Refugiados: ¿acoger o no acoger?, he ahí la cuestión

 

Introducción

Cien millones de personas desplazas a la fuerza en el mundo: ese es el triste récord que se ha batido en 2022 (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados [ACNUR], 23 de mayo de 2022). Se trata de la cifra más alta de la historia. La guerra de Ucrania, que ha producido catorce millones de desplazamientos forzosos en los últimos meses, ha contribuido considerablemente a que las cifras del desastre humanitario que constituye la migración forzosa alcanzaran ese récord atroz.

Más datos

Pero ya antes la situación era sumamente alarmante: en 2021 vimos a cientos de miles de personas, desesperadas, intentando huir de Afganistán ante el abandono de las fuerzas internacionales y la toma del poder por parte del régimen talibán. Ese mismo año, el conflicto en la región de Tigray, en Etiopía, obligó a 2,5 millones de personas a abandonar sus casas; los enfrentamientos del Congo, Sudán del Sur, Sudán, Nigeria, Siria o Yemen, vieron incrementos de entre 100.000 y 500.000 desplazados internos, respectivamente. También el año pasado medio millón de personas tuvieron que huir de Venezuela, pasando de un total de 3,9 a 4,4 millones de refugiados venezolanos en tan solo doce meses (ACNUR, 2022b). Estas son solo algunas de las situaciones que han causado que la población mundial de desplazados forzosos haya pasado, en los últimos diez años, de cuarenta a cien millones.

 

Refugiados
Gráfica de la población desplazada forzosamente. Imagen 1

 

Según el Alto Comisionado de la Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), de esos cien millones de personas, más de treinta millones son refugiados o solicitantes de asilo, es decir, personas desplazadas por causa de fuerza mayor que han cruzado una frontera y necesitan protección internacional.

Estas cifras desorbitadas nos interpelan. Saber que cien millones de personas han tenido que salir huyendo de su hogar -la mitad de las cuales son mujeres y el 40%, menores- no nos deja indiferentes. Como seres humanos, nos sentimos y sabemos vinculados a esas personas, ligados a ellas, más aún, “ob-ligados” por ellas (Cortina, 2007). Su sufrimiento -causado mayoritariamente por otros seres humanos- apela a nuestras conciencias; cuando llaman a nuestra puerta pidiendo auxilio, cuando llegan a nuestras fronteras y solicitan asilo.

¿Existe el deber del asilo?

Ni que decir tiene que el mayor imperativo en este contexto sería que los agentes políticos implicados trabajaran de manera urgente y eficaz para erradicar las causas que llevan a tales desplazamientos; para conseguir que las personas no se vieran forzadas a huir de sus hogares por culpa de la persecución, las guerras, la violencia generalizada, la pobreza extrema, las violaciones de los derechos humanos o los desastres naturales. Esta es, sin duda, una responsabilidad de primera magnitud para gobiernos, agencias supranacionales y organizaciones de la sociedad civil de todo el mundo. Sin embargo, la consecución de tal objetivo se antoja muy lejana y, mientras tanto, cada año, millones de personas se ven obligadas a huir de sus casas y de sus países e intentan encontrar protección en los países más desarrollados. Muchas gastan en el intento todos sus ahorros y arriesgan su integridad física e incluso su vida.

Así pues, ante la súplica de ingentes cantidades de personas desamparadas y en necesidad extrema que llaman a nuestras puertas o que se encuentran en campos de refugiados, nos preguntamos: ¿tienen nuestros gobiernos el deber de darles refugio o, por el contrario, pueden legítimamente cerrar las fronteras y denegarles la entrada?

La necesidad de respuesta filosófica 

La ética y política del asilo es una cuestión de gran complejidad, como lo muestra la ya inabarcable literatura filosófica publicada al respecto en las últimas décadas. Por otro lado, el papel de la filosofía es bastante limitado en este campo y no puede sino trabajar de la mano de los agentes políticos, las personas expertas en flujos migratorios, relaciones internacionales, ciencias políticas, etc. Son ellas las que tienen la competencia necesaria para proponer políticas concretas y soluciones factibles. Ahora bien, la pregunta acerca de la justicia de esas políticas es propiamente filosófica. Y no es una pregunta de menor importancia. Las propuestas deben ser factibles, eficaces, económicamente realizables, duraderas a largo plazo, pero también justas para los afectados, tanto de un lado de la frontera como del otro.

