Pequeñas virtudes de la vida cotidiana
Introducción
La vida cotidiana de las personas está repleta de actos repetidos día tras día. Muchos de estos actos se llevan a cabo de manera automática o inconsciente, apenas se les presta atención. Se realizan porque se está habituados a ellos. Siempre se hace lo mismo. A esos actos repetidos, los llamamos hábitos. Son aquellos actos que repetimos, una y otra vez, y que acaban ‘formateando’ una manera de hacer; una manera de ser. Se han ‘acoplado’ a la persona. Se han convertido en costumbre porque se realizan cada día, de manera habitual.
Fijémonos en un momento del día: el despertar. Se ha puesto el despertador a una concreta, por ejemplo, a las siete de la mañana. Y decimos ‘despertador’ a sabiendas que muchos utilizan el reloj del móvil como alarma para levantarse, lo que les ‘obliga’, en cierto modo, a tener el móvil en la mesilla de noche o muy lejos de esta. Por cierto, “¿a qué distancia duermen del móvil?”. (Porque hay gente que se acuesta y se levanta con el móvil).
Se fija la hora para levantarse. Cuando suena, como todavía se tiene sueño, uno se dice a sí mismo: “Diez minutitos más”. Al día siguiente, se hace lo mismo y al siguiente, al siguiente, y al siguiente… y casi, como el que no quiere la cosa, un pequeño gesto que empezó un día cualquiera, se ha convertido en un hábito, en una costumbre. Nos ‘engañamos’ con el despertador. Sirva este mínimo ejemplo para ilustrar lo que se quiere decir.
La noción de virtud
La palabra ‘virtud’, según la Real Academia de la Lengua Española, significa:
Actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos.
Proveniente del latín, virtus. Si se entiende la virtud como un acto operativo, los calificativos de ‘actividad’ o ‘fuerza’ cobran pleno sentido. En cuanto hábito, tiene que ver con algo que se ‘hace’ reiteradamente, por tanto, requiere de una ‘fuerza’ que, en tantos supuestos, es de voluntad. Hay que querer –volo– la virtud para ser virtuoso. La virtud, por tanto, es una fuerza que empuja a la repetición generando ‘hábitos buenos’.
No se acabaría de entender bien la virtud si no estuviera acompañada del carácter de la persona. Virtud y carácter conforman una unidad en la vida de una persona. No es que la virtud vaya por un lado y el carácter por otro. Al contrario, virtud y carácter están, inexorablemente, entrelazados. Esto es, la virtud es fruto del carácter y no hay carácter sin virtud.
Es cierto que, hasta el momento, se ha utilizado el singular: virtud. Aunque lo propiamente suyo, es referirse a las virtudes en plural. Josep Pieper (2007) escribió un excelente libro acerca de Las Virtudes fundamentales. Una obra que es de obligado estudio para quienes quisieran adentrarse en el conocimiento de las virtudes fundamentales que, como se sabe bien, son: la prudencia, la justicia, la fortaleza, la templanza, la fe, la esperanza y el amor.
Las pequeñas virtudes
En este artículo, queremos hacer referencia a las ‘pequeñas virtudes” que serían en nuestra clasificación: virtudes fundamentales o mayores y virtudes menores[1]. Después, nos encontraríamos, en grado inferior, las “pequeñas virtudes” de la vida ordinaria. Estas pequeñas virtudes están como las anteriores al alcance de todo el mundo. Desde nuestro punto de vista, se pueden llevar al ‘día a día’ de cualquier persona y, por tanto, pueden estar presentes en la vida cotidiana. Nosotros las hemos cifrado en diez, a saber: la audacia, la empatía, el espíritu crítico, la decisión, el dominio de sí, la humildad, la laboriosidad, la magnanimidad, la resiliencia y el servicio.
