Buscar y transmitir la verdad
La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio hacen todo lo posible para que se crea lo contrario.
Italo Calvino, Por qué leer a los clásicos.
El coraje de buscar la verdad
Como hemos indicado en algún que otro escrito, educar de nuevo la mirada y los sentidos para adquirir un saber que trasciende a las modas no es tarea fácil, máxime en los tiempos que corren. Tampoco lo es luchar contra la uniformidad. Lo más cómodo es asumir el eslogan o la ausencia de una verdad capaz de poner contra las cuerdas a la cultura woke (¿cultura?[1]), una cultura de la cancelación que ha impuesto un Nuevo Orden, una nueva forma de pensar y de ser, un tipo de hombre uniforme y gregario.
Romano Guradini: ser fiel a uno mismo
Romano Guardini sale a nuestro encuentro. Adelantándose a los tiempos, supo ver que “Al final tenemos ante nosotros al hombre de la masa, y además en la peor de sus versiones: la de la masa entregada”[2]. Quien así piensa es capaz de escribir:
Yo tengo que aprender a hacer, no algo diferente, sino lo que debo hacer; a pensar no algo diferente, sino la verdad. En este caso, por tanto, la ascesis significa ejercitarse en el coraje de ser uno consecuente con uno mismo; de pensar por uno mismo, de formarse uno su propia opinión; de mirar con los propios ojos; de hacerse su propio entorno con el propio esfuerzo. No es nada fácil, ni resulta cómodo. Significa buscar el centro de uno mismo y desde él salir al encuentro del mundo, mantenerse fiel a uno mismo, aguantar las contradicciones. Todo esto cuesta trabajo y exige ánimo[3].
¿Qué nos está queriendo decir el teólogo alemán? Una realidad tan evidente como a menudo olvidada: el abuso de la cultura tecnológica, o su uso inadecuado, entraña una serie de peligros que exigen del hombre un ejercicio de autocontrol, de una estricta ética personal y profesional, sin la cual la vida carece de la lógica necesaria para buscar esa verdad que se pierde cuando se relativiza su contenido. Nada que los universitarios no vivamos cada día en nuestras aulas o en nuestros correspondientes departamentos[4].
Del cierre a la verdad de la mente moderna…
Valga un simple ejemplo. Sin duda, uno de los fenómenos más sorprendentes en el ámbito de la vida cultural americana fue la publicación de una obra de madura reflexión como es El cierre de la mente moderna (1987)[5], un ensayo que convirtió a Allan Bloom en un pensador no carente de importancia en las controversias académicas y políticas de los años ochenta y noventa.
No cabe duda de que nos hallamos ante un hecho insólito, porque su objetivo va dirigido tanto a la crítica de esa “morada de la razón”, del saber y de la verdad que debería ser la Universidad, como a la revisión de las ideas predominantes en la segunda mitad del siglo XX, en especial, las que hacen referencia al relativismo cultural y moral de la sociedad contemporánea, un relativismo que trae consigo la ambigüedad y la ambivalencia sobre el valor de las instituciones y de las normas, hasta hacer ver, como escribiera Rorty, que lo que prima es la utilidad y no la verdad:
no existe ningún objetivo primordial llamado ‘descubrir la verdad’ que tenga precedencia por encima de los demás […] los pragmatistas no creemos que la finalidad de la indagación sea la verdad. La finalidad de la indagación es la utilidad, y existen tantas herramientas distintas y útiles como fines a realizar[6].
A vivir inmersos en el pensamiento débil
En idéntico sentido se manifiesta Bloom, quien reconoce que la sociedad actual sufre de esa conciencia volátil, de ese errar del ‘aquí y ahora’, una deriva que le lleva a “vivir contra la verdad” (Marías[7]):
Hay una cosa de la que un profesor puede estar absolutamente seguro: casi todos los estudiantes que ingresan a la Universidad creen, o dicen creer, que la verdad es relativa […] El hecho de que alguien considere que esa proposición no es evidente por sí misma, les asombra tanto como si estuviese poniendo en tela de juicio que dos más dos es igual a cuatro[8].
Esta confusión conceptual le hace ver que «No es la inmoralidad del relativismo lo que yo encuentro terrible. Lo asombroso y degradante es el dogmatismo con que aceptamos ese relativismo y nuestra desenfadada falta de preocupación por lo que significa en nuestras vidas”[9]: la estandarización y la vulgarización, una siniestra tentación a la que se entrega la sociedad del “pensamiento débil”[10]; un pensamiento que nos conduce a un saber estanco y fragmentario, que no es otro que el “reflejo de un conflicto en las cumbres del saber”, de “la crisis misma de nuestra civilización”[11].
