LA CREACIÓN Y EL MODELADO DE STAN LAUREL Y OLIVER HARDY COMO PAREJA CÓMICA (III): DESDE EL CORTO MUDO «LIBERTY » (1929) HASTA EL CORTO HABLADO “HOG WILD” (1930). LA PAREJA FEMENINA ANITA GARVIN Y MARION BYRON.
CREATION AND MODELING STAN LAUREL AND OLIVER HARDY AS A COMEDY TEAM (III): FROM THE SILENT SHORT «LIBERTY» (1929) TO THE TALKIE SHORT «HOG WILD» (1930). THE FEMALE TEAM ANITA GARVIN AND MARION BYRON.
José Alfredo Peris Cancio, profesor
Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir
RESUMEN.
La plenitud de la colaboración entre McCarey y Laurel y Hardy permitió profundizar en temas propios de un humanismo necesario en una sociedad marcada por la economía. Los últimos meses de esta relación experimentó un cierto declive. La comparación con el dúo femenino de Anita Garvin y Marion Byron permite establecer mejor la valoración de la mujer por ella misma en la obra de McCarey. Su educación en un humor verdaderamente ennoblecedor continuaría en sus largometrajes posteriores.
PALABRAS CLAVE
Humanismo, relaciones humanas, papel de la mujer, educación, sentido del humor.
ABSTRACT.
The fullness of collaboration between McCarey and Laurel and Hardy gave an insight into themes of humanism necessary in a society marked by the economy. The last months of this relationship experienced some decline. The comparison with the female team Anita Garvin & Marion Byron allows better establish the valuation of the woman herself in McCarey’s work. His education in a truly uplifting mood will continue in his later films.
KEY WORDS
Humanism, humans relations, role of woman, education, sense of humor.
1.– LA PLENITUD DE LA COLABORACIÓN DE McCAREY CON LAUREL Y HARDY
El trabajo de dirección explícita de McCarey con el dúo de Laurel y Hardy consiguió tres de los mejores cortos de la pareja cómica. En mi entrada anterior en este blog ya se analizó «We Faw Down» (1928) y su relevancia para el tema del matrimonio y la familia. Ahora será el momento de analizar «Liberty» (1929) y «Wrong Again» (1929). Junto a ellos, cabe situar los dos siguientes en los que McCarey aparece bien expresamente como supervisor en «That’s My Wife» (1929), o bien como director supervisor (Supervising Director) en «Big Business» (1929) –por lo que a veces también es designado como co-director–.
Se deduce con facilidad que, cuando McCarey no aparece en un film de Laurel y Hardy como supervisor, no hay por qué descartar su implicación en el mismo; pero, cuando lo hace como director o expresamente como supervisor, se encuentra un claro indicio de una mayor implicación.
Eso es notorio a partir de «Double Whooppee» (1929). En estos últimos cortos mudos y en los primeros sonoros no se aprecia un trabajo tan intenso y creativo. Más bien parece de continuidad y, en algunos momentos, de reciclaje de gags ya experimentados. Como el objeto de la investigación es recoger la huella de McCarey en los cortos de Laurel y Hardy, seguiremos deteniéndonos más en aquellos en los que esta influencia sea más apreciable. Para no perder la secuencia temporal, las producciones conservarán el número según el año y el mes de estreno.
A) (1) «Liberty», 26 de Enero.
McCarey inicia el corto con un enfático tono patriótico. Así el primer cartel (intertítulo) señala: «La cuna de la historia de los Estados Unidos está mecida por la memoria de sus héroes que lucharon por la libertad». Tras una vista de la Estatua de la Libertad, continúa: «1777–1778… Washington sufrió privación de libertad en Valley Forge en su larga lucha por la libertad. Libertad». Tras una vista de la bandera: «1863. Lincoln dijo: «Una nación concebida en libertad»». A continuación: «1917. Pershing conduce sus fuerzas a través del mar». Finalmente: «E incluso hoy. La lucha por la libertad continúa». Y en la escena primera se ve a Laurel y Hardy que huyen vestidos de presidiarios, mientras a cierta distancia un guardián de la prisión les dispara sin éxito (Gehring, 2005: 59).
¿Qué se ha querido transmitir? (McKeever, 2000: 151–153) Como todo mensaje humorístico queda abierto. Para unos, puede tratarse de un mensaje libertario: los prófugos de hoy continúan la lucha por la libertad, porque el sistema se ha hecho enemigo de la misma, ya que Pershing realizó un vergonzoso y fracasado intento de sofocar la revolución de Pancho Villa en México. Todo el desarrollo posterior –y especialmente las escenas en las que Laurel y Hardy intentan sin éxito intercambiarse los pantalones, volveremos sobre ello– son un canto a la libertad que ha quedado custodiada por el pueblo oprimido frente a los poderosos.
También cabe una lectura patriótica constitucional: el espíritu de la libertad que movió a Washington y Lincoln ha continuado en John Joseph «Black Jack» Pershing. a quien ha de recordársele por haber comandado la Fuerza Expedicionaria de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Es decir, por haber sido probablemente el pionero de la concepción de Estados Unidos como guardianes del mundo libre.
¿Con cuál se alinearía McCarey? Creo que plenamente con ninguna de las dos, aunque tomase algo de ambas (McKeever, 2000: 146–147). Su planteamiento humanista (Choza, 2009) propondría huir de la grandilocuencia de un patriotismo abstracto de unos ideales que no cuentan con las personas concretas y que incluso puede ir contra ellas. La polémica «My Son John» (1952) sólo podrá ser leída con estos precedentes para hacerse con toda justicia. Lo veremos más adelante. Pero ese propio humanismo emplazaría a la cultura oficial a buscar los caminos auténticos que hacen crecer a las personas en su dignidad, sin esperar que esto pudiese venir de una revolución ideológica.
Laurel y Hardy, como ya hemos señalado en más de una ocasión, representan para McCarey el fondo de humanidad que hay en todo ser humano –su alma–, pero cuya subsistencia ontológica no es argumento para la inacción, sino para el mayor compromiso con el bien común, con la educación de las personas. Charles Taylor recoge algo análogo en estos términos:
lo que así se señala como un valor es un potencial humano universal, una capacidad que comparten todos los seres humanos. Este potencial, y no lo que cada persona ha hecho de él, es lo que asegura que cada individuo merezca respeto. En efecto, el sentido que concedemos a la importancia de esta potencialidad llega tan lejos que extendemos esta protección aun a las personas que debido a ciertas circunstancias son incapaces de realizar su potencial en la forma normal, como sería el caso de las personas minusválidas o las personas en estado de como» (Taylor, 1993, pág. 65)
«Liberty» consta de cuatro actos fácilmente reconocibles:
- La huída de la prisión, en el transcurso de la cual se suben a un coche en el que les esperan sus cómplices. Allí les dan ropa para mudarse; pero, ante la presencia del guardián que les persigue en una motocicleta, se aturullan al ponerse la vestimenta y cometen el error de intercambiar sus pantalones.
- Una vez bajan del coche y comprueban que han despistado al policía, intentan arreglar el error, pero siempre sin éxito ante la multitud de dificultades que se les presentan: o pasa un camión por el callejón, o una mujer desde una ventana se escandaliza, o tienen que bajar del taxi porque suben unos clientes de verdad (la mujer interpretada por Jean Marlow, como Harlean Carpenter), o los persigue el policía y las cajas tras las que se ocultaban son bajadas por un ascensor de carga y quedan al descubierto. La situación empeora cuando se esconden tras unas cajas de pescado, y sale el dueño para ver lo que pasa: no consiguen el ansiado cambio, pero un cangrejo se mete en los pantalones de Hardy que lleva Laurel.
- Laurel reacciona con miedo ante los pellizcos del cangrejo, y en su infantilismo no hace nada por averiguar lo que le pasa. Los saltos espasmódicos que le producen le llevan a tirar los discos y los muebles que un tendero (James Finlayson) había sacado a la acera como gancho publicitario, lo que genera un incontrolable desespero en el dependiente.
- Finalmente, los muchachos se sitúan detrás de los sacos de cemento de una construcción y consiguen intercambiar los pantalones. Pero no advierten que lo están haciendo en un ascensor que activan sin querer y que les lleva a lo alto de la estructura de un rascacielos. Allí pasan todo tipo de desventuras –que llevan a Hardy a expresar una actitud de rezar, a lo que probablemente el actor no fuera muy proclive dadas sus ideas masónicas–, incluidos los picotazos del cangrejo, al que por fin Hardy descubre y lanza fuera. Cuando bajan en el ascensor, el policía que les persigue queda aplastado, y la última escena la realiza un actor de escasa estatura que le sustituye para conseguir ese efecto.
Los partidarios de una interpretación más bien libertaria pueden ver en esta «comprensión de la talla» del policía una metáfora de la libertad ciudadana, que sólo se mantiene si se reduce el control y represión, especialmente cuando están al servicio de una mirada intolerante (Bann, 1998). Incluso puede invocarse la misma frente a las construcciones opresivas que suponen los rascacielos, cuya primera función es hacer sentir muy grandes a los que los construyen y habitan, y muy pequeños a los que los miran desde abajo.
No se puede negar que McCarey da pie a este tipo de interpretaciones, pero hay un dato objetivo que permite situarlas en su justo significado. Las escenas de los apartados que se han señalado como segundo y tercero fueron originalmente rodadas para una versión más amplia de «We Faw Down». Ya en la entrega anterior del blog habíamos señalado como McKeever (McKeever, 2000: 150) detectaba una excesiva concentración en las mismas. Hoy en día se puede ver esta versión extendida en youtube[1]. A McCarey no le dejaron estrenar esa versión tan amplia, y recicló las escenas para «Liberty».
En el contexto original, por tanto, la situación se derivaba de una travesura, de una aventura extramatrimonial. Era una penitencia adecuada para su trasgresión. Cuando los esposos mienten a las esposas y cometen una infidelidad –aunque sea más bien inocente– quedan vulnerables, como si su intimidad se expusiera de modo innecesario a los juicios exteriores. El compromiso matrimonial blinda la intimidad compartida. Al margen del mismo, puede ser objeto de espectáculo, crítica chismosa y burla sarcástica. No poder acudir al hogar a cambiarse de ropa es una expresión elocuente de ello. Mudarse en la calle es dar pábulo a todo tipo de sospechas.
En cambio, en el contexto de «Liberty» esta proporción se rompe. No es una pena que pueda conmutar o compensar el quebrantamiento de la condena en prisión. Por ello queda más subrayada la imagen de intolerancia social ante la conducta de los otros, el exceso de protección del decoro público que hace que para los muchachos sea tan difícil remediar el error de los pantalones.
Este tema no es una novedad en McCarey. Ya lo había tratado con Charley Chase en “Outdoor Pajamas” (14 de Septiembre de 1924) y con los propios Laurel y Hardy en «Putting Pants on Philipp». Como ya señalamos en su momento, McCarey no critica que existan esos usos sociales de decencia o decoro, sino su utilización opresiva para la burla o la incomprensión hacia los demás. El buen gusto en las formas debe ayudar a las personas a ganar en respeto hacia los demás, a que el amor esponsalicio que comienza a emerger entre los jóvenes no se vea interferido por argumentos menos nobles. Pero en ningún caso puede ser una excusa puritana para negar el carácter corporal y encarnado de ese amor, y la necesidad de saber respetar y encauzarlo para bien de las personas y las familias .
