De la muerte de Dios a la irrelevancia del hombre.

Claves antropológicas y retos bioéticos de la tardomodernidad

 

artículo sobre la repercusión bioética de la muerte de Dios
Árbol con forma de cabeza y perdida de cerebro. Imagen 1

 

I. Los trascendentales y la tardomodernidad

La esencia de las cuestiones que verdaderamente importan

La conversación filosófica exige, de suyo, un acercamiento desde la racionalidad cordial. Porque la Filosofía no es inmanencia, sino que crece y se desarrolla con el contraste de opiniones y la posibilidad de enriquecer la propia con perspectivas incluso opuestas. Ahora bien: la condición dialógica de esta indagación no minora el carácter «esencial» de la conversación pues ésta, en último término, gira precisamente en torno a la «esencia» de las cuestiones que verdaderamente nos importan; aquellas cuyo esclarecimiento reclama esa instancia íntima a la que Viktor Frankl llamó nuestro «inconsciente espiritual», ese primordial anhelo de felicidad y realización que se sustancia en el amor -pues sólo sentimos que vivimos plenamente cuando amamos- y que encuentra su anclaje en el conocimiento de la verdad, la contemplación de la belleza y la realización del bien.

Ahora bien, ¿qué es lo bueno, lo bello y lo verdadero en un mundo que niega a Dios? No se trata aquí de sostener, con Robert Spaemann, que Dios es la garantía de todo pensar y que sin Él no podemos pensar en absoluto. Pero sí de admitir que, si acallamos toda referencia a Dios en el discurso, decaen las razones para afirmar la incondicionalidad de toda verdad, el carácter absoluto bien alguno y la existencia de cualquier belleza que vaya más allá de las estéticas fugaces que deslumbran en un determinado contexto epocal.

La tardomodernidad elimina toda referencia a Dios

Esta es, precisamente, la experiencia del hombre tardomoderno que, sin el tradicional asidero de la religión, se ha quedado sin más certezas que las propias de la racionalidad instrumental; de esa racionalidad que, ajena a toda metafísica, confía sus posibilidades de conocer al principio empirista.

Ahora bien: las posibilidades de conocer al amparo exclusivo de este principio son reducidas pues debe admitirse, por ejemplo, que los datos atómicos de los sentidos no explican aspectos tan esenciales de nuestra naturaleza como el obrar intencional.

Las acciones humanas, en efecto, no son aconteceres naturales interpretables desde el esquema conductista. Tampoco son estados observables de la materia; antes bien, resultan de un «estar dirigido o predispuesto» hacia dichos estados; de no ser sólo un ente corpóreo, un caso más en el conjunto de una especie biológica, sino también y al mismo tiempo, una estructura intencional cuyo vínculo con una base neuronal es enteramente contingente. Esa estructura intencional no es un epifenómeno de la materia, sino un «estar predispuesto» que precede a los influjos psíquicos (psiqué) y se impone sobre pulsión instintiva (soma). Por eso, ninguna ciencia empírica puede instruirnos sobre nuestra estructura intencional, sobre nuestra «forma sustancial»; sobre aquello a lo que Heidegger llamó «disposición de ánimo» y a lo que algunos llamamos alma.

La muerte de Dios conlleva la muerte del alma y del obrar intencional

Si negamos a Dios, en definitiva, la idea de un alma humana se ve comprometida. Y con ella, también la comprensión de nuestra propia praxis, pues desde parámetros exclusivamente empíricos sólo podemos dar razón de nuestras acciones apelando a «propósitos» naturales y contingentes, pero no a ese fin último que consiste en la realización y el florecimiento personal. Sin la perspectiva de un Creador, ningún obrar se impone como más adecuado en orden a un juicio final, por lo que la «vida lograda» se sustancia en una percepción subjetiva, en una positiva sensación o experiencia de sí, más «auténtica» cuanto más íntima.

De este modo, y paradójicamente, el hombre tardomoderno se hace reo, al mismo tiempo, de la superstición racionalista y del subjetivismo emotivista, una convergencia que da lugar a dos modos de pensar tan discutibles como peligrosos: el totalitarismo, por el que el sentido de la vida lo pone arbitrariamente la voluntad humana; y el pensamiento débil que proclama una era de posverdad.

 

II. Los límites del principialismo

El consecuencialismo y deontologismo en el ámbito biomédico

Pero si hay un ámbito en el que resulta particularmente complicado discernir lo que es bello, bueno y verdadero, es el biomédico. En éste, el imperativo de la eficacia hace difícil conciliar los conceptos kalon y agathon, esto es: de lo bello y lo provechoso. ¿Qué es lo bueno y que es lo bello cuando se trata, por ejemplo, de decidir a quién administramos un recurso sanitario escaso?   

Esta pregunta remite, de suyo, a la distinción entre el consecuencialismo y el deontologismo. El primero, toma en consideración las consecuencias de nuestras acciones antes de decidir realizarlas; el deontologismo, en cambio, es una «ética de la convicción» que juzga nuestras acciones con independencia de su contexto, instando a obrar lo que es bello sin considerar sus consecuencias (Weber, 1979, p. 163). Con todo, esta distinción es tramposa. Porque el consecuencialismo, si se examina bien, es una deontología particularmente severa que obliga a maximizar -siempre y en todo lugar- lo que se considera el bien mayor: lo conveniente para la mayoría; y la deontología, en último término, atiende a las consecuencias de nuestras acciones en el orden de la conciencia.

El principialismo

En el ámbito particular de la bioética concurre, una acelerada transición desde su instancia de fundamentación -filosófica en tanto que ética aplicada- hasta su instancia de aplicación a la resolución de problemas. Lamentablemente, sólo se reclama el auxilio de la bioética para justificar decisiones difíciles de tomar. Rara vez se acude a ella por cuestiones de fondo, como el sentido de una vida enferma o el modo adecuado de vivir en el dolor. Rara vez, en definitiva, se le hacen a la ética la preguntas adecuadas. Y quizá, por ello, la corriente bioética más extendida (al menos en el mundo sajón que presume de tener las publicaciones más influyentes en el área de la ética médica) sea el principialismo. Conforme a este, la eticidad de la praxis médica se justifica en base a su adecuación a los siguientes principios: beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia.

