Claves filosóficas del acompañamiento espiritual del sufriente

 

Persona que sufre. Imagen 1

 

Primera clave: la doble inefabilidad del sufrimiento

A nadie se le oculta que el sufrimiento, el dolor, constituye una experiencia que desde antiguo acompaña al ser humano y que pone de manifiesto una rasgo fundamental de éste, a saber, su vulnerabilidad o fragilidad. Ciertamente, como ha sido señalado,

el dolor, sobre todo el físico, está ampliamente difundido en el mundo de los animales. Pero solamente el hombre, cuando sufre, sabe que sufre y se pregunta por qué; y sufre de manera humanamente aún más profunda, si no encuentra una respuesta satisfactoria. Esta es una pregunta difícil, como lo es otra, muy afín, es decir, la que se refiere al mal: ¿Por qué el mal? ¿Por qué el mal en el mundo? Cuando planteamos la pregunta de esta manera, hacemos siempre, al menos en cierta medida, una pregunta también sobre el sufrimiento[1].

La inefabilidad del sufrimiento

En este orden de cosas, uno de los rasgos más sobresalientes de la experiencia del sufrimiento humano es su inefabilidad, esto es, la imposibilidad de traducirlo fielmente al lenguaje discursivo. El sufrimiento suma, en muchas ocasiones, en el silencio tanto al que lo experimenta como al que es testigo del mismo. Ante el sufrimiento sucede muchas veces que todo hablar parece ser impertinente, estar de más. Ello salta a la vista en la figura del, en palabras de Viktor Frankl, “doliente autista”:

Si el fariseo dice: vean qué bueno soy, el doliente autista dice: vean qué desgraciado soy. (…) ‘Vean’ significa ya exhibición, por no decir prostitución. El doliente ‘hecho y derecho’ nunca ofrece en espectáculo su sufrimiento.

Por eso, al doliente y también a aquel que le acompaña no les cuadra mucho hablar, sino, más bien, callar. En este sentido, podemos hablar de una “doble inefabilidad” del sufrimiento. Por un lado, no son pocas las ocasiones en las que el lenguaje discursivo es, como digo, insuficiente para que el doliente exprese su sufrimiento. ¿Cómo traducir en palabras una experiencia completamente ajena al lenguaje como un dolor físico o espiritual? Por otro lado, esta inefabilidad del sufrimiento afecta también al testigo del mismo, a aquel que acompaña al sufriente. ¿Cómo hacer que nuestras palabras amortigüen el sufrimiento de un paciente? ¿Qué decir ante aquel que sufre ante nuestros ojos? Es más, a veces parece que “decir algo” está claramente de más. Quizá lo que le cuadra al testigo “hecho y derecho” del sufrimiento – como también dice Frankl – no es hablar, sino callar. En palabras del psiquiatra vienés,

donde las palabras dicen tan poco, huelga toda palabra.

Imposibilidad de un tipo de respuestas

Limitándonos aquí a la perspectiva de aquel que asiste al sufrimiento del doliente, una consideración apresurada de las palabras de Frankl podría llevar a pensar que este holgar de toda palabra es un holgar de toda respuesta al sufrimiento. Sin embargo, no parece que ésta sea la consecuencia exacta que se extraen de las palabras del fundador de la logoterapia. Lo que ellas manifiestan no es, en sentido propio, una imposibilidad absoluta de respuesta al sufrimiento. De lo que se trata, más bien, es de la constatación del holgar de un tipo de respuestas al sufrimiento, a saber, las meramente discursivas.

Una consecuencia positiva de este razonamiento es la constatación de una respuesta al sufrimiento del que se es testigo que supera los límites del discurso en la medida en que no es exclusivamente discursiva pero que tampoco conlleva un silencio mudo. Es justamente la experiencia que está en la base de esta respuesta positiva al sufrimiento la que constituye, a mi juicio, la clave del acompañamiento espiritual al sufriente. Es a esta respuesta al sufrimiento – que no es ni sonoro hablar ni mudo callar – a la que exhorta Pablo a los cristianos de Roma cuando les conmina a llorar con los que lloran (Rm 12, 15). Se trata de un “estar ahí” que, como señala De Hennezel es en muchas ocasiones un simple quedarse junto al sufriente sin hacer nada,

aportando simplemente una presencia despierta, atenta, como hacen las madres que velan el sueño de sus hijos[2]

o en palabras de García-Sánchez, un

tipo de mirar, de comunicación no verbal capaz de atravesar el caparazón del sufrimiento[3].