McCarey no niega la necesidad del pudor, sólo denuncia la tergiversación que del mismo se produce en el puritanismo, con el riesgo de reacciones pendulares que niegan su valor y lo denuestan por la mala gestión social que del mismo se ha podido hacer. El profesor Jacinto Choza definió espléndidamente en qué consiste el pudor y su carácter moralmente obligatorio:
El pudor es el hábito y la tendencia a mantener la posesión de la propia intimidad desde la instancia más radical de la persona (el yo), y a mantener dicha intimidad en el estado de máxima perfección posible, con vistas a una entrega por la cual se trasciende la soledad y se autoperfecciona el sujeto
El carácter moralmente obligatorio del pudor queda puesto de manifiesto por el hecho de que es inherente a la persona humana el deber de autodesplegarse lo más perfectivamente posible, conservando la plena posesión de sí mismo, en una relación de comunicación (de entrega) perfectiva. Más aún, la persona se define precisamente en estos términos.:»ser suyo», «ser uno mismo»[2]» (Choza, 1980: 28–29)
Laurel y Hardy practican el pudor, buscan lugares escondidos, pero son sorprendidos continuamente. Su carácter inmaduro e infantil no les priva del derecho a ejercer el pleno desarrollo de su libertad. McCarey muestra con ellos que una sociedad buena es aquella que hace posible a todos sus miembros una vida en libertad. En sociedades anteriores a las democracias, los muchachos hubiesen sido siervos de otros y así hubiesen resguardado su vulnerabilidad. En sociedades democráticas con estado de derecho pueden desarrollar su dignidad si verdaderamente se cultiva el bien común que protege a los más desfavorecidos. Ese es el secreto de su libertad.
Como se señala desde la antropología filosófica, entender que el trabajo es un camino de la realización humana y que la pasión por crear una obra propia es central en el hombre ha sido un descubrimiento más bien tardío, fruto de la unión de técnica y ciencia en la época moderna. Antes del siglo XVII el hombre concebía el cultivo del conocimiento como una tarea educativa «liberal», desvinculada del trabajo y superior a él. La realización y el perfeccionamiento humanos se efectuaban fuera del trabajo, en el ocio, en tareas morales, educativas y religiosas. Cada hombre tenía ya una tarea asignada por el lugar natural donde nacía, y sólo se esperaba que cumpliera moralmente bien la función que le había correspondido (p.ej., buen artesano, buen rey, buena dama…). Por eso, los nobles no trabajaban y se dedicaban a tareas «nobles»: la política, la guerra, la religión, el arte, la literatura… La cultura capitalista dio lugar a un largo proceso de afirmación del valor del individuo, en el cual el trabajo, junto con el ejercicio de la libertad, pasaron a ser tareas centrales en la realización de todo hombre, y el trabajo ha ido constituyéndose en la actividad esencial para que el hombre se realice como hombre y ocupe el puesto que merece en la vida social. (Yepes Stork, 1996: 333).
Desde estas coordenadas se puede y se debe dar un paso más, sin olvidar el avance conseguido. Y es bueno recordar el fundamento de este tipo de exigencias de cuidado a los más débiles en tiempos en los que los argumentos de optimización económica de los derechos sociales de los más desfavorecidos acaban vaciándolos de gran parte de su contenido. En palabras de Taylor:
sólo concedemos el debido reconocimiento a lo que está universalmente presente -cada quien tiene una identidad- mediante el reconocimiento de lo que es peculiar de cada uno. La demanda universal impele a un reconocimiento de la especificidad. La política de la diferencia brota orgánicamente de la política de la dignidad universal por medio de uno de esos giros con los que desde tiempo atrás estamos familiarizados, y en ellos una nueva interpretación de la condición social humana imprime un significado radicalmente nuevo a un principio viejo… la opinión de que los seres humanos están condicionados por su situación socioeconómica modificó la interpretación de la ciudadanía de segunda clase, de modo que esta categoría llegó a incluir, por ejemplo, a las personas que se encontraban encadenadas al cepo hereditario de la pobreza (Taylor, 1993: 61-62)
B) (2) «Wrong Again», 23 de Febrero.
El último corto firmado por McCarey como director probablemente sea la obra maestra del dúo, al menos entre los cortos no hablados lo que, a decir de los expertos, supone su mejor época (McKeever, 2000: 154–157).
Comparada con «Un chien andalous» de Buñuel por la escena del caballo sobre el piano, McCarey realiza unas pinceladas muy sugestivas sobre una filosofía de la cultura, del lenguaje y la interpretación (Gehring, 2005: 49–51). Mundos que se reconocen contrapuestos pueden llegar a entenderse muy poco si se dan por conocidos los códigos que cada uno emplea.
Cuando unos mozos de cuadra escuchan que se ofrece una recompensa por recuperar a «Blue Boy», que ha sido robado, lo relacionan con su mundo próximo. Sin saber que se trata de una pintura, creen que se refiere a un caballo de la hípica donde trabajan. El ansia por cobrar el dinero ellos solos les impide contrastar la información y tan sólo se interesan por la dirección del propietario. Allí se dirigen con el equino.
Mientras, al dueño (Dell Henderson) le informan por teléfono que la policía ha encontrado la obra de arte. Por eso, cuando aparezcan en su mansión Laurel y Hardy anunciando que tienen a Blue Boy no muestra sorpresa sino satisfacción. Les da la llave para que lo metan en casa mientras él se acaba de dar un baño.
Laurel le muestra su perplejidad. Pero Hardy sentencia: «Es su casa y su caballo. Lo haremos como él dice». Una vez dentro, mientras esperan sentados en el sofá del salón, Laurel insiste en sus reservas: «Me parece loco». Hardy, con su habitual voluntad de minimizar el sentido de las preguntas de su compañero vuelve a pontificar: «Estos millonarios son peculiares. Piensan lo contrario de la demás gente». Y hace un gesto de girar la mano con los dedos extendidos que pasará a ser la explicación mímica que mejor sintetiza la información. Además añade: «Incluso ahora está tomando un baño. Y sólo es Lunes». Y vuelve a girar la mano. Laurel se queda convencido: «Justo al revés» (McKeever, 2000: 147). «Sólo al revés».
McCarey añade todavía otro recurso expresivo para visibilizar la asunción de que existe una doble cultura incomunicable entre los ricos y los demás. Al meter el caballo en la casa y pasear con él, Hardy tropieza con la estatua de un desnudo de mujer, que se descompone en tres partes. Muy pudoroso, cubre la parte de en medio con la chaqueta, de manera que en el momento de volverla a montar lo hace «al revés», con las nalgas hacia delante.
Laurel acude a la llamada del dueño, quien desde el piso de arriba les pide que si no les importaría poner el caballo sobre el piano. Cuando ante su pregunta acerca de si alguna vez había estado allí, el dueño le responde con firmeza que siempre había estado allí, Stan hace el gesto de girar la mano, y el dueño lo repite extrañado.
Al pasar por la estatua y fijarse que tiene el trasero del revés, tras pensarlo encuentra que la explicación se encuentra otra vez en el gesto de «sólo al revés». Pero ante el resultado que tiene en la configuración de la estatua, no le ve ninguna gracia. Algo no funciona en esa pretendida incomunicabilidad de la cultura de los ricos.
Tras muchos esfuerzos y algún que otro juego –el caballo les tira el sombrero y ellos se lo atribuyen mutuamente–, consiguen poner el caballo sobre el piano. El dueño les pide que corran las cortinas para que se sorprenda su madre (Josephine Crowell) cuyo coche está a punto de llegar. Pero la madre llega con los detectives y el cuadro recuperado.
Ante ello, Laurel impertérrito le sugiere al dueño: «Dígale lo que usted ha conseguido». El dueño ya más atemorizado que extrañado afirma: «¿Precisamente, qué he conseguido? Ahí está Blue Boy?».
La respuesta es acogida con una sonrisa por parte de Laurel y Hardy. Por fin se entienden de verdad, hablan el mismo lenguaje, y reconocen su equivocación: «Hemos cometido un pequeño error». Y muestran el caballo.
La huella de McCarey en el final es manifiesta. Con el tiempo lograría nuestro director una bien merecida fama de conseguir grandes conclusiones para sus obras.
Al ver el caballo dentro de la casa, el propietario de la misma monta en cólera, coge una escopeta y sale tras los muchachos y el caballo, que huyen despavoridos. Un detective lo intenta detener, pero él le empuja mientras anuncia: «No me detenga. Lea el asesinato en los periódicos de mañana». Los agentes caen sobre el cuadro, y uno de ellos asoma la cabeza por donde estaba pintada la de Blue Boy. La madre pregunta: «¿Hay algún pequeño daño?». El detective contesta sin caer en la cuenta de lo que le preocupa verdaderamente. «No, señora, Sullivan sólo está aturdido».
A continuación regresa el dueño empujado por un policía, al que le siguen los vecinos alarmados. El policía exclama: «¡Este hombre casi me vuela los sesos!». Pero, cuando se gira, se ve que el humo sale de la parte alta del pantalón…
Justo cuando Laurel y Hardy han entendido lo que pasaba, cuando su lenguaje y el de los ricos se han unificado, las reacciones en cadena de los ricos confirman la tesis del «al revés» y la alusión del policía al cerebro/sesos (brains) recuerda las reflexiones de Laurel en torno a la estatua, sólo que de una manera mucho más cómica.
No sería exagerado considerar que se está ante la obra cumbre de la colaboración entre estos tres grandes del humor, Laurel, Hardy y McCarey, y el humanismo. Las grandes preguntas sobre la verdad, la comunicación, la interpretación, las subculturas, la agresividad, la necesidad de diálogos más amplios, la fuerza expresiva de los gestos… Todas estas sugerencias manan como en cascada ante el espectador, y le remiten a reflexiones que van quizás mucho más allá de lo que en un principio se atribuye a una obra de estas características.
No será resulta difícil poner en relación este corto con estas reflexiones de Jacinto Choza:
… los cambios siempre desconciertan, pero de todas formas los medios cognoscitivos y técnicos siempre aparecen en el momento adecuado y, además, en varios sitios a la vez. En varias culturas distintas a la vez y en varios cerebros individuales a la vez. Porque el logos, que es el conjunto de relaciones de los elementos reales entre sí, se cierne sobre todos los procesos reales entre sí, se cierne sobre todos los procesos reales, y va apareciendo según lo que la teoría de la gestalt llama «ley de la mejor forma» en la configuración real de los procesos inorgánicos, orgánicos y culturales, y en el escenario mental de quienes conviven con esos procesos y los perciben.
El lenguaje sabe más que nosotros, y el logos de lo real también. Podrá ser cierto que el hombre es el pastor del ser, que si lo sigue el ser lo lleva a buenos pastos o a su casa, que las ocurrencias felices y salvadoras que aparecen a la vez en algunas mentes singulares no relacionadas entre sí son como mensajes de la verdadera realidad al intelecto humano, como las noticias de los mensajeros que han llegado a lo que Platón llamaba la llanura de la verdad. Podría ser cierto que la matemática es una porque la naturaleza es una. Podría ser cierto que el ser conduce al hombre a través de la cultura» (Choza, 2013: 254)
Laurel y Hardy explicando lo inexplicable, dando una presunción de verdad a lo que necesita ser profundamente rectificado, suministran le certeza de la bondad de unos cambios que mejoren nuestra manera de pensar, no sólo en aspectos específicos o marginales, sino en en su orientación de fondo, en su raíz. Quizás anticipen en unos años lo que misteriosamente enunció Martin Heidegger y que sin duda se encuentra en el trasfondo de las palabras del profesor Choza:
El pensar se encuentra en vías de descenso hacia la pobreza de su esencia provisional. El pensar recoge el lenguaje en un decir simple. Así, el lenguaje es el lenguaje del ser, como las nubes son las nubes del cielo. Con su decir, el pensar traza en el lenguaje surcos apenas visibles. Son aún más tenues que los surcos que el campesino, con paso lento, abre en el campo» (Heidegger, 2006: 90-91).
