El descuido de los vulnerables
en una sociedad perfeccionista y hedonista
1. Infinitos heridos
Todos los seres humanos desde que inician su andadura al nacer caminan por senderos de dependencia rumbo a la independencia, nunca al revés. Senderos que necesitan ser atravesados por pasarelas humanas que capaciten al hombre para alcanzar una cierta autonomía, nunca absoluta. Desde siempre, la naturaleza humana viene definida por una característica identitaria: la limitación, la finitud, “todos los hombres son tierra”[1]. Pero simultáneamente aspiramos a la plenitud, anhelamos lo infinito y deseamos lo definitivo: una nueva tierra.
En palabras de D’Avenia, el hombre es un “infinito herido”[2], un già ma non ancora. Las privaciones – las heridas- de esa infinitud en su paso por la tierra aumentan el deseo del más allá, y para poder alcanzarlo – el infinito- paradójicamente hemos de asumir una realidad previa: la vulnerabilidad en la tierra.
Si fuéramos infinitos perfectos sin heridas, si naciéramos ya sin límites -ilimitados-, no desearíamos nada. Se desactivaría la potencia de la imaginación y se vaciaría la esperanza. No habría sueños en que soñar. Los seres totalmente invulnerables “dejarían de tener motivos para temer nada; no habría motivos ni para la ira ni para el dolor (…) nadie amaría nada fuera de sí mismo”[3]. Incluso desaparecían las emociones, porque estas pertenecen a los vulnerables.
Fragilidad y deseo de infinito
En cambio, la consciencia de estar sujetos a la insuficiencia de la vida nos remite al infinito, a lo que aún no poseemos. La aceptación de las fragilidades se puede vivir como un trampolín desde donde lanzarnos hacia él. Pero sin olvidar que la apertura a lo absoluto e inagotable nos conduce primero a la realidad de lo que ahora somos: seres finitos que han de asumir la muerte, sin ocultarla. Solo quien acepta la muerte sabe vivir, y está dispuesto a aspirar a lo infinito.
En definitiva, mientras vivimos nunca dejamos de ser infinitos heridos que piden a gritos ser curados, reparados, cuidados…amados.
2. El hombre: Una rosa frágil en el desierto
En cierto modo se puede describir así la fragilidad humana y su condición vital, como una rosa cuya semilla cayó en tierra desértica. Inevitablemente el desierto es la condición necesaria – su hábitat natural- para que la rosa brote, florezca, y brille en todo su esplendor. Pero ese desierto- la fragilidad- es tierra fértil, aunque no lo parezca.
Asumir el estado desértico de la naturaleza humana requiere entender que la floración será lenta, y que una rosa, – en el desierto-, no crece a saltos, no florece velozmente. Requiere paciencia y espera, necesita un goteo y un cuidado paulatino, una atmósfera hidrófila. Hemos de contar con que en el desierto todo está aparentemente inactivo, siempre al acecho de lo inesperado como elemento de nuestra vulnerabilidad. Sin duda, contrasta con una sociedad perfeccionista que quiere todo bajo control, deprisa y sin defectos.
En la fragilidad está su belleza
La frágil rosa que ha crecido en el desierto no se cree inmortal, sabe de su mortalidad y de su destino inexorable. Pero en su fragilidad está también su belleza que resalta más en su desierto que en un vergel frondoso. Cuidar al otro consiste precisamente en proteger la belleza de su fragilidad siempre amenazada por las inclemencias del desierto, el hábitat de los vulnerables.
3. La vulnerabilidad: el traje original de los humanos
La biografía de cada hombre está atravesada por la vulnerabilidad, la precariedad, a veces demasiada precariedad. Nuestro ser “corpóreo” es una inmensa necesidad porque el ser humano desde su comienzo está inacabado, no nace entero, sino que se va enterando. Es alguien a quien todo o casi todo le afecta, un coleccionista de heridas, miedos y resistencias. Un ser que no es del todo porque nace, vive y muere deficitario. Habita en la escasez, no en la abundancia. Nunca es lo bastante. Pero ser así, vulnerable, es parte de lo que consiste ser hombre[4].