1. La Audacia
En la vida cotidiana es bueno procurar un equilibrio, una armonía en todo lo que se hace. En esta afirmación, no se puede negar la influencia de Aristóteles. Se puede tener la impresión que la audacia puede romper ese equilibrio o armonía entre las diversas circunstancias, situaciones, decisiones y acciones que, en un día cualquiera, pueden suceder. A la audacia se le suele presuponer un punto de riesgo que puede llevar a la persona audaz a situaciones delicadas y comprometidas. Es cierto, la audacia compromete.
Coraje y osadía
La audacia supera una barrera en el momento de lanzarse ‘hacia algo’ que se quiere conseguir. La audacia viene acompañada de la valentía, del valor de romper ese muro que impide seguir hacia adelante. Audaces son quienes dan esos pasos adelante encaminados a un logro, a un objetivo o a la culminación de un proyecto. Quizás, lo específicamente, suyo sea el ‘arrojo’ el ‘arrojarse a’ o hacia algo sin tener demasiado en cuenta los resultados finales. Por eso, la audacia está próxima al coraje. Las personas audaces son personas con coraje. Si se prefiere, con el carácter suficiente para abordar aquello a por lo que se lanzan.
Por ello, la audacia se presenta, también, como osadía o atrevimiento. Puede que, en un día ordinario, no se encuentren muchos motivos para la audacia, sobre todo, si se piensa en grandes gestas o grandes retos. Pero, en cambio, si la audacia se entiende como el atreverse con pequeños gestos, acciones o decisiones, la audacia cobra un sentido más completo, más profundo. La audacia, no se va a negar está en ‘lo grande’ pero, todavía mucho más, en lo ‘pequeño’ porque se tiene, si se quiere, muchas más oportunidades para llevar la audacia a situaciones muy concretas y diarias. Esta pequeña virtud, si se ejercita, puede dar consistencia a nuestra vida cotidiana.
2. La empatía
La empatía es, seguramente, una de las virtudes menores que, hoy en día, reclaman para sí y para los demás muchas personas: “¡Hay que ser empáticos!”. La mayoría entendería la empatía como “ponerse en el lugar del otro”. Esta afirmación que suele estar en boca de tantos, si se analiza, con detenimiento, lleva a unas implicaciones que, a simple vista, pasan desapercibidas.
La empatía siempre es en relación a otro u otros, por tanto, la empatía se mueve en el marco de unas determinadas relaciones y circunstancias. ¿Se podría afirmar que hay unas personas más empáticas que otras? Ponerse en el lugar de otro, de su persona, de sus circunstancias, nunca va a ser tarea fácil porque, de alguna manera, para ser empático y comprender bien al otro -porque la empatía aborda la comprensión- implica, en parte, ‘suspender’, por un momento, las ideas y circunstancias propias porque pueden suponer (o no) un lastre a la hora de empatizar. Estar libre de preconcepciones prejuicios -sabemos- que resulta harto complicado.
Simpatía y compasión
La raíz de la palabra “empatía” proviene del griego, pazos y tiene un doble sentido: primero, el que espera, el paciente y, en otro sentido, el que sufre; de nuevo, el que es paciente a causa de alguna dolencia o enfermedad. Porque para empatizar hay que ser, sin duda, paciente y, además, se ‘sufre’ con el otro, o nos simpatizamos -sim (con) pazos– con el otro o nos ‘compadecemos’ -con-pazos– del otro. Términos, todos ellos, con una misma raíz, diferenciados por tan solo en el prefijo.
En la vida ordinaria, empatizar es una manera de aproximarnos al otro, al prójimo, en situaciones complicadas o delicadas para este. Pero, también, es verdad, que hay momentos -circunstancias concretas- con las que cuesta ‘empatizar’ porque se está en las antípodas de lo que vivimos o creemos. No se puede negar esta realidad. Con esta moda que nos arrastra, hoy en día, hacia la empatía, se corre el riesgo que solo sea una simple intención que se la lleve el viento y que la empatía, en concreto, en el momento que tomen un nombre y un apellido específico, solo sea una mera buena intención.