C) (3) «That’s My Wife», 23 de Marzo.
Este corto resulta muy significativo para el interés central de nuestra investigación. En la entrega anterior ya hicimos alusión a los tres films en los que se veían las ideas de McCarey sobre el matrimonio y las reacciones inmaduras de los muchachos ante el compromiso matrimonial. Ahora vemos que en «That’s My Wife» se da un paso adelante en la clarificación.
En efecto, si en las obras anteriores las mujeres aparecían como interesadas, en esta, Mrs. Hardy (Vivien Oakland) se desmarca de este calificativo de modo expreso. El cartel de entrada advierte la situación: «La casa del Sr. Hardy pasó a ser menos y menos un hogar desde que el Sr. Laurel se juntó a la familia». Y a continuación se ve a Mrs. Hardy con gesto de ultimatum, vestida para salir a la calle. Se encara con su marido y dice mirando a Stan: «Él se dejó caer para estar cinco minutos y ha permanecido aquí durante dos años»/ «Es un sucio que come uvas en la cama»/»Él se va o me voy yo». Y hace ademán de irse.
El único argumento de Hardy para retenerla es crematístico: «El tío Bernal no nos dará un céntimo si tú te vas». Y Mrs. Hardy responde con toda dignidad: «¿Es que me importa el dinero?».
Por tanto no cabe aquí aludir al interés económico de la mujer para justificar la falta de armonía matrimonial de Oliver. Sin embargo, un gesto posterior introduce una cierta ambigüedad, que resta nobleza al gesto de pretendido desinterés de la esposa: sale rompiendo una maceta de un lado de la puerta… y vuelve para hacer lo propio con la del otro lado. Más que ausencia de afán económico, lo que parece que existe en la respuesta es rabia contenida, que ahora explota. No sabemos si el dinero que no le importa es aquél que puede percibir su marido, es decir, que prefiere no beneficiarse de él con tal que no lo haga su esposo.
Ella sale y Hardy hace un gesto de frustración. También más que pena, daño sentimental, experimenta rabia y comienza a arrojar objetos. Laurel le imita hasta que se pelean. Y paradójicamente, Laurel reproduce en primer persona la escena desarrollada por la esposa minutos antes y le dice a Hardy como reacción a un golpe suyo: «Precisamente por eso, o te vas o me iré». Hardy, atónito le replica: «¿Marcharme de mi propia casa?». Y Laurel con total coherencia concluye: «Muy bien, me iré yo».
McCarey describe de modo explícito, austero y eficaz hasta qué punto la relación entre Hardy y Laurel es un obstáculo para el matrimonio: la dependencia creada entre ambos constriñe hasta tal punto la libertad mutua que les impide poder desarrollar una verdadera relación matrimonial con una mujer, pues la siguen interpretando desde sus juegos. No es que la suya sea otra forma de matrimonio: es una mera relación de hecho que carece de proyecto y compromiso, y que actúa como un lastre, una rémora para ejercer la libertad que les permite desarrollar su personalidad.
Parece que el único interés de Hardy –o al menos el preferente– en estos momentos sea el de dar una apariencia de matrimonio para conseguir la herencia de su tío Bernal. Por ello, no tendrá el menor inconveniente en forzar a Laurel a que se disfrace de mujer para que simule ser su esposa.
A la hora justificar su aspecto estrafalario, Hardy tampoco vacila en presentar a Stan como una mujer poco agraciada, pero muy divertida. La mirada del tío Bernal no puede evitar un gesto de decepción, incluso de repugnancia. Para levantar el ánimo y salvar la situación invita al «matrimonio» a una cena con baile en un club. Laurel se resigna con su lloriqueo habitual: fingir la situación fuera de casa le parece ya un exceso insufrible.
El segundo acto del film transcurre en el referido club, y la farsa va en aumento. Un borracho coquetea con Laurel. Un camarero se cae varias veces sobre la bandeja, empapando su cara de puré o de crema. El tío pide a Hardy que enfrente al borracho con energía y para ello vierte el tazón de sopa sobre su cabeza. Un camarero ladrón, que acaba de robar a una cliente un colgante valioso, esconde su botín en la espalda de Laurel…
Para sacar el mismo de la espalda de Stan, Hardy y Laurel remedan tanto la escena de «His Wooden Wedding» (1925), en la que Charley Chase pretendía recuperar su anillo bailando de manera en extremo agitada con Gale Henry, como las escenas de «Liberty» en las que Laurel y Hardy buscan un lugar escondido para cambiarse los pantalones. Unas y otras situaciones dan lugar a posturas ambiguas y escandalosas que acaban con la paciencia del tío Bernal, que explota y les dice: «Abandono. Dejaré mi dinero a un hospital para perros y gatos».
Hardy le sigue hasta la salida, rogándole inútilmente. Con profunda nostalgia se lamenta con Laurel: «He perdido mi esposa y mi fortuna. ¿Qué será lo siguiente?». De nuevo McCarey prepara un «What next?», un «Todavía peor» (Gehring, 2005: 64–66). El borracho, que le estaba aguardando, se la devuelve arrojándole un tazón de sopa por la cabeza, mientras exclama: “Lafayette, aquí estamos». Laurel y Hardy esbozan una sonrisa como final.
La frase que antepone la esposa a la fortuna deja abierto el relato a una posible reconciliación. Cabe pensar que Hardy sólo estaba nervioso ante la expectación de ganar una fortuna, pero que tuviera algo más de sentido del matrimonio del que en esos momentos presentaba.
En cualquier caso, las ideas ya expuestas en la entrega anterior sobre la inmadurez ante el matrimonio del dúo Laurel y Hardy quedan aquí plenamente confirmadas (D’Agostino, 2002).
D) (4) «Big Business», 20 de Abril.
El primer cartel del corto introduce de modo sutil en la paradoja a la que se va a asistir (McKeever, 2000: 157–166): «La historia de un hombre que puso la otra mejilla. Y fue golpeado en la nariz». McCarey nos presenta con los muchachos un panorama inquietante: una sociedad en la que lejos de superarse la ley del talión («ojo por ojo…») con la ley de las bienaventuranzas («amad a vuestros enemigos… poned la otra mejilla»), más bien se apunta a la escalada de violencia: en la nariz un golpe hace más daño que en la otra mejilla.
Resulta imprescindible situar el contexto: Laurel y Hardy son vendedores a domicilio –la escala inferior del mundo del comercio–. Además venden un producto que no responde a necesidades básicas –árboles de Navidad– en un contexto poco propicio –California–. ¿Qué permite concluir todo ello? Que hay tanta lejanía entre el símbolo –el árbol de Navidad que se quiere vender– y lo simbolizado –el misterio de la Encarnación de Dios en Navidad como germen de una nueva humanidad–, como entre el panorama soleado de California y el habitual imaginario navideño, invernal y rodeado por la nieve.
La segunda lejanía es meramente anecdótica y probablemente constituye otro elemento paradójico: el clima de Tierra Santa se asemejaría más al de California que el del Norte de Estados Unidos. Pero la primera es la que resulta muy elocuente. Si la Navidad se traduce en acciones comerciales, lo que se espera de ella queda totalmente conculcado.
Laurel y Hardy son un caso extremo. Una vez más exhiben ampliamente su carencia de educación y habilidades para desempeñar mínimamente bien su trabajo: no saben vender. El primer encuentro con una posible cliente (Lyle Tayo), a cuya puerta llaman, es una antología del despropósito:
–Hardy: «¿Le gustaría comprar un árbol de Navidad?».
Negativa de ella.
–Hardy en una torpe insistencia: «Le gustaría a su esposo comprar uno».
–Ella, tímida: «No tengo esposo».
–Laurel, como si se tratara de un interrogatorio judicial: «Si tuviera un esposo, ¿compraría uno?».
Ella cierra la puerta visiblemente enfadada.
El marco interpretativo emerge con claridad: la venta a domicilio es una guerra que se realiza cuerpo a cuerpo, hasta vencer la voluntad del posible comprador. No es un mero ofrecimiento. Es una auténtica labor de persuasión, de seducción… en definitiva, de presión (Ballesteros, 2006). En tal batalla no es que esté admitido todo, pero como tal confrontación exige necesariamente un incremento de lo incisivo, cuando no abiertamente de la agresividad (Gehring, 2005: 46–47).
Este proemio sirve de encuadre para el posterior desarrollo. Un breve episodio en una segunda casa muestra la estrategia de defensa frente a la agresividad comercial. En ella un cartel advierte «Prohibido absolutamente vendedores a domicilio o representantes». Hardy hace caso omiso: “Es la personalidad la que gana”. Y cuando llama al timbre, sale por la puerta una mano y golpea con un martillo la cabeza de Hardy. Laurel le invita a marcharse: “Vamos, Personalidad”. Esto hiere el orgullo de Oliver, que lo vuelve a intentar y recibe otro martillazo. La invasión de la intimidad que producen los vendedores genera un exceso de atrincheramiento y desconfianza, un anonimato en las relaciones. Parece apuntarse que una sociedad no se puede estructurar de manera consistente sólo en torno al intercambio comercial.
Con esas coordenadas, el episodio central, la confrontación entre Laurel y Hardy y el dueño de la tercera casa a la que llaman (James Finlayson) es perfectamente inteligible, a pesar de su caricatura y su evidente desproporción. Probablemente se llegue aquí a la más estilizada expresión del «tit–for–a–tat», pero también con una nota diferencial: mientras los episodios de intercambio de golpes en los cortos anteriores estaban llamados a crear una cadena de reacciones, un comportamiento colectivo, aquí se tratará de un pugilato entre Finlayson y los muchachos. Los vecinos que acuden a verlo son espectadores asombrados, pero que guardan las distancias y no se contagian con la violencia. El policía (Tiny Sandford) tardará mucho en intervenir, limitándose a observar y tomar nota. La sociedad que se basa en el intercambio mercantil invita a la inhibición en los asuntos ajenos, especialmente cuando hay peleas… sobre todo si se puede disfrutar de ellas como de un espectáculo gratuito.
El punto de partida de la confrontación es casual. Finlayson dice rápidamente que no a la propuesta de los muchachos, pero como el árbol queda atrapado, vuelven a llamar. Sale de nuevo, y lo que queda atrapado es el abrigo de Laurel. Vuelven a llamar. Y cuando por fin pueden irse, Hardy concluye lo evidente: “No creo que quiera un árbol”. Pero Laurel tiene de nuevo una idea comercial genial (de “big business”, de ahí el título). Llama de nuevo y cuando sale Finlayson se la expone: “Podría tomar su encargo para el año que viene”. Cuando Laurel observa que el potencial cliente ha entrado en casa sin cerrar la puerta, exclama entusiasmado: “¡Es una venta!”. Hardy acerca el árbol presuroso. Pero Finlayson sale con unas podaderas y trocea en tres el árbol, metiéndose de nuevo en la casa con gesto desafiante.