Principio de beneficiencia
Aspirador manual y cánula para realizar un aborto por aspiración. Imagen 2

El principio de beneficencia afirma que una acción médica, para ser ética, debe procurar el bien al paciente. Sin embargo, no son pocas las voces que demandan, en sede bioética y apelando a la beneficencia, la despenalización de prácticas como la eutanasia y el aborto. La eutanasia, en último término, consiste en que el médico mate a su paciente; el aborto, en que acabe con la vida no nacida despiezándola, abrasándola con soluciones salinas, o rastrillándola mediante un aspirado con dientes de sierra. En ambos casos, es difícil llamar «bien» a lo que constituye el mayor el mayor de los males:  la violación de la integridad física y la provocación intencionada de la muerte de quien estamos obligados a cuidar. Incluso si nos referimos al aborto eugenésico y a la eutanasia por sufrimiento insoportable, la vinculación con el bien sólo se sostiene desde un dualismo absurdo. 

Principio de no maleficencia

El principio de no maleficencia, por su parte, afirma que la praxis médica, para ser ética, no puede provocar un mal mayor que el bien que persigue. No se puede, en definitiva, amputar un dedo para aliviar las molestias que provoca un uñero. Sin embargo, los tratamientos quirúrgicos para la reasignación del género a quienes padecen disforia consisten en castrar, mastectomizar, practicar vulvectomías radicales, mamoplastias, faloplastias y vaginoplastias a pacientes que ingresan en el quirófano con sus cuerpos sanos y salen de él con sus cuerpos enfermos de por vida. Porque el cuerpo de estos pacientes no experimenta las amputaciones quirúrgicas y castraciones como sanaciones de su trastorno identitario, sino como heridas contra las que su cuerpo se defenderá durante el resto de sus días.

Límites del principialismo

Aunque la laxitud del resto de principios podría ilustrarse con otros ejemplos, la dificultad más relevante de los mismos radica en la imposibilidad alcanzar consensos sobre su jerarquización. Así, ¿qué principio debe privilegiarse cuando el paciente requiere de una transfusión sanguínea urgente, pero renuncia a ella por su religión? A la vista de esta limitación, parece razonable prestar atención a una corriente bioética que, a nuestro juicio, parece más adecuada: el personalismo bioético con sus principios de totalidad, defensa de la vida física, libertad y responsabilidad, sociabilidad y subsidiariedad. Sin embargo, su desarrollo no es el objetivo del presente artículo, que aspira a mostrar los vínculos entre los retos bioéticos de nuestro tiempo y lo que el hombre piensa de sí mismo.

 

III. Actualización del interrogante antropológico

El miedo a una vida fracasada

En este sentido, desde que el hombre fue consciente del sobrante de razón que le permitía elevar su mirada para hacerse preguntas que trascienden la mera supervivencia, hubo tres cuestiones que le preocuparon especialmente y continúan haciéndolo. Está en primer lugar, la cuestión de la libertad, anverso de esa moneda en cuyo reverso está la responsabilidad. El vivir humano humano, en efecto, es biografía que transcurre entre decisiones que no obedecen al esquema «estímulo-respuesta» y de cuyas consecuencias nos hacemos cargo. Pero ¿y si erramos en nuestras elecciones? El miedo a una vida fracasada nos ha instado, desde siempre, a indagar sobre aquello que «deberíamos querer elegir» en orden a esa prerrogativa que nos conmina a dirigirnos, a través de nuestras acciones y elecciones, hacia nuestra plenitud y perfección.

No se trata, por tanto, de poder elegir entre traer al mundo o desechar un hijo “no perfecto” o no deseado; ni de si queremos o no paliar nuestra frustración por una relación infecunda, cosificando el cuerpo ajeno como una incubadora; ni de si podemos pedirle a un médico nos quite la vida para huir de un final no deseado; Se trata, más bien, de saber qué es lo que se corresponde con el logro objetivo de nuestra vida. Un logro que, precisamente por ser objetivo, debe tener algo que ver con la verdad.

La dificultad en las relaciones personales y sociales

Nuestra segunda gran preocupación es, sin duda, el dramático contraste entre nuestra constitución relacional y la patente dificultad que experimentamos en nuestras relaciones personales y sociales. Somos estructuralmente relacionales y el ideal del hombre hecho es patológico, pues conduce a interpretarnos como solitarios vagabundos en un universo sin patria en el que el prójimo es el enemigo; a olvidar que nuestros núcleos de convivencia son comunidades de amistad social y familiaridad, y no agregados en los que actuar como mónadas aisladas utilizando nuestros derechos subjetivos como escudos los unos contra los otros» (Habermas, Sobre las bases morales prepolíticas del Estado liberal I: Razón secular y religión en el Estado moderno, 2004).

Nuestra concepción es ya fruto de un encuentro. También nuestro nacimiento es un hecho social y, a menudo, incluso para salir del seno materno necesitamos ayuda, ser «girados». Todos, en nuestras infancia, tuvimos que pronunciar primero el nombre de otro antes de conocer el nuestro; todos dijimos «tú» antes de poder decir «yo»; y todos hemos reconocido nuestra propia identidad a través de la relación con otro semejante a nosotros (Cortina, 2005, p. 19).

Somos, en definitiva, seres sociales, relacionales y codependientes. Nuestro cuerpo, nuestra psicología, nuestros afectos tienden al otro, salen a su encuentro. Sin embargo, en esta búsqueda del otro lo frecuente, antes que el abrazo, es el tropiezo. Los padres aman a sus hijos y los hijos aman a sus padres. Sin embargo, tropiezan en su convivencia. Como lo hacen los esposos, los amigos, los vecinos y las naciones. De ahí que, desde siempre, nos hayamos preguntado por la mirada que debemos brindarnos para realizar lo propiamente humano, que es la relación, y no retrotraernos al egocentrismo irracional de la centralidad instintiva.

Nacimiento. Imagen 3

La certeza de la muerte

Por último, la gran preocupación del ser humano es la certeza de la muerte. No sólo de nuestra muerte, que la enfermedad anticipa como su ministro portavoz. (De ahí la obsesión por lo saludable y por el cuerpo perfecto). También, y sobre todo, de la muerte de quienes amamos. Porque las personas no «se mueren» sino que «se nos mueren». Y su partida nos deja un vacío irreemplazable pues, en tanto que singulares, somos únicos e irreemplazables. Incluso para los creyentes, que esperamos reencontrarnos en la patria celeste, la separación temporal es un desgarrador desarraigo.

