¿Por qué debemos leer 1984?

§ 1. Sobre el totalitarismo

Un escritor no elige los temas; los temas lo eligen a él

En 1971, Mario Vargas Llosa reconocía que “Un escritor no elige sus temas, los temas lo eligen a él”[1]. No se equivocaba. Por lo que a mí respecta, debo confesar que me sucedió lo mismo que Karl Schlögel[2]: siempre tuve en mente la posibilidad de escribir sobre el totatilitarismo.

El totalitarismo es un mal que nos acecha

Lo empecé a intuir cuando, en mi lejana juventud, me acerqué a lecturas que cautivaron mi imaginación y mi deseo por “incrementar nuestro conocimiento, pero no disminuirlo”[3]; lecturas que me hicieron comprender que

El totalittarismo debe ser combatido

Es un mal que no se debe olvidar, sino combatir, pero no desde la ira o el resentimiento, sino con los ojos de la razón y con la fuerza de la palabra, con ese diálogo abierto, fluido e inteligente con el que se entreteje la cultura y el desarrollo de un país, de una sociedad.

La maldad líquida

Bauman, genial crítico de la sociedad de nuestro tiempo
Zygmunt Bauman, genial crítico de la sociedad del consumo y de los nuevos pobres (Infografía)

No recordarlo, no combatirlo, nos llevaría a esa “maldad líquida” de la que hablan autores como Zygmunt Bauman y Leonidas Donski[4]; a no entender que ante la intolerancia, el diálogo tropieza, se debilita y desaparece[5], lo que nos exige no caer en la equidistancia, máxime cuando uno siente la inquietante sensación de que el pasado –cuanto más lúgubre– se convierte en una espera que aguarda, impaciente, para entrar en nuestras vidas y, una vez dentro, ya no es posible desalojarlo[6].

§ 2. La libertad

Entiendo que esta reflexión no es una realidad meramente académica. A buen seguro, si en una de nuestras clases preguntáramos: ¿cuál es la razón de la existencia del ser humano?, o ¿cuál es el derecho que más se desea conservar, o defender?, es muy probable que buena parte de nuestros jóvenes alumnos se decantaran por esa grandiosa estatua llamada Libertad, porque, como seres que pensamos y sufrimos, estamos llamados a ser hombres que sienten y viven en libertad: libertad de conciencia, de pensamiento, de palabra y de movimiento, de ahí la necesidad de su defensa, porque esta siempre se halla cercada por esa despótica tiranía llamada Intolerancia.

Toda revolución, cuando se asienta en el Poder, se convierte en un Estado represor

Lo comprendemos a la luz de las palabras escritas por Ignazio Silone, en su obra Pan y vino, cuando uno de los personajes, Uliva, advierte que toda revolución, cuando se asienta en el Poder, se convierte en un Estado represor:

El porvenir nuestro es el pasado de otros países. De acuerdo, no lo niego, tendremos transformaciones técnicas y económicas. Lo mismo que ahora tenemos los ferrocarriles del Estado, la quinina, la sal, las cerillas y el tabaco del Estado, tendremos también pan del Estado, zapatos, camisas y calzoncillos del Estado, patatas y guisantes frescos del Estado. ¿Qué será un progreso técnico? Bueno, pero este progreso servirá de punto de apoyo a una doctrina oficial obligatoria, a una ortodoxia totalitaria que se servirá de todos los medios a su alcance, desde el cine hasta el terror, para extirpar cualquier posible herejía y tiranizar el pensamiento individual. A la actual inquisición negra sucederá la roja. A la censura de ahora, una censura roja. A las deportaciones de ahora, las deportaciones rojas, cuyas víctimas predilectas serán los revolucionarios disidentes. Y del mismo modo que la burocracia actual se identifica con la patria y extermina cualquier adversario, denunciándolo como vendido al extranjero, vuestra futura burocracia se identificará a sí misma con el Trabajo y el Socialismo, y perseguirá a todo el que continúe pensando con la propia cabeza como agente vendido a los industriales y a los campesinos[7].

