisar que esas actividades se llevan a cabo de acuerdo con la voluntad de la persona a lo largo de todo su desarrollo.
c) Conceder tiempo para poder tomar las decisiones con prudencia
En tercer lugar, las dos medidas apuntadas requieren de tiempo y de personas capaces de hacer juicios prudenciales. Si, de verdad, se quiere iniciar ese giro hacia la garantía efectiva de los derechos de las personas en entornos tecnológicos complejos y potencialmente peligrosos, y hacia un ejercicio prudente del Derecho, habrá que aceptar que las prisas son malas consejeras, y que nos debemos dar tiempo, como proponía Wittgenstein cuando decía que “el saludo de los filósofos entre sí debería ser, ¡Date tiempo!”[27].
No se trata de defender la inaceptable lentitud de la Justicia, pues es lo contrario a la justicia, sino de disponer del tiempo para tomar decisiones verdaderamente juiciosas. Tiempo es lo que se necesita para elaborar documentos de consentimiento informado que no sean una mezcla tóxica de terminología clínica (o tecnológica) y burocrática; tiempo es lo que necesitan las personas para discernir si quieren o no participar en determinadas actividades que van a repercutir sobre su integridad física o sobre su intimidad; tiempo es lo que exigen las deliberaciones de los órganos supervisores colegiados para autorizar prácticas que realmente sean seguras.
Valoración de estas medidas
Con estas medidas no lograremos confrontar el paradigma tecnocrático. Para ello deberíamos cambiar por completo nuestra errónea percepción acerca de la tecnología. Como ya he dicho, el error consiste en pensar que la tecnología es neutral y no percatarnos de que está moralmente orientada[28]. El propósito moral que alienta en la tecnología digital, que es la que más repercute en nuestras vidas hoy en día, no es otro que la satisfacción de nuestra pulsión más inmediata a cambio de mutilar nuestro pensamiento crítico y enajenar nuestra intimidad[29]. Así la tecnología digital, aunque se nos presenta como una herramienta universal, en realidad opera como un bloqueador del desarrollo humano, en la medida en que nos priva del santuario de nuestra mismidad.
Propuestas de solución
En el contexto presente, se plantean cuatro cursos de acción para gestionar nuestra inquietante relación con unas tecnologías que nos sobrepasan. Primero, pensar que más tecnología y más reglamentación podrán acotar el riesgo. Ya hemos visto que es el cándido y contraproducente modo de proceder dominante. Segundo, dotar de verdadera funcionalidad a los agentes de evaluación y supervisión, en la línea de lo que acabamos de proponer. Tercero, promover un estado de opinión sensible no tanto a los riesgos de la tecnología como a su arquitectura moral. Y cuarto, alertar sobre una visión del Derecho crecientemente reglamentista que, tratando de emular la exactitud de los algoritmos, no consiga más que despojarle de su genuina función prudencial.
De estos cuatro cursos de acción solo el primero es una vía muerta. Los otros tres son complementarios para lograr que la tecnología esté verdaderamente al servicio de los seres humanos. Si queremos que la inteligencia artificial, el mayor reto tecnológico que ha afrontado la humanidad hasta el momento, no se vuelva contra nosotros, no basta con regulaciones o moratorias: se precisa de una acción conjunta de filósofos, tecnólogos, juristas y expertos en políticas públicas quienes, con una intensa participación ciudadana, configuren la inteligencia artificial (y, en general, cualquier tecnología compleja) hacia el único fin que legitima la existencia de esos instrumentos: servir al desarrollo humano.
Otros artículos de Vicente Bellver publicados en esta web:
Aborto y madurez cívica (junio de 2022)
Ars moriendi para tiempos eutanásicos (mayo de 2021)
Proposición de Ley sobre Maternidad Subrogada (mayo de 2018)
NOTAS
[1] BASUNMAN, Z., Modernidad líquida, Ciudad de México, FCE, 2002, p. 95.
[2] MUMFORD, L., Técnica y civilización, Madrid, Alianza, 2001.
[3] BALLESTEROS, J., Postmodernidad: resistencia o decadencia, Madrid, Tecnos, 1989.
[4] BELLVER CAPELLA, V., “Reproducción humana asistida: ¿derecho humano o libertad basura?”, Ragion pratica, 52, 2019, pp. 151-168.