 

Segunda clave: empatía y compasión

Ahora bien, ¿en qué consiste esta peculiar experiencia, este “estar ahí” o comunicación no necesariamente verbal que, como acabo de decir, está en la base del acompañamiento al sufriente? Son muchos los autores que consideran que una de las claves del acompañamiento al sufriente es la empatía.

Origen del concepto de empatía

No es este el lugar para desarrollar una historia detallada del concepto de empatía, tarea esta nada fácil. Quisiera tan solo decir que este concepto fue introducido a finales del siglo XIX y principios del siglo XX por el psicólogo alemán Theodor Lipps. Para este autor, la empatía constituía una modalidad específica de conocimiento. El conocimiento de los objetos externos correspondería a la percepción, el de la propia mente a la introspección y el de las otras mentes a la empatía. Por consiguiente, la empatía era originariamente una noción meramente epistemológica.

Sin embargo, con el paso del tiempo y de un modo que se ha extendido a la forma con la que coloquialmente se entiende esta noción, se han ido asociando a ella determinadas connotaciones morales equiparándola a la compasión. En este sentido es frecuente considerar que la empatía es una fuerza contra el egoísmo y la indiferencia. Se trataría, pues, de algo que necesitamos cultivar y desarrollar. Un alto grado de empatía constituiría un requisito para ser bueno y hacer el bien. Así, por ejemplo, en un discurso pronunciado el 4 de Diciembre de 2006, antes de asumir como presidente de Estados Unidos, Barack Obama señaló que el déficit de empatía es un problema político más acuciante que el déficit federal. Por su parte, Jeremy Rifkin ha señalado la necesidad de entrar en lo que él denomina la “edad de la empatía”.

Visión negativa de la empatía

No obstante, en los últimos años se ha extendido un cierto escepticismo en torno a esta valoración positiva de la empatía. En un artículo titulado “El lado oscuro de la empatía” los antropólogos daneses Bubandt y Willerslev han criticado que la empatía sea una virtud moral señalando que puede conducir a desigualdades e inmoralidades en la sociedad. Por su parte, Paul Bloom en su libro Against Empathy: The case for rational compassion[4] sostiene que la empatía es una “guía moral pobre”, que puede llevarnos a decisiones irracionales y políticamente parciales llegando incluso a corroer relaciones importantes como las existentes entre un médico y un paciente. El argumento contra la empatía de Bloom no es que hayamos de ser egoístas e inmorales. Lo que más bien quiere decir es que si queremos hacer del mundo un lugar mejor, deberíamos prescindir de la empatía.

Clarificación del concepto de empatía

Habría mucho que decir acerca de las distintas concepciones de la empatía – sobre todo de la visión negativa de la misma –  a las que aquí me he referido en términos muy generales. No obstante, diré tan sólo un par de cosas al respecto.

Tiene un mero sentido epistemológico y no moral
La necesidad de empatía en el acompañamiento al que sufre
La empatía es necesaria en el acompañamiento al que sufre. Imagen 2

En primer lugar, creo que es preciso un trabajo serio de clarificación acerca de qué entendemos por empatía. En este sentido, creo que sería conveniente rescatar el sentido meramente epistemológico del término reservándolo para la forma más básica y fundamental de comprensión del otro. Si no fuera posible liberar al término “empatía” de las connotaciones morales que se le suelen asociar, habría que inventar otro término o simplemente hablar de “empatía cognitiva”. Empatía, empatía cognitiva o el término que fijáramos, aludiría, pues, al modo en el cual podemos tener experiencia del otro, un modo que nunca podrá tener la originariedad e inmediatez con las que este se experimenta a sí mismo o con las que yo me experimento a mí mismo.

Esta labor de clarificación del concepto de empatía es especialmente importante en relación con lo expuesto por algunos críticos de este. Estos suelen considerar que la empatía es una suerte de compartir afectivo entre yo y otro. Como señala gráficamente Bloom en su libro, si uno se siente deprimido, lo último que desearía es que su psiquiatra se sintiera igualmente deprimido.