¿Existen razones para pensar que los gobiernos nacionales tienen el deber de justicia de acoger refugiados o se trata simplemente de una recomendación, una acción caritativa, una opción supererogatoria? ¿Es solo un deber legal, positivo, fundado en la convención de Ginebra y sus protocolos posteriores, sin más fundamento que la adhesión de los Estados a la misma o un deber moral que exige ser encarnado en leyes e instituciones? No se trata de una pregunta meramente teórica, sino que, según cómo entiendan ciudadanos y gobernantes sus obligaciones como seres humanos en esta área, así serán los principios y criterios que rijan sus planteamientos políticos.

¿Acoger o no acoger?, he ahí la cuestión. Exploraremos las dos opciones más opuestas -desde la negativa rotunda a acoger hasta la hospitalidad incondicionada- e intentaremos dilucidar algunas orientaciones para la superación del dilema.

Refugiados
Patera con desplazados forzosos. Imagen 2

 

1. No existe deber de justicia de admitir a extranjeros, sean o no refugiados

La tesis afirmaría que un Estado nacional tiene el derecho absoluto a decidir quién entra y quién no. Analizaremos dos argumentos a favor de esta tesis.

1.1. Primer argumento: la soberanía de los Estados

Proteger el territorio

La soberanía territorial del Estado moderno otorga a este la prerrogativa de vetar la entrada a personas extranjeras a su total discreción, de modo análogo a como el dueño de una casa se reserva de manera legítima el derecho de admisión a esta.

La justificación sería la siguiente: para poder llevar una vida digna, las personas necesitamos habitar un territorio y, si fuera necesario, poder defender el territorio que habitamos. Así, el Estado, garante de los derechos de sus ciudadanos, tiene el derecho y la obligación de proteger el territorio que éstos habitan, lo cual le confiere soberanía sobre el mismo.

Es característica la defensa de la propiedad privada como derecho natural, por ejemplo, por parte de Locke, quien la considera un requisito necesario para conservar la vida y ejercer la libertad. Así, según el filósofo, al asociarse los hombres en una comunidad política y constituir un Estado, asocian también sus terrenos, confiriendo al Estado soberanía sobre ellos (Locke, 2006, p. 120).

Velar por los ciudadanos

Por otro lado, el gobierno de un Estado no tendría deberes más que con respecto a sus ciudadanos. Ya en los albores de la filosofía política moderna, Hobbes, en El Leviatán, insiste en que el soberano puede y debe hacer lo que sea necesario para su propia preservación y la del pueblo del que procede su soberanía. La única obligación del gobernante es garantizar la seguridad y la paz social de sus gobernados, protegiéndola de los conflictos internos y contra enemigos externos (Hobbes, 1980, p. 145). La razón de ser del Estado es la protección de sus ciudadanos; cualquier otra obligación sería una imposición ajena a su origen y naturaleza propia.

En el marco de esta concepción, el gobierno de un Estado no tiene obligación alguna con respecto a personas extranjeras u otras entidades extrañas a este. Más aún, tiene el deber de defender a sus ciudadanos y su territorio y, por tanto, el derecho absoluto de decidir quién entra y quién no.

Frente a este argumentario, cabe interponer varias objeciones. Nos centraremos solo en dos de ellas.

Objeción 1: hay derechos fundamentales que derogan el principio de soberanía territorial de los Estados

Existe una corriente de pensamiento milenaria que defiende la existencia de derechos previos a la formación del Estado y de sus leyes. Así, desde antiguo, filósofos y moralistas han defendido el derecho inalienable de las personas a tener lo necesario para subsistir e, incluso, para llevar una vida digna. Este derecho fundamental, que, por un lado, sirve a Locke para fundamentar su justificación de la soberanía territorial del Estado moderno, puede, por otro lado, llevarnos a la conclusión de que la necesidad extrema de unos anula el derecho a la propiedad privada de otros en muchos casos.

Esa era la convicción, entre otros, de autores cristianos como Tomás de Aquino, Gregorio Magno o Ambrosio de Milán, a quien Pablo VI citó con energía en su encíclica Populorum Progressio (23). Sirva como muestra esta cita del Aquinate, a propósito de la justicia:

Cita de Tomás de Aquino

En caso de necesidad todas las cosas son comunes, y, de este modo, no parece que sea pecado si uno toma una cosa de otro, porque la necesidad la hace común.

(…) Las cosas que son de derecho humano no pueden derogar el derecho natural o el derecho divino. Ahora bien: según el orden natural instituido por la divina providencia, las cosas inferiores están ordenadas a la satisfacción de las necesidades de los hombres. Por consiguiente, por la distribución y apropiación, que procede del derecho humano, no se ha de impedir que con esas mismas cosas se atienda a la necesidad del hombre. Por esta razón, los bienes superfluos, que algunas personas poseen, son debidos por derecho natural al sostenimiento de los pobres.