El padecimiento de la violencia

 Arendt, posiblemente la pensadora política más imfluyente en el siglo XX
H. Arendt, posiblemente la pensadora política más influyente en el siglo XX (Infografía)

El miedo al olvido nos lleva a sostener, con Hannah Arendt, que si bien la violencia está inscrita en la Historia de la humanidad[8], nosotros, hombres del siglo XX –y del XXI–, la hemos conocido y la hemos padecido, seguramente más que cualquier persona que nos haya precedido en el tiempo.

Lo recuerda Tzvetán Tódorov, en esa obra de lectura impostergable llamada Memoria del mal, tentación del bien. Indagación del siglo XX:

La historia del siglo XX, en Europa, es indisociable de la del totalitarismo. El estado totalitario inaugural, la Rusia soviética, nació durante la Primera Guerra Mundial y muestra su huella; la Alemania nazi siguió poco después. La Segunda Guerra Mundial se inició cuando los dos Estados totalitarios se habían aliado y prosiguió con una lucha sin cuartel entre ambos. La segunda mitad del siglo se desarrolló a la sombra de la guerra fría, que opuso Occidente al bando comunista. Los cien años que acaban de transcurrir estuvieron dominados por el combate del totalitarismo con la democracia o por el de ambas ramas totalitarias entre sí[9].

La Historia enseña que no todas las injusticias serán reparadas

El oficio de historiador hace que recordemos que la Historia enseña que no todas las injusticias serán reparadas, ni todas las víctimas recompensadas, por esta razón, entendemos que las ideologías que se sustentan en la intolerancia no pueden caer en el más lacerante de los olvidos[10].

Deben ser estudiadas y estigmatizadas; pero, sobre todo, debemos tenerlas presentes si queremos construir una sociedad en donde la fuerza de la palabra se imponga a la vileza de la fuerza. Una verdad que se nos antoja incuestionable, y, sin embargo, no desconocemos que esta verdad conlleva un riesgo: el peligroso culto a la memoria, una memoria que, a menudo, se desdibuja y se nubla, hasta el punto de que nos condena a una “angustia sin remedio, cuando no a la locura”[11]: la locura de saber que sus sombras nos asedian y nos traicionan sin remedio.

Pero una memoria que nos permite reconstruir todo lo que ha sido, para que no se pierda en la oscuridad del olvido:

Sólo porque Aquiles accedió a los funerales de Héctor, sólo porque los más despóticos gobiernos honraron al enemigo muerto, sólo porque los romanos permitieron a los cristianos escribir su martirologio, sólo porque la Iglesia mantuvo vivos a sus herejes en el recuerdo de los hombres, es por lo que nunca se perdió y nunca se podrá perder su memoria[12].

Una dicotomía angustiosa

Esta angustiosa dicotomía nos sitúa ante esos dos monstruos marinos de la mitología griega: Escila y Caribdis, ambos situados en orillas opuestas de un estrecho canal de agua. Ambos tiran de nosotros. Uno, para que guardemos un respetuoso silencio. El otro, para que la Historia no se cicatrice en falso. A esta última misión nos adentramos. No intentarlo haría que se desvanecieran todos nuestros principios e ideas, “como en los límites del mar un rostro de arena”[13].

§ 3. Los horrores de los regímenes totalitarios

Se nos podrá achacar que no fuimos testigos directos del comunismo, del fascismo o del nacionalsocialismo, que no padecimos la crueldad de esos regímenes atroces que exigen de una lealtad inquebrantable. Es verdad. Pero, como historiadores, conocemos bien los horrores de los regímenes totalitarios. Horrores que muchos mitigan o disculpan.

Horrores que se acrecientan cuando determinados populismos se hacen eco de sus banderas y estandartes. Lo recuerda Milán Kundera al inicio de su novela La insoportable levedad del ser, cuando señala que “la reconciliación con Hitler demuestra la profunda perversión moral que va unida a un mundo basado esencialmente en la inexistencia del retorno, porque en ese mundo todo está perdonado de antemano y, por tanto, todo cínicamente permitido”:

La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial?

El mito del eterno retorno viene a decir, per negatio-nem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan. […]

¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno?

Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable. Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo. Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció sólo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses[14].

La crueldad del eterno retorno

Un eterno retorno cuya crueldad fue dibujada por obras literarias que han quedado grabadas en nuestra memoria, hasta el punto de que forman parte de nuestra bitácora de viaje.