Media in vita norte sumus. Entre otras cosas, porque del mismo modo que aconseja al joven: ¡carpe diem! y al adulto que aproveche el tiempo, la anticipación de la muerte puede suponer para el enfermo y el envejecido, como de hecho lo supone, un obstáculo para el gozo de su realidad presente.

La pérdida del goce ante la muerte

Así, y a modo de ejemplo, el encuentro con la persona amada, paladeando con los sentidos su presencia grata, satisface nuestras necesidades más elementales: su mirada es gozo para nuestros ojos, sus palabras para nuestro oído, sus besos para nuestros labios; también los recuerdos compartidos, la cercanía afectiva y los nuevos planes que proyectamos compartir satisfacen otro tipo de necesidades más profundas.

Pero la relevancia de todo aquello que satisface ese encuentro es radicalmente contingente y, si dicho encuentro tuviese lugar como la despedida previa a la muerte, la relevancia de todas las necesidades que satisface sucumbiría. Todavía más: la relevancia del propio encuentro sucumbiría, pues sabríamos que muy pronto no quedará recuerdo alguno de ese bello momento, puesto que ya no seremos y, lo que no es, no puede recordar. Si esto es así, bien podría decirse que nuestro encuentro «no merece la pena», que la propia vida no merece la pena, ya nadie en su sano juicio se deleita con los manjares que su propio verdugo le ofrece momentos antes de la ejecución.

Un ámbito de sentido elimina el absurdo de la contingencia de la vida

Todo cambia, sin embargo, si existe un “ámbito de sentido” que elimine la contingencia de este último encuentro y le conceda ese valor que permite afirmar que sí valió la pena, que fueron buenos ese y cada uno de los demás encuentros. Que la vida tiene un valor que no se ve amenazado por su caducidad sino que, antes bien, se despierta por ella. Ars longa, vita brevis significa, en este contexto: aprovecha el tiempo y pon todos tus dones en juego sin guardar nada para la vuelta, porque no la hay. Vive como debes vivir de acuerdo con tu dignidad; libra con valentía tus batallas y convierte tu dolor en sacrificio y don; así la muerte no te robará nada, sino que te permitirá, en tu último día, volver la mirada atrás para agradecer la vida viviste.

 

IV. Del interrogante antropológico al interrogante metafísico

En cualquier caso, el contraste entre la belleza de la vida y la frustración de la muerte nos conduce al interrogante metafísico. ¿Es posible que todo acabe con la muerte? ¿Hay un sentido último? El interrogante antropológico se convierte, así, en un interrogante teológico.  

La muerte de Dios supone la irrelevancia del hombre
Detalle de la creación del hombre. Capilla Sixtina. Imagen 4

Se podrá decir que el interrogante teológico se abre sólo para los creyentes. Sin embargo, creyentes y no creyentes compartimos una misma certeza: hubo un acto creador. La diferencia radica, tan sólo, en quién consideramos que creó a quién. Para los creyentes, es Dios quien ha creado al hombre. «Varón y mujer» lo creó, a imagen y semejanza suya. Y siendo así, el carácter sexuado de nuestro cuerpo, pero también su vulnerabilidad y su finitud responderían a un designio. No serían fatalidad, sino cualidad constitutiva que insta a aprovechar la oportunidad, a abrazar el tiempo y dar valor a su paso y a su declinar. Y nuestra biología no sería una prisión originaria, sino el lugar del encuentro y la perfección de la complementariedad.

 

Si Dios ha creado al hombre

Si Dios ha creado al hombre, el encuentro con el otro no es sólo epifanía de su presencia inmediata, pero también indigente y expuesta, que reclama nuestro reconocimiento y el trato que le corresponde de acuerdo con su dignidad personal, el mismo trato que reclamamos para nosotros mismos, el respeto (Lévinas, 2003).

Si Dios existe, de nuestro trato con el otro, especialmente con el más vulnerable, pende nuestra propia relación con Dios, quien en el último día considerará si, en aquel, cuando tuvo hambre le dimos de comer y cuando tuvo sed le dimos de beber; si cuando estuvo desnudo le vestimos y cuando estuvo enfermo o en la cárcel fuimos a verle.

Si, en definitiva, cuando fue emigrante lo acogimos. Si cuando la muerte se le apareció como una amenaza irreversible y mediata, le consolamos y le ofrecimos cuidados paliativos o le inyectamos una solución letal; si cuando llamó a las puertas de la vida en un cuerpo o una mente discapacitada, le acogimos amorosamente, como a uno de los nuestros que requiere especial atención y cariño, o concluimos que su vida no valía la pena ser vivida y lo abortamos; si cuando enfermó en una residencia geriátrica y sufrió una neumonía bilateral, le ofrecimos respiradores mecánicos y un lugar en nuestras UCI’s hospitalarias, o consideramos que esos recursos estaban destinados a alguien “más esencial”. Si cuando fue vulnerable a los contagios, apelamos a nuestra inmadura noción de libertad o nos vacunarnos sin excusas y nos pusimos la mascarilla a tiempo y a destiempo.

En definitiva, si en los momentos más críticos de su vida, no sólo le respetamos, como insta la regla de oro de la ética, sino que le amamos, como reclama el mandamiento evangélico.

Si el hombre ha creado a Dios

Pero, si es el hombre quien ha creado a Dios, (a imagen de sus intereses y de sus anhelos), su papel en la historia del hombre bien podría haber sido el de despojarle de su temor natural a la muerte para permitirle entregarse a causas ajenas, probablemente muy beneficiosas para los constructores y conservadores de tan brillante idea. Y en tal caso, el desvelamiento de su falsedad debería ser, como lo entendió parte del existencialismo, una obligación moral y el requisito indispensable para la libertad interior e, incluso, para el bienestar del hombre. Porque si es el hombre quien ha creado a Dios, ¿por qué seguir confiando nuestra evolución a una entidad ficticia, que supuestamente imprimió en la naturaleza las leyes que siguen permitiendo las enfermedades congénitas y la discapacidad?