Por eso dice S. Ambrosio: De los hambrientos es el pan que tú tienes; de los desnudos, las ropas que tú almacenas; y es rescate y liberación de los desgraciados el dinero que tú escondes en la tierra. Mas, puesto que son muchos los que padecen necesidad y no se puede socorrer a todos con la misma cosa, se deja al arbitrio de cada uno la distribución de las cosas propias para socorrer a los que padecen necesidad. Sin embargo, si la necesidad es tan evidente y tan urgente que resulte manifiesta la premura de socorrer la inminente necesidad con aquello que se tenga, como cuando amenaza peligro a la persona y no puede ser socorrida de otro modo, entonces puede cualquiera lícitamente satisfacer su necesidad con las cosas ajenas, sustrayéndolas, ya manifiesta, ya ocultamente. Y esto no tiene propiamente razón de hurto ni de rapiña (Suma Teológica II-II, 66, 7).

En caso de necesidad todas las cosas son comunes

“En caso de necesidad -afirma- todas las cosas son comunes”: también -podemos deducir- el territorio de un Estado y sus recursos para la protección de los derechos fundamentales. Los refugiados son, por definición, personas en estado de necesidad:

son personas que se encuentran fuera de su país de origen y que necesitan protección internacional debido al temor a ser perseguidas o a serias amenazas contra su vida, su integridad física o su libertad en su país de origen, como resultado de persecución, conflicto armado, violencia o desorden público grave (ACNUR, s.f.).

La necesidad de protección internacional podría considerarse como un caso claro de esa necesidad en virtud de la cual “todas las cosas son comunes”. Por tanto, la “distribución y apropiación” de todo el territorio del planeta por parte de los distintos Estados nacionales no debe impedir que “se atienda a la necesidad del hombre”. Su necesidad es “tan evidente y tan urgente” que resulta “manifiesta la premura de socorrer la inminente necesidad con aquello que se tenga”.

No es legítimo en ningún caso omitir la prestación de socorro denegándoles la entrada. De hecho, el derecho internacional establece el principio de no devolución como un deber ineludible para los Estados: estos no podrán “por expulsión o devolución, poner en modo alguno a un refugiado en las fronteras de territorios donde su vida o su libertad peligre” (Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, art. 33). Todos los Estados de derecho se han adherido a esta convención y la han integrado en sus sistemas legales (entre ellos, por supuesto, España. Cf. BOE-A-1978-26331). Como muestra Ángeles Solanes (2020),

la no devolución no debe considerarse una norma de soft law, sino que el derecho positivo deja constancia de su carácter vinculante y obligatorio para los Estados (p. 27).

Los refugiados son personas en situación de necesidad extrema

En consecuencia, podemos afirmar que los refugiados, por tratarse de personas en una situación de necesidad extrema, tienen derechos fundamentales que están por encima del principio de soberanía territorial del Estado-nación y del derecho de este a limitar la entrada a extranjeros.

Es cierto que, como leemos en la Suma, “son muchos los que padecen necesidad y no se puede socorrer a todos con la misma cosa”. Es decir, un solo país no puede proveer protección internacional a todos los que la necesitan. Sin embargo, entre todos los países de la comunidad internacional sí que podrían hacerlo. Es más, se comprometieron a ello en la Declaración de Nueva York de la Asamblea General de las Naciones Unidas (2016). Podrían hacerlo, dijeron que lo harían, pero no lo hicieron y siguen sin hacerlo. La cuestión es muy compleja, por supuesto, y no sería correcto diagnosticar el problema a la ligera, pero no parece descabellado sospechar que la falta de voluntad política es un factor importante en lo que Matthew Gibney ha denominado una “hipocresía generalizada” (Gibney, 2004: 229).

Parecería, pues, justificado considerar que los Estados que componen la comunidad internacional tienen el deber de establecer un sistema justo de distribución global de las obligaciones en materia de protección internacional. Ahora bien, puesto que, de momento, no existe tal sistema y no parece que vaya a haberlo pronto, no cabe otra posibilidad que aceptar que cada país decida a su criterio qué número de refugiados está dispuesto a acoger. En cualquier caso, ese libre “arbitrio” debe entenderse en el contexto de la obligación general de socorrer y acoger y, por tanto, debe ejercerse desde el compromiso de socorrer a tantos como sea posible y no puede utilizarse como excusa para limitar esfuerzos en ese sentido.