Entre esas obras que se han cobijado en nuestra vida, cabe destacar: Nosotros (1921), de Yevgueni Zamiatin; Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley; Fontamara (1933), de Ignazio Silone; El cero y el infinito (1940), de Arthur Koestler; Vivir (1938) y El manantial (1943), de Ayn Rand; Rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949), de George Orwell; El Señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias; Cartas a un amigo alemán (1948), de Albert Camus; Farenheit 451 (1953), de Ray Bradbury; Doctor Zhivago (1957), de Boris Pasternak; Archipiélago Gulag (1973), de Alexander Solzhenitsyn; El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez; La insoportable levedad del ser (1984), de Milan Kundera, y un sinfín de narraciones que acotarlas sería excesivo.

La Literatura es muy sensible a la hora de plasmar el recuerdo

Un conjunto de obras, de voces incómodas, que nos enseñan que la Literatura es muy sensible a la hora de plasmar el recuerdo, vivo y doloroso, de esa época liberticida en la que una sociedad, bien por temor a un Poder tiránico, bien por aquiescencia, fue muy refractaria a la libertad, y muy proclive a esa disciplinada servidumbre que consigue -como leemos en El coronel Chabert (Balzac)- ahogar nuestras esperanzas “bajo actas, bajo hechos, bajo la sociedad entera”, hasta conseguir sepultarnos en el vasto lodo de nuestra ignominia[15]. Una verdad que Hannah Arendt deja por escrito en su Prólogo a Los orígenes del totalitarismo:

El designio totalitario de conquista global y de dominación total ha sido el escape destructivo a todos los callejones sin salida. Su victoria puede coincidir con la destrucción de la Humanidad; donde ha dominado, comenzó por destruir la esencia del hombre[16].

El horror del presente

La propia Hannah Arendt recuerda que

Ya no podemos permitirnos recoger del pasado lo que era bueno y denominarlo sencillamente nuestra herencia, despreciar lo malo y considerarlo simplemente como un peso muerto que el tiempo por sí mismo enterrará en el olvido. La corriente subterránea de la Historia occidental ha llegado finalmente a la superficie y ha usurpado la dignidad de nuestra tradición. Esta es la realidad en la que vivimos. Y por ello son vanos todos los esfuerzos por escapar al horror del presente penetrando en la nostalgia de un pasado todavía intacto o en el olvido de un futuro mejor”[17].

No podemos olvidar ese pasado, esa dolorosa herencia que hiere cuando se recuerda, porque el Totalitarismo es, sin duda, la evidencia más clara de la fragilidad humana. Tiempos oscuros de los que se hace eco, con carácter admonitorio, Isaac Berlin:

La enfermedad de la Inglaterra victoriana era la claustrofobia, había una sensación de sofoco, y los hombres mejores y más dotados de este período, Mill y Carlyle, Nietzsche e Ibsen, hombres de la izquierda y de la derecha, reclamaban más aire y más luz. La neurosis de nuestro tiempo es la agorafobia; a los hombres les aterroriza la desintegración y la ausencia de dirección: piden, como los hombres sin amo de Hobbes en estado de naturaleza, muros para contener la violencia del océano, orden, seguridad, organización, una autoridad claramente delimitada y reconocible, y se alarman ante la perspectiva de una libertad excesiva que les arroje a un inmenso y desconocido vacío[18].

George Orwell

Autor de 1984
George Orwell, un escritor y periodista británico en contra de los totalitarismos nazi y estalinista

Sobre esos altos muros, sobre esa fornida autoridad, y sobre esa ausencia de consensus iuris[19], nos habla ese testigo incómodo que fue George Orwell, un autor que supo denunciar la ceguera totalitaria que certificó la desaparición de una época, de un mundo, El mundo de ayer, del que, con tanta devoción, se hizo eco Stefan Zweig, para dar paso a la más hiriente deshumanización que ha conocido la Historia: la que fue capaz de conservar el roble centenario de Goethe en el campo de exterminio de Buchenwald, como recuerda Joseph Roth, en el último artículo que escribiera[20].

No puede haber dos historias, ni dos pasados

En esta tierra infértil en la que nos movemos, Alasdair MacIntyre advierte de una realidad histórica: no puede haber dos historias, ni dos pasados:

porque no hubo dos pasados, el uno sólo poblado por acciones y el otro sólo por teorías. Cada acción es portadora y expresión de creencias y conceptos de mayor o menor carga teórica; cada fragmento de teoría y cada expresión de creencia es una acción moral y política [21].

