La fecundidad de lo bello:

¿Por qué resulta tan fértil humanamente la belleza?

 

Canon de belleza
Canon de Belleza. Imagen 1

 

Introducción

Existen muy diversas reflexiones que exploran cómo la Estética y el Arte en general pueden cooperar, con una enorme fecundidad, a la dicha y a la formación humana integral[1]. Ahora bien, en este lugar, lo que se pretende radica, específicamente, en centrar la atención en la fertilidad madurativa que posee la belleza, esa categoría estética concreta que convive junto a otras (como la originalidad, la expresividad, la elegancia, la gracia, la creatividad, lo sublime, etc.). Esto es, pretendemos examinar por qué la relación con la belleza puede colaborar a nuestro desarrollo completo, a nuestra maduración humana, a nuestro aprendizaje vital en un sentido profundo.

Además, advertimos que nos ocuparemos, fundamentalmente, de lo bello; esto es, de las realidades bellas, antes que de la belleza en general o en abstracto. Por otra parte, combinaremos, en nuestra exposición, una serie de ideas o pensamientos con nuestra experiencia y encuentro personales con lo bello.

 

La existencia humana transcurre entre lo bello y la fealdad

Ciertas personas pueden afirmar que han vivido y viven, de hecho, en contacto con una intensa belleza, natural y artística, moral o incluso espiritual. Esto, gracias a sus particulares experiencias y circunstancias, a su propio entorno, social o cultural, a su peculiar condición vital.

A la par, la ausencia de belleza, la fealdad –en sus diversos sentidos y tipos- no deja nunca de amenazarnos por doquier a todos los humanos; visita nuestra existencia sin cesar de mil perturbadoras maneras. Hoy, acaso, esto cobra una pujanza especial dada la extensión del “feísmo”, la idolatría y proliferación de lo feo. Esta tendencia se cultiva con frecuencia en nuestra época, con el supuesto afán de quebrar patrones establecidos, asombrar o simplemente recrearse en ello.

La convivencia permanente de lo bello y de su contrario revela, implícitamente, que este mundo nuestro contiene en sí muchos mundos diversos. Nuestro ambiente global, nuestro planeta entero, no representan un todo monolítico, uniforme e igual, sino que se ven fragmentados; de manera que, en su interior, coexisten ámbitos de vida muy diferentes.

Recordemos que, en cuanto el príncipe Siddharta abandonó los muros protectores del hermoso palacio paterno, encontró que la fealdad circundaba amenazante su belleza, y se halló cara a cara con lo imperfecto en sus expresiones de lo deforme, la vejez, la miseria, la enfermedad y la muerte. Hoy, dentro de esos muros, se filtrarían inevitablemente muy diversas especies de fealdad, material y moral, tales como las de la guerra sin cuartel, la injusticia, la deshumanización, la violencia, el terror, la manipulación, la indigencia, la penuria, la enfermedad, el abuso, la vulgaridad, la deformidad, la monstruosidad, etc.; y alcanzarían a cualquiera a través de las porosas pantallas de la omnipresente tecnología.

En mi propio caso

Al igual que otras personas del llamado primer mundo –el mundo desarrollado-, en mi propio caso, reconozco que he sido un privilegiado a este respecto, ya que me he desenvuelto siempre en el seno de un entorno social que habitualmente ha gustado de disfrutar de lo bello y de la cultura.

Al principio, el amor por la cultura y la sensibilidad estética presente en mi familia conformó un cerco de belleza que envolvió mi existencia. Así, cotidianamente, me hallé entre imágenes de obras de arte, acompañadas de una rica biblioteca, conformada por colecciones de ejemplares de bella factura. A ello, se sumó la inefable hermosura de la música, que amaban tanto mi padre –en especial la ópera- como mi madre –quien realizó la carrera completa de piano-. Discos y aparatos musicales selectos, conciertos, un piano siempre al lado y viajes, siempre viajes, a un sinfín de rincones de Europa, donde la naturaleza o el arte inundaban con su belleza el ambiente: en especial, los soberbios espacios de Suiza, Francia e Italia. Y, junto a todo esto, al mismo tiempo, y entre sus transparentes cristales, lo bello no dejó jamás ni ha dejado hoy de dirigirme una pregunta: un interrogante moral. ¿Cuál?