Si Dios no existe, la enfermedad y la muerte sólo serían epifenómenos biológicos, y la biología se puede alterar con los medios que nos facilita la ciencia. ¿Por qué, entonces, no matar a la muerte? ¿Por qué seguir sometidos al Dragón tirano que nos ha mentido, haciéndonos creer que es imbatible (Bostrom, 2005)? Tijera molecular, alargamiento de telómeros, restricciones calóricas, criogenización e intervenciones en línea germinal… ¿Por qué no ser inmortales? ¿Por qué no ser el verdadero Dios que cree al posthumano, ese ser superior invulnerable a la vejez, a la enfermedad y a la muerte?

¿Todo nos está permitido?

Las consecuencias de la muerte de Dios ya habían sido advertidas, dos años antes de su proclamación por Nietzsche en La gaia ciencia, por su admirado Fiódor Dostoyevski. Éste,  en su última e inconclusa novela había puesto en labios de Mitia Karamazov la pregunta dirigida a Rakitin, un seminarista descreído:

¿Qué será de nosotros sin Dios y sin vida futura? ¿Ahora todo nos está permitido?

Tras esta pregunta se abre la puerta de un abismo inconmensurable. Ya no se trata sólo de su puedo matar, engañar o violentar, siempre que nadie me vea o se atreva a denunciarme, porque sin Dios para juzgarme mi eternidad no está en juego. Se trata, también, de las decisiones que afectan a mi vida mortal. Así, y en el ámbito de la Bioética… ¿puedo experimentar con embriones humanos, matar la vida no nacida o hibridar humanos con cerdos para crear quimeras como depósito de órganos?

Todo se acaba resolviendo con la dictadura de las mayorías

Evidentemente, la fe en Dios no es condición para que haya juicios verdaderos ni convicciones morales definitivas. Todas estas cosas habrían de ser buenas o malas con independencia de que Dios exista o no. Pero la fe sí fundamenta su incondicionalidad puesto que, si Dios no existe, quien posea una convicción debe estar dispuesto a convertirla en una hipótesis disponible (Spaemann, 2014, pág. 316).

Cuando mis alumnos apelan a este mandamiento como un imperativo moral, me basta situarles frente a tres clásicos dilemas éticos para que acaben derribando un avión con pasajeros inocentes para evitar un acto terrorista, apretando el gatillo contra una persona desahuciada para evitar la muerte de doce personas sanas, o desviando un tranvía contra una pobre anciana con tal de salvar a cinco trabajadores jóvenes situadas en la vía. Y, en último término, la conveniencia de actuar en uno u otro sentido se resuelve por fin procedimentalmente, aceptando como bueno aquello que la mayoría decida. De este modo, en un mundo sin Dios, las convicciones quedan irrestrictamente disponibles a la dictadura de las mayorías, a la imposición de la perspectiva con mayor capacidad de disuasión.

 

V.  De la muerte de Dios a la incertidumbre

La muerte de Dios anunciada por Nietzsche en La gaia ciencia

Sobre las consecuencias de la muerte de Dios ya había profetizado Nietzsche en La gaia ciencia. ¡Qué bien hubiéramos hecho leyéndole adecuadamente, en lugar de denostarlo incluso con argumentos ad hominem! De haberlo hecho, tal vez, no tendríamos que ver su profecía cumplida cada día en el vivir cotidiano de nuestro alumno, compañero de trabajo y familiar tardomoderno, cuando no en nuestro propio vivir.  

¿Qué hemos hecho?, ponía Nietzsche en boca del viejo loco, que arrastrado hacia el mercado denunciaba que hemos matado a Dios.

Hemos dejado este tierra sin su sol, sin su orden, sin quién pueda conducirla… Hemos vaciado el mar.

Estas palabras, pronunciadas en el puerto de una población costera, en el que las naves esperan para acercar al hombre a su supervivencia mediante la pesca, pero también para trasladarlo sobre una base firme hasta la otra orilla, lugar de encuentro con el otro, con el que «no soy yo»; con el diferente que también es, a su vez, socio en el intercambio comercial, amigo, hermano con el que negociar. Vaciar el mar implica la imposibilidad de pasar al otro, de llegar a donde él. Implica la soledad, el encierro en uno mismo, la subjetividad y el hiper individualismo.

El vacío existencial

Vagamos como a través de una nada infinita y nos roza el soplo del vacío (…) y ahora la noche se hace más noche y más profunda, y se torna indispensable encender linternas en pleno día. 

Resultado de la muerte de Dios en los jóvenes
Joven sin sentido de la vida. Imagen 5

¿Qué más actual que esta profecía del viejo loco para el hombre de nuestro tiempo, vagabundo en un universo al que no encuentra sentido, y condenado a rondar de un empleo en otro, de amor caduco en amor caduco, de ciudad en ciudad, sin hallar en ningún sitio la raíz donde asentarse? La experiencia de algunos docentes, en la Universidad, es la de abrir cada día la puerta de nuestro despacho a alumnos que, en pleno día de su vida (salud, juventud, belleza, disposición mental, posibilidad de estudiar y posibilidad de disfrutar), acuden a nosotros para que encendamos una lámpara que les indique un camino. Dudan sobre su identidad de género, sobre su capacidad, sobre el camino a seguir, sobre la posibilidad de una amor que no termine, sobre la autoridad de su voluntad para imponerse frente a sus afectos desordenados o su compulsión alimentaria…

La incertidumbre

El lamento del viejo loco en el puerto prosigue afirmando que, tal vez,

tengamos que oler el desagradable tufo de la putrefacción divina,

pues los dioses también se pudren. Y no le falta razón. ¡Como apesta un mundo que ha matado a Dios! Y como apestan, todavía más, los rincones de éste cuya razón de ser era servir como puente entre los hombres y Dios, en los que la putrefacción divina se respira en la forma de las más bajas y viles pasiones. ¿Habrá un agua, se pregunta Nietzsche, capaz de limpiar la sangre del cuchillo asesino? ¿Capaz de saciar el odio, el deseo de venganza, la ira y la decepción profunda que nos ha provocado la muerte de Dios?