Objeción 2: El derecho de un Estado al uso exclusivo del territorio es cuestionable
Refugiados
Concertinas. Imagen 3

¿Qué da a un Estado el derecho exclusivo de uso del territorio que ocupa? Siguiendo a Gibney, podríamos decir que los Estados ocupan determinados territorios por suerte o por el uso de la fuerza: bien expulsando, eliminando o absorbiendo a poblaciones anteriores, bien teniendo la fortuna de llegar los primeros (2004, pp. 36-41). No parecen razones válidas en términos de justicia.

Por otro lado, podría esgrimirse el argumento de que las personas (y los pueblos) tiene derecho a seguir viviendo en el lugar donde llevan haciéndolo durante largo tiempo. Negárselo sería cruel e injusto. Así, por ejemplo, puesto que los españoles llevan mucho tiempo viviendo en España, es lógico que tengan el derecho a seguir haciéndolo. Más aún, es razonable que tengan derecho a defender ese territorio, con el fin de poder seguir viviendo en él. Ahora bien, esa defensa solo tiene sentido contra los ataques que pongan en peligro la continuación de su vida como personas o como pueblo. No es un derecho a excluir a cualquiera y, mucho menos, a aquellos en estado de necesidad extrema: ellos ya no pueden seguir viviendo donde lo hacían y tienen, por la misma razón, derecho a encontrar un nuevo lugar que sea su hogar, su país, su lugar de pertenencia.

 

1.2. Segundo argumento: los ciudadanos de un Estado tienen derecho a preservar su identidad colectiva

Algunos filósofos contemporáneos han ligado la cuestión de la soberanía territorial al concepto de nación u otro tipo de comunidad cultural. Para ellos, poseer un territorio no es solo un recurso necesario para la subsistencia o el ejercicio de la libertad de las personas, sino que es la condición de posibilidad de la identidad de las personas, inseparable de su identidad nacional o identidad cultural colectiva (Miller 1995).

David Miller (2007) sostiene que una nación es una comunidad con una historia común ligada a una geografía concreta. Esa comunidad ha configurado la geografía en la que vive, a lo largo de su historia, a través de la agricultura, la ganadería, la urbanización, etc. A su vez, el territorio en el que habitan los miembros de dicha comunidad ha configurado su cultura y su manera de ser colectiva.

El territorio se ha convertido en un valor objetivo y subjetivo. Objetivo, por todo lo invertido en construir, cultivar, mejorar el terreno, crear infraestructuras, etc. Subjetivo, porque el territorio se convierte en un elemento simbólico, inseparable de la cultura de la comunidad: su paisaje y su clima influyen en su arte y su temperamento, allí están enterrados sus muertos, allí han sucedido acontecimientos de suma relevancia histórica que se conmemoran con monumentos, etc. No sería legítimo arrebatarle su territorio a esa comunidad, ni obligarles a reemplazarlo por otro.

En virtud de estos y otros argumentos, se postula que las comunidades nacionales o culturales tienen derecho a la subsistencia y pervivencia, y, puesto que no pueden subsistir sin la protección de un Estado, parece lógico afirmar que cada comunidad tiene derecho a ser protegida por un Estado nacional que asegure su existencia y defienda su territorio.

Objeción: La defensa de la identidad colectiva de los ciudadanos no da derecho a denegar la entrada a los refugiados
Estado y determinada comunidad cultural no siempre coinciden

La protección de los derechos de las comunidades identitarias no requiere que cada una de ellas se convierta en Estado o goce de la protección exclusiva de uno. En las democracias actuales el Estado no coincide con una determinada comunidad cultural. Se trata de sociedades culturalmente diversas en las que “el pueblo”, es decir, los ciudadanos, no comparten una misma etnicidad, ni una misma cultura con una única lengua, religión, valores morales, etc. Los ciudadanos de nuestras sociedades comparten más bien una cultura política (Rawls, 1995): el marco institucional y los derechos que capacitan a las personas a construir vidas con sentido de maneras muy diferentes, tanto a nivel individual como comunitario.

Por tanto, puesto que el Estado se debe al conjunto de sus ciudadanos y estos pertenecen a distintas comunidades culturales, aquel tiene la responsabilidad de proteger de manera análoga a las distintas comunidades presentes en su territorio. No sería justo que los poderes públicos protegieran a unas comunidades identitarias contra otras o privilegiaran a unas en detrimento de otras.

Por otro lado, la adición, mediante la inmigración, de una o varias comunidades a las ya existentes en un territorio no debería suponer, en principio, ninguna amenaza para la subsistencia y prosperidad de estas, a menos que se tratara de contingentes masivos de inmigrantes o de personas que no respetasen las leyes o las reglas de juego de un sistema democrático. En consecuencia, no parece justo que un Estado defienda a una o varias comunidades culturales mediante la prohibición de entrada a extranjeros; menos aún cuando estos se encuentran en estado de necesidad.