Con independencia de qué signifique propiamente este compartir afectivo de vivencias entre dos sujetos, este no parece ser una condición necesaria para la empatía. Yo puedo comprender empáticamente el amor que mi amigo siente por su esposa sin que ello signifique que yo esté enamorado de ella. Como ha señalado recientemente Dan Zahavi, el error fundamental que está en la base de estos recientes críticos de la noción de empatía es que ésta es considerada como un tener el mismo estado mental o vivencia que el otro cuando en realidad de lo que se trata es de un mero experimentar – sea este como sea – de una vivencia de otro. No puedo desarrollar aquí en detalle este punto.

No es sentir lo mismo que el otro en sentido estricto

Como decía más arriba, este experimentar la vivencia de otro nunca tendrá la originariedad e inmediatez con las que experimentamos nuestras propias vivencias o con las que el otro experimenta las suyas. Esto pone de manifiesto, a mi modo de ver, la imposibilidad de sentir en sentido estricto lo mismo que otra persona. Esto es especialmente claro en el caso de los dolores físicos. Como señaló Max Scheler, nunca podremos percibir de otro sus estados corporales, esto es, sus sensaciones orgánicas y los sentimientos sensibles enlazados con ellas.[5]

Así, se puede también experimentar el mismo rojo (…), oír el mismo sonido do que otro; pero las sensaciones orgánicas que se intercalan en la vista y el oído sólo puede vivirlas el poseedor de estos órganos.

Ciertamente, una afirmación como esta puede parecer contra-intuitiva para aquellos profesionales que se dedican a atender pacientes. Ello puede deberse a dos razones: por un lado, el médico entiende mejor el dolor físico porque sabe exactamente cómo ocurre desde el punto de vista fisiológico, a saber, un estímulo dado provoca un cambio físico y/o químico que a su vez termina produciendo un impulso eléctrico que viaja por unas fibras nerviosas hacia la médula espinal, etc.; por otro lado, a aquel profesional de la salud que ha de atender, por ejemplo, a un herido grave tras un accidente, el dolor físico de este le es especialmente perceptible.

Lo anterior pone de manifiesto, a mi juicio, que el conocimiento de la causa de un determinado tipo de dolor físico puede llevar a una mejor identificación y comprensión del mismo. Sin embargo, comprender un dolor – aunque la comprensión de sus causas sea total – no es lo mismo que experimentar ese dolor.

Necesidad de la afectividad junto con la empatía

En segundo lugar, creo que junto con la recuperación del sentido meramente epistemológico del término empatía o de otro semejante, se impone una labor de clarificación del papel que la afectividad puede desempeñar en la captación de las vivencias – por ejemplo, de sufrimiento – de otra persona. Esto es especialmente importante de cara al acompañamiento espiritual al sufriente, puesto que aquel que acompaña a este no parece limitarse simplemente a tomar nota o a conocer el sufrimiento de otra persona. En este orden de cosas y como he apuntado hace un momento, los críticos de la noción de empatía a los que me he referido asocian un factor distorsionador a la afectividad. Ciertamente, la experiencia muestra que una afectividad espontanea, demasiado cálida y personal puede ser problemática para el acompañamiento profesional al que sufre.

Aun reconociendo el valor de esta crítica y la necesidad de que el acompañante mantenga una actitud ecuánime que le lleve, por un lado, a no perder la ecuanimidad y, por otro lado, a no experimentar un “burn out”, creo que es preciso mantener el papel de la afectividad en el acompañamiento al que sufre.

Ello supone, a mi juicio, manejar una noción de afectividad más precisa que la que utilizan autores como Paul Bloom y otros críticos de la empatía. Pareciera que estos autores tienen una comprensión limitada de la afectividad, como si con este término nos refiriéramos exclusivamente a emociones espontáneas, momentáneas, pasajeras. De este modo, se dejan de lado otro tipo de emociones que desempeñan un papel central en el acompañamiento al sufriente y que hacen que este sea mucho más que un mero tomar nota epistemológico del sufrimiento del paciente. Me refiero a lo que Dietrich von Hildebrand ha llamado respuestas afectivas espirituales, entre las cuales, se encuentra, por ejemplo, el amor.