El discurso del viejo loco termina poniendo en duda que la grandeza de este sea propiamente humana y advirtiendo, con lucidez, que la posteridad se agiganta con la magnificencia de este acto. ¡Cuán grande y temible es ahora el futuro! ¡Qué miedo da la posteridad! ¿Qué será de nosotros? Cuánto más llevadero es saber que Dios conduce la historia del los hombre, que Él siempre proveerá. Pero con la muerte de Dios la providencia es una palabra hueca. Ahora todo depende de nuestras elecciones; o peor, de las elecciones ajenas y del propio azar. Ahora todo podría salir mal; todo es incertidumbre.

 

VI. La dignidad en un mundo sin Dios. Implicaciones bioéticas

Si somos fruto del azar y la selección natural, ¿puede hablarse de algo así como una dignidad personal? Y de poderse, ¿alcanzaría a todos los seres humanos? Para el marxismo, por ejemplo, los derechos los distribuye el estado, y ninguno de ellos es fundamental, esto es, indisponible al criterio de quien lo concede. En consecuencia, la dignidad sería un título que expide quien ostenta la representación del estado, sea como sea el modo en que ha accedido a dicha posición.

Paradigmas éticos sin referencia a Dios

Para el painismo, por su parte, sólo tienen dignidad los individuos capaces de percibir el dolor como dolor y que desean evitarlo. Pero, desde esa perspectiva, hay seres humanos no personales y animales no humanos que sí lo son.

Otros paradigmas sostienen que lo único digno en el hombre es su capacidad de autoconciencia. Sin embargo, no todos los humanos la poseen en igual grado. Tristam Engelhardt, por ejemplo, distingue entre diferentes «niveles» de personeidad según la cercanía o lejanía del individuo a la plena conciencia (Engelhardt, 1995, pág. 155). Sólo los agentes morales conscientes de sí mismos, a los que les preocupa ser alabados o censurados, que son capaces de establecer acuerdos y contratos, de leer filosofía o de entender un chiste, poseerían derechos propios.

El resto, seres no autoconscientes de la especie homo sapiens como zigotos, embriones, fetos, niños pequeños, comatosos permanentes o enfermos mentales y ancianos con demencia– no serían plenamente «personas», sino tan solo humanos con la misma estatura moral que un animal irracional. Si son capaces de sentir, merecerán algún tipo de consideración benéfica. Pero, en general, sus derechos dependen del valor que sus cuidadores le quieran conceder. Las personas frágiles quedan así reducidas a meros «titulares sociales de significación» cuya vida dependería del afecto que se les profese o de lo que signifiquen para los demás. Serían, sólo, cosas con mayor o menor valor.

Principios bioéticos relacionados con el inicio de la vida y derivados de esos paradigmas

Las tesis precedentes dan sustento a pretendidos principios bioéticos relacionados con el inicio de la vida, como el principio de reemplazamiento reclamado por el propio Peter Singer, que insta a valorar la cantidad total de felicidad que se obtendría con la muerte de un hijo discapacitado (eliminando a un hijo discapacitado), cuando ésta impulsara el nacimiento de otro hijo con mayor probabilidad de tener una vida feliz (Singer, 2003).

O el principio de beneficencia procreativa formulado por Julian Savulescu, para quien los «reproductores» (y no entro a valorar este término) están obligados a seleccionar entre sus eventuales hijos, si es posible, el que tenga mayores posibilidades de convertirse en un adulto sano (Savulescu & Kahane, 2009). Esta información sólo se obtiene, por supuesto, tras el análisis de aneuploidías en una fecundación in vitro, que sería siempre preferible a la fecundación natural por compadecerse con la selección conforme a estándares de calidad relacionados con la salud.

Aporías 

Las aporías de este principio son evidentes. En primer lugar, la selección de uno implica siempre la exclusión de los demás. En segundo lugar, los estándares de salud siempre son aleatorios, pues cabría preguntarse, por ejemplo, cuánto se tendría en cuenta la propensión genética a la obesidad en aquellos países en los que su población entiende que ésta constituye uno de los mayores problemas de salud. En tercer lugar, este principio obligaría a dar viabilidad a un embrión con predisposición genética para el sadismo, pero con una salud de hierro, antes que uno con predisposición genética para el comportamiento altruista, pero con una salud frágil. Por último, no existe una relación necesaria entre salud y felicidad, pues todos conocemos personas sanas profundamente tristes, y personas enfermas cuya alegría envidiamos (Burguete, Debate bioético sobre el principio de Beneficencia Procreativa, 2016).

Niña Síndrome de Down. Imagen 6

Pero este tipo de observaciones no son propias sólo de profesores universitarios. Un destacado miembro de la Real Academia Valenciana de Medicina, Médico Especialista en Obstetricia y Ginecología, manifestaba en un Congreso Internacional de Medicina Reproductiva celebrado en Perú en 2017 que la naturaleza no hace bien las cosas cuando permite el nacimiento de niños con Síndrome de Down, obligados a vivir una vida que, «por más que lo queramos disfrazar», no es la que las personas deberían vivir. No encuentra, por tanto, argumentos en contra de la eugenesia prenatal.

El autor de este artículo sostiene, no obstante, que estos investigadores no han comprendido adecuadamente que la dignidad no es un título honorífico que ellos puedan conceder o detraer, sino un modo de ser interno y de conducirse que nadie puede arrebatarnos salvo nosotros mismos. Y una de las formas como podemos arrebatarnos a nosotros mismos la dignidad es escribiendo las cosas que ellos escriben.

 

a) Fundamentación moral de la dignidad

La dignidad, en efecto, no es un título honorífico que dependa de mérito alguno ni de la buena voluntad con la que nos acerquemos a la persona a quien se la reconocemos; ni siquiera es consecuencia del amor, pues realmente lo precede. De alguna manera, el reconocimiento de la dignidad es algo que se le debe al hombre por su carácter moral.

En el reino natural, no existe este «deber». En su lugar, lo más parecido al reconocimiento de la dignidad es la reverencia o la sumisión al poderío físico, al porte, a la fortaleza. En el reino natural, en efecto, la dignidad es megalophysis, magnificencia, boato y fastuosidad, percibiéndose en el sobrecogedor rugido del león o en el noble trote de un pura sangre de yeguada flor de lis; o en la suntuosidad de un árbol milenario, el elegante deslizarse de un cisne por el lago o de un águila en su vuelo.