Igualmente vulnerables
En la gran familia de los humanos no existen unos distintos de otros, porque todos ellos, en todas las culturas y geografías, son siempre la misma naturaleza de condición creatural, siempre el mismo hombre. No existen hombres que, de improviso, se presenten ante los demás como desconocidos por expresar rasgos vulnerables. Todos procedemos de la misma tierra, todos – los vulnerables- somos la única humanidad[5].
De modo particular y hasta la fecha, solo ha habido una posibilidad de ser humanos: la vulnerabilidad, la alternancia entre salud y enfermedad y la presencia de estados transitorios entre capacidad y discapacidad dentro de una misma vida[6]. Es el modo peculiar de ser hombres. Por tanto, resultaría antinatural que el hombre se extrañara del hombre, de otro como él, porque sería tanto como extrañarse de uno mismo. “Yo soy como tú y tú eres como yo”.
Nadie escapa a este modo natural de ser por el cual todos nos identificamos. Al constituir una condición inherente a lo humano, la vulnerabilidad, iguala a todos los hombres.
Naturalmente vulnerables
Por consiguiente, el hombre solo puede totalizarse y evitar su desintegración si se viste con el traje – la naturaleza- de su vulnerabilidad. Traje o hábito común que ha vestido a la humanidad desde su inicio. Afirma Peterson que ninguna otra verdad en el mundo puede ser más básica e irrefutable que la existencia del sufrimiento a causa de la vulnerabilidad[7]. De todas formas, el que lo original en el hombre sea la vulnerabilidad no ha de verse como culpa, o un modo de ser y estar en el mundo equivocadamente. En cambio, renunciar a esa identidad por rendirnos a la nueva normalidad de la sociedad perfeccionista acabaría vaciando el mundo de los vulnerables. Solo podría ser habitado por los compatibles con la vida[8], los invulnerables, que visten otro atuendo artificial que no es el suyo.
El mundo feliz del transhumanismo
De hecho, la sociedad transhumanista amenaza con sustituir lo original y vulnerable del hombre – tachado de anticuado y obsoleto- por una máquina, un ciborg. Dejaríamos de ser vivientes para transformarnos en software, interceptando el ritmo natural de la evolución humana a través de intervenciones biomédicas. La nueva era neomaterialista fascinaría a los humanos con un estado permanente de éxtasis – un mundo feliz– que consiga evadirnos de lo original, provocando una amnesia de lo que en realidad somos. Pero, con ello, acabaríamos de raíz con lo humano[9], renunciando definitivamente a la capacidad del hombre de asumir serenamente y con dignidad las heridas que deja el paso del tiempo, y la caducidad de la existencia.
Pedagógicamente, los niños no aprenderían el arte de ser frágiles y de convivir con otros, ayudándose a superar las dificultades de la vida. Más bien, serían adoctrinados mediante técnicas de la fugacidad y habilidades psicológicas para huir del sufrimiento y ayudar a otros a hacerlo. Incluso, sin necesidad de pedir ayuda, una vez alcanzaran la ancianidad o la enfermedad incurable, tan solo bastaría adquirir una pastilla letal – píldora de la eutanasia- para poner fin a la vida en el momento en que quisieran.
La vulnerabilidad como parte de la identidad humana
En cambio, contra esa sociedad perfeccionista, se levanta la experiencia humana de siglos que nos asegura que el traje que mejor nos sienta, aquel en el que nuestro cuerpo encaja mejor, es el traje de la vulnerabilidad, el original y no el del ciborg. Vivimos bien – a gusto- en esta originalidad al reconocerla como propia y no como extraña o algo impuro de nuestra naturaleza. Asumir la vida frágil es revestirnos del más hermoso de nuestros vestidos[10]. ¡Cuántos sufren porque querer ir a la moda!, una moda no inclusiva sino excluyente que uniformiza los cuerpos y los encierran en moldes en los que no encaja la mayoría de la humanidad.