Comienza así un combate de ritmo creciente, que no respeta la reciprocidad de la ley del talión (“ojo por ojo” significa limitarse a devolver el daño recibido), sino que busca superar la ofensa. Laurel y Hardy responderán sacando la navaja y despegando los números de la casa… y así hasta que ellos acaben casi destrozando la casa y Finlayson haga añicos el coche y todas las mercancías. Todo ello con el ritmo del “tit–for–a–tat” y de la “slow burn”. Se respetan sus turnos de brutalidad. Sólo en la fase final actúan ya de modo simultáneo y paralelo.
Ya me he referido a los vecinos que acuden en tropel a ver el espectáculo. Casi al mismo tiempo acude un policía, que detiene el coche y observa largo tiempo sin actuar. Cuando baja y contempla la destrucción de cerca, no hace nada por detenerla. Tan sólo cuando los muchachos advierten su presencia, detienen sus fechorías. A la pregunta de quién comenzó esto, todos responden con mutuas acusaciones, que finalmente se trasforman en llanto de arrepentimiento –que contagia al propio policía– y en un gesto de reconciliación chocándose las manos.
Lo que parecía un final feliz –demasiado dulzón– es sazonado por una nueva diablura de Laurel y Hardy. Laurel le regala un puro a Finlayson, deseándole una feliz Navidad. El policía sube al coche llorando, pero cuando observa que Laurel y Hardy ya se han apartado los pañuelos y sonríen con complicidad traviesa, entiende la falsedad de su arrepentimiento y sale corriendo tras ellos. Cuando a Finlayson le explota el puro, mira en dirección al policía que va tras los muchachos para sumarse a la persecución. Y el corto termina aquí.
El papel del policía expresa con claridad la poca presencia del bien común en el modo de funcionar la sociedad (Gehlen, 1993). No previene ningún mal. Toma nota de los mismos y busca responsables. Con la misma ligereza que ha permitido la violencia, acepta la reconciliación como un puro gesto sentimental sin reconocimiento del daño producido y sin voluntad de reparación. Basta el mero gesto emotivo de arrepentirse. Sólo cuando comprueba su falsedad reacciona de modo enérgico.
McCarey ironiza sobre un falso deseo de bondad que con frecuencia circula en Navidades, como una especie de vana hipertrofia de expresiones afectivas que sólo tienen un sentido ritual, pero que no impregnan la vida y mucho menos la trasforman. Es una secreta autocomplacencia, un deseo de quererse ver mejor de lo que se es en unas fechas muy concretas, un sobreentendido que pronto desmiente la vuelta a la normalidad hasta las Navidades siguientes.
La pregunta es si la actitud de Laurel y Hardy es mejor que la de Finlayson y el policía por parecer menos hipócrita, más sincera. Creo que McCarey respondería negativamente. En el policía y en Finlayson hay un fondo de humanidad, frágil, pero real. Laurel y Hardy se lo han pasado muy bien jugando a romper, y desean decir la última palabra en este modo de relacionarse. Su llanto sólo ha sido una estratagema para evitar el castigo. Pero no entienden que se pueda ser auténtico en el arrepentimiento, ni que expresarlo sinceramente sea una señal de una mayor calidad humana en la convivencia.
Si se compara lo que ha perdido cada uno, se ve que Finlayson ha sido más tocado en la intimidad. Los muchachos han arruinado su negocio. El dueño de la casa ha visto allanado y atacado su hogar. Finlayson comenzó su batalla leyendo una amenaza donde sólo había torpeza. Su defensa frente a los vendedores fue excesiva y equivocada. Laurel y Hardy aceptaron la declaración de guerra porque su manera de vender contaba con la práctica del asalto.
En una lectura de causalidad profunda, Laurel y Hardy son víctimas de un modo de socialidad en la que no se educa en el reconocimiento del otro (D’Agostino, 2002). Pero en la falta de sinceridad en su actitud de reconciliación son responsables de burlarse de los sentimientos del otro.
McCarey ironiza sobre la falta de densidad del sentimiento de querer ser más amigable y fraterno por Navidad, pero denuncia más fuertemente el cinismo que ni siquiera esto se plantea. Si lo único que une a la sociedad son argumentos estratégicos, los fundamentos de la misma están sobre arenas movedizas.
2. DE LA CONSOLIDACIÓN DEL MODELO AL LIGERO DECLIVE
Los tres cortos mudos restantes que se estrenaron en 1929 no tuvieron la misma fuerza expresiva que los que se acaban de comentar. Se puede considerar que el modelo consolidado comenzó a experimentar el declive, en la medida en que un producto de consumo como eran estos formatos –se proyectaban antes de las películas extensas de 8–9 rollos– podía legítimamente explotar más de una vez los hallazgos cómicos.
Por eso la expresión “ligero declive” es la adecuada, sobre todo si se los compara con los cortos que se producirán con las primeras apariciones del sonoro, en los que los efectos acústicos supondrán con frecuencia un lastre en la trama. La desenvoltura de la pareja en el cine mudo será más fluida y eso permitirá todavía a la trama unos matices que posteriormente serán más difíciles.
A)(5) «Double Whoopee», 18 de Mayo.
En este corto, en el que McCarey no aparece expresamente como supervisor, se desarrolla una carga simbólica muy superior a su fuerza narrativa. Es decir, la trama sencilla da pie a unas consideraciones humorísticas sobre las pretensiones de la nobleza europea en el contexto de la sociedad americana (Gehring, 2005: 54–56).
Un hotel en Broadway –»la calle de millares de emociones»– espera la llegada de un Príncipe europeo –Hans Joby, con una apariencia a lo Eric von Stroheim–. Pero cuando el mozo anuncia su presencia, se detiene delante de la puerta para que su primer ministro (Charley Rogers) sacuda con un cepillo su indumentaria color blanco inmaculado.
Esta circunstancia hace que Laurel y Hardy, que entran en el hotel en ese momento, sean tomados por el príncipe y su ministro, tanto por el director del Hotel (Willam Gillespie) como por el recepcionista (Rolf Sedan), hasta que entregan su carta de recomendación. En la misma se dice que se presentan los nuevos portero y mozo, lo mejor que se ha podido encontrar en tan breve espacio de tiempo. «Hay alguna razón para creer que ellos serán competentes».
McCarey diseñará con mucho oficio dos escenarios contrapuestos. Por un lado, las pretensiones de distinción del príncipe, escenificadas en un deseo de pulcritud, pero que se verá continuamente contrariado. Tres veces se cae por el hueco del ascensor, ensuciándose completamente y antes de la tercera recibe un tartazo –u otro cúmulo de comida–. Por otro, las travesuras de Laurel y Hardy que dan lugar a las habituales escenas de «tit–for–a–tat» de «reciprocal destruction». Y además, siempre que el noble recibe un atentado de esta naturaleza, los muchachos están implicados de manera indirecta e involuntaria: han sido ellos los que han llamado el ascensor, o los que han provocado el lanzamiento de la tarta.
El rechazo de las diferencias por estado social es un signo muy característico de la sensibilidad de McCarey, que representa perfectamente los deseos de construcción de una sociedad con una libertad igualitaria, en la que las oportunidades se abran a todos por medio de un trabajo. Sus críticas a las incoherencias de realización de este programa no le llevan en modo alguno, conviene subrayar, a desear la vuelta a una sociedad solapadamente estamental.
Laurel y Hardy representan con meridiana claridad esas incoherencias. Aunque son el último eslabón social, entre ellos rigen las mismas dinámicas de abuso: Hardy siempre se considera superior a Laurel, con derecho a todo lo suyo. Sólo la intervención de un policía (Tiny Sandford, una vez más) hace posible que no se apodere de la propina que Stan ha recibido. Y, por supuesto, cuando baje del coche la rubia despampanante (Jean Harlow), será Hardy quien desplace a su compañero y ofrezca sus servicios con una alambicada retórica muy expresiva: «Might I presume that you would condescend to accept my escortage?» / ¿Podría considerar que usted condescendería a aceptar mi escolta?».
La puerta del taxi le atrapa la falda y ella camina en ropa interior. Laurel advierte a Hardy del fiasco y éste obliga a Stan a quitarse la librea para que Harlow se tape. Pero cuando tras resistirse lo hace obligado, queda en ropa interior, porque no llevaba ni camisa ni pantalón por debajo. Tanto y tan escandaloso despropósito hace que sean expulsados del trabajo.
El modo en que los muchachos abandonan el hotel es un resumen de todo lo anterior: tras recibir el tartazo, el Príncipe protesta de que se va a quejar al Rey y a la Reina. Vuelve a entrar en el ascensor y se cae por el hueco. A continuación baja el ascensor y salen del camarín del mismo Laurel y Hardy vestidos de calle, abandonando el hotel. Han perdido el trabajo, pero la imagen de su dignidad permanece intacta. Todo lo contrario del príncipe, enfangado en la grasa del sótano del ascensor. «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lc 1, 52).
B) (6) «Bacon Grabbers», 10 de Octubre.
El siguiente corto supervisado por McCarey –aunque no sea recogido en los títulos de los créditos– recupera la temática de «Do Detectives Think?», 20 de Noviembre de 1927, presentando a dos detectives de la oficina del sheriff (Eddie Baker) abiertamente incompetentes: cuando Baker los busca con la mirada para encomendarles una misión, los descubre durmiendo entrecruzados en un banco; al entregarles la orden judicial de requisar una radio, recibirá de ellos todo una exhibición de sus torpezas con los objetos: enredos con el sombrero, pérdida del papel del oficio, desorden de la mesa para buscarlo…
Torpezas que siguen al subir a su automóvil y chocar con el camión de delante, cuyo conductor es un secundario habitual, Charlie Hall, o al conducir por la ciudad con continuas discusiones. Cuando llegan a la casa de Collins P. Kennedy (Edgar Kennedy), al que hay que requerirle la radio, las situaciones que producen los gags son de dos tipos. En la primera secuencia, la resistencia de Kennedy a darse por enterado de la notificación, lo que le llevará a huir continuamente de ellos. Cuando lo consiguen, la segunda situación será la de entrar en la casa para llevarse el aparato.
La intervención de un policía (otro secundario habitual, Harry Bernard) les permitirá finalmente hacerse con la radio. Pero cuando Kennedy salga y les provoque dándoles una patada, se enredarán en un juego de golpes, y darán ocasión a un nuevo episodio de reciprocal destruction: una apisonadora aplasta la radio. Kennedy se ríe de su mala suerte, hasta que aparece su esposa (Jean Harlow) con el recibo de que por fin ha podido pagar la factura del aparato. Los muchachos ahora se ríen burlonamente de él, hasta que la misma apisonadora acaba con su coche.
El corto es, por tanto, de trama sencilla e incide en la mutua destrucción, en la simpleza de Laurel y Hardy, y en las continuas pugnas y humillaciones entre ellos, temas recurrentes en su humor. No alcanza la lectura humorística, irónica o crítica de otras colaboraciones entre ellos y McCarey. El plano inclinado descendente de la creatividad se está insinuando. La finalización de la colaboración comienza a vislumbrarse.