En el reino de los hombres, en cambio, no es infrecuente que se advierta una dignidad especial que eleva al siervo por encima de su amo. Hay ocasiones, incluso, en que la dignidad consiste en desprenderse voluntariamente de toda ostentación. El himno a la Kenosis (Flp. 2, 1–11) ilustra esta idea a la perfección, cuando presenta a Jesús como aquel que se despojó voluntariamente de la gloria que le pertenece por derecho. No renunció a su naturaleza divina, pues de ésta no se podía desprender, pero sí del trato que hubiese podido reclamar por dicha condición. Y este, precisamente, es el símbolo de la Cristiandad que subyace en nuestro acervo cultural: la imagen de alguien que aparentemente fue despojado de su dignidad, desnudo y crucificado pero que, al mismo tiempo y precisamente por ello, es honrado con profunda reverencia (Spaemann, 2012, pág. 29).

 

b) Fundamentación ontológica de la dignidad y repercusiones sobre la maternidad subrogada

Nuestra dignidad se explica, también, atendiendo a consideraciones ontológicas, como al hecho de que las personas no somos directamente nuestra naturaleza, como ocurre con el resto de los seres naturales, sino que tenemos una naturaleza y, en consecuencia, podemos tomar cierta distancia de ella.

Podemos elevarnos por encima de nuestra centralidad instintiva y contemplarnos a nosotros mismos desde una posición excéntrica, comprendiendo que no somos el centro de un mundo del cual todos los demás son parte, sino que también somos parte de un mundo con múltiples centros. Que el otro no es sólo mi entorno, sino que también yo soy entorno para quien, lejos de ser un mero objeto a mi disposición, es también, como yo mismo lo soy, un «fin en sí mismo»; un quién, y no un qué; alguien cuyo florecimiento, en ocasiones, requiere el repliegue de mi tendencia expansiva. Alguien, en definitiva, «en cuya piel» puedo ponerme y a quien puedo llegar a amar con ese amor benevolente que hace surgir para mí su realidad, la causa por la que Dios le creó (Spaemann, 1989, pág. 151).

La maternidad subrogada

Desde esa perspectiva, el otro nunca puede ser para mí «algo» que se puede adquirir o de lo que se puede prescindir. Un hijo no es un bien de consumo que pueda «encargar» para paliar mi frustración, ni un producto al que pueda renunciar si mi interés decae o si se me sirve con defecto. Me refiero, evidentemente, a las reducciones fetales que se incluyen como cláusula en los contratos de subrogación cuando el embarazo es gemelar o el gestado presenta discapacidades (Aznar & Tudela, 2018). Como ninguna mujer es su útero, una incubadora natural que se pueda alquilar para «producir» hijos y a la que pueda arrebatar el fruto de su vientre previo pago despreocupándonos por lo que le suceda una vez nos haya entregado su «producto».

 

c) Fundamentación religiosa de la dignidad

La dignidad sólo se entiende cuando consideramos que el ser humano no se reduce a su existencia «terrenal». Porque si su vida fuera exclusivamente terrenal, no tendría más valor que el que los demás le quisieran otorgar. Incluso filósofos marxistas como Adorno y Horkeimer escribieron que el único argumento irrefutable contra el asesinato, y por tanto a favor de la sacralidad de la vida humana, es el argumento religioso. Pues si alguien quisiese matarme, yo desease morir y nadie en este mundo me quisiese con vida ¿contra quién atentaría mi muerte? Nadad habría de malo en mi asesinato salvo que Dios existiesen en cuyo caso sería un atentado contra la obra de Dios.

 

VII. Claves antropológicas con repercusiones bioéticas

 

a) La sustancialidad

Con los argumentos anteriores, hemos dado razón de la dignidad humana apelando a supuestos morales, ontológicos y religiosos. Pero, ¿cuándo comienza la persona a ser persona y, en consecuencia, a ser sujeto de dignidad?

Fotografías. Imagen 7

Para responder a esta pregunta conviene considerar la cualidad de la sustancialidad, que refiere tanto a nuestra sustancia como a su subsistencia. Para ilustrar su contenido, me permito apelar a un ejemplo, que espero no se considere inadecuado: Cuando mis hijos se burlan de mí extrayendo del álbum familiar una foto en la que aparezco de recién nacido muy desfavorecido, mi orgullo herido me lleva a rebuscar, entre mis fotos, otras en las que presento mejor aspecto. Fotos de un adolescente con pelo largo al lado de su moto, de un joven con traje y corbata estrenando coche, de un padre primerizo llevando sobre sus hombros a su primogénito mientras se bañan en la playa…

Si mostrase mis fotos actuales, serían las de un hombre maduro pasado de peso y prácticamente calvo. Las fotos futuras serán, son toda seguridad, las de un anciano con la mirada cansada y, ojalá no, tal vez perdida. Pero cuando pongo todas estas fotos en fila, cuesta trabajo encontrar parecido alguno entre los protagonistas de éstas, pues en ninguna de ellas me parezco al protagonista de la foto precedente ni al de la posterior.

Un individuo singular, único e irrepetible: yo

¡Qué curioso! Nos pasamos la vida reclamando el reconocimiento de nuestra identidad, y lo cierto es que nunca he sido «idéntico» a mí mismo. Lo que sí he sido siempre es el mismo; ese «yo» que responde, en todos ellos, a la llamada de quien le interpela por su nombre. A quien grita mi nombre, cualquiera de ellos respondería: «soy yo».

Porque, en efecto, era yo y no otro, ese bebé tan feo; como el adolescente junto a su moto y el adulto que jugaba con su hijo en la playa; como lo será el anciano de la mirada perdida. En todos ellos, he sido siempre esa substancia individual, cuya esencia es racional, que se concreta en un individuo singular, único e irrepetible: yo. Una sustancia personal que siempre ha sido la misma, por más que nunca se haya mostrado idéntica por la multiplicidad (más de la que hubiera querido) de los movimientos accidentales que permanentemente le acompañan.