Una verdad que se pone de manifiesto en la biografía y en los escritos que dejara George Orwell, páginas que constituyen una alerta contra el dogmatismo ideológico, contra esa fiebre totalizadora que pretendió, mediante la teoría y la praxis, dar respuestas definitivas sobre el hombre y la sociedad; relatos que sirvieron no solo para abrir una hendidura en las conciencias dormidas de buena parte de la sociedad, sino para protegerse de las penurias e impurezas de su tiempo.

Solo así el escritor fue capaz de encontrar su propia identidad, su propia verdad, que no fue ajena a la de su tiempo, a esa Europa que se transformó y se deformó hasta su aniquilación, moral y política. Una realidad que plasmó en su ensayo Por qué escribo (1946):

Mi punto de partida es siempre un sentimiento de camaradería, un sentimiento de injusticia. Cuando me siento a escribir, no me digo: “Voy a escribir una obra de arte”. Lo escribo porque quiero exponer alguna mentira que quiero exponer, o algún hecho sobre el que quiero llamar la atención y mi principal preocupación es ser escuchado […] Cada línea de trabajo serio que he escrito desde 1936 ha sido escrita, directa o indirectamente, contra el totalitarismo[22].

§4.  Orwell y la inflexión de la concepción democrática de su época

No descubro nada nuevo si afirmo que Orwell fue uno de esos hombres que supieron detectar una inflexión profunda en la concepción democrática de su época. ¿Qué sucedió en ese período de la Historia? Sin duda, un sombrío naufragio: el de la razón y el de la libertad.

Y fue su desafecto, su rechazo a los sucesos que contemplaba, lo que le hizo, en el sentido nietzscheano del término, reafirmar su contemporaneidad[23], adhiriéndose a su tiempo como un galápago a su concha, pero no para silenciarlo, y menos aún para reverenciarlo, sino para poner al descubierto todos y cada uno de los oscuros entresijos de su época, sus líneas más sombrías y perversas. Porque, qué otra cosa puede ser la contemporaneidad, sino, en palabras de Agamben, el ser

que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le concierne y no deja de interpelarlo, algo que, más que toda luz, se dirige directamente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo [24],

de un tiempo que fue capaz de trasformar el mundo y la política, pero no para alcanzar el tan añorado progreso, sino para demoler lo que de Cultura y de Libertad quedaba en él[25].

Imágenes vivas de un tiempo herido

Portada de 1984
Portada del libro «1984» de George Orwell, una crítica premonitoria de la distopía totalitaria en que actualmente ya estamos instalados

Sobre las cenizas de este sombrío horizonte se instala la escenografía de sus dos obras de mayor peso y estatura literaria: Rebelión en la Granja y 1984, relatos que son imágenes vivas de un tiempo herido que ya forma parte de la Historia: la pasada, la presente y la futura[26]; un paisaje desolado que no cabe olvidarlo, y menos aún desconsiderarlo; si lo hiciéramos, estaríamos realizando una lectura indecorosa de la Historia.

Esperemos no caer en tamaña ignominia, porque sabemos bien que Ítaca es el camino, y que lecturas como las que propician las páginas escritas por Orwell nos permiten recorrerlo, aunque no sin el lógico desasosiego.

Los gérmenes de inhumanidad

Pero quedémonos con nuestro autor. Como alguno de los grandes escritores del pasado siglo, Orwell fue capaz de advertir los gérmenes de inhumanidad que se esconden en unas ideologías que hacen de los hombres unos seres inacabados; como agudo analista de los escenarios políticos de la Europa de los años treinta, supo percibir la existencia de unos regímenes que se valían de una nueva y poderosa arma con la que manipular las conciencias, y de paso, la propia Historia: el lenguaje, una neolengua con la que se puede despersonalizar la vida interior de cada hombre.

El férreo aparato burocrático del estado totalitario

Como hombre de su tiempo, Orwell comprendió que cuando se cercena la libertad, la legitimidad queda reducida a la realidad que impone el férreo aparato burocrático del Estado totalitario, quien establece que todo lo que dictamina el Partido es legal e infalible[27].