No obstante, tiene algunas aportaciones que no deben dejarse pasar. Emparenta con «Big Business» en su alusión al empobrecimiento de la convivencia que se medie sólo por relaciones de intercambio. El personaje de Kennedy es análogo a los vecinos de aquel corto, atrincherados en la defensa de sus pequeñas propiedades, sin más calidad humana en la relación. Una cultura empobrecida. Como ha señalado Yepes Stork:
cultura es, por ejemplo, saber hablar, o dar la bienvenida al que llega, tener gestos corteses con él, darle un apretón de manos, y no darle un golpe, ni cerrarle la puerta en las narices. La «mala educación» es incultura, barbarie y fuerza bruta» (Yepes Stork, 1996: 326).
El personaje de Kennedy es un verdadero epítome de todo ello.
Frente a ello, la fugaz presencia del personaje de Harlow, con su alegría por haber cumplido con sus obligaciones, permite volver a considerar la función que McCarey otorga al rostro femenino, que lo emparenta con los escritos del filósofo ya aludido en este blog, Emmanuel Levinas:
esta alteridad de lo femenino no consiste en una simple exterioridad como la de un objeto. Tampoco es consecuencia de una oposición de voluntades. El otro no es un ser con quien enfrentarnos, que nos amenaza o quiere dominarnos… Todo su poder consiste en su alteridad. Su misterio consiste en su alteridad… Mientras que el existente se realiza en lo «subjetivo» y en la «conciencia», la alteridad se realiza en lo femenino» (Levinas, 1993: 130–131).
C) (7) «Angora Love», 14 de Diciembre.
Este es el último corto sin sonido en el que McCarey realizó tareas de supervisión. A diferencia del anterior se puede observar que la trama es un tanto surrealista. Esto permite y potencia una lectura del mismo que presenta conexiones menos predecibles y, en cierto modo, lo emparenta con «Wrong Again», trasladando la función que el caballo Blue Boy realiza allí a una cabra, a la que el título –que no el desarrollo del film– parece designar como Angora.
Laurel y Hardy aparecen como unos desocupados irresponsables, que gastan su último dinero en dulces, y a los que se pega una cabra que se ha escapado de la tienda de mascotas de Mr. Caribeau (Charley Young). Temerosos de ser acusados de «secuestro» de la misma y convencido Hardy de que las cabras traen mala suerte, hacen diversos intentos de huida, sin éxito alguno. Finalmente, el primer acto del film concluye con una caída de Hardy en uno de esos socavones de barro que cubren el cuerpo entero, recurso habitual de McCarey.
En el segundo acto, más extenso y disparatado, la tensión cómica procede de que han escondido la cabra en la pensión/hotel en que viven, cuyo dueño está interpretado por Edgar Kennedy. La habitación de los muchachos está justo encima del modesto hotelero que cuando les llama la atención para que estén a tono con la honorabilidad del establecimiento, lo hace desde el dintel de la puerta de la habitación… y se ve en el fondo a un marino despidiéndose de una señorita que se empolva… No se puede insinuar la ironía con menos recursos.
Tras múltiples despropósitos –la cabra se come el papel pintado o la paja del relleno de los sillones; Laurel hace ruido con unos ejercicios con tiras elásticas; meten la cabra bajo de la cama para disimular su presencia al dueño de la pensión; la intentan bañar para que no huela tan mal; se pelean con cubos de agua…–, un policía detiene al dueño del establecimiento atribuyéndole el rapto de la cabra y se lleva también el animal.
Cuando Hardy confiesa a Laurel que no quiere ver más cabras en su vida… tres cabritillos salen de debajo de la cama.
Esta última escena permite reinterpretar mejor todo el corto. La cabra representa el mundo de los animales domésticos, con los que el hombre a lo largo de la historia ha ido entendiendo la domesticación como una prolongación de la naturaleza en el ámbito humano, una inclusión del mundo animal en su hábitat cultural. (Choza, 2013). Los animales domésticos son un producto de la técnica mediante la cual el ser humano ha ido completando la naturaleza, poniéndola al servicio de sus necesidades sin violentarla. Laurel y Hardy son hijos de una ciudad en la que el cemento, las aceras –los socavones– y los edificios no permiten ya esa conexión con lo natural de modo tan directo. La cabra es un acontecimiento de ruptura, y sus crías una advertencia de la dinámica propia de la vida.
Atrapados en lo artificial, Laurel y Hardy viven en su mundo, al parecer alejado de cualquier responsabilidad. Por unos días, la cabra les permite salir algo de sí mismos. Y cuando la liberación de la cabra puede implicar el retorno a sus círculos viciosos, los cabritillos suponen una nueva oportunidad. Se trata de una indicación que hoy recibimos con especial pertinencia. Como señala Lluís Duch:
En el momento presente, la naturaleza ya no se limita a ser el entorno exterior y neutro de la vida humana, sino que es algo que íntimamente forma parte de la existencia humana como tal porque, de una manera u otra, existe un innegable «aire de familia» entre el ser humano y la naturaleza (Duch, 2015: 138)
Conviene añadir que, en esa relación con la cabra y lo que significa, Laurel y Hardy no están al mismo nivel. La cabra manifiesta apego hacia Laurel, y es Hardy el que arguye al principio que traen mala suerte, y al final que no desea volver a ver una cabra más en su vida. En cambio Laurel se siente halagado de que parezca gustarle a la cabra y sonríe feliz a la presencia de los cabritos. Su mayor sencillez le hace más empático con el mundo animal.
¿No existe una alianza real entre los más humildes y la naturaleza? ¿No son ellos los que más sufren como propios estos problemas? No otra cosa parece señalar el Papa Francisco con insistencia, tal y como recoge su última Encíclica: “el deterioro del ambiente y de la sociedad afectan de un modo especial a los más débiles del planeta» (Francisco, 2015: 34). Citando a la Conferencia Episcopal Boliviana, añade:
Tanto la experiencia común de la vida ordinaria como la investigación científica demuestran que los más graves efectos de todas las agresiones ambientales las sufre la gente más pobre (Francisco, 2015: 34).
3. LOS VESTIGIOS DE LA COLABORACIÓN EN LOS CORTOS SONOROS DE LAUREL Y HARDY
En su entrevista con Peter Bogdanovich, McCarey le confesó que fue la llegada del sonido lo que definitivamente marcó el final de su colaboración con Laurel y Hardy:
«¿A Laurel y Hardy les disgustó la llegada del sonido? ¿O se adaptaron con facilidad?
No. No sabía hablar ninguno de los dos. Fue entonces cuando les dejé.
¿Se alegró al hacerlo?
No, sufrí mucho. Les debo gran parte de mi éxito, y nada podría compararse con esa experiencia. Todas las ideas eran nuevas y originales. El éxito de esas películas me permitió labrarme una reputación, dirigir largos y, en cierto modo, ascender en el escalafón (Bogdanovich, 2008: 23)
Los primeros films sonoros de Laurel y Hardy se vieron dificultados no sólo por lo que alude McCarey, sino también por las complicaciones técnicas que captar el sonido conllevó para la filmación: las cámaras al ser mucho más pesadas perdían versatilidad, por lo que obligaban a que las escenas fueran más estáticas.
A los efectos de nuestra investigación se hará alusión de aquellos cortos que, aunque fueran ya de la época del sonido, recogen todavía indicaciones en la que es reconocible la huella de McCarey.
3.1 LOS CORTOS SONOROS DE 1929
A) (1) «Unaccustomed As We Are» («Hogar dulce hogar»), 4 de Mayo. (T4)
Las dificultades con el lenguaje hablado son patentes en un corto que para nuestra investigación tiene mucho interés, pues la temática es de conflictividad matrimonial.
Se contrapone la relación entre Hardy y su esposa (Mae Busch) a la de sus vecinos, el policía Kennedy (Edgar Kennedy) y su esposa (Thelma Todd). Mientras este segundo matrimonio parece ejemplar, el primero experimenta una crisis por la negativa de Mae a invitar a comer a Stan. A diferencia de los cortos mudos, Hardy no impone la presencia de su amigo, sino que se lo pide a su esposa de un modo cortés. Es ella la que reacciona de modo airado y abandona el hogar.
En cambio los Kennedy, a raíz del modo de hablar de Thelma Todd, parecen un matrimonio ejemplar. Al abandonarle su esposa, Hardy intentará hacer la comida y aceptará gustoso el ofrecimiento de ayuda de su vecina. La mala fortuna hará que se le queme la ropa con la llamarada de los fogones y que se quede en ropa interior.
Esta situación muestra una primera fisura en la confianza entre los Kenendy. Cuando oye que ha llegado a su casa su marido, oficial de policía, ella se pone nerviosísima y renuncia a explicarle la verdad, consciente y temerosa de que no le entendería. Cuando Hardy va a insistir en ello, escucha la llegada de su mujer que se ha arrepentido y quiere regresar al hogar. También, lejos de explicarle la verdad, opta por esconder a Thelma en un baúl.
Para poder sacar el cofre de su casa, Hardy simula que no perdona a su mujer y que se va de crucero. Ante los llantos que esto le produce a la esposa rechazada, Kennedy interviene acudiendo a la casa a poner paz. Pronto intuye que en el baúl hay una mujer escondida, por lo que acepta que lo lleven a su casa, dispuesto a provechar la ausencia de su esposa para darse un contento Sin embargo, Thelma, que escucha todo desde el baúl, aprovecha un momento de ausencia de su marido para salir del mismo, ponerse una bata y afearle enojadamente sus planes aventureros.
Kennedy vuelve con el ojo morado a casa de Hardy y le cita en el pasillo para ajustarle las cuentas. A continuación intenta hacer lo propio con Laurel, pero en ese momento su mujer abre la puerta y le arrea un sartenazo. Hardy oye el ruido y ve cómo su amigo se marcha victorioso, simulando haber vencido al policía… pero quitándose rápidamente de en medio.
El relato eleva la madurez de los muchachos con respecto a los cortos mudos de contenido matrimonial. Hardy es respetuoso con su mujer, y Laurel procede del mismo modo. El arrepentimiento de la esposa de Oliver confirma este proceder. E incluso, en la comparación con los Kennedy, los Hardy salen reforzados en la sinceridad en su relación.
Sin embargo, dado el envaramiento que la aparición del sonido inflige en los actores se pierde fluidez y, con ella, un sentido de autenticidad. Más bien el peso narrativo de la descripción del conflicto bascula en los Kennedy, con el añadido de la mayor calidad interpretativa de Thelma Todd con respecto a Mae Busch.
Con todo, el matrimonio como rematrimonio (Cavell, 1981), como compromiso por superar obstáculos que puedan separar a la parejas, está aquí claramente indicado y supone un precedente de lo que McCarey desarrollará con maestría en sus largometrajes.
B) (2) «Berth Marks», 4 de Junio.
Las dificultades de expresividad con el medio sonoro se ven aquí agravadas. El corto resulta muy estático en su concepción y, en la narración, los ejes vienen representados por recursos muy usados por el dúo: el tit–for–a–tat generalizado –aunque en este caso por primera vez sin la participación de Laurel y Hardy– y sus múltiples golpes y discusiones en la tarea de acomodarse en la litera de un ferrocarril (de ahí el título).
Comienza la narración con las dificultades de Stan y Ollie para encontrarse en la estación de ferrocarril y localizar el tren que les tiene que llevar a Pottsville. En su precipitación y con las prisas pierden las partituras que llevaba Laurel en la mano, metidas en una carpeta. No obstante, se consideran a sí mismos las mayores estrellas de vaudeville del momento, tal y como se lo manifiestan al revisor del tren, quien les dedica una mirada más que escéptica. Por supuesto, Ollie es el director del grupo, formando por él y Stan.