La inmigración no anula la identidad autóctona

Es cierto que, como explica Michael Sandel, si los ciudadanos no comparten más que una serie de valores formales y la voluntad de ejercer unos derechos socioeconómicos, podrían acabar siendo simples extraños que coexisten en el mismo lugar (Sandel, 2013). Para Sandel, entre otros, esa pérdida de identidad común de los ciudadanos erosiona la solidaridad entre ellos, el sentido de pertenencia a la comunidad política y, por ende, el propio sistema de bienestar que garantizaba la protección de sus derechos. Ahora bien, los factores que contribuyen a esa pérdida de identidad son numerosos y variados y la inmigración sería solo uno de ellos. De hecho, solo si se produjeran entradas de refugiados de la misma cultura a gran escala y con enorme velocidad, podrían estos desplazar o incluso absorber la identidad autóctona.

Las cifras de refugiados que maneja el ACNUR -30 millones, aproximadamente- no son significativas en ese sentido, si las comparamos con la población de los potenciales países de acogida. Por ejemplo, si se concediera asilo a todos los refugiados en Norteamérica y Europa -que suman casi 1000 millones de habitantes-, estaríamos hablando del 3% de la población. Desde luego, hay muchos más países con posibilidades de acoger, con lo que la proporción sería considerablemente menor. Parece difícil justificar el veto a la entrada de refugiados alegando la preservación de las identidades culturales de los ciudadanos.

Derecho de hospitalidad

Incluso autores como Michael Walzer o David Miller, que defienden la soberanía territorial y la importancia del Estado nacional como garante de las comunidades identitarias, reconocen la especial responsabilidad de los Estados hacia los refugiados. Walzer (1983) afirma, por un lado, la necesidad de la soberanía sobre el territorio:

Refugiados
Migración a causa de la guerra. Imagen 4

La admisión y la exclusión son el núcleo de la independencia comunitaria. Sugieren el significado más profundo de la autodeterminación. Sin ellas no podría haber comunidades de carácter, históricamente estables (p. 62).

Por otro lado, no obstante, considera la obligación de dar asilo como un deber incuestionable, porque, en determinadas circunstancias, los extranjeros tienen

derecho a nuestra hospitalidad, asistencia y buena voluntad. Este reconocimiento puede formalizarse como el principio de ayuda mutua, que sugiere los deberes que debemos (…) no sólo a individuos concretos, digamos a los que cooperan juntos en algún acuerdo social, sino a las personas en general (p. 33; ver también 48-49).

 

2. Hospitalidad incondicionada

El extremo opuesto al rechazo a la entrada de refugiados sería la hospitalidad incondicionada. Tomamos prestada la expresión del artículo de Adela Cortina (5 de diciembre de 2015), “Hospitalidad Cosmopolita”, en el que la autora, tras hacerse eco de la relevancia del precepto de acoger al extranjero en el mundo bíblico, se refiere a Lévinas y Derrida para subrayar la importancia de una filosofía que afirme la prioridad de las exigencias éticas sobre los derechos jurídicos. Así, en el plano ideal, puramente ético, lo justo equivaldría a una

hospitalidad, incondicionada e infinita, [que] trasciende los pactos y contratos, y exige abrir el hogar político a quien lo precise.

Desde una tradición distinta, pero con resultados similares, Joseph Carens (1987) aplica la teoría de la justicia de Rawls al ámbito internacional. Según él, si nos cubriéramos con el velo de la ignorancia y no supiéramos si vamos a nacer en Canadá o en Burkina Faso, en una familia pudiente de Alemania o en una pobre del Yemen, castigada por la guerra, parece obvio que optaríamos por unas leyes de extranjería y de asilo sumamente inclusivas. Carens, por tanto, concluye que la justicia exige políticas de fronteras abiertas. No debemos dejar que la lotería del nacimiento decida las posibilidades que tienen las personas de llevar una vida digna (Rawls, 2006).