3. El espíritu crítico
El espíritu es lo que en la vida diaria alienta, anima, impulsa en una determinada dirección y con un sentido y propósito determinado. La palabra espíritu proviene del griego psiqué y que, en latín, es pneuma, aire -por eso, los neumáticos (que) contienen aire-, anima, alma… ¡ánimo! El espíritu es ‘ligero’ y ‘aligera’ de las cargas que puedan haber en la vida. El espíritu es el ‘intangible’ por excelencia. No se puede tocar, ni se puede medir y, menos aún, cuantificar. El espíritu es libre y nos empuja a la libertad, a la búsqueda de la verdad. Se ha de meditar con calma: “somos espíritus libres”. Hemos de dejar que el espíritu actúe en nuestras vidas, en un día normal.
Pero, además, el espíritu es crítico. ¿Cómo si no encontrar la verdad de lo que ocupa nuestras vidas? La palabra ‘crítica’, otra vez, proviene del griego krasis que significa diferenciar, separar, cribar, tener criterio. Quien tiene criterio, movido por el espíritu, tiene más difícil caer en las trampas de la falsedad. Ni qué decir que, en los tiempos actuales, donde las mentiras y las falsedades son un auténtico ‘tsunami’ que arrasa a diferentes estratos de la sociedad y a gentes de toda condición y edad, el espíritu crítico se ha vuelto, no solo necesario, sino, imprescindible para poder discernir, correctamente, en este océano de falsedad que nos inunda: “Esto sí, aquello, no…”.
En tantas ocasiones, se entiende el espíritu crítico como algo ‘negativo’, a ‘condenar’ de otro, a ‘rechazar’. Se puede entender esta postura, mayoritariamente, aceptada. El espíritu crítico se puede entender como algo ‘negativo’ frente a una circunstancia o en referencia a una persona aunque, en este caso, no estaría de más no olvidar que ‘criticar’, mejor, hechos, comportamientos de la persona pero no a la persona ‘en sí’.
El espíritu crítico también alerta
El espíritu crítico pone en situación de alerta, de atención, de búsqueda entre lo que es correcto y lo que no lo es; lo que conviene o lo que no; lo que es bueno o lo que no lo es. El espíritu crítico nos abre la puerta a la diferenciación, a la separación de aquello que nos aleja de una vida más plena, con sentido. En un día cualquiera, si se está ‘alerta’, nos advierte de ideas, hechos, conductas que van en contra de nuestra vida y de la vida que se vive. El espíritu crítico es la línea que nos señala: “¡hasta aquí y.. no traspasar!” Nos advierte tanto del ‘sí’ como del ‘no’.
El espíritu crítico se cultiva, se cuida, se desarrolla. Si se está adormecido es el aguijón que nos despierta. Igual sucede si se cae en la monotonía, la tristeza o la desesperanza, es quien nos llama a utilizar su impulso, su fuerza para no caer en la desidia existencial. El espíritu crítico es el ‘despertador’ siempre a punto de sonar para advertir que la tarea de vivir es mucho más que “es lo que hay”.
4. La decisión
Se decide, una vez, hecho el discernimiento y la deliberación pertinentes midiendo muy bien las posibles consecuencias y efectos de la decisión. En un día cualquiera, se deciden una infinidad de cosas. Alguien escribió que se tomaban alrededor de quince mil decisiones diarias. Sí, se toman infinidad de decisiones menores: desayuno café o té; cojo el transporte público o cojo mi coche; me pongo zapatos o bambas; falda o pantalón; camisa lisa o a rayas… En fin, si estas pequeñas decisiones las desmenuzáramos… no se acabaría nunca o, efectivamente, llegaríamos a las quince mil decisiones diarias. De vez en cuando o, mejor, se van gestionando decisiones que, un día en preciso, van a tomar forma: me caso o no me caso; me cambio de ciudad o no; cambio de trabajo o no…
Ejercicio de libertad
En el trasfondo de una decisión, siempre subyace la libertad. Somos seres libres para decidir. A pesar de los pesares y de las posibles determinaciones genéticas que se quieran contemplar. La libertad está ahí. Con la decisión, se ejerce la libertad. Algunos dirán que no es así que estamos mediatizados -determinados- por un sin fin de condicionamientos que van en contra de la decisión, la matizan o la devalúan.