Mientras buscan su litera, pasan por sendos coches camas en los que alteran a las mujeres que ya duermen en ellos. Como consecuencia de este susto y de esta invasión de la intimidad, el marido de una de ellas rasga como venganza la chaqueta de un hombre que se encuentra en el pasillo. Comienza así el referido tit–for–a–tat que los muchachos provocan sin participar y que dura toda la película. Intermitentemente se van mostrando imágenes del mismo.
Cuando Stan y Ollie llegan a la litera encontrarán todo tipo de dificultades –primero para subir, luego para acomodarse y finalmente para desvestirse–, todas ellas agravadas por el contrabajo que acarrea Stan. De tal modo que, cuando lo consiguen, están llegando a Pottsville, y se apean en la estación a medio vestir. Para colmo, Laurel se ha dejado su instrumento musical en el tren, lo que provocará la ira de Ollie, que le persigue lanzándole piedras.
A pesar de ser sonoro, el corto es muy visual y se nutre de gags ensayados durante la época silente. Produce, sin embargo, una clara conmiseración el contraste entre la imagen que los muchachos tienen de sí mismos y la realidad que ven los demás. Resulta patente ante la reacción del revisor cuando se presentan a sí mismos como «big–time vaudeville stars», o sobre todo, cuando el mozo, en lugar de limpiar sus zapatos, visto lo agujereada que está la suela, los lanza por la ventana. Y si se compara la dignidad con la que aparecen vestidos y equipados al principio del corto y la semidesnudez y penuria del final, todo resulta de lo más elocuente.
En medio de tanta fragilidad es precisamente su esperanza infantil lo que les hace hasta casi invulnerables, o con una descomunal capacidad de reconstrucción. Son como niños, que no perciben toda la dimensión que tiene la contradicción y el fracaso porque se dejan llevar por una confianza en que la vida les sacará de allí de alguna manera. Por eso, pueden terminar peleando sin más preocupación. Así, tanta negatividad no tiene trazas de noche cerrada, sino de claridad de un amanecer que en cualquier momento puede llegar a ser plenamente luminoso.
C) (3) «Men O’War» (“Hombres de mar»), 29 de Junio.
Se trata del primer corto con sonido filmado mayoritariamente en exteriores, lo cual da cuenta del rápido aprendizaje de la industria para ir sorteando las dificultades de la cámara que incorpora el sonido. En él se observan múltiples elementos de actualización de materiales, ya utilizados por McCarey, bien fuera con otros actores, bien con ellos mismos.
Entre los primeros destaca que la escena en la que los muchachos comienzan a intimar con las chicas, Anne Cornwall y Gloria Geer, y creen que han encontrado una ropa interior suya, cuando en realidad ha caído de la cesta de una lavandera. Un recurso así ya hemos comentado como lo ejercitó en la comedia de Max Davidson «The Boy Friend» de 10 de Noviembre de 1928.
La invitación a las muchachas –sin tener dinero y exigiendo a Laurel que se abstuviera de consumir– aparece en “Should Married Men Go Home?» de 8 de septiembre de 1928. Pero cambia el final. En lugar de empeñar el reloj, Laurel tiene la fortuna de sacar el primer premio de la máquina tragaperras, lo cual facilitará el desarrollo posterior.
Pero la trama general es parecida a «Two Tars» de 3 de Noviembre de 1928. Dos marinos que en su día libre congenian con unas chicas a las que quieren impresionar. Después de la referida invitación a tomar un refresco, en el puesto de bebidas de James Finlayson, se desarrolla la parte más original. El propio Finlayson alquila botes para remar por un lago y los muchachos invitan a sus nuevas amigas a dar un paseo.
Allí son incapaces de remar con una dirección fija, y van dando vueltas sobre sí mismos. Cuando por fin lo consiguen, choca contra ellos otro canotié (Charlie Hall), quien además pretende que las muchachas se vayan con él. Esto desencadenará una pelea, con el consabido tit–for–a–tat que implicará a otras embarcaciones, ante los intentos desesperados de Finlayson por controlar la situación desde la orilla. Todos irán subiendo a la canoa de los muchachos, poniendo en riesgo su línea de flotación. Del mismo modo, el número de embarcaciones que chocan con ellos y de tripulantes que caen al agua no deja de aumentar.
Finalmente, Finlayson advierte a un policía (otra vez Harry Bernard) de lo que pasa, e intentan acercarse a la embarcación, no sin antes caer ellos mismos al agua. Se aproximan nadando, y cuando suben para poner orden, la canoa se hunde y el film termina.
Análoga ironía a la que desarrollaba McCarey en «Two Tars» sobre los marinos en tierra se hace aquí presente. Su inadaptación a la vida civil se muestra hasta en su incapacidad para remar adecuadamente. Tampoco queda mejor parada la actuación policial. No hace falta insistir en que se trata de críticas que no buscan el cuestionamiento de las instituciones, sino el hacer patente que no hay institución social ni autoridad política que pueda sustituir la responsabilidad de las personas por educarse y contribuir a un bien común, que sea verdaderamente potenciador de lo mejor de la personalidad.
D) (4) «A Perfect Day» («Un día de campo»), 10 de Agosto.
En este corto ya se ve, como en el anterior, más fluidez en la actuación de Laurel y Hardy. Quizás también influya que la dirección corriera a cargo de James Parrot, el hermano de Charley Chase, con el que McCarey compartía múltiples códigos de actuación tras la cámara.
Se refleja un cuadro familiar, probablemente con los matrimonios mejor avenidos que han presentado las películas de los muchachos. Kay Deslys es Mrs. Hardy e Isabel Keith, Mrs. Laurel. Ésta última es retratada como una mujer particularmente cabal, que cuando Stan y Ollie se pelean les insta al perdón y a la reconciliación, con una motivación religiosa, aunque nada denote que sean familias judías: es sábado, día de paz.
La familia se complementa con el tío Edgar (Edgar Kennedy), quien aparece con un pie vendado por un ataque de gota, circunstancia que será ocasión para que reciba todo tipo de golpes dolorosos en él.
El centro de la trama es la organización de un día de picnic, contra el que surge todo tipo de dificultades, a pesar de la ilusión de las esposas. Tendrán que convencer al tío Edgar, para que, quedándose en casa, no les obligue de modo indirecto a variar los planes. Los muchachos tropezarán y tirarán varias veces los bocadillos que han preparado. El perro de la familia morderá el vendaje del tío Edgar. A pesar de todo, en el cuadro siguiente aparecerán ya las familias completas en el coche, dispuestas a marcharse.
Pero tras unos reiterados saludos a los vecinos para anunciarles el plan y despedirse, la primera dificultad procede de un pinchazo y el cambio de la rueda, a la que se añadirán nuevos percances contra el pie de tío Edgar. La segunda, de no quitar el gato y no poder arrancar el coche. La tercera, de que Hardy iracundo, arroja el gato y le rompe a su vecino de al lado (Baldwin Cooke) el cristal de una ventana. Cuando su esposa (Lyle Tayo) le entregue el objeto agresor comenzará un episodio de tit–for–a–tat con los muchachos, en claro contraste con la amabilidad que se habían venido mostrando hasta el momento.
La dinámica de mutua destrucción se detiene cuando Laurel y Hardy ven pasar a un ministro –puede ser un sacerdote o un pastor– y se vuelven a meter en la casa, bien para borrar la mala imagen que estaban dando, o bien porque fueran a faltar al oficio religioso por irse de picnic. La cuestión queda abierta, como también la adscripción eclesial de la familia. Pero el dato de que una intervención de corte religioso acabe con la violencia es algo que queda expreso y es una novedad con respecto a las otras películas de los muchachos.
La cuarta dificultad procede de un gesto nuevo, muy en la línea del humor del dúo: antes de que pasara el ministro, se habían quitado las chaquetas para pelear mejor. Pero ahora al ponérselas, las han intercambiado. En su intento de ponérselas rápidamente cometerán los errores infantiles de mezclar las mangas, retrasando así la marcha, pues se las ponen y se las quitan varias veces, ante la insistencia dulce y maternal de Mrs. Laurel de que se apresuren.
La quinta resultará de una avería en el motor, en la que Hardy solicitará a Laurel ayuda en una frase que llegará a hacerse tópica en sucesivos films: «¿Por qué no haces algo por ayudarme?» Tras diversos percances y por pura casualidad el coche arranca. Pero nada más girar la primera curva caen en un socavón con barro (como el de «All Wet» de Charley Chase). El día perfecto termina en un completo desastre.
Como ya he advertido, a lo largo de este cortometraje se asiste a la relación matrimonial más armónica de los muchachos. Pero con una modulación: mientras la docilidad de Laurel y la dulzura de su esposa siempre muestra entendimiento, la agresividad de Hardy y sus pretensiones de dominio le llevan a lanzar en ocasiones miradas ásperas contra su esposa. Se trata de una posibilidad de diferenciación que McCarey no explora más, pero que deja abierta una interesante perspectiva: la correlación entre humildad y solidez en el matrimonio.
E) (5) «They Go Boom!» («Un catarro de consecuencias»), 22 de Septiembre.
También dirigido por James Parrot, se trata de un corto de habitación cerrada, casi claustrofóbico. La narración gira en torno a dos ejes: Hardy, aquejado de un fuerte resfriado, pide empatía y ayuda a Laurel, quien muestra mucha torpeza en prestársela. Las situaciones de desastre generan un caos creciente, que culmina con el estallido del colchón de la cama, que se ha ido llenando de gas de manera incontrolada y así destruye la estancia, para desespero del dueño de la pensión, un secundario habitual, Charlie Hall.
El cartel, que cuelga sobre la cama de la pensión que comparten, contiene una máxima que difícilmente ellos pueden vivir en primera persona, pero que constituye una invitación al público: «Sonríe en todas circunstancias».
Aunque el medio es sonoro, los recursos son en su mayor parte visuales: la persiana que se sube, la cañería que se pincha y sale agua, los remedios contra la tos, la cataplasma, el inflado del colchón… Todo está llevado con un ritmo encomiable, pero el entretenimiento no parece apuntar metas más altas, no tiene otras indicaciones de las que McCarey con frecuencia gustaba usar, añadiendo profundidad a la trama.
La mayor novedad se puede encontrar en la demanda de simpatía (empatía diríamos actualmente) de Hardy con respecto a Laurel. Aunque se trate de una petición de cumplimiento prácticamente imposible por la simpleza de Stan, sí revela algo que probablemente nos muestre el deseo de McCarey de acceder a otro tipo de cine.
El mundo interior de los muchachos en un contexto limitado, infantil, en el que introducir un excesivo refinamiento del registro sentimental alteraría las coordenadas de su humor. Pocas veces los muchachos intercambian gestos de misericordia, de mutua compasión. McCarey tuvo que esperar a «Going My Way» (1944) para representar así los cuidados del Padre O’Malley (Bing Cosby) con respecto al anciano Padre Fitzgibbon (Barry Fitgerald). Lo que entonces ya se pudo desarrollar no cabía en el formato de un corto de Laurel y Hardy. Pero bien se mostraba aquí su oportunidad. No hay una relación verdaderamente humana si no se cultiva una disposición hacia la ayuda.
F) (6) «The Hoose–Gow» («Un año a la sombra»), 16 de Noviembre.