Solo una mirada profunda de la propia naturaleza capacita al hombre para reconocer la vulnerabilidad que completa su identidad. Además, si individualmente no asumiera en sí mismo su propia debilidad y dependencia, si rechazara este traje de gala por haber crecido en un ambiente negacionista del sufrimiento ¿Qué capacidad tendría para aceptar, compadecerse y cuidar de los que sufren a su alrededor? Decía el poeta Esquilo que solo el que ha sufrido tiene poder de comprender al otro.
En esencia, perder la esperanza en la originalidad de la vida humana y en su irrepetible fragilidad individual, culmina en el descuido de la propia vida y la del necesitado. Insistir en desnudarse de la vulnerabilidad – despojarse del traje natural- es pactar con la imposibilidad de que el hombre pueda buscar el sentido de su vida.
4. Todos los humanos están necesitados: la atracción de la debilidad
Cuando el hombre al nacer abre sus ojos a la existencia percibe que está inacabado e indefenso: necesitado. Incluso antes que su propia racionalidad constata su ineptitud, una inutilidad existencial que le empuja al auxilio de la relacionalidad. La fragilidad representa un viaje que todos emprenden al nacer, pero todos navegan en el mismo barco, en compañía, ninguno solo; todos necesitados para arribar al mismo puerto: la felicidad. Cada hombre necesita la ayuda de otros seres relacionales como él para empezar a vivir, sobrevivir, y para bien morir. La clave de la existencia humana es la co-existencia[11], es decir, con-vivir (vivir con otros) y con-morir (morir con otros), porque el hombre que muere enfermo, solo y abandonado -descuidado- entra ya muerto en la muerte, apartado de toda dignidad[12]. Por eso, toda relación con una vida humana equivale a asumir una responsabilidad ineludible hasta el final de sus días.
La fuerza atrayente de la debilidad del otro
La pura debilidad se expresa gráficamente en el amor más originario de todos: el amor necesidad[13], aquel que lanza a un niño solo y asustado a los tiernos brazos de su madre y aquel que, con igual intensidad, reclama gimiendo un anciano moribundo a sus hijos. El amor paternal y filial se pone en acción ante la seductora necesidad de sus bebés y de sus padres, una necesidad que les atrae, a no ser que ya estén corrompidos. Se trata de la fuerza atrayente de la debilidad del otro, una necesidad ajena que se hace irresistible. Para Lévinas estar atento, prestar atención al otro, supone la llamada del otro, y al invocarle y decir tú, reconocemos su señorío[14].
El hecho de ser débiles debería despertar en cada uno unas ansias y un deseo del otro, de alcanzarlo y sostenerlo. Porque como afirma Han, el otro se me anuncia en cuanto debilidad óntica[15]. De tal modo, que tendría que brotar una responsabilidad mutua ya que solo el otro es el que me puede salvar; el otro representa una fuerza redentora que me puede liberar de mis carencias, depresiones y sinsentidos. La mayor de las ayudas que pueden prestarnos los demás consiste en buscar juntos el sentido a la propia vida cuando esta sufre a causa de la debilidad.
5. El país de los superproductores hedonistas: perfección, rendimiento y bienestar
Superhombres con coraza tecnológica
La nueva sociedad imperante está generando un tipo de hombres programados para rechazar la vulnerabilidad, más aún, para liquidarla. Son superhombres o superhéroes del progreso tecnológico, habitantes de un mundo feliz democratizado – la happycrazia[16]– que buscan a toda costa el rendimiento productivo para a continuación asegurarse el bienestar, la salud indefinida y la juventud corporal: la felicidad.
Entre otros, uno de los grandes patrocinadores del descuido de los vulnerables es el sueño transhumanista aspirante a la inmortalidad. Pretenden poseerla a través de la negación absoluta de la vulnerabilidad y del sufrimiento. Los habitantes de esa sociedad ficticia visten todos de una coraza tecnológica que les cubre de ser heridos, a la vez que les oculta sus cicatrices. Encarnan humanos sin agujeros por donde ser atacados; seres protegidos de una armadura moderna que les blinda para no ser afectados ni siquiera por el dolor ajeno. Aunque no quieran aparentarlo, viven resistiéndose a oír el molesto canto de los débiles.