Sometimiento o exterminio

Como corresponsal de guerra, Orwell dejó por escrito que cuando los espacios abiertos desaparecen, crece esa enfermedad mortal que hace que una sociedad sienta, en lo más profundo de su piel, que solo le aguarda un angosto camino: el que conduce al sometimiento o al exterminio, dos polos de una misma realidad, que no es otra que la derrota del ser humano.

1984: una fría distopía

Quien se acerca a su obra, y lo hace con el rigor con el que procedía Tácito, sine ira et studio, acierta a comprender que en Orwell no hay lugar para la fría distopía, sino para la Historia, para ese espacio de tiempo que, sin duda, fue el de ayer, un ayer tan cercano y real que aún permanece fresco en nuestra retina, y del que aprendemos que todo sistema totalitario reduce la esencia del hombre a una masa silente que gira en torno a una gran maquinaria, la del Estado, que ha sido creada para que el individuo se reafirme en la única verdad plausible: la obediencia, esa cerrada lealtad que hace que la sociedad enmudezca ante la semilla de un Poder que impide todo diálogo, todo un “horizonte de comprensión” (Gadamer). Lo leemos en el inicio de ese estremecedor libro titulado Vivir:

Escribir estas cosas es una falta. Es una falta pensar palabras en las que nadie más piensa, y escribirlas en un papel que nadie más ha de ver. Es una acción mezquina y mala cual si habláramos solos, para nuestros oídos únicamente. Y sabemos muy bien que no existe mayor transgresión que el obrar y el pensar solos. Hemos infringido las leyes. Las leyes que dicen que los hombres no deben escribir como no se lo haya permitido el Consejo de las Vocaciones. ¡Qué nos perdonen!

Más esta no es nuestra única culpa. Nuestras culpas son innumerables como las estrellas del cielo. Hemos cometido un delito más grave, un delito que no tiene nombre. No sabemos qué castigo nos espera si se nos descubre, porque este delito no ha sido cometido nunca y no hay ley que lo tenga previsto.

[…] Hemos nacido con una maldición. Y ésta nos ha arrastrado siempre hacia pensamientos prohibidos, hacia deseos que los hombres no deben experimentar. Reconocemos que somos malos, pero no tenemos voluntad ni la fuerza para reaccionar. Y este es nuestro asombro y nuestro miedo secreto, saberlo y no poder reaccionar[28].

«Vendrá un día»

No, no se equivoca Umberto Eco cuando afirma “El terrible libro de Orwell ha marcado nuestro tiempo, le ha proporcionado una imagen obsesiva, la amenaza de un milenio bastante cercano, y diciendo ‘vendrá un día’ nos ha implicado a todos en la espera de ese día sin permitirnos tomar la distancia psicológica necesaria para preguntarnos si el 1984 no ha ocurrido hace ya mucho tiempo”[29].

Sin duda, el autor de 1984 o de Rebelión en la granja nos ha enseñado a salvaguardar esa libertad y esa dignidad, que, con frecuencia, no se tiene; y lo ha hecho para que podamos asumir, con Albert Camus, que: “El hombre es esa fuerza que acaba siempre expulsando a los tiranos y a los dioses”, a unos tiranos que deben ser combatidos, “porque su lógica es tan criminal como su corazón”[30].

Un icono para la posteridad

Llega el momento en que se hace conveniente acercarnos a ese otro corazón, el de un hombre –no siempre comprendido[31]– que sintió y escribió sobre el horror de una época cruel y ominosa, lo que hizo que su nombre y su obra se convirtiera, como la de Kafka, en un icono para la posteridad[32]:

Ningún escritor narrativo del siglo XX ha contribuido tanto como George Orwell a nuestro lenguaje político contemporáneo, empezando por el uso de su propio nombre: hoy en día el adjetivo ‘orwelliano’ forma parte integral del lenguaje cotidiano, y la comprensión del término implica necesariamente cierta familiaridad –aunque sea muy de segunda mano– con la obra narrativa. La influencia de Orwell sobrepasa con creces su difusión estrictamente literaria. No poca cosa[33].

Y ahora, dejemos que la Musa del primer canto de La Odisea relate la historia como George Orwell la concibió.

NOTAS de ¿Por qué debemos leer 1984?

[1] Mario Vargas Llosa, García Márquez: Historia de un deicidio, Barcelona, 1971, p. 94.