Respuesta afectiva espiritual positiva
La sensibilidad del corazón. Imagen 3

 

Es justamente un tipo de respuesta afectiva espiritual positiva la que, a mi juicio, hace que el acompañamiento al sufriente sea algo más que un mero registro epistemológico de su sufrimiento convirtiéndolo – usando la expresión de Martínez Lozano – en una cercanía amorosa, empática y compasiva… Aquel que experimenta esta clase especial de cercanía muestra una sensibilidad especial, una, en expresión de Juan Pablo II, sensibilidad del corazón. Esta no es una suerte de sensiblería o lástima, completamente separada de los contenidos intelectuales[6]. No se trata, pues, de una sensibilidad entendida como una facilidad más o menos natural –y, por tanto, no educable– para percibir el sufrimiento ajeno. Se trata más bien de un tipo especial de receptividad que da lugar a respuestas afectivas, las cuales proceden de un nivel más elevado de la esfera afectiva. Como ha señalado Hildebrand, esta parte de la esfera afectiva

tiene la peculiar propiedad de ser la ‘voz’ del corazón en el sentido estricto del término. Estas respuestas afectivas vienen de lo más profundo del alma de la persona. Y no se trata de la ‘profundidad’ del subconsciente; es una profundidad misteriosa y no la poseemos del mismo modo que ‘poseemos’ las acciones o los actos que están bajo nuestro poder inmediato[7].

Estas respuestas afectivas “se hacen completamente ‘nuestras’, es decir, se convierten en expresiones completamente válidas de toda nuestra personalidad sólo cuando son asumidas por nuestro libre centro espiritual”[8]. Se trata, pues, de respuestas afectivas que no están completamente desvinculadas de nuestra voluntad y que, por tanto, son “moldeables” por nosotros mismos.

 

 

Tercera clave: el reconocimiento de la individualidad de la persona del sufriente como fuente de su dignidad

El sufriente es poseedor de dignidad

Una tercera clave del acompañamiento al sufriente consiste, a mi juicio, en su reconocimiento como persona y, por tanto, poseedor de una especial importancia a la cual llamamos “dignidad.

Pero, ¿cuál es la raíz última de este peculiar tipo de importancia que caracteriza a las personas? Una de las líneas clásicas de respuesta a esta pregunta consiste en señalar que la dignidad de éstas se funda en una propiedad común a todas ellas, a saber, la racionalidad. Es lo que sucede en la definición clásica de Boecio, “la persona es una sustancia individual de naturaleza racional”. Ahora bien, ¿puede la dignidad de la persona humana ser explicada suficientemente mediante la referencia a una o a varias características cualitativas comunes a los miembros de la especie “persona humana”? Para acompañar espiritualmente al que sufre ¿es suficiente con reconocer en él la nota de la racionalidad, la cual comparte con cualquier otra persona?

El filósofo norteamericano John Crosby ha mostrado lo problemático de considerar que la naturaleza común a todos los seres humanos constituya la única fuente de dignidad[9]. Los seres humanos no somos simplemente un ejemplar de una especie con características comunes a todos los otros ejemplares. Es más, la propia experiencia moral nos dice que un paciente – y cualquier otra persona humana – se sentiría “maltratado” si únicamente se le considerara como una mera instancia del género humano o como mero portador de una propiedad o cualidad universal.

Incomunicable e irrepetible

Lo que más bien sucede es que cada uno de nosotros – y ello incluye lógicamente a los sufrientes – somos una cierta composición de lo que tenemos en común con otros y de lo que no tenemos en común con otros. Este elemento no común constituye algo propio y no de otro que hace que cada uno de nosotros sea incomunicable e irrepetible. Incomunicabilidad mienta aquí al “ser individual mediante su oposición a lo universal y general”. Por su parte, irrepetibilidad alude al “ser individual a través de una cierta oposición a otros seres individuales de la misma clase[10]. Por consiguiente, la persona, a pesar de poseer una naturaleza común, no puede reducirse a ella.