Sin cicatrices, pero solos
La sociedad perfeccionista nutre a un conjunto de sujetos anodinos que al final dejan de luchar porque pueden conseguir todo lo que desean. El resultado final son personas privadas de retos, sin posibilidad de ser admirados por los otros. Lo peor de todo es que acaban aislándose, ahogándose en sus superpoderes y alejados de los “sin poder”, los vulnerables, con los que pierden toda comunicación[17].
El superhombre de Nietzsche –superproductor hedonista– no tiene heridas, pero precisamente por eso se encuentra en crisis, porque ser sin heridas es vivir renunciando a la experiencia relacional de que a través de ellas puedan entrar los demás para ayudarle a perfeccionarse, a sufrir con él y a cuidarle. No basta ser uno solo para ser feliz, es necesario que haya al menos dos humanos, aunque estén heridos. Por consiguiente, no querer mostrarse vulnerable – con heridas- es cerrar la puerta al otro, dejar de ser vecino y quedarse aislado – fuera del barrio- habitando solo en el vacío de una torre de cristal narcisista. El invulnerable resulta inhospitalario.
Vida plena entendida en clave de bienestar
Los superproductores hedonistas solo desean vivir si la vida goza de plenitud física y mental para no dejar de producir e instalarse en un estado confortable cuyo leit motiv no sea otro que “me gusta”. A la larga, el resultado es el tedio, la inapetencia y el estancamiento en su propia perfección, rendimiento y bienestar. Su frivolidad metafísica les impide asomarse al abismo de su propia vida para descubrir la estructura trágica de la existencia, es decir, que la esencia del hombre es ser doliente, un homo patiens[18]y no un homo faber (productor) et ludens (hedonista)[19].
Muchos de ellos viven acomodados – asegurados- en una zona de confort que buscan en cada esquina de la vida. El sistema social en el que se mueven promueve la anulación toda negatividad procedente de lo distinto, lo enfermo e improductivo[20].Como su santo y seña es “me agrada” y “me excita”, habitan el mundo como en un paraíso de constantes estímulos deleitosos, y lo que no gusta se expulsa. Pero en ese falso paraíso, viven también unos paisanos que sufren, enferman y, envejecen, los cuales ni gustan, ni agradan ni excitan. No los soportan, más bien los rechazan. La máxima expresión de improductividad, es decir, la enfermedad y la ancianidad están proscritas en el mundo feliz profetizado por Huxley en el que ya estamos inmersos.
Superproductores
Los superproductores hedonistas son hombres centrados exclusivamente en sí mismos, y su binomio autorreferencial rendimiento/bienestar ciega cualquier pensamiento o acto de solidaridad hacia el otro que sufre. Viven hiperentretenidos en competir entre sí por miedo a no producir al ritmo deseable. Sus sociedades perfectas han sustituido las ganas de vivir por el miedo a sufrir, un miedo social edificado sobre el mito del progreso, la seguridad y el perfecto equilibrio. Por tanto, cualquier deficiencia se valora como desventaja en comparación con los superproductores eficaces. Se vive inseguro ante la inesperada aparición de cualquier vulnerabilidad, porque con carencias, uno firmaría su despido y su sentencia al fracaso. Para D`Avenia se ha socializado el miedo a no ser lo bastante[21], a no responder a la hipertrofia del rendimiento exigido por la sociedad y uno mismo.
Ahora, lo que demanda del hombre el imperativo de la nueva autenticidad es que esté al acecho de sí mismo, vigilándose para no dejar de producir. Cada uno es el que debe producirse a sí mismo, y convertirse en su propio empresario sin ayuda de los otros, vistos como sospechosos contrincantes del propio rendimiento y enemigos del bienestar[22].
Sin tiempo para el otro
En la sociedad del estrés y del cansancio no hay tiempo – ni energías- para el otro. Asistimos como testigos a la mayor crisis temporal de la historia porque ahora el tiempo del otro molesta más, roba el escaso tiempo para el propio bienestar presente y futuro. Dedicar tiempo a cuidar a otro resulta del todo improductivo en la lógica actual del rendimiento. Solo hay tiempo para estar concentrados en obtener resultados y no para ocuparnos de personas. De tal modo que acabamos pasando de largo ante lo desigual, lo enfermo y deficiente. Los vulnerables parece como si ya no tuvieran nada que ver con nosotros y con nuestro tiempo. Se presentan como desconocidos en un mundo de perfectos que ha sustituido la experiencia del dolor por la del placer y el beneficio.