 

¿Una llamada ética en lo bello?

E. Levinás. Imagen 2

 

 

Cuando, junto a la puerta de ti mismo, o la de tu hogar y comunidad, resuenan desesperados los aldabonazos de quienes sufren o padecen miserias, hoy tan variopintas, lo bello vivido o experimentado no equivale a un simple motivo de auto-satisfacción. Más bien, por el contrario, estas vivencias de lo bello resultan susceptibles de transformarse en todo un llamamiento a “la responsabilidad con los otros”, en el sentido de E. Lévinas. Tu vivencia, entonces, de lo bello educa en ti el compromiso con el prójimo, la solicitud hacia los demás. Se convierte en un eco exigente, en forma de gratitud por la belleza disfrutada, que repite esa apelación presente siempre en el rostro vulnerable del prójimo. De esta manera, la ética y la estética se encuentran en la llamada que te dirige esa vulnerabilidad o menesterosidad[2].

 

 

La enseñanza germinal contenida en lo bello: la belleza no es propiedad de nadie

En mi peculiar experiencia, no fui yo, en un principio, sino quienes me educaron, y en particular mis padres y su sensibilidad estética, los que procuraron escoger un marco bello –de acuerdo con sus posibilidades y capacidades- para mi existencia y la de mis hermanos. Con la expresión agradecida de este dato, ante todo, lo que busco subrayar reside en que cierta forma “diletante” y “selectiva” de vivir lo bello, en el propio ambiente, puede llevarnos a concebirlo como una realidad “exclusiva” y excluyente, reservada solo a unos privilegiados entre los que nos pueda contar o no la fortuna.

Mas, a pesar de esto, felizmente, nada ni nadie tienen la exclusividad de lo bello en este mundo. Incluso todavía más: hay cierto tenor difusivo de lo bello, un tender suyo a manifestarse, a expandirse o expresarse, a imagen de lo que sucede con el bien. La belleza se escapa continuamente de los palacios, de los museos y de los estudios de los artistas y recorre el universo entero. Esto no solo en cuanto a las obras de arte o sus reflejos, sino en un sentido ontológico o metafísico, el del ser mismo, el de que acompaña a todo lo que existe.

Lo bello se halla presente, así, potencial y activamente, en cualquier rincón, pues su presencia late en cuanto es y existe, de algún modo. Allá donde se da el ser, se da en cierto grado lo bello. Esto, a causa de que la belleza representa una propiedad del ser mismo, un aspecto transcendental de lo real. En mi caso, el compartir con otras personas distintas entornos y experiencias estéticas me ha enseñado que, de algún modo, la belleza no tiene fronteras. Lo bello habla todas las lenguas sin excepción, y -al igual que la luz- su halo se filtra hasta los más recónditos rincones.

 

Lo bello es luz sobre lo real

La luz de lo bello. Imagen 3

La “claritas” –la claridad, la luminosidad, la expresión de la luz clara- constituía el tercer elemento que definía lo bello, según los clásicos greco-latinos; esto, junto a la armonía y la integridad.

La luz misma, de hecho, se ha identificado por los filósofos con lo bello; por ejemplo, en el franciscano Buenaventura. Ahora bien, la ágil luz –símbolo del conocer, del saber, del captar lo real y verdadero, base de cualquier aprendizaje- llega a todas partes. Alcanza a todos los rincones y ojos, a todos los hombres que puedan ver (en el significado de percibir belleza, lo que comprehende cualquier sentido externo o interno, como la imaginación y la memoria), de cualquier extremo y condición.