Crecí, en efecto, para luego decrecer. Surgió el pelo en mi cabeza, para luego tirarse de él casi con furia; se ablandaron los músculos que previamente habían adquirido delineación y firmeza; y se entornaron ese ojos que otrora brillaron abiertos, inquisitivos y curiosos. Con toda seguridad, todavía he de experimentar otros cambios en mis cualidades que no me gusta anticipar. Entre ellos, la pérdida de mi conciencia y de mi memoria. Pero también seré yo cuando ya no sepa que lo soy. Como ya lo era antes de saberlo.

Desde la concepción hasta la muerte

Intuitivamente, mis alumnos universitarios entienden que solo existen dos verdaderos cambios sustanciales: la generación, por la que pasamos del no ser al ser; y la muerte, por la que pasaremos de ser a no ser; y que todos los cambios que nos afectan entre estos dos hitos son sólo movimientos accidentales, cambios en las cualidades que acompañan a nuestro ser, pero no en nuestro ser mismo. Comprenden bien que el ser termina con la muerte, pero les cuesta admitir, conforme a razón, cuando comienza el ser. En este punto, la conciencia colectiva, la ideología y el interés nublan la objetividad.

Desde mi primer acto existencial, con el mismo código genético

Existe, en efecto, una cierta resistencia a entender que, del mismo modo que seré yo y no otro cuando -como resultado de la demencia senil, el alzheimer, una parálisis cerebral o un coma sobrevenido- merme la operatividad de los órganos que permiten mi autoconciencia, también era yo, y no otro, cuando los dichos órganos todavía no se habían formado. A entender que soy yo, en definitiva, desde mi primer acto existencial, que se produjo con el sobrecruzamiento cromosómico que provocó el advenimiento de una criatura nueva y distinta a todas las demás. Porque el cigoto que fui, aun siendo unicelular, poseía ya mi código genético propio, único, singular, irrepetible y exclusivo. El genoma de la persona que soy y que seré siempre hasta mi muerte.

Hoy sabemos, por las imágenes diagnósticas y por la moderna embriología y genética, que durante la gestación no hay nada externo al embrión y al feto que lo modifique o reemplace su contenido genético. Carece de toda lógica, por tanto, apelar a cambio vital alguno que pueda suponer el inicio de una realidad genómica distinta a la anterior en ningún momento de la gestación.

La lógica del lenguaje común de una madre 

Las leyes de plazo para la despenalización del aborto, en consecuencia, carecen de fundamento racional y plantear lo contrario sería tan errático como artificial. Sería como sugerir que, durante la concepción, sólo se formó el sustrato biológico de un «organismo no humano», de una máquina carente de espíritu que luego llegó a albergar una estructura intencional, una forma substancial, una racionalidad, autoconciencia o alma. Que esta formulación es artificial lo evidencia el uso común del lenguaje cuando una madre, dirigiéndose a su hijo, le dice: «cuando estaba embarazada de ti»; o “cuando todavía estabas en mi seno”. Y no le dice: «cuando dentro de mí había un organismo del cual posteriormente surgiste tú…» (Spaemann, 2007, pág. 216).

Siempre yo: durante toda mi biografía

De acuerdo con lo dicho, y si por mi dignidad detento un derecho fundamental a la vida, ese derecho se mantiene durante toda mi biografía, esto es, durante todo el tiempo en que soy yo y no soy otra otro. Y como hemos mostrado, yo siempre soy yo desde mi concepción hasta mi muerte.

No podría, en consecuencia, estar más de acuerdo con el lema feminista encumbrado tras la revolución sexual: mi cuerpo es mío. Así es. Lo es ahora y lo ha sido siempre. También, por supuesto, cuando estaba en el seno de su madre. Siempre fue suyo y nunca de su entorno social o familiar; ni de un progenitor irresponsable y machista que forzó a su madre a librarse del fruto de su seno; ni de una mafia o un proxeneta que la consideró un inconveniente sobrevenido; ni siquiera de los trabajadores de determinadas entidades de acción social que insisten en presentar el aborto como la única salida.

La vieja fórmula romana del mulieris portio es, por tanto, tan sólo eso: una fórmula vieja. Si alguien desea plantear el aborto desde una perspectiva antropológica seria, no puede recurrir a él. Deberá, en su lugar, apelar al conflicto aparentemente irreconciliable entre dos sujetos jurídicos de naturaleza personal, la gestante y el gestado. Pero, entonces, deberá justificar por qué deben prevalecer los derechos del fuerte sobre los del débil, los de quien está abierto al autodespliegue y puede pedir ayudas, sobre los de quien es tan pequeño que todavía no puede expresar su desamparo.

 

b) La singularidad

Cada persona vale un mundo

La singularidad, desde la óptica de Hegel, refiere al carácter único e irrepetible de cada persona. Nadie más que «yo» es «yo», nadie lo fue antes y nadie lo será después. Por eso, cada vida es irreemplazable. No somos meros casos de una especie, simples elementos de un agregado, sino la respectiva singularidad de una vida individual (Spaemann, 2000, pág. 82). Por eso, y esta es una de las maravillas de nuestro carácter personal, en tanto que respectivos individuos no somos sólo quienes somos, sino que también somos, de modo individual y exclusivo, lo general mismo. No somos una partes de una totalidad abarcante, sino totalidades en relación con las cuales todo es parte (Spaemann, 2000d, p. 40).

Valemos, en consecuencia, lo que vale el mundo, y esto es algo que mostramos de modo espontáneo e intuitivo cuando, tras el atentado cometido contra la dignidad de una persona, nos echamos a la calle con su foto y con su nombre para señalar que también nosotros hemos sido heridos en ella, porque ella es, de algún modo, la humanidad entera.

Ni muchos ni todos valen más que la vida de uno

Pero los efectos de la singularidad no acaban ahí, pues ni la vida de diez, o de mil, o del mundo entero vale más que la vida de uno. Esto es algo que, como sabemos por Eleanor Roosvelt, el socialismo soviético no quiso admitir cuando, en su día, se negó a aceptar la actual redacción del preámbulo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, alegando que el bien del Estado está por encima de cualquier derecho individual. Lo mismo afirma el socialismo cubano cuando, a través de sus abundantes carteles propagandísticos, difunde por toda la isla el mensaje: «tu no eres nada, tu patria lo es todo».