Abrir las fronteras supondría eliminar desigualdades e injusticias

Desde una perspectiva análoga, Juan Carlos Velasco (2016b) recoge una idea recurrente en la literatura filosófica sobre ética de la inmigración: la mayoría de los movimientos migratorios -y especialmente los desplazamientos forzados- son causados por la desigualdad económica y política entre países. Si no hubiera países pobres, la mayoría de las personas que hoy emigran no necesitarían hacerlo y, probablemente, no lo harían; no habría tantos movimientos masivos de emigrantes pobres, que es el tipo de migrantes que supone un problema para los gobiernos y son percibidos como una molestia por las sociedades de acogida (Cortina, 2017). Así, la utilidad de las fronteras consiste, en gran medida, en que protegen los privilegios de los ciudadanos de los países ricos. Por ello, la apertura de fronteras constituiría una contribución de primer orden a la eliminación de las desigualdades e injusticias en el mundo.

A juicio de Velasco (2018), no conviene implementar una distinción rígida entre refugiados y migrantes en general, porque, aunque en teoría se presenta como una diferenciación nítida, en la práctica es más borrosa de lo que parece y, además, su implementación se dirige, con la mayor frecuencia, a reforzar las políticas de exclusión de inmigrantes en general. Por lo tanto, sean refugiados o migrantes en sentido amplio, las personas deberían poder entrar en cualquier país y tener la oportunidad de integrarse en él (Velasco, 2016a).

Derechos y principios a los que se podría apelar

Ann Dummet (1992), por su parte, considera que, en principio, negar la entrada en un país a una persona extranjera constituye una violación del derecho fundamental y universal a la libertad de movimiento. De hecho, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 13, declara lo siguiente:

Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país.

Dummet considera que, al derecho a salir de cualquier país, le corresponde el derecho a entrar en cualquier otro. En consecuencia, el respeto a los derechos humanos, a su juicio, obligaría a los Estados a permitir la entrada en su territorio no solo a solicitantes de protección internacional, sino a migrantes en general, a cualquier persona.

Refugiados
Frontera entre Polonia y Bielorrusia (2021). Imagen 5

Desde un marco teórico completamente distinto, los Singer (2010) invocan el principio utilitarista: el mayor bien para el mayor número de personas. Esta máxima implicaría que los países ricos deben admitir a tantas personas necesitadas como lo soliciten, siempre que el beneficio procurado a los que entran sea mayor que el perjuicio causado a los autóctonos. En el caso de los solicitantes de asilo, comparan su situación a la de los civiles en una zona de guerra que se afanan por entrar en un búnker para protegerse de las bombas. Quienes están a salvo dentro del búnker tienen el deber insoslayable de dejar entrar a los de fuera; tantos como sea posible, hasta el punto en el que el exceso de ocupantes pusiera en peligro la vida de estos. El símil es, sin duda, elocuente.

Objeciones a la hospitalidad incondicionada: hay límites legítimos a la admisión de refugiados

a) El coste económico

A pesar de sus posturas sumamente inclusivas, estos y otros autores apuntan también límites al deber de admitir refugiados. Los Singer (2010) consideran que, si el número de refugiados supusiera para la población local un coste mayor que el beneficio procurado a aquellos, el gobierno del país de acogida debería dejar de admitirlos. Podríamos poner como ejemplo el caso real de la entrada en 2015 de más de un millón de refugiados sirios en el Líbano, un país en vías de desarrollo, con un PIB per cápita más que modesto, tan solo doce millones de habitantes y una tasa mayúscula de desempleo. Sin embargo, el gobierno del Líbano no cerró sus fronteras a las personas refugiadas de Siria. Europa, sí. (Lucas, 2015)

Desde la perspectiva de Ann Dummet (1992), basada en la defensa de los derechos humanos, habría que suspender la admisión de refugiados solo cuando esta pusiera en peligro el ejercicio de esos mismos derechos por parte de la población de acogida. Por ejemplo, en el caso de que su derecho a la atención sanitaria, a la educación o al orden social se vieran amenazados por una entrada masiva de migrantes.

También Carens (2013) admite razones para vetar el acceso a demandantes de protección internacional. Puesto que considera que la causa fundamental de las migraciones -forzadas o no- es la distribución injusta de la riqueza entre los países, una inmigración que causara injusticias económicas o un empeoramiento de las desigualdades en la sociedad receptora sería excesiva. Es decir, el Estado tendría que dejar de admitir refugiados en el momento en el que tuviera que invertir tantos recursos en las personas entrantes que no pudiera hacerse cargo de las exigencias de justicia de sus propios ciudadanos.

Nunca se ha llegado a dar ese peligro real

Sin embargo, el autor asegura que ese no es el caso de ninguno o casi ninguno de los países desarrollados (Carens, 2013, p. 220). Quizá no le falte razón. Volviendo a la comparación con el Líbano, a finales de 2016, mientras que este pequeño país, con un PIB de menos de 86.000 millones de dólares, acogía a un millón de refugiados, la UE, con un PIB trescientas treinta y cinco veces superior y una población de quinientos millones frente a doce, cerró herméticamente sus fronteras mediante el acuerdo con Turquía, tras haber acogido a tres millones de refugiados.