Ya lo advirtió Sócrates
De esa crisis de la que se hizo eco Sócrates, quien, al confrontar su pensamiento con el del sofista Protágoras, advierte:
Si las opiniones, que se forman en nosotros por medio de las sensaciones, son verdaderas para cada uno; si nadie está en mejor estado que otro para decidir sobre lo que experimenta su semejante, ni es más hábil para discernir la verdad o falsedad de una opinión; si, por el contrario, como muchas veces se ha dicho, cada uno juzga únicamente de lo que pasa en él y si todos sus juicios son rectos y verdaderos, ¿por qué privilegio, mi querido amigo, ha de ser Protágoras sabio hasta el punto de creerse con derecho para enseñar a los demás y para poner sus lecciones a tan alto precio?, y nosotros, si fuéramos a su escuela, ¿no seríamos unos necios, puesto que cada uno tiene en sí mismo la medida de su sabiduría? […] Porque, ¿no es una insigne extravagancia querer examinar y refutar mutuamente nuestras ideas y opiniones, si todas ellas son verdaderas para cada uno, si la verdad es como la define Protágoras?12].
Esta realidad visualiza una dramática bipolaridad, que se manifiesta en un desconcierto moral –el que se da cuando se diluye la noción de deber–, y en la vertiginosa multiplicación del poder tecnológico, lo que ha convertido a los multimedia en el becerro de oro de la nueva pedagogía.
En este indescifrable laberinto en el que nos hallamos, contemplamos, no sin pesar, cómo la desconfianza, cuando no el repudio, hacia la idea de una verdad objetiva se ha convertido en el Leitmotiv de la cultura contemporánea, de una cultura que se apoya en el denominado pensamiento débil para desprestigiar toda pretensión de validez universal.
La dictadura del relativismo
De esta forma, el relativismo se ha erigido en el nuevo paradigma social y académico, hasta el punto de que la desasosegante máxima “todo es relativo” se ha convertido, en la mayoría de las universidades, en la única verdad, en la única norma, en el único dogma, en una férrea ortodoxia capaz de convertir a la Universidad, no en “templo sagrado del ciudadano”, que diría Saint-Just, sino en una escuela o un escenario para que transite la servidumbre. Dos mil quinientos años desde la Ética Nicomaquea convertidos en ceniza. Una dolorosa quiebra que se produce cuando se desoye la vieja sentencia pronunciada por Horacio:
Hay una medida en las cosas, hay en ellas ciertas fronteras más allá y más acá de las cuales no puede darse lo recto[13].
Frente a esta espuria realidad se alza la voz autorizada de Benedicto XVI, quien recuerda que hoy en día se
considera la pluralidad de culturas como la prueba de la relatividad de todas ellas. Se contrapone la cultura a la verdad. Este relativismo, que hoy día es el sentir fundamental del hombre ilustrado y que penetra hasta en la teología, es el problema más hondo de nuestro tiempo[14];
hasta el punto de que
Tener una fe clara, según el credo de la Iglesia, es etiquetado a menudo como fundamentalismo. En cambio, el relativismo, es decir, el ‘dejarse llevar por cualquier viento de doctrina’ [Ef. 4, 14], aparece hoy como lo único compatible con la altura de los tiempos. Se va estableciendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio ‘yo’ y los propios deseos[15].
El recelo ante la verdad
Tomando en consideración sus palabras, comprendemos que, en el ámbito universitario, como también en el social, la idea de verdad está perdiendo su prestigio y su vigencia. No importa que uno pueda ser un reputado catedrático, porque si apela a la verdad como un valor estable y determinante se hace acreedor a la sospecha, al ostracismo o a la estigmatización académica. La razón es bien conocida: se le acusará de ser un reaccionario o un intolerante. A este respecto, el filósofo Marcello Pera reconoce que en el actual clima cultural en el que vivimos:
Lo verdadero ya no existe, el anuncio de lo verdadero se considera fundamentalismo, y hasta la misma afirmación de lo verdadero produce miedo o suscita recelo[16].
Y el miedo surge cuando el poder –en cualquiera de sus variantes– se arroga la potestad de establecer pautas de conducta o creencias a una sociedad que no posee otra atribución que el de asumirlas.