Haciendo uso de la libertad con las decisiones que se toman, al mismo tiempo, nos vamos haciendo como personas. Las decisiones que se toman (o que se dejan de tomar) ‘construyen’ el ser persona casi imperceptiblemente. Se dice, con tino, que no-decidir, también, es una decisión. Hay que pensarlo mejor: el día viene cargado de infinidad de pequeñas decisiones que le dan contenido y que moldean la manera de ser de cualquiera de nosotros. En la decisión, también, hay mucho de determinación, de voluntad, de llevar a cabo alguna situación en concreto. En cada pequeña decisión se ‘juega’ un día normal de una persona. Un sí a decidir, sin miedo a la libertad tal como sostenía Fromm (1974), es un sí al afán de día más pleno.
5. El conocimiento de sí
Un día cualquiera, nos confronta con situaciones que requieren un ‘dominio de sí’, de uno mismo. Para ‘dominarse’ lo primero y fundamental es conocerse a sí mismo. Ya lo dijo el oráculo de Delfos. “¡Conócete a tí mismo!” “¡Menuda paleta!”…, el ‘conocimiento de sí’ “¡Casi nada!” Seguramente, el ‘conocimiento de sí’ sea un proceso. A medida que se va viviendo, se tiene la posibilidad de ir conociéndose a sí mismo. Siempre se va a conocer ‘algo’ de sí mismo (como de los demás) pero, también, siempre se quedará algo por conocer, por desvelar (velar lo que está oculto) fundamentalmente, porque la persona como escribió Marías (1996, 9) es un ‘misterio’, no se acaba nunca de conocer del todo. Tampoco (a) nosotros mismos. Por eso, a veces, nos sorprendemos.
Temperamento y carácter
Un primer paso para conocerse es averiguar qué temperamento prevalece en nuestra persona. “¿Cuál es nuestro temperamento?” Si no se sabe, quizás, valga la pena averiguarlo. Havard (2019) cifra en cuatro los temperamentos: colérico, melancólico, sanguíneo y flemático. No se va a entrar, ahora, en su desarrollo pero les animo a que lean, si no lo han hecho ya, a este autor. Encontrarán las claves para descubrir qué temperamento es el suyo, pero sí diremos que el temperamento nos viene de ‘serie’, nacemos con él. En palabras de Harvard:
El temperamento es una predisposición natural e innata a reaccionar de una determinada manera (Havard, 2019, 11)
Lo que sí es, verdaderamente, importante para este ‘conocimiento de sí’, es esa segunda naturaleza que se forja con nuestro carácter. El carácter es lo decisivo para el conocimiento y, posterior, dominio de sí. El carácter -como se sabe bien- se construye a través de los hábitos operativos que son las virtudes. Algunas fundamentales, otras ‘menores’ y otras ‘pequeñas’ para la vida ordinaria como las que se proponen en este texto. Es importante, también, saber qué virtudes predominan en nuestro carácter, cuáles de ellas ejercitamos cada día y cuáles lo hacemos intermitentemente, en ocasiones, simplemente por las vicisitudes del día. Lo fundamental es que como seres perfectibles, las virtudes se pueden ir ‘trabajando’, cada día, y desarrollando a lo largo del tiempo. Nunca se es virtuoso del todo y ni se es en todas las virtudes. Siempre se puede mejorar, siempre hay posibilidad de perfección.