[2] Karl Schlögel, Terror y Utopía. Moscú en 1937, Barcelona, 2014, p. 14.

[3] Arthur Koestler, Los sonámbulos, México, 1981, p. 19.

[4] Zygmunt Bauman y Leonidas Donski, Maldad líquida. Vivir sin alternativas, Barcelona, 1919.

[5] José Luis Aranguren, “Utopía y libertad”, Revista de Occidente, 34-35 (1984) p. 29: “Las utopías […] cuando se cumplen, se cumplen por  modo no eutópico, sino distópico, es decir, a la manera rígida, uniforme, cerrada, sofocante, fanática, estrecha, ritualizada y coactiva que les es propia”.

[6] Milan Kundera, Los testamentos traicionados, 1994, p. 25: “Las palabras ‘el fin de la historia’ nunca provocaron en mí ni angustia ni disgusto. ‘¡Cuán delicioso sería olvidarla, la que ha agotado la savia de nuestras cortas vidas, para someterla a las inútiles tareas, cuán hermoso sería olvidar la Historia!”.

[7] Ignazio Silone, Pan y vino, Madrid, 1968, p. 185.

[8] Hannah Arendt, Sobre la revolución, Madrid, 2004, p. 23: “La importancia que tiene el problema del origen para el fenómeno de la revolución está fuera de duda. Que tal origen debe estar estrechamente relacionado con la violencia parece atestiguarlo el comienzo legendario de nuestra historia según la concibieron la Biblia y la Antigüedad clásica: Caín mató a Abel, y Rómulo mató a Remo; la violencia fue el origen y, por la misma razón, ningún origen puede realizarse sin apelar a la violencia, sin la usurpación. Los primeros hechos de que da testimonio nuestra tradición bíblica o secular, sin que importe aquí que los consideremos como leyenda o como hechos históricos, han pervivido a través de los siglos con la fuerza que el pensamiento humano logra en las raras ocasiones en que produce metáforas convincentes o fábulas universalmente válidas. La fábula se expresó claramente: toda la fraternidad de la que hayan sido capaces los seres humanos ha resultado del fratricidio, toda organización política que hayan podido construir los hombres tiene su origen en el crimen. La convicción de que ‘en el origen fue el crimen’ –de la cual es simple paráfrasis, teóricamente purificada, la expresión ‘estado de naturaleza’– ha merecido, a través de los siglos tanta aceptación respecto a la condición de los asuntos humanos como la primera frase de San Juan ‘En el principio fue el Verbo’ ha tenido para los asuntos de la salvación”.

[9] Tzvetán Tódorov, Memoria del mal, tentación del bien. Indagación del siglo XX, Barcelona, 2002, pp. 15-16.

[10] Milan Kundera, La broma, Barcelona, 2009, p. 322: “Nadie reparará las injusticias que se cometieron, pero todas las injusticias serán olvidadas”.

[11] Tzvetán Tódorov, Los abusos de la memoria, Barcelona, 2000, p. 33.

[12] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, ob. cit., pp. 548-549.

[13] Michel Foucault, Las palabras y las cosas, México, 1993, p. 357.

[14] Milán Kundera, La insoportable levedad del ser, Barcelona, 1992, pp. 7-8.

[15] Honoré De Balzac, El coronel Chabert, Madrid, 2011, p. 40.

[16] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, ob. cit., p. 10. Asimismo, Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Barcelona, 1995, 117-118: “De todos los acontecimientos de esta era de las catástrofes, el que mayormente impresionó a los supervivientes del siglo XIX fue el hundimiento de los valores e instituciones de la civilización liberal, cuyo progreso se daba por sentado en aquel siglo, al menos en las zonas del mundo ‘avanzadas’ y en las que estaban avanzando. Esos valores implicaban el rechazo de la dictadura y del gobierno autoritario, el respeto del sistema constitucional con gobiernos libremente elegidos y asambleas representativas que garantizaban el imperio de la ley”.

[17] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, ob. cit., p. 11.

[18] Isaiah Berlin, “John Stuart Mill y los fines de la vida”, introducción a John Stuart Mill, Sobre la libertad, Madrid, Alianza, 2001, p. 41.

[19] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, ob. cit., p. 562.