Ante esta realidad, una pregunta se vuelve necesaria: si la democracia, las libertades individuales, la igualdad, la tolerancia, la solidaridad, la ausencia de discriminación, etc., no son valores universales o verdades consagradas, ¿qué pueden serlo? ¿Lo serán, acaso, conceptos volátiles que se pierden en la herrumbre del tiempo? Incluso un adalid de la posmodernidad como es Gianni Vattimo no puede negar que
Los sistemas de valores son todo lo que tenemos en el mundo, la única densidad, espesor y riqueza de nuestra experiencia, el único ser[17].
Nada que objetar.
Abismo intelectual y moral, en consecuencia
Si nos detenemos un instante, comprenderemos que, en el ámbito universitario, la erosión del concepto verdad solo puede conducirnos al abismo intelectual y moral, a un gigantesco precipicio al que conduciremos a nuestros alumnos si les hacemos creer que todo puede ser posible, y si todo es posible, si no hay verdad que transmitir, tampoco hay enseñanza que transferir y valorar.
Nosotros lo llamamos por su nombre: decadencia; un declive que conducirá, inexorablemente, a la destrucción de una sociedad, de una cultura y de unos valores sobre los que se han construido esas catedrales del saber llamadas universidades, y en las que hoy, al admitir esa lacra llamada pensamiento débil, la Ciencia y la Cultura están dando paso a rendir culto a las necesidades de un mercado tan incierto como volátil, a una cultura que relativiza y manipula la Historia en beneficio de unas corrientes de pensamiento que se asientan en las estanterías de las bibliotecas, en las aulas universitarias, en los grises cerebros que pululan por los angostos ministerios o en las altas esferas de un poder tan lejano que, a menudo, nos recuerdan a los lúgubres personajes que describiera Kafka en El proceso.
Desorientación y vida en un mundo ficticio
Este triste panorama es el que les espera a los jóvenes universitarios, a los que se les desorienta presentándoles un mundo tan utópico como ficticio, el que les indica que con la evaluación continua podrán alcanzar la excelencia educativa. Acabados sus estudios, deciden acceder a las oposiciones a las que se creen capacitados. Su pulcro expediente les invita a pensar que el éxito está asegurado. Nada ni nadie les impedirá opositar para ser notarios, registradores, jueces, fiscales o abogados del Estado.
Pero la realidad se impone. Con relativa prontitud, muchos ven cómo sus sueños se quiebran. Pálidos ante el espejo de la vida, advierten, con notable amargura, que miraron, pero no vieron; aprobaron, pero no se formaron. ¿De quién es la culpa?, se preguntan con aciago pesar. Respondemos: de todos. De las entidades gubernativas, por planificar este desastre de Planes de Estudio, en el que el estudio, la lectura y el esfuerzo se evaporaron de las aulas universitarias. De los docentes, por saberlo y permitirlo. De los alumnos, por vivir en la más absoluta complacencia. Al comprenderlo, las palabras del profeta nos golpean con virulencia:
Yacerán los cadáveres humanos/ como estiércol en medio del campo,/ como espigas que deja el segador/ y nadie se molesta en recoger[18].
Vale la pena que la Universidad arriesgue por la verdad
El desasosiego se impone, y con él un mar de preguntas revolotean a nuestro alrededor: ¿Estaremos equivocados? ¿No nos habremos ofuscado indebidamente? La duda siempre deja un vestigio de inquietud. Este se disipa con prontitud cuando comprobamos que, afortunadamente, la nuestra no es una opinión aislada en el tiempo. Los ejemplos se suceden. Si el filósofo Peter Sloterdijk asevera que
La palabra ‘realidad’ es, para los oídos modernos, una palabra inaceptable, reaccionaria[19],
Marcello Pera reconoce que
El relativismo ha debilitado nuestras defensas y nos ha dispuesto, y predispuesto, para la rendición. Porque nos hace creer que no existe nada por lo que valga la pena combatir y arriesgar[20].
Una rendición de la que la Universidad no se ha librado, todo lo contrario: ha sido uno de sus estandartes más reconocibles, y por reconocible, el más doloroso.
A este conjunto de pensadores nos acogemos. Al asumir como propios sus postulados, somos plenamente conscientes de que, cuando nos atrevemos a proclamar, sin miedo alguno, que es posible actuar partiendo de una ética que sostiene, contra viento y marea, que es necesario transmitir un saber y una ciencia que deben asentarse sobre el sólido pilar de la verdad (contemplata aliis tradere, s. Tomás), sabemos del “dulce” invierno académico que nos aguarda. Nada que nos preocupe lo más mínimo. La máxima de Ovidio: video meliora proboque; deteriora sequor [veo lo que más me conviene, pero sigo lo que me perjudica], hace tiempo que la inscribimos en la solapa de nuestro corazón.