El otro, por ser otro, alberga la sospecha de que me pueda arrastrar hacia sí con algunas de sus limitaciones comprometiendo mi tiempo. Por eso ha de quedar sometido a la teleología del provecho, del cálculo y la valoración: o puros sentimientos de rechazo o aceptación[23].
Sin dimensión temporal personal
La obsesión postmoderna por el triunfo y la utilidad borran la condición histórica del hombre: su fragilidad y temporalidad. El sistema le exige estar siempre listo, perfecto, y ya hecho en el mismo acto de nacer. A diferencia de la rosa frágil del desierto, el ansia productiva elimina las estaciones que necesita una semilla para fructificar. El hombre de hoy, estresado, se quiere cobrar el fruto de su trabajo, de su sacrificio y de su bienestar en una sola estación. Desea un huerto frondoso, pero sin lluvias ni heladas, sin viento ni calor ni cuidados. A la vez, desestima como bueno el humus lentamente formado por restos de miserias, defectos, imperfecciones, que somos cada uno, pero que fertilizan la tierra y ayudan a la germinación final.
Solo se acepta la etapa productiva de la vida
La sociedad tecnológica del doble clic imprime un ritmo impaciente al querer soluciones rápidas para los problemas de la vida. Todo tiene que estar siempre vivo, sano, disponible y activo. Solo es aceptable una etapa de la vida humana, una única estación: la productiva, rechazándose el resto de etapas improductivas de la existencia. De tal modo que, si ante el sufrimiento de una enfermedad incurable no hay curación inmediata, entonces la solución rápida es la muerte y no el cuidado. En ambientes médicos técnicamente obsesionados en curar, el cuidado no soluciona nada, la muerte sí.
Ahora, en la nueva cultura de la imagen la moda impuesta es aparentar, ser inmortales a través de la obsesión estética y mental por no envejecer, permaneciendo eternamente jóvenes, atractivos y vigorosos. Conforman la resistencia organizada contra la muerte. Todos empeñados en vivir siempre en modo re-novado, cuando inexorablemente todo está destinado a acabarse, y todos morirán. Renovarse o morir, curarse o pedir la muerte ¿No es acaso este el sentimiento actual eutanásico?
¿Y si aparece la enfermedad incurable?
En el último término, la histeria por la salud y el bienestar excita la producción. Y dado que ella es la única forma digna de vivir, ¿qué sucede si aparece la enfermedad incurable? Que cesa la producción, y la vida llama a la muerte porque ya no es digna. La autooptimización lleva a muchos a matarse por realizarse, pero acaban en el derrumbamiento existencial y corporal, como dice Chull en una autoalienación destructiva[24], un suicidio productivo. El cuerpo solo merece la pena – y tiene valor- si produce. Reducido a un objeto funcional – a máquina- es sometido a controles periódicos de calidad, y cuando no rinde, queda obsoleto y preparado para su desintegración y desguace.
Dejar de rendir equivale a dejar de ser óptimo para sí mismo y para la sociedad, corriendo el peligro de parasitarla, convirtiéndose en un improductivo que consume bienes públicos y que habría que discriminar. Los parásitos representan uno tipo de personas que amenazan en primer lugar al sistema económico y familiar de un país. Y bajo esta óptica neoliberal, se incluyen en el mismo grupo parasitario a inmigrantes, refugiados, discapacitados y enfermos terminales. Todos ellos son vistos como cargas sociales y cuerpos extraños de los que habría que inmunizarse o liberarse. De hecho, no son bien recibidos y se les niega la hospitalidad, la acogida. Mejor sería ofrecerles la muerte como final compasivo dada su inutilidad y sufrimientos.