Con ella, con la luz, viene también lo bello –el esplendor del ser, el de la verdad-, que no reside sólo en nuestra mirada o sentidos. Esto, dado que no es que la belleza esté en los ojos mismos u órganos perceptivos de quien conoce estéticamente –sensible y racionalmente a la par-  la realidad, sino que lo que existe, todo lo que es, presenta cierta belleza que puede ser apreciada por un ánimo predispuesto, de manera adecuada, formado estéticamente[3]. Por esto, en definitiva, se ha hablado, desde antiguo, del tenor transcendental de la belleza.

 

La belleza constituye una experiencia universal, profundamente humana

Kant hablaba de lo “universal” del juicio estético, en cuanto este puede compartirse[4]. El de Könisberg se adentró, con hondura, sin duda, en la complejidad y especificidad del juicio estético, distinguiéndolo de otros. De acuerdo con él, lo estético integra, en cierto sentido, lo sensible y lo racional, lo objetivo y la subjetividad conjugadas en su seno. Ello lo argumentó a través de nociones tales como la del “juego armonioso de los diversos elementos”, comprometidos en la apreciación estética, que conforman al cabo una unidad. Por eso, sostiene el alemán que solemos dialogar y razonar acerca de tales apreciaciones, y no como sucede en lo meramente agradable, de lo que acostumbramos a afirmar que depende del gusto meramente individual de cada cual[5].

A pesar de lo anterior, se me dirá, con razón, que el considerar o contemplar apreciativamente lo bello reclama ciertas condiciones, un estado interno determinado, no accesibles siempre a cualquiera. Y ello resulta, en parte, así. Pero, al tiempo, ¿no alcanza toda voz querida a traernos, de alguna manera, el gozo de lo bello, incluso en medio de la desolación, la tristeza o la ansiedad más tenebrosas? En mi experiencia, al menos, así ha sucedido; de manera que, cuando he atravesado momentos de un hondo desánimo o desasosiego, “el milagro de la música” ha obrado en mi adentro el prodigio de cierta restauración interior.

 

Hacia una conclusión: lo fértil de la belleza

La belleza, en síntesis, no hace “acepción de personas”, en sentido discriminatorio. No es clasista, ni racista, ni sexista, ni nacionalista, etc. Reverbera en ella una diáfana luz: la del ser y lo real, el brillo de la verdad que refulge en medio de los claroscuros de nuestro mundo.

No se reduce lo bello a los estrechos límites de las posesiones de los poderosos, ni a los de una ideología política. No vive en la reserva que protegen las fronteras de una cultura en exclusiva o a las lindes marcadas por unas creencias particulares u otras.

Lo bello posee un alma universal y cosmopolita, sin dejar por tanto jamás de revelarse en los seres concretos y sin dejar de llamarnos asimismo en relación con los otros. En su seno, resuena un timbre “fraterno”, que nos asocia en una profunda humanidad. Lo bello recorre, infatigable e inmarcesible, así, la historia y la tierra enteras. Mientras lo hace, en conclusión, sus vibrantes ecos y sus huellas indelebles se imprimen en cada interior personal, en cada corazón humano, fecundándolos, transformándolos en un espejo viviente del bien y del ser.

 

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NOTAS

[1] Cf. Javier Barraca: “Estética y formación humana: el valor de la estética en la educación”, Revista Educación y Futuro, nº24, abril, pp. 205-219, Ces don Bosco, Madrid, 2011.

[2] Lévinas, E. Difícil libertad, Caparrós ed., colecc. Esprit, n.º 1, 2004.

[3] Cf. Ser y belleza, de A. Lobato, Unión Editorial, AEDOS, Madrid, 2005.

[4] Cf. Immanuel Kant, Crítica del Juicio, traducción de M. Garcia Morente. Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1984.

[5] “Explicación kantiana del juicio estético”, Dieter Henrich, revista Estudios de Filosofía, nº6, 1992, pp. 7-94, traductor Carlos Carvajal Correa, Universidad de Antioquía (Colombia, Medellín).

 

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Javier Barraca Mairal
Profesor titular de Filosofía at Universidad Rey Juan Carlos (Madrid) | Website | + posts

Javier Barraca Mairal es profesor titular de Filosofía de la Universidad Rey Juan Carlos

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