[20] La que nos lleva a reconocer, como hiciera el profesor Nazario González, en el prólogo a Emil Ludwig, Conversaciones con Mussolini, Barcelona, 1979, p. 33: “Así es. Todos estamos impregnados de fascismo y, conscientes de nuestra culpabilidad, lo escupimos como insulto”.

[21] Alasdair MacIntyre, Tras la Virtud, Barcelona, 2004, p. 86.

[22] George Orwell, “¿Por qué escribo”, Tiempo 24 Archipiélago, 1984,

www.uam.mx/difusion/casadeltiempo/80_sep_2005/24_28.pdf.

[23] Friedrich Nietzsche, Sobre la utilidad y el perjuicio de la Historia para la vida [II intempestiva], Madrid, 2003, pp. 38-39: “Esta meditación es también intempestiva porque intento comprender algo que con razón se enorgullece este tiempo, su cultura histórica, como algo perjudicial, como defecto y carencia de esta época”.

[24] Giorgio Agamben, Desnudez, Barcelona, 2011, p. 22.

[25] Vasco Patrolini, Crónicas de pobres amantes, Barcelona, 1982, p. 243: “Repite Gramsci, con razón, que ‘el Partido es la vanguardia consciente del proletariado’, por lo que el deber del militante es mostrarse particularmente lúcido en cualquier circunstancia. Ahora bien, mientras de lo que se trata es de intercambiar y armonizar ideas, todo va a la perfección, pero cuando estás solo, cara a cara con tus impulsos y conciencia, todavía informe y animada sólo por tus odios y amores, resulta fácil salirse de la línea del Partido. El Partido en Italia tiene apenas cuatro años de vida: no se puede pedir a sus hombres más de lo que pueden dar. Y si se exceden en el entusiasmo, no los llaméis extremistas; no todos tienen la posibilidad de refrenar sus sentimientos y guiarse por la razón. Y si en la cauta presencia de una mujer consuelan su desasosiego, es porque están hechos de carne y hueso y han tenido miedo”.

[26] Cabe recordar la famosa frase de Walter Benjamin, Libro de los pasajes, Madrid, 2005, p. 478: “La historia se compone de imágenes, no en historias”.

[27] Ignazio Silone, Pan y vino, ob. cit., p. 100, hace ver que el Partido se había convertido en el nuevo dogma del siglo XX: “Y en el entretanto, ¿aquella misma comunidad no se había venido a convertir en una sinagoga?”.

[28] Ayn Rand, Vivir, Barcelona, 1946.

[29] Umberto Eco, “Orwell o la energía visionaria”, Prólogo a 1984, Lumen, Barcelona, 2013, p. 10.

[30] Albert Camus, Cartas a un amigo alemán, Barcelona, 1992, p. 12.

[31]Simon Leys, George Orwell o el horror a la política, Madrid, 2010, p. 19: “Cuesta creer que Orwell lleve ya treinta y cuatro años durmiendo en su pequeño cementerio rural. Este muerto sigue hablándonos con más fuerza y claridad que la mayoría de los comentaristas y políticos cuya prosa podemos leer en el periódico de esta mañana. Y, sin embargo, Orwell sigue siendo en Francia, si no desconocido, sí al menos ampliamente malentendido. ¿Esto es sólo un efecto del incurable provincianismo cultural de este país?”.

[32]Alain Besançon, “1984: Orwell y nosotros”, Revista de Occidente, 34-35 (1984) p. 65: “Orwell se está convirtiendo en el mejor escritor inglés del siglo XX. Ya es el preferido. En el mundo comunista […], sus libros se copian a mano con fervor, con pasión. Quienes los poseen están expuestos a las más duras penas. Arriesgar la vida por leer un libro, ¿hay criterio de gloria más digno?”.

[33] Julio H. Cole, “George Orwell y su relevancia para el Siglo XXI”, Laissez-Faire, núm. 44-45 (Marzo-Sept 2016), p. 43.

About the author

Juan Alfredo Obarrio
Universidad de Valencia | Website | + posts

Licenciado en Geografía e Historia (1986) y en Derecho (1992). Catedrático  de Universidad (Derecho Romano). Entre sus libros cabe destacar: El mundo jurídico de Franz Kafka (2018) o Un estudio sobre la Antigüedad: La Apología de Sócrates (2017).

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