Los Estados miembros afirmaban que ya no podía acoger a más. Tres millones parece una cifra extraordinariamente elevada. Sin embargo, en realidad, Alemania sola había acogido a un millón de personas, mientras que el resto de los veintiocho se repartían los otros dos millones a partes sumamente desiguales.[1] Por ejemplo, España, que en 2015 se comprometió a aceptar a tan solo 17.337 refugiados antes de septiembre de 2017, al final no acogió más que a 1.980 (Corrales, 2021, p. 39).

 

Población

PIB

Refugiados

Líbano

12 millones

86.000.000.000

1.000.000

UE

500 millones

28.000.000.000.000

3.000.000

España

47 millones

1.200.000.000.000

1.980

 

A excepción de Alemania, es difícil encontrar un país desarrollado que haya acogido a tantos refugiados que pudiera llegar a poner en riesgo algunos de los derechos de sus propios ciudadanos. De hecho, a finales de 2021 el 83% de los refugiados del mundo se hospedaban en países de renta baja o media (ACNUR 2022a).

Los refugiados también podrían producir beneficios

Por otro lado, en cuanto al coste de la acogida de refugiados, cabe apuntar que las políticas de asilo inclusivas no solo acarrean riesgos económicos para los Estados de acogida, sino que las personas refugiadas, si se les permite integrarse en el mercado laboral, pueden producir más beneficios que costes al país receptor. Alexander Betts (2021) demuestra este fenómeno con claridad, especialmente en los países en vías de desarrollo. Pero también en los países desarrollados el efecto de la acogida puede ser positivo a la larga. Un estudio del impacto económico de los refugiados en Europa entre 1985 y 2015 muestra que estos generaron una mayor demanda de bienes de consumo, crearon empleo y pagaron impuestos, de modo que la economía de los países estudiados mejoró considerablemente (Burke, 2020).

No obstante, también parece razonable pensar que la ayuda que requerirían un gran número de refugiados en los primeros meses de su integración sería una carga económica considerable para el Estado antes de que este llegara a percibir la correspondiente contribución de las personas acogidas.

b) Coste cultural, social y político

Junto a la problemática del coste económico de la acogida hay otras consideraciones, de tipo político, social y cultural, que habría que tener en cuenta como posibles límites a la admisión de refugiados. Apuntamos algunas de ellas muy brevemente.

Aspecto cultural

En cuanto al aspecto cultural de la acogida, como mencionábamos más arriba, si se produjera la entrada masiva de refugiados de una misma cultura en un país y estos se concentraran en una región pequeña, podrían desplazar o incluso absorber a la cultura autóctona, pudiendo llegar a dificultar o incluso impedir que los ciudadanos de esa región continuaran viviendo según sus propias prácticas culturales. Es un escenario posible, pero poco probable.

No nos referimos a que se produzcan cambios culturales a largo plazo en algunas regiones; eso no es solo probable, sino inevitable: la movilidad contribuye a que las culturas y las sociedades vayan cambiando. Lo que es poco probable en un país desarrollado es una absorción cultural propiamente dicha. En cualquier caso, las políticas de asilo deben ir acompañadas de mecanismos eficaces de integración social, cultural y política, dirigidos a evitar la compartimentación étnica o cultural de barrios o localidades. La integración es, sin duda, un desafío importante para la gestión de la inmigración en general, tanto para los que entran como para la sociedad receptora.

Peligro de colapsar los derechos sociales
Campo de refugiados sirios en Turquía. Imagen 7

Por otro lado, con relación al aspecto social y político, una entrada masiva de refugiados que requirieran ayuda económica y servicios sociales podría colapsar el sistema de seguridad social y la protección de los derechos sociales del país de acogida. Esto no solo crearía un grave problema económico y social, sino que podría causar perjuicios de orden político: el colapso dañaría gravemente la solidaridad entre ciudadanos, tan necesaria para la democracia y la convivencia pacífica. Preservar una cierta cohesión política entre los ciudadanos del Estado es una de las responsabilidades de los gobiernos.

Es cierto que, como decíamos más arriba, en las sociedades democráticas avanzadas, los confines del Estado no son idénticos con los de una comunidad cultural o étnica en particular y, por tanto, el gobierno de un Estado no debe erigirse en defensor de la cohesión de una comunidad cultural frente a otras. Sin embargo, sí es necesario que los poderes del Estado sepan conservar ese sentido de pertenencia, esa identidad política común que posibilita la solidaridad entre ciudadanos, necesaria para garantizar la contribución fiscal, el Estado social y, por ende, la estabilidad política y la democracia. Este es uno de los mayores desafíos de las democracias liberales contemporáneas.