Caminos para conocerse mejor a uno mismo
Para tener mayor ‘conocimiento de sí’, tenemos, cada día, tres caminos posibles. El primero, es el trabajo. En un día normal de trabajo, tenemos oportunidades de conocernos mejor a través del propio trabajo, por ejemplo, de las circunstancias que nos rodean, los hechos, las acciones, las reuniones… todas aquellas realidades que nos acompañan en un día de trabajo. El trabajo es, sin duda, fuente de ‘conocimiento de sí’. Solo hay que estar atentos y ‘abiertos’, tener una mente abierta, –open minded– para captar lo que trabajando se puede conocer, aprender respecto a uno mismo.
En segundo lugar, a través de las personas que nos rodean habitualmente. Las personas pueden ser un espejo para nosotros y ayudarnos -conscientes o inconscientemente- a conocernos mejor. Por último, nosotros mismos. Las situaciones que se pueden vivir en un día ordinario, cómo las afrontamos, cómo reaccionamos frente a ellas, por ejemplo, por qué determinadas situaciones nos entusiasman y otras nos molestan, por qué a algunas nos resistimos y a otras no, por qué ese proyecto me ilusiona y aquel otro no… circunstancias que pueden ser, también, una fuente de ‘conocimiento de sí’.
6. La humildad
La humildad es la pequeña virtud de los fuertes. Practicar la humildad en el ‘día a día’ implica tocar de pies al suelo -del latín, humus-. Es una virtud, eminentemente, práctica porque la persona que ejercita la humildad está abierto a los demás: a escuchar, atentamente, a los demás; a atenderlos; a cuidarlos, a poner por delante suyo al otro. La persona humilde ‘sabe que no lo sabe’ todo y no lo oculta, es sincera consigo mismo y con los demás. Tiene la humildad para reconocerlo y aprender de quien sabe más. Nada pretenciosa, suele ser amable en las formas y prudente en su forma de actuar. La humildad es reconocer cuando el otro tiene la razón y no enrocarse en posturas que pueden denotar cierta prepotencia.
Practicar la humildad, cada día, es una manera de corroborar que la dignidad pertenece a todos y cada de las personas que se cruzan en el caminar diario. La humildad verdadera reside en el corazón de la persona. Es de quienes viven el día sabiendo que la persona ha de ser sujeto de comprensión y compasión que, son los humildes (mansos), quienes heredarán la tierra (Mt. 5, 3). Por poco, que se observe el entorno, se descubrirá que una sociedad donde el ‘yo’ ocupa la centralidad, encerrado en sí mismo, anda escasa de humildad. Precisamente, es la negación del ‘yo’ y el salir de sí al encuentro del otro -la cultura del encuentro- con los brazos abiertos, como sugiere el Papa Francisco (2020) es propio de la persona humilde que acoge y abraza con una mirada tierna.
La familia, lugar para la humildad
Un lugar estupendo para practicar la humildad es en la familia. En esas horas, cuando al final del día, se reúne la familia, el practicar la humildad, el ser humilde ante los ojos de nuestros hijos, el serlo con los hijos o, quizás, con quien o quienes se comparte un piso, una vivienda demuestra si la humildad está presente en la manera de ‘presentarse’ ante los demás: sea una hija, uno compañero de piso o una esposa. Sea quien sea. La humildad demuestra el grado de fortaleza de la persona en su capacidad de ‘poner el foco’ en los demás y no en ‘sí mismo’. Es una pequeña virtud de la vida ordinaria porque puede ser ejercitada desde que nos levantamos hasta que nos acostamos.
7. La laboriosidad
Labor.. iosidad. La laboriosidad es la virtud de la labor-oris, del trabajo, bien hecho hasta el mínimo detalle. Laboriosa es la persona que cuida todos los detalles. La laboriosidad implica en la vida ordinaria buscar la excelencia en lo pequeño de todo aquello que se lleva entre manos durante el día. Se concreta de muchas maneras como, por ejemplo, a la hora de presentar un informe o un proyecto en el lugar de trabajo, asegurarse que está bien elaborado, que, revisado una y otra vez, se acerca a la perfección sabiendo, por supuesto, que errar es humano y que se pueden cometer errores pero que se ha puesto todo el empeño y el esfuerzo para obtener unos resultados excelentes.