La misión de la Universidad es la búsqueda incansable de la verdad
En nombre de la sinceridad, confesamos que esta realidad, por hiriente que pueda parecer, no nos inquieta, solo nos incomoda. No puede perturbarnos porque tenemos muy presente que el sentido último de la Universidad, su misión principal, no puede ser otra que la búsqueda incansable de la verdad, de una verdad que interroga, nos cuestiona y nos permite dudar de todo lo aprendido. Este es el inicio de la Ciencia. No cabe otro.
La Historia nos aporta testimonios que lo avalan. Lo descubrieron los clásicos de la Antigüedad en ese permanente caminar por las calles y foros de Atenas. Sócrates es el espejo en el que nos miramos, y en el que nos sentimos reflejados. Su pensamiento nos invita a preguntarnos: ¿Qué es la Universidad? ¿Cuál debe ser su tarea primigenia? ¿Son el uso de las nuevas técnicas pedagógicas la solución de todos sus males? ¿Podemos afirmar que la Universidad continúa siendo una aventura que, aunque llena de riesgos y tropiezos, merece adentrarse en ella con la misma ilusión y esperanza que en su día tuvimos al pisar sus aulas?
Transmitir conocimiento sólido e irrefutable
Ante este enjambre de interrogantes, una verdad permanece: el origen y el fundamento de la Universidad se halla en el afán por alcanzar el conocimiento más sólido e irrefutable. Una vez obtenido, su mayor satisfacción es la de poder transmitirlo al conjunto de la sociedad, a la que sirve y protege. No puede ser de otra manera, porque la Universidad quiere y vive de la verdad, la que le propone Sócrates a Eutifrón. Ante la defensa que realiza este oscuro personaje de los mitos religiosos, Sócrates le plantea una trascendental pregunta:
SÓCRATES. ¿También consideras tú que, en realidad, hubo guerra entre los dioses, los unos contra otros, y enemistades terribles y batallas y muchas otras cosas por el estilo cuales son contadas por los poetas […]? ¿Diremos que esas cosas son verdaderas, Eutifrón?
EUTIFRÓN. No solamente ésas, Sócrates, […] (6 b-c).
En su pregunta nos reconocemos, porque en ella prima la razón –de una razón que se ejercita o se adormece–, y la fatigosa búsqueda de la verdad, a la que se llega si no se minimiza el saber y la cultura para beneficiar el pragmatismo, el positivismo, el relativismo o el subjetivismo[21].
Perseverar. Hay esperanza
Ante este panorama, caben dos opciones: declinar o perseverar. Por lo que respecta a nosotros, debemos decir que guardamos una nota de esperanza, la que aporta Julien Benda. En ese impagable libro titulado La traición de los intelectuales, leemos que estos constituyen:
Esa clase de hombres […] cuya actividad no persigue esencialmente fines prácticos, sino que, al pretender su felicidad del ejercicio del arte, de la ciencia o de la especulación metafísica, en resumen, de la posesión de un bien no temporal, de alguna manera dicen: ‘Mi reino no es de este mundo’[22].
Al igual que le sucediera al gato de Cheshire (Alicia en el País de las Maravillas), siempre que releemos esta reflexión a nuestro semblante acude una leve y placentera sonrisa. Una vez se ha desvanecido, una cadena de inquietantes interrogantes se aloja en nuestra alma: ¿cuántos intelectuales nos quedan? ¿Cuántos profesores accedieron por vocación? ¿Cuántos universitarios sienten la Universidad? ¿Quiénes de ellos se atreven a exclamar ¡Mi reino no es de este mundo!? La duda permanece. También la esperanza. Seguramente porque nos gustaría vernos como una suerte de Funes el memorioso:
solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso (Borges).
Por vanidad que no quede.