Xenofobia

Por último -sin pretensión alguna de exhaustividad-, los desafíos económicos, culturales y sociales que implica el asilo parecen disponer a algunos ciudadanos en contra de la acogida de refugiados. Así, en los países en los que son muchos los ciudadanos con tal actitud, la admisión de grandes cifras de refugiados en contra del parecer de tantos ciudadanos podría causar una excesiva polarización política en la población, la exacerbación de puntos de vista ultraconservadores e incluso xenófobos y llegar a provocar inestabilidad política y social en el país. La deriva política de electorados europeos hacia posiciones contrarias a la inmigración podría entenderse como una reacción política de este tipo.

Sin embargo, la cuestión de los factores que influyen en las elecciones democráticas es de una gran complejidad y no conviene ofrecer análisis superficiales. Por ejemplo, en Alemania, el país europeo que había acogido a más de un millón de refugiados durante la crisis mediterránea de 2015-2016, en las elecciones de 2017 volvió a ganar el mismo partido que los había acogido con la misma presidenta a la cabeza y en las elecciones de 2021 ganó el partido socialista, cuyo programa y campaña electoral eran manifiestamente más abiertos a la inmigración y el asilo que los partidos de centro-derecha y derecha (Noyan, 21 de septiembre de 2021). Se trata de un asunto que requeriría un análisis en profundidad.

En definitiva, hay que reconocer que existen límites legítimos, sobre todo de tipo práctico, a la admisión de solicitantes de protección internacional.

 

Conclusión

En términos de teoría ideal, es la hospitalidad incondicionada la postura que hace justicia a la dignidad de las personas necesitadas de protección internacional que solicitan entrada en nuestros países. Sin embargo, si queremos ofrecer una reflexión que pueda influir de algún modo en las decisiones de gobiernos reales que operan en situaciones reales, la hospitalidad incondicionada no puede proponerse sin paliativos como norma que dirija las políticas de asilo.

La ética de las convicciones ha de ir acompañada y complementada de la ética de la responsabilidad (Weber, 2016). El principio de la hospitalidad incondicionada puede y debe servirnos de inspiración, pero pasado por el tamiz de lo económicamente posible y lo social y políticamente factible, sin caer, por otro lado, en el despiadado pragmatismo de una realpolitik sin valores morales ni respeto a la dignidad humana.

La dignidad de las personas como principio fundamental

Así, es imperativo postular, en primer lugar, el respeto a la dignidad de las personas como principio fundamental y criterio de juicio para cualquier debate sobre la justicia de las normas y de las políticas en materia de asilo y refugio. El respeto a dicho principio sitúa el derecho de las personas a una vida digna por encima del principio de soberanía territorial de los Estados y por encima del derecho de los ciudadanos de países ricos a conservar sus privilegios económicos o a preservar intacta su identidad cultural colectiva.

Por otro lado, es preciso reconocer, en segundo lugar, que existen argumentos válidos para justificar el control por parte de los Estados de la admisión o exclusión de personas extranjeras en sus territorios. Por tanto, para no quedar en la mera utopía, la exigencia ética de acoger a las personas necesitadas, “ha de encarnarse en leyes, y ése es el momento de la responsabilidad ética y política, que media entre el principio ético inspirador —la disposición a la acogida incondicionada—, y las condiciones que lo concretan en los países, en las uniones supranacionales y en el marco global” (Cortina, 5 de diciembre de 2015). Ahora bien, a pesar de todas las limitaciones concretas que puedan encontrarse en ese proceso deliberativo, no debe olvidarse que el principio fundamental que se está intentado aplicar es el de la hospitalidad hacia personas necesitadas como exigencia ineludible de su dignidad humana.

Refugiados afganos en Paquistán. Imagen 8

 

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NOTAS

[1] Las cifras de refugiados acogidos en los distintos países están tomadas de ACNUR (2017, pp. 6-9, Tabla I).

 

 

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Bosco Corrales
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Bosco Corrales Trillo es profesor de filosofía en la Universidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir”. Realiza su investigación fundamentalmente en dos líneas. Por un lado la fundamentación de la obligación moral en Xavier Zubiri y Adela Cortina, entre otros autores. Por otro, se dedica al estudio de la ética del asilo, explorando cuáles sean las obligaciones de los Estados con respecto a los desplazados forzosos en Europa y a nivel global.

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