La laboriosidad tiene que ver, también, con el proceso de elaboración, con el desarrollo de un trabajo en concreto. Introducir la laboriosidad como hábito es bueno para la persona porque se acostumbra a esa búsqueda de la perfección en los asuntos corrientes. Es esa intención de hacer las cosas muy bien hechas. A veces, la laboriosidad se puede entender como algo negativo porque requiere ralentizar, un poco, la cadencia del tiempo. Alguien la puede ver como negativa. En este mundo nuestro, tan veloz, donde todo era para ayer, la laboriosidad puede parecer como un lastre para aquellos que quieren veloces que quieren llegar antes aunque no se sepa dónde.
Con el tiempo preciso
La laboriosidad se desenvuelve con la paciencia, con el mimo, con la atención de las cosas que se realizan. Es virtud ordinaria que a quien la practica y le acerca a la solidez, a la consistencia. En un mundo volátil, al decir de Torralba (2018), o líquido, según Bauman (2013), la laboriosidad nos insta a una lentitud fructífera en el trabajo. El reto es, probablemente, encontrar ese equilibrio aristotélico que nos permite elaborar cualquier asunto, cualquier tema, cualquier acción a emprender, con el tiempo preciso, con el tiempo requerido -ni más, ni menos- para alcanzar un resultado óptimo. Nosotros, como Tolentino (2017), proponemos cierta ‘teología de la lentitud’, al menos, como ejercicio de una apuesta decidida frente a un mainstream, en tantas ocasiones, realmente, desbocado. La laboriosidad es, sin duda, amiga de la paciencia.
8. La magnanimidad
La magnanimidad es virtud de quienes tienen espíritu de grandeza. La magnanimidad es hermosa porque es la virtud ordinaria que trasciende a la propia persona en algo superior, en algo que ‘eleva’ al ser humano más allá de su yo, en un ‘nosotros’ que busca el bien de todos. La magnanimidad se manifiesta en ese anhelo de superación, en la voluntad que puede tener cualquiera de dirigirse, día tras día, hacia una dignidad que le es propia por naturaleza y que le posibilita aspiraciones grandes que le superan a ella misma y que se realizan junto a otras personas.
La magnanimidad es una tendencia, la posibilidad de desarrollar, de potenciar en un día, lo mejor de la persona, de ‘quién’ se es. Recordemos con Spaeman (2010) que la persona es un ‘alguien’ y no un ‘algo’. Y ese alguien que se es, cada día, puede agrandar su espíritu, ensanchar su nobleza de espíritu a través de acciones, de comportamientos que le impulsan en un movimiento hacia cotas mayores, más elevadas. La magnanimidad como ‘pequeña’ virtud ordinaria está próxima al espíritu porque es éste quien le insufla el ánimo grande, la fuerza necesaria para vencer aquello que impide manifestar, mostrar lo mejor de la condición humana, lo que le trasciende.
La magnanimidad es virtud que, enraizada en el día, sabe mirar esperanzada al horizonte a pesar de las voces seductoras que arrastran a la bajeza de espíritu. Son tiempos difíciles para la magnanimidad, para la nobleza de espíritu porque seguimos anclados en un ‘yo’ que se ha erigido en principio y fin de sí mismo, encapsulado como un pequeño y absolutista rey sol. Es el propio espíritu humano quien recupera a la persona de sí misma y quien acabará conduciéndola por senderos que le lleven a lo más noble de sí.