Para leer más
Otros artículos de Juan Alfredo Obarrio publicados en esta web:
Relativismo versus verdad en la esfera universitaria (6 julio 2023)
Antígona: conciencia versus derecho (20 junio 2019)
¿Por qué debemos leer 1984? (1 abril 2019)
NOTAS
[1] El interrogante se justifica porque esa denominada cultura, ni nos cautiva ni nos identifica, todo lo contrario: nos provoca una profunda animadversión. En ella solo tiene cabida la censura, no la creatividad. Mucho antes que nosotros, Jean-Paul Sartre, Las palabras, Buenos Aires, 1964p. 29:
La cultura me impregna […] De cualquier manera, mi mirada trabajaba con las palabras; había que ensayarlas, decidir su sentido; a la larga, la comedia de la Cultura me cultivaba.
[2] Romano Guardini, Ética. Lecciones en la universidad de Múnich, Madrid, 2000, p. 313.
[3] Romano Guardini, Ética. Lecciones, ob. cit., p. 313.
[4] Benedicto XVI, Discurso preparado para el encuentro con la Universidad de Roma “La Sapienza”, https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2008/january/documents/hf_ben-xvi_spe_20080117_la-sapienza.html: “Hoy, el peligro del mundo occidental –por hablar sólo de éste– es que el hombre, precisamente teniendo en cuenta la grandeza de su saber y de su poder, se rinda ante la cuestión de la verdad”; sin ella la razón “se doblega ante la presión de los intereses y ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla como criterio último”.
[5] Allan Bloom, El cierre de la mente moderna, Madrid, 1989.
[6] Richard Rorty, El pragmatismo, una versión, Barcelona, 2000, p. 146.
[7] Julián Marías, “Vivir contra la verdad”, ABC, 25/2/1999.
[8] Allan Bloom, El cierre de la mente moderna, Madrid, 1989, p. 25.
[9] Allan Bloom, El cierre de la mente moderna, ob. cit., p. 248.
[10] En feliz expresión de Gianni Vattimo y Pier Aldo Rovati (ed), El pensamiento débil, Madrid, 1988, “Advertencia preliminar”, p. 12.
[11] Allan Bloom, El cierre de la mente moderna, ob. cit., p. 358.
[12] Platón, Teeteto, 161d; 167a-c.
[13] Quinto Horacio Flaco, Epístolas. Arte poética, Madrid, 2002, p. 196.
[14] Benedicto XVI, Fe, verdad y tolerancia: El cristianismo y las religiones del mundo, Salamanca, 2006, p. 65.
[15] Benedicto XVI, “Missa Pro Eligendo Romano Pontifice: Omelia del Card. Joseph Ratzinger”, www.vatican.va/gpII/documents/homily-pro-eligendopontifice_20050418_it.html.
[16] Marcello Pera, “El relativismo, el cristianismo y Occidente”, Sin raíces, Barcelona, 2006, p. 40.
[17] Gianni Vattimo, Ética de la interpretación, Barcelona, 1991, p. 124.
[18] Jeremías, 9, 22-23.
[19] Peter Sloterdijk, Eurotaoísmo, Barcelona, 2001, p. 237.
[20] Marcello Pera, “El relativismo, el cristianismo”, ob. cit., p. 41.
[21] Romano Guardini, “Homilía en la Misa de inauguración del semestre académico de 1949, Múnich 1949, Tres escritos sobre la universidad, Pamplona 2012, p. 17:
La verdad es lo estable y luminoso. Cuando estamos convencidos de ella, hay cierta grandeza por encima de nuestra vida, a saber: aquello que es en sí correcto y justo. Con referencia a ello también nuestra vida será entonces correcta y justa.
[22] Julien Benda, La traición de los intelectuales, Barcelona, 2008, p. 123.
About the author
Juan Alfredo Obarrio
Licenciado en Geografía e Historia (1986) y en Derecho (1992). Catedrático de Universidad (Derecho Romano). Entre sus libros cabe destacar: El mundo jurídicode Franz Kafka(2018) o Un estudio sobre la Antigüedad: La Apología de Sócrates (2017).
No hay “repudio hacia la idea de una verdad objetiva”. Simplemente porque la verdad siempre será subjetiva, una creencia personal o colectiva manifestada. Si queremos buscar “la verdad”, deberemos tener en cuanta, como alguien dijo, que “la verdad es por definición, la verdad del rey Agamenón “.
Si no hay verdades objetiva y universales, y si todo es subjetivo, cada verdad individual debe ser respetada, porque es la verdad que uno siente y defiende. Si es así, como tú defiendes, entonces no deberíamos reprobar a quienes desprecian a las personas en virtud de su raza o creencia. Pero como existen verdades objetivas y universales, la descriminación racial es abominable. Esto es una verdad objetiva y universal.