Acompañar espiritualmente al que sufre no requiere solamente el reconocimiento de que éste tiene una naturaleza humana y, por tanto, una naturaleza racional, sino que también exige el reconocimiento de que en este sufriente real y concreto hay algo absolutamente irrepetible, algo absolutamente inefable, algo demasiado concreto para los conceptos generales del lenguaje humano.  Este paciente tiene una dignidad no sólo por ser el portador de la naturaleza racional común a todas las personas, sino por ser este paciente, por ser esta persona incomunicable e irrepetible. Ser consciente de esta irrepetibilidad de la persona del sufriente constituye, pues, una clave del acompañarle en su padecimiento.

EL acompañamiento se basa en la dignidad de la persona
Cada persona es única e irrepetible. Imagen 4

Cuarta clave: la lógica de la excelencia

La dignidad del sufriente exige una respuesta

El reconocimiento o percepción de la individualidad, de la irrepetibilidad, de la persona del sufriente constituye un motivo de mi acompañamiento. En cierto modo, exige este. Mi acompañamiento es la respuesta que exige el valor de esta persona concreta de cuyo sufrimiento soy testigo. Una cualidad de valor como la dignidad del que sufre no se me da del mismo modo que una cualidad sensorial como, por ejemplo, la coloración del rostro del sufriente. Las cualidades sensoriales no se me dan como exigiendo una respuesta por mi parte. Puedo percibirlas sin que ellas me afecten. Por el contrario, las cualidades de valor se me dan como exigiendo una cierta respuesta en aquel que las aprehende. La irrepetibilidad e incomunicabilidad de la persona sufriente exige la respuesta del cuidado de éste.

Ahora bien, aquí asistimos a un doble juego entre pasividad y actividad: por un lado, nos encontramos con esta exigencia de una respuesta debida que nos plantea la dignidad personal del sufriente. Por otro lado, se precisa una determinada actitud por parte del sujeto que percibe esta dignidad.

Dicho de otro modo, el pleno reconocimiento de la individualidad, de la irrepetibilidad, de la persona del sufriente, el cual constituye un motivo de mi acompañamiento, requiere también una determinada actitud de acogida de ese valor por parte del que acompaña.

Pero la respuesta del cuidado no entra en la lógica de la exigencia

A pesar de que el valor de la persona del sufrimiento apela, exige, nuestro cuidado, sería, a mi modo de ver erróneo, considerar que el cuidado, en cuenta respuesta exigida por dicho valor, obedece a una lógica de la exigencia. El acompañamiento surge, más bien, de una respuesta que va más allá de lo debido, que es manifestación de una economía del don, de una lógica de la sobreabundancia. El que acompaña al sufriente se mueve en una lógica diferente a la del trueque, a la de la equivalencia, a la de la Regla de Oro. Se mueve en una lógica de la sobreabundancia, en la lógica de aquel que recorre dos millas con el que le obliga a recorrer con él una (Mateo 5, 41).

 

Quinta clave: la verdad comunional de las personas

La identidad personal se construye mediante la comunión

En último lugar, quisiera referirme a una quinta clave filosófica del acompañamiento al sufriente, la cual ha sido puesta de relieve desde puntos de vista muy diferentes. Nos encontramos ante lo que algunos autores han denominado “verdad comunional” de las personas. A este concepto dedicó algunos de sus escritos Karol Wojtyla/Juan Pablo II. En los escritos dedicados a esta cuestión este autor analiza y funda el nexo estructural de la communio tanto como relación interpersonal como cumplimiento del hombre-persona, que se realiza mediante el “don de sí mismo a otro” (y viceversa). Esto último pone de manifiesto que en la “construcción” de la identidad personal, de la persona que cada uno de nosotros somos, la orientación a los otros o, más exactamente, la capacidad propia de comunidad con otras personas, desempeña un papel fundamental.

En este orden de cosas, el concepto de communio personarum apunta a una capacidad más profunda que la mera sociabilidad del ser humano. Sólo las personas son capaces de existir en comunión. Por consiguiente, ser persona se descubre en grado eminente en la comunión a la vez que el ser en comunión constituye la condición existencial propia y exclusiva de la persona.