[5] BELLVER CAPELLA, V., “Educación y derechos del niño en el entorno digital”, en: BALLESTEROS, A. (ed.), La digitocracia a debate, Pamplona, Aranzadi, 2022, pp. 91-126.
[6] HAN, B-CH., La sociedad del cansancio, Barcelona, Herder, 2022; TORELLÓ, J.B., Psicología abierta, Madrid, Rialp, 1972.
[7] BAUMAN, Z., Modernidad líquida, cit.,
[8] POSTMAN, N., Divertirse hasta morir. El discurso público en la era del show business, Lleida, Ediciones la Tempestad, 2012.
[9] Cfr. SUNSTEIN, C. R., Riesgo y razón. Seguridad, ley y medioambiente, Madrid, Katz, 2006; BELLVER CAPELLA, V., “Biotecnología 2.0: las nuevas relaciones entre la biotecnología aplicada al ser humano y la sociedad”, Persona y Bioética, vol. 16, n. 2, 2012, pp. 87-107.
[10] MOROZOV, E., La locura del solucionismo tecnológico, Madrid, Katz, 2013.
[11] SÁBATO, E., De hombres y engranajes. Heterodoxia, Madrid, Alianza, 1998.
[12] ORTEGA Y GASSET, J., Meditación de la técnica, Madrid, Alianza, 2014.
[13] ARIAS MALDONADO, M., Antropoceno. La política en la era humana, Madrid, Taurus, 2018.
[14] MARCEL, G., Los hombres contra lo humano, Madrid, Caparrós, 2001.
[15] BALLESTEROS, J., Domeñar las finanzas, cuidar la naturaleza, Valencia, Tirant lo Blanch, 2021.
[16] GIDDENS, A., Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas, Madrid, Taurus, 2000.
[17] PÉREZ-LUÑO, A.E., El desbordamiento de las fuentes del Derecho, Madrid, La Ley, 2011.
[18] Uno de los juristas españoles más eminentes de la segunda mitad del siglo XX, Eduardo García de Enterría, sostiene que solo el funcionamiento del ordenamiento alrededor de principios generales puede ofrecer una estructura más estable y segura que el casuismo variable de las normas ya fatalmente motorizadas; cfr. GARCÍA DE ENTERRÍA, E., Justicia y seguridad en un mundo de leyes desbocadas, Madrid, Civitas, 1999.
[19] DESMURGET, M., La fábrica de cretinos digitales. Los peligros de las pantallas para nuestros hijos, Madrid, Península, 2020.
[20] CARR, N., Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, Madrid, Taurus, 2017.
[21] PATINO, B., La civilización de la memoria de pez. Pequeño tratado sobre el mercado de la atención, Madrid, Alianza, 2020.
[22] SCHNEIDER, C. E., “The Hydra”, The Hastings Center Report, vol. 40, n. 4, 2010, pp. 9-11.
[23] TAN, N. T., et alt., “Participants’ understanding of informed consent in clinical trials over three decades: systematic review and meta-analysis”, Bulletin of the World Health Organization, n. 93, 2015, pp.186-198H; y HARTH, S. C., THONG, Y. H., “Parental perceptions and attitudes about informed consent in clinical research involving children”, Social Science & Medicine, Vol. 40, n. 11, 1995, pp. 1573-1577.
[24] BELLVER CAPELLA, V., ROMERO WENZ, L. “Byung-Chul Han: la sociedad trasparente digital o el infierno de lo igual”, SCIO: Revista de Filosofía, n. 23, 2023, pp. 151–184.
[25] FONS MARTÍNEZ, J., Redefiniendo el consentimiento informado en investigación biomédica, Tesis doctoral, 2023, https://roderic.uv.es/handle/10550/88597
[26] NICOLÁS, P., “Bases legales de la investigación pediátrica en España y consentimiento informado del menor”; en: AAVV, Investigación pediátrica clínica y traslacional en la era genómica, Madrid, Instituto Roche, 2012, p. 107.
[27] WITTGENSTEIN, L., Observaciones, México, Siglo XXI Editores, 1981.
[28] SANMARTÍN, J., Tecnología y futuro humano, Barcelona, Anthropos, 1991.
[29] HIDALGO, D., Anestesiados. La humanidad bajo el imperio de la tecnología, Madrid, Catarata, 2021.
About the author
Vicente Bellver Capella es Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universitat de València y miembro del Comité de Bioética de España.