También dirigida por James Parrot, tiene mucho de puesta al día de «The Second 100 Years», 8 de Octubre de 1927. Al igual que en ese cortometraje, Laurel y Hardy no son delincuentes peligrosos. Son personas marginales que no se pueden librar de que se les vincule con el entorno carcelario. El sentido social que se percibía en aquel film continúa plenamente en éste. Pero así como en la película de 1928 Laurel y Hardy están plenamente identificados con los hábitos carcelarios, aquí parece su primera estancia en prisión, por lo que todo lo viven como novedad, sin aprendizaje previo, lo que les hace más frágiles.
La vulnerabilidad de los muchachos genera solidaridad en los otros presos, especialmente en uno que continuamente les asesora para que escapen, lo que estarán a punto de conseguir muchas veces sin éxito.
La visita del gobernador (James Finlayson) al campo de trabajo de presos que regenta Tiny Sandford, será ocasión para dinámicas de tit–for–a–tat que adquieren aquí un profundo sentido igualitario. Ante el barro que mutuamente se arrojan, las barreras entre carceleros, internos y dirigentes políticos desaparecen. Los muchachos intentarán aprovechar la confusión para escapar. Pero serán una vez más descubiertos y fracasarán. Les espera como mínimo «un año en la sombra» -título de este corto- , si no “los primeros cien años» -título de la película de 1927.
3.2 LOS CORTOS SONOROS DE 1930.
Aunque para entonces, para esta fecha de estreno, Leo McCarey había dejado los estudios de Hal Roach, algunos cortos se habían preparado estando él como supervisor, por lo que haré una mínima referencia a los mismos, que en muchos casos tienen versiones en otros idiomas. Sólo me fijaré en aquellos aspectos que presentan una fácil vinculación con los temas de McCarey.
A) (1) «Night Owls», 4 de Enero (12); (2) «Ladrones» (versión española ), 7 de Enero.
Resulta una película muy interesante, eco de muchas de las preocupaciones de McCarey. Ante la escalada de robos, un policía, el oficial Kennedy (Edgar Kennedy), recibe la reprimenda de su jefe por su ineficacia en detener a los culpables. Para evitar ser despedido fuerza a dos vagabundos, Laurel y Hardy, a que roben en casa de ese mismo jefe, para él poder marcarse la heroicidad de evitarlo. Los muchachos aceptan pensando que el policía les evitará cualquier circunstancia negativa que de ello se pudiera derivar. Proverbial inocencia y pasmoso abuso.
El plan se frustrará y al final será el policía el detenido y los muchachos podrán escapar, más claramente en la versión inglesa que en la española –más extensa–. En esta última, también huyen, pero se meten sin darse cuenta en el coche del jefe de policía que acaba cayendo a un lago.
Basta con apuntar que Laurel y Hardy son víctimas de los intereses inconfesables de algunos policías. El tema de la vulnerabilidad de los más débiles ante los abusos del poder ya había sido tratado por McCarey en multitud de ocasiones.
B) (3) «Blotto», 8 de Febrero; (5) «La vida nocturna» (versión española), 19 de Abril.
En este film se vuelve al tema del casado que se quiere ir de juerga con su amigo soltero, y la actitud arpía de la esposa que se niega. La única diferencia es que el casado es Laurel y el juerguista Hardy. Se desarrollan mucho los números de cabaret y, tanto en la versión en inglés con Anita Garvin como en la versión española, la mujer aparece en exceso caricaturizada, lo que le resta fuerza expresiva al conflicto matrimonial. Da la impresión de que se trata de un préstamo de tramas anteriores, del que sólo se conservan las manifestaciones más epidérmicas de la tensión conyugal.
(4) «Brats», 22 de Marzo.
La originalidad de la misma está en el planteamiento: Laurel y Hardy hacen de padres de sí mismos, pues los personajes de los hijos son ellos en miniatura. El carácter infantil de los muchachos en el papel de padres queda así subrayado, pues con frecuencia el paralelismo en la actuación con los hijos es completo.
Quizás, por ello, fuera del chiste inicial, resulte la reiteración del gag en exceso evidente, y pierda el elemento sutil tan necesario en el humor de calidad. También la ausencia de otros personajes que no sean los muchachos hace que el cortometraje resulte algo claustrofóbico. Las esposas y madres tan sólo son aludidas. La imagen final de la casa inundada por haber dejado los grifos abiertos representa adecuadamente lo insalubre de los espacios cerrados y autorreferenciales.
C) (6) «Below Zero», 29 de Abril.
Es un corto con un componente más amargo de lo habitual en el dúo. Por ejemplo, en la escena inicial no reciben ningún donativo como músicos callejeros porque están ante una escuela de personas con discapacidad auditiva o intelectual –el cartel no emplea estas expresiones, sino otras de la época menos respetuosas–. Un falso ciego recoge una moneda del suelo. Una mujer forzuda (Blanche Payson), iracunda por haber recibido una bola de nieve que les atribuye, les rompe los instrumentos. Se encuentran una cartera y un ratero se la quiere quitar. Un policía (Frank Holliday) les protege y, en agradecimiento, le invitan a cenar. Pero resulta ser el dueño de la cartera y, cuando se entera de su acción, paga su cuenta y pide al encargado del restaurante (Tiny Sandford) que les dé un escarmiento…
Aunque la historia se atribuya a McCarey, su modo de desarrollarse no parece estar próximo a la sensibilidad del director, que en esos momentos ya inspeccionaba nuevos escenarios creativos.
E) (9) «Hog Wild», 15 de Noviembre; (7) «Radiomanía» (versión puertorriqueña), 19 de Julio; (8) «Pêle–Mêle», (versión francesa), 31 de Mayo.
La versión original en inglés vio retrasado su estreno por incorporar innovaciones. Es el último corto de Laurel y Hardy que se vincula con McCarey. El centro de la narración es la relación de nuevo de Hardy con su dominante mujer, y el papel de su amigo soltero, Laurel.
El equilibrio de fuerzas es mayor que en «Blotto», por ejemplo. Hardy aparece al principio como un despistado exagerado, que pregunta por el sombrero que lleva puesto. En ese momento, su mujer (Fay Holderness) reacciona con paciencia y buen humor. Pero, cuando se empeña en que ponga la antena de la radio en el tejado, actúa con una total exigencia y rigidez (Gehring, 2005: 51–54).
Cuando Hardy encima de una escalera es llevado por Laurel en el coche por accidente, la mujer los sigue y parece que llora por el peligro que está pasando su marido. Pero, en realidad, confiesa que lo hace porque no ha conseguido poner la radio a funcionar. Hardy mira a la cámara con su perplejidad característica.
Se trata de un buen final para la colaboración entre el director y los muchachos. Una muestra tanto de un estilo inconfundible de plantear el humor, como de la necesidad de McCarey de profundizar en una línea más narrativa algunos de los temas que sólo quedaban apuntados en estos cortos.
4.- EL PARALELO FEMENINO DE LAUREL & HARDY: ANITA GARVIN & MARION BYRON
Un contrapunto interesante, aunque poco estudiado, para valorar la creación y el moldeado del dúo Laurel y Hardy por parte de McCarey es el intento de crear el dúo Anita Garvin y Marion Byron, a instancias de Hal Roach en 1928 (Johnson, 2012) (Drössler, 2012). Sin duda se trata de una experiencia fallida, pues no superó las tres producciones. Pero, como se ha podido comprobar, el modelado de la pareja Laurel y Hardy llevó mucho más que tres cortometrajes. Que no se perseverara con este proyecto no significa necesariamente que careciera de valor.
Desconozco las razones históricas que llevaron a ese desistimiento. Me limitaré a describir a grandes trazos las aportaciones de cada una de ellas, los tanteos de caracterización de dúo que se produjeron y las consecuencias que se pueden sacar para la visión de McCarey sobre las relaciones humanas, el matrimonio y la familia, interés preferente de nuestra investigación
A) «FEED ‘EM AND WEEP», 8 de Diciembre de 1928 (Johnson, 2012) (Drössler, 2012)
Supuso la primera aparición del dúo, en una comedia de Max Davidson, en el que éste hace el papel del dueño de una cantina de estación que tiene que servir cien comidas a los participantes en una convención de diseñadores de pantalones. Al no tener personal suficiente, solicita a una agencia de colocación unas camareras. La respuesta que obtiene es que todas las profesionales están comprometidas, pero que le puede enviar dos jóvenes que aspiran a hacer carrera en Hollywood, nada más y nada menos que sustituyendo a Mary Pickford y a Gloria Swanson. Son lo mejor que puede enviar.
Se trata de una presentación muy semejante a la que en muchos cortos –p. ej. en Double Whoopee (1929)– se hace de Laurel y Hardy. Pero así como en el caso de los muchachos se subrayaba su escasa preparación, aquí se pone de relieve su capacidad de ensoñación, los pájaros que revolotean en torno a la cabeza de las jóvenes.
La caracterización del dúo es casi una copia de Laurel y Hardy. La diferencia gordura/delgadez es sustituida por talla alta/talla baja, para lo cual Anita va siempre con tacones y Marion con zapato plano. La alta, Anita, es la que se pretende lista; la pequeña, Marion, la simple. El rostro aniñado y los ojos enormes de Byron lo favorecen.
Su presentación en escena responde a esas mismas premisas: Anita manda, pero es tan torpe como Marion, y ambas presentan la misma facilidad que Laurel y Hardy para tropezar e irse de bruces.
En el restaurante formarán un trío de despropósitos con Davidson, continuamente cayendo y arrojando comida sobre los clientes, funcionando de manera estresada por las continuas urgencias del conductor del tren, Edgar Kennedy. Marion, además, experimenta la humillación de que se le deslice la falda, primero un poco y luego totalmente, quedando en ropa interior y siendo el hazmerreir de los comensales. Finalmente Anita y Marion se enfrentarán generando una dinámica de tit–for–a–tat, hasta que los viajantes vuelvan al tren, con los mismos aires de estampida con los que bajaron del mismo.
En este primer intento la caracterización es casi la de una copia literal de Laurel y Hardy. Y sin embargo, aportan matices diferenciales. Ni su simpleza es tan extrema, ni sus movimientos son tan torpes. También muestran mayor capacidad de empatizar con el contexto, sin trasladar de manera un tanto inconsciente pero sutilmente impositiva su propio mundo, es decir, ese autismo compartido que muchas veces Laurel y Hardy parecen exhibir. Y sobre todo, la belleza del rostro femenino de ambas trasladaba una mayor ternura en cada uno de sus gestos, impidiendo que la pura mecánica del movimiento concentrase el mensaje, o rebajase su humanidad.
B) «GOING GA–GA», 5 de Enero de 1929 (Drössler, 2012) (Johnson, 2012).
Para Johnson (2012) se trata de un corto muy extraño, que debía proceder de un rechazo de Laurel y Hardy. No comparto esta hipótesis. Me parece más ajustado mostrar que lo femenino de Marion y Garvin aporta mucho más a la narración que lo que hubiesen hecho los muchachos.
La trama es sencilla. Un detective (Max Davidson) recibe el encargo angustiado de los padres de un bebé raptado (Edgar Kennedy y Kay Deslys) de que lo encuentre y prometen una recompensa de diez mil dólares. Anita y Marion, que acaban de ser despedidas de su trabajo, se encuentran por la calle con la secuestradora, que temerosa de que la sorprenda la policía, les pide que le sujeten unos minutos al pequeño Óscar y desaparece.