9. La resiliencia
La resiliencia requiere esfuerzo, sacrificio. No es fácil practicar la resiliencia cuando todo empuja a lo ‘fácil’, a lo ‘divertido’, a lo ‘rápido’. Resiliente es quien aguanta con ánimo entero las adversidades, las dificultades que puedan surgir en la vida ordinaria. Resiliente es quien se cae y es capaz de levantarse y descubrirse de otra manera porque ha tenido la capacidad de aprender de esa caída que le ha hecho daño. La resiliencia es virtud a ejercer cualquier día porque se puede practicar en momentos de desilusión, de desánimo, incluso, de fracaso que nos dejan en disposición de ejercitar la resiliencia frente a los mismos. La resiliencia es el aguante de sí ante las circunstancias contrarias que se presentan en el día.
Preocupa, especialmente, la poca resiliencia de algunos jóvenes que acostumbrados a lo efímero, a lo fugaz, a lo satisfactorio momentáneo, fruto de la sociedad en que nos hallamos inmersos, soportan mal aquello que les contradice en su manera habitual de proceder. También, de aquellos adultos que, instalados en las comodidades de una vida fácil, llevan mal cualquier contrariedad y suelen refugiarse en la queja constante como salida a lo que les disgusta, a lo que les incomoda o cuestiona.
10. El servicio
Nos resulta inevitable mencionar aquel pasaje del Evangelio que, a nuestro entender, mejor ejemplifica la virtud del servicio en la vida ordinaria:
Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos.
La persona en disposición de servicio se pone, intencionadamente, el último de la cola (“¡Tonto el último!” Pues sí…) porque es humilde, porque no quiere destacar pero es el primero en servir, en ponerse a disposición de los demás cuando estos lo necesitan o cuando no. El servicio es una actitud a desarrollar en el día que nos ofrece muchas ocasiones para ponerla en práctica. La actitud de dar el primer paso para acompañar al otro, para cuidar al otro, para atender, desinteresadamente, al otro. En el trasfondo, del servicio hay una realidad más profunda, que es el amor o, en palabras de Wadell (2002) “la primacía del amor”. El amor es quien mueve a tomar esa disposición, esa actitud de ponerse al servicio de los demás.
Son innumerables las ocasiones en que, en un día, se puede estar al servicio de los demás. Aún mucho mejor, un día ordinario, todo él, puede ser un acto de amor. El amor, al fin y al cabo, es el eje primordial de una vida plena, en busca de un sentido mayor. Las “pequeñas virtudes de la vida ordinaria”, plasmadas en hábitos concretos, ayudan a allanar el camino del amor y hacia el amor, “alfa y omega”, de nuestro devenir en esta vida terrenal.
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Una cultura del encuentro (junio 2023)
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Referencias bibliográficas
Bauman, Z. (2013). Vida líquida. Austral: Madrid.
Havad, A. (2019). Del temperamento al carácter. Cómo convertirse en un líder virtuoso. EUNSA: Pamplona.
Froom, E. (1974): El miedo a la libertad. Paidós: Barcelona.
Marías, J. (1996). Persona. Alianza Editorial: Madrid.
Papa Francisco, (2020). Fratelli Tutti. Sobre la fraternidad y la amistad social. Palabra: Madrid.
Piepper, J. (2007). Las virtudes fundamentales. Rialp: Madrid.
Spaeman, R. (2010). Personas. Acerca de la distinción entre ‘algo’ y ‘alguien’. EUNSA: Pamplona.
Tolentino, J. (2017). Pequeña Teología de la lentitud. Fragmenta Editorial: Barcelona.
Torralba, F. (2018). Mundo volátil. Cómo sobrevivir en un mundo incierto e inestable. Kairós: Barcelona.
Wadell, P. J. (2002). La primacía del amor, Una introducción a la Ética de Tomás de Aquino. Palabra: Madrid.
NOTAS
[1]El autor sostiene que las virtudes menores son: la amabilidad, la alegría, la bondad, la confianza, la esperanza, la generosidad y la serenidad.