Pero el marxismo es sólo una ideología, no un saber reflexivo. Y en este escrito estamos tratando de saberes, no de supersticiones ideológicas. Y desde los saberes, colegimos que por singulares somos únicos, representamos a lo general y somos más que lo general. De ahí que no admitamos la instrumentalización ajena por más que sintamos compasión por quienes padecen determinadas carencias.  

Los vientres de alquiler

Es común, por ejemplo, que se reclame el uso de técnicas de reproducción asistida (que incluyen el comercio de gametos y el alquiler de vientres ajenos) apelando al sufrimiento de las parejas que no pueden conformar estirpes a partir de su propio material genético.

Aunque es verdad que, en ocasiones, no es la infertilidad de sus miembros la causante de esta infecundidad, sino la forma de relación escogida por la pareja que de suyo es infecunda, lo importante aquí no es distinguir entre los neovitalismos queer, los deseos de realización de las personas sin pareja y la frustración de las parejas heterosexuales cisgénero que por razones biológicas no pueden concebir; lo importante es si hay algún dolor o deseo capaz de justificar el alquiler de «servicios gestacionales» a terceras personas, especialmente cuando podrían tener un fuerte potencial eugenésico y clasista al acompañarse de condicionantes de raza o de salud (Burguete, 2019). Condicionantes que evidencian el abandono de la hermenéutica del don en la transmisión de la vida humana que en ocasiones acompaña a esta práctica, reemplazada por la aberrante lógica de la producción de hijos a la carta, cuando no perfectos.

La subrogación tiene, también, un fuerte potencial biocolonialista cuando se considera que, por lo general, es la vulnerabilidad económica o social la que empuja a muchas mujeres a ofrecer su útero como un «servicio gestacional» (Leibetseder, Reproductive ethics: An example of an allied disability-queer-feminist justice. , 2016, pág. 135). Así lo evidencia el masivo alquiler de vientres asiáticos, latinos y afroamericanos en los Estados Unidos, y de vientres ucranianos y rusos en Europa (Leibetseder, 2017).

Alquiler de cuerpos para la obtención de «productos»
Maternidad subrogada. Imagen 8

Por lo demás, el vientre de una mujer no es independiente de su cuerpo, ni éste de la persona completa. En consecuencia, no se alquilan vientres sino cuerpos y personas. Personas que se enfrentan a las potenciales consecuencias físicas, psicológicas y emocionales que se derivan del propio embarazo y de la entrega pactada del bebé gestado.

Porque cada persona es singular, un hijo no es un «producto» del que se pueda disponer, sino un bien «en sí mismo». De ahí que la ética de la subrogación no sea comparable a la de la adopción postnatal, en la que prevalecen los derechos del niño que no puede ser cuidado por sus padres biológicos, aunque los padres adoptivos también salgan beneficiados. En la subrogación, sin embargo, prevalece el derecho de los adultos y la consideración del niño como un «encargo» que se puede declinar cuando no responde a lo pactado o cuando desaparece el deseo (Garibo, 2017).

Creación de quimeras

Porque cada persona es singular, y lo es desde su concepción, carecen de ética las primeras investigaciones llevadas a cabo por Juan Carlos Izpisúa y su equipo para la creación de quimeras si, como se supone, inocularon células madre embrionarias en embriones de cerdos y otros animales de granja. El objetivo puede ser loable, puesto que como multipotentes, estas células madre se duplican siguiendo su propio código genético, no el del nicho en el que habitan, pudiendo crear tejidos y órganos humanos para trasplantes que acabarían, de una vez por todas, con las listas de espera y el mercado negro de órganos.

 

VIII. A modo de conclusión

Ovulo fecundado. Imagen 9

Por sus potenciales consecuencias, son muchos quienes aprueban las investigaciones que terminamos de describir. Porque también son muchos los que se han creído la muerte de Dios.

Por eso, y en primer lugar, niegan que el ovocito fecundado sea el primer momento existencial de una vida humana y personal; niegan, además, que una vida humana creada artificialmente para la investigación y que es rota dentro de un cerdo, valga más que la vida de los potenciales beneficiarios de estas investigaciones si llegan a tener éxito.

No perciben, en definitiva, la investigación con embriones como una de esas «intervenciones perfeccionadoras» de la naturaleza que, como sugiere Jürgen Habermas, esconden la intención «ajena» de tomar posesión de la persona y programarla instrumentalmente (Habermas, 2002, pág. 98).

Con la muerte de Dios, nos hemos quedado sin palabras para justificar nuestra dignidad y, en consecuencia, nuestra irreductibilidad a la condición de objeto para la investigación o para la satisfacción de los deseos ajenos. Para explicar que no se nos puede comprar; que no se nos puede desechar; que no se nos puede usar. Para explicar que nuestra vida tiene un carácter sagrado y vale tanto o más como la de la humanidad entera. Para explicar que una persona sana no vale más que una persona enferma, ni una madre vale más que su hijo; que una pareja rica occidental no vale más que una mujer vulnerable en un país del este. Para entendernos como miembros de una misma familia humana.

 

[NOTA DEL AUTOR: El texto reproduce, si bien no literalmente, la conferencia impartida por el autor en el Ateneo Mercantil de Valencia, en febrero de 2021. Su carácter, por tanto, es más divulgativo que académico.]

 

Otro artículo de E. Burguete publicado en esta web: Robert Spaemann. In memoriam

 

REFERENCIAS 

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Burguete, E. (2016). Debate bioético sobre el principio de Beneficencia Procreativa. Bioetica Press(475). http://www.observatoriobioetica.org/2016/02/principio-de-beneficencia-procreativa/12182.

Burguete, E. (2019). Revolución Sexual y neovitalismo. Los servicios gestacionales en la reconfiguración social, como reproductor, del colectivo queer. Cuadernos de Bioética, 30(99), 159-170.

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About the author

Enrique Burguete Miguel
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Miembro en Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia, San Vicente Mártir.

Coordinador del Módulo “Aspectos Sociales y Económicos de las Biociencias Moleculares y de la Biotecnología” en el Grado en Biotecnología de la Facultad de Veterinaria y Ciencias Experimentales de la UCV.

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