Tanto el individuo como la sociedad que son capaces de acompañar son verdaderamente humanas

El que acompaña y cuida al doliente se encuentra plenamente a sí mismo en su entrega sincera. Imagen 5

Es, justamente, este carácter comunional, el que explica que aquel que acompaña al sufriente se realice a sí mismo como persona a través del sincero darse de sí a éste. El que acompaña y cuida al doliente se encuentra plenamente a sí mismo en su entrega sincera. Al perder su vida, la gana.

Son muchas y muy diversas las cuestiones que han surgido en esta contribución que requerirían de un tratamiento más detallado del que aquí he ofrecido. Tan solo apuntaré dos más.

En primer lugar, me he referido al acompañamiento al que sufre desde la perspectiva del individuo que acompaña. Ahora bien, concuerdo con aquellos autores que señalan que

la grandeza de la humanidad, la excelencia de una sociedad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre[11].

Por lo tanto podemos declarar que la calidad humana de un país, la hondura de un pueblo se mide y se prueba por el cuidado y el esmero que pone en sus ciudadanos más débiles y frágiles, en ayudarles, en atenderles y sostenerles, en quererles como son[12].

Por consiguiente, el acompañamiento al sufriente constituye un desafío no sólo para los individuos, sino para la sociedad en general.

Por último, y con esto termino, para aquellos de nosotros que nos confesamos cristianos, el acompañamiento al sufriente tiene una significación especial en la medida en que Cristo está presente de una manera especial en aquel que padece, que sufre. Pidamos, pues, adoptar ante este la actitud que la gran poetisa chilena Gabriela Mistral pedía ante la imagen muerta de Jesús de Nazaret:

Y sólo pido no pedirte nada, 
estar aquí, junto a tu imagen muerta, 
ir aprendiendo que el dolor es sólo 
la llave santa de tu santa puerta.

 

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Trabajos citados

Bloom, P. (2016). Against Empathy. The Case for Rational Compassion. Harper Collins Publishers.

Bubandt, N. W. (2015). The Dark Side of Empathy: Mimesis, Deception, and the Magic of Alterity». Comparative Studies in Society and History , 57 (1), 5-34.

Crosby, J. (2004). A Neglected Source of the Dignity of the Persona. En J. Crosby, Personalist Papers (págs. 3-32). Washington: Catholic University of America Press.

Crosby, J. (1996). The Selfhood of the Human Person. Washington: The Catholic University of America Press. (Crosby, J. (2007). La interioridad de la persona humana. (A. González Herrera, Trad.) Madrid: Ediciones Encuentro.)

De Hennezel, M. (1997). La muerte íntima. Barcelona: Plaza y Janés.

García-Sánchez, E. (2017). Despertar la compasión. El cuidado ético de los enfermos graves. Pamplona: Eunsa.

Hildebrand, D. v. (1983). Ética. (J. G. Norro, Trad.) Madrid: Ediciones Encuentro.

Hildebrand, D. v. (1997). El corazón. Un análisis de la afectividad humana y divina. Madrid: Rialp.

Juan Pablo II. Carta Apostólica «Salvifici doloris».

Martínez Lozano, E. (2014). «La persona ante el sufrimiento. Ente la vulnerabilidad y la plenitud. En E. B. Benito, Espiritualidad en clínica. Una propuesta de evaluación y acompañamiento en cuidados paliativos (Vol. 6, págs. 29-38). Madrid: Monografías Secpal.

Wojtyla, K. (1999). Persona e atto. (T. S. G. Reale, Ed.) Santarcangelo di Romagna: Rusconi.

 

NOTAS de Claves filosóficas del acompañamiento espiritual del sufriente

[1] Juan Pablo II, Salvifici doloris, nº 9.

[2] (De Hennezel, 1997, p. 82

[3] (García-Sánchez, 2017, p. 153).

[4] (Bloom, 2016)

[5] (Crespo, 2012, pp. 94-95)

[6] (Wojtyla, 1999, p. 545).

[7] (Hildebrand, 1997, p. 137).

[8] (Hildebrand, 1997, p. 139 (Kant)).

[9] Cf. (Crosby,1996) (Crosby, 2004) y (Crosby, 2007)

[10] (Crosby, 2007, pág. 68)

[11] (García-Sánchez, 2017, p. 96)

[12] Ibid.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Mariano Crespo
Catedrático de Filosofía at Universidad de Navarra | Website | + posts

Mariano Crespo es Profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra

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