Cuando ven que ella no regresa y que el detective Davidson está sospechando de ellas, harán diversos intentos de deshacerse del pequeño, cosa que conseguirán finalmente introduciéndolo en la fila de un orfanato. Pero cuando se sienten liberadas, leen en la prensa la recompensa prometida y acuden al orfanato a recuperar a Oscar. Pero al ver al detective Davidson en la puerta, que las está esperando porque ya sospecha de ellas abiertamente– ha detenido a la raptora y les ha confesado que dejó al bebé con dos muchachas– huyen de él.
Regresan por la noche al orfanato, torpemente disfrazadas de hombres. Entran por una ventana y, tras varios intentos, encuentran la cuna de Oscar y se lo llevan. Al salir a la calle ven a la distancia a Davidson hablando con policías, y disimulan la presencia del pequeño poniéndolo a los hombros de Marion, y cubriéndolo con su abrigo, como si fuera un hombre muy alto.
Consiguen engañar a Davidson por poco tiempo, pero cuando las va a descubrir aparecen los padres del pequeño. Estos agradecen a las jóvenes que hayan recuperado a su hijo y les racanean la recompensa, que queda en cien dólares. Con el dinero en mano, Marion, que ya había mostrado afición a la cerveza – estamos en la época de la prohibición–, acude a un local clandestino donde es detenida por la policía.
En la ejecución de este corto, la copia del dúo Stan y Ollie no es tan literal, ni mucho menos. En la relación con el pequeño y sobre todo en la escena del orfanato, desarrollan una sensibilidad y una ternura que no hubiese cabido ni en Laurel ni en Hardy. Tampoco la distribución de roles es tan tajante, salvo en la afición de Marion por la cerveza. A la hora de escalar por las ventanas, la agilidad de la pareja femenina no tiene nada que ver con la torpeza proverbial y acentuada de los muchachos.
Davidson, con su fragilidad, resulta su contrincante ideal, pues permite que la ingenuidad del dúo femenino tenga algunas oportunidades. Incluso sus gestos y los de Marion con frecuencia parecen funcionar a modo de espejo.
C) «A Pair of Tights», 2 de Febrero de 1929.(Drössler, 2012)(Johnson, 2012).
Ese carácter propio del dúo se verá más acentuado en el último corto, el único que se conserva íntegro. En él ya no son acompañadas por Davidson, pero sí por Edgar Kenneddy, además de Spec O’Donnell y Stuart Erwin. El cambio más notable es que Marion ya no va caracterizada como simple, sino más femenina. Y la trama lo pide: ella que tiene novio (Erwin), busca que Anita congenie con su jefe (Kennedy), para que las inviten a comer, pues pasan hambre todos los días.
Pero tanto el novio como su jefe son dos tipos tacaños, que sólo consentirán llevarlas a comer a un local barato y que, además, las invitarán a cucuruchos para que se les quite el hambre.
El núcleo central de la trama sucederá en la heladería, con tres gags: Marion comprando unos cucuruchos que se le caerán por diversos motivos (tropezar, el acoso de un perro goloso, disputas con Spec O’Donnell…); un policía persiguiendo a Erwin y Kennedy para que no aparquen allí; un tit–for–a–tat comenzado por Anita con el padre de Spec (Harry Bernard) y continuado por Kennedy, que acabará consiguiendo una sentada en frente de la heladería.
El resultado del corto es sumamente satisfactorio. Historiadores como Robert Youngson lo incluyeron en la compilación When Comedy Was King, llegándosele a considerar un clásico del cine mudo cómico. Pero no tuvo continuidad. Garvin y Marion sólo volvieron a coincidir en 1932, en una producción denominada “The Hollywood Handicap”, pero sin compartir escenas.
VALORACIÓN
No resulta fácil de comprender desde nuestra lógica actual por qué un dúo que funcionaba tan bien no continuara. Pero el hecho fue ese. A los efectos de nuestra investigación muestra la facilidad de McCarey para desarrollar lo que se ha llamado “el arte de la vinculación”, la capacidad para crear lazos que el público reconociese como consistentes. Que estos lazos fueran entre dos mujeres en el caso que nos ocupa tenía un especial aliciente. Cuando vemos estos tres cortos nos resultan muy sugestivos. Pero quizás entonces los valores que ahora captamos pasaron desapercibidos.
Cavell estudia la personalidad femenina desde el drama de la mujer desconocida (Cavell, 2009). Es un complemento necesario para que la comedia de rematrimonio no se vea como un desconocimiento de la dignidad de la mujer sin necesidad del compromiso matrimonial (Cavell, 1981). Probablemente lo que McCarey comenzó a inspeccionar con Garvin y Byron hubiese cubierto de un modo más festivo esa misma área: la de la personalidad femenina que se abre camino desde una lucha por la identidad en la que se va descubriendo a sí misma cuando aprende a no vivir subordinada, cuando asume plenamente su libertad.
En el contexto católico, la vida religiosa femenina cubrió ese espacio –no se olvide la influencia de la hermana religiosa de su padre para moldear los personajes femeninos de “The Bells of St. Mary’s” de 1945–. La libertad para valorar así a la mujer por ella misma es lo que subyace al dúo Marion Byron y Anita Garvin. Y también lo que le da todo su vigor.
5. CONCLUSIONES DE LA COLABORACIÓN ENTRE LAUREL Y HARDY Y McCAREY
Con esta tercera entrega termina una larga descripción de lo que supuso esta colaboración. Es el momento de enunciar las conclusiones.
1ª) Modelar a Laurel y Hardy consolidó el aprendizaje de McCarey de los gestos de la afectividad que venía cultivando en el cine mudo con Chase principalmente, pero también con Davidson.
2ª) Laurel y Hardy le permitieron expresar el lenguaje de la empatía básica, pero sin el enriquecimiento que experimenta la misma cuando se acompaña de la maduración en el mutuo conocimiento y el compromiso.
3ª) El carácter de antihéroes de Laurel y Hardy, y más directamente, su pobreza y vulnerabilidad permitieron que McCarey pudiera hacer una crítica social hacia los modos de relacionarse en la vida cívica alejados de los valores del humanismo cristiano, de la primacía del amor y de la preocupación por el otro.
4ª) La crítica social desde los gestos del humanismo es más profunda y más constructiva que la que se puede hacer desde una premisa ideológica: remite a algo esencial en el ser humano como es la disposición a la entrega y al don que reside en el alma humana cuando se la deja expresar con libertad.
5ª) La ironía sobre las instituciones o la desconfianza hacia la autoridad no es por principio ni absoluta: sólo pone de relieve los usos egoístas que se pueden hacer de las mismas y los denuncia.
6ª) La inmadurez de Laurel y Hardy ante la relación con las mujeres y el matrimonio hace ver la necesidad de un bien común que ayude a desarrollar la personalidad. La capacidad de comprometerse con el matrimonio y de servir a una familia es un indicio sólido de contribución real al bien común.
7ª) La posibilidad de una versión femenina del dúo supone un reconocimiento al valor de la mujer que McCarey desarrollará ampliamente en su producción posterior y que dará mayor espesura al encuentro entre libertades que se produce en el verdadero amor esponsalicio.
8ª) Las películas posteriores de McCarey con mucha frecuencia responden a interrogantes que se abrieron con Laurel y Hardy, pero que desde ellos mismos no se podían cerrar.
9ª) Compartir el lenguaje del corazón es la manera más profunda de vivir el amor esponsalicio: la inocencia infantil de Laurel y Hardy en muchos de sus cortos propició esa gramática.
Pero no se cerraría bien una reflexión que ha recorrido tanto camino con Laurel y Hardy sin una reflexión sobre el humor, sobre el papel intelectual de la risa, tema que también puede servir de homenaje a la memoria de Umberto Eco, recientemente fallecido, y que popularizó esta reflexión en su novela El nombre de la rosa, y de una manera más pronunciada en su versión cinematográfica.
El tratamiento del humor por parte de los filósofos (Choza, 2002; Choza, 2011), tiene sus paradojas. Por un lado tiende a subrayarse el carácter trascendental del mismo, su virtualidad de elemento característico del ser humano frente a otras especies; por otro, tiende a especificarse poco que existen diferentes expresiones de humor.
Así , por retomar la conocida tesis de Eco en El nombre de la rosa, la crítica contra la censura de la risa por parte del cristianismo difícilmente se podría mantener por quienes consideran que una de las maneras de corromper al pueblo es no educarlo, concederle panem et circensis, o en terminología marxista, contribuir a su alienación (Benjamin, 2003).
Para salir de esta paradoja hay que reconocer que hay diversos tipos de humor, diversos tipos de risa, y no todos merecen el mismo tratamiento. Señala el profesor Choza que «la risa tiene, de un modo tan radical o más que el pudor, el llanto, el orgullo y la vergüenza, un alcance gnoseológico y ontológico de primera magnitud» (Choza, 2002: 148). Pero conviene recordar que, ante la vivencia de un estado emocional de este tipo, el ser humano puede ejercer su libertad, tanto en el momento concreto como sujeto, como en la reacción cultural ante el mismo como expresión del bien común.
En efecto, la risa cuenta con la esfera de la afectividad, nace de ella, pero requiere también de la esfera intelectual y volitiva: «en el hombre existe una tríada de centros espirituales: entendimiento, voluntad y corazón que están destinados a cooperar ente sí y fecundarse mutuamente» (von Hildebrand, 1996: 56).
La consecuencia de todo ello es que cabe una educación sobre la risa y que no todo límite al ejercicio abusivo de la misma es un atentado a la libertad personal. La censura con la que hoy se persiguen elementos sexistas, racistas, homófobos, etc…. en los chistes, anuncios, películas, etc., desde lo que se considera “políticamente correcto” hace de la afirmación anterior una obviedad.
¿Dónde están los límites del humor? Creo que la cita anterior de von Hildebrand nos pone en la pista: no habrá humor sano si niega el valor del conocimiento y es usado como una maquinaria de alienación, o si niega la voluntad y es ocasión de agresividad frente al otro en forma de burla o desconsideración. La risa tiene unos límites porque todo lo humano que no se reconoce hasta dónde puede llegar resulta invasivo de otras esferas nobles.
Los filósofos pueden aprender del cine para hablar del humor. McCarey con Laurel y Hardy suministra, hemos podido mostrar, una información de lo más relevante. Los seres humanos podemos aprender a reír y debemos hacerlo. Hay risas que nos ennoblecen y risas que nos degradan. Lo que nos diferencia de los animales es la oportunidad de ser mejores, pero esa misma oportunidad con frecuencia la usamos mal y nos empeora.
El aprendizaje de McCarey con los muchachos no quedó allí. Siguió con muchos cómicos con lo que trabajó en los años siguientes, y con muchos actores de comedia a los que –como en el caso de Irene Dunne o Cary Grant– les desarrolló su vis cómica. Su educación en el humor fue verdaderamente amplia.
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[1] https://www.youtube.com/playlist?list=PLDk4RuoIxbCO_–lOzz72rTgGpy3u0SX1j
[2] Jacinto Choza cita como ejemplo de esta comprensión de la persona a X. Zubiri y su En torno al problema de Dios, en Naturaleza, Historia y Dios
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Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la UCV "San Vicente Mártir".
Autor, entre otras obras, de "Los Nuevos Redentores" (Anthropos, 1987), "Tecnología y futuro humano" (Anthropos, 1990), "La violencia y sus claves" (Ariel Quintaesencia, 2013), Bancarrota moral (Sello, 2015) y "Técnica y Ser humano" (Centro Lombardo, México, 2017).