Eutanasia para los improductivos
La sociedad del rendimiento y el bienestar ha puesto las bases para la extensión del deseo eutanásico sobre los improductivos: la mayoría enfermos incurables. La eutanasia representa la consumación de un cansancio vital, tipificada como la enfermedad más grave del siglo XXI. Se solicita morir por haber vivido de modo pésimo en una sociedad agotada por su individualismo productivo que ha renunciado a dejarse cuidar y a cuidar al débil. De hecho, el deseo de morir emerge de individuos que ya están muertos socialmente, existencialmente, porque solo viven para sí mismos y en donde la otredad ha desaparecido por completo, como dice Chul Han[25].
Sin duda, la sociedad cibernética y de la información nos ha hecho grandes favores, pero uno de ellos ha sido muy flaco al promover una gran ceguera del ser: una indiferencia ontológica a escala mundial. El constante consumo y producción de información ha dejado ciegos muchos ojos para los demás y sus necesidades. Y aunque haya apariencia de estar más conectados que nunca, no hay resonancia de lo otro en la propia vida, sino distancia, olvido y descuido. La alteridad se vuelve peligrosa porque encierra en sí el dolor humano, y exponerse demasiado al otro me pone en riesgo de caer bajo la mirada de responsabilidad de tener que hacer algo por él, en concreto cuidarle.
6. La autonomía absoluta, la independencia y la soledad
Entre otras consecuencias, la expansión de una cultura perfeccionista y de bienestar eleva a valor absoluto la autonomía, la independencia y el individualismo. Ante la actitud general de autosuficiencia se deja de reconocer la propia dependencia de los demás para construir y mantener la propia vida. El hombre y la mujer de hoy mueren de éxito, pero de verdad mueren cuando quieren deshacerse de todo lo que les limita y les condiciona. Alimentan las ambiciones más egoístas en aras de una autonomía e independencia de todo excepto de sí mismos.
El incremento mundial del número de personas que viven solas en sus hogares describe un fiel reflejo de ese rechazo a la vulnerabilidad propia y ajena. La exaltación social del rendimiento individual y del me basto a mí mismo, erige al hombre en el único dueño de su cuerpo sin interferencias externas.
Bajo la búsqueda de una falsa autenticidad se opta por un estado de permanente emancipación del otro. Y, entre todos, suscriben un pacto social de no agresión que consiste en no compartir las comunes necesidades, y en aplicar la ley de que cada uno viva y muera como quiera. Privatizo la vida y la muerte. Ni molesto a los demás con mis problemas, ni los otros me molestan a mí con los suyos, exceptuando – eso sí- los derivados de las mínimas normas de sociedades civilizadas: limpieza de la escalera, separación de residuos por contenedores, o prohibir el claxon en urbanizaciones, etc. Mejor vivir sin conectar el sufrimiento propio con el de los demás. Mejor para todos que cada uno sufra solo, aislada e independientemente.
Autodesprecio por la vida, y descarte de los frágiles y vulnerables
En profundidad, y a la vista de lo expuesto, lo que esconde el descuido del necesitado es el autodescarte. La denominada por el papa Francisco cultura del descarte, la exclusión social de humanos frágiles (incluidos los inmigrantes), viene anticipada por el autodesprecio de la propia vida cuando esta es considerada dependiente, inútil o sin sentido.
Solo es posible marginar al otro necesitado y no sentir su vida, si primero dejo de sentir la mía, si la desprecio o la autolesiono. Y tal autodesprecio consiste en considerar indigna la propia vida si hay que compartirla con la deficiencia y si además supone una carga para los demás. De este modo, se entiende que, en el momento en el que uno no pueda ya hacerse cargo de sí mismo por una enfermedad incurable, decida poner fin a la vida y solicitar la salida del mundo en aras de su sacra autodeterminación. A su debido tiempo, la sociedad sí que dispondrá para ello de colaboradores cómplices de la misma negación de su vulnerabilidad y su dignidad que el solicitante.
***
Sentirse cuidado y atendido cuando uno está desahuciado física y mentalmente es encontrar una casa para la propia fragilidad, en donde uno puede habitar con ella y sobrellevarla. La eutanasia y el suicidio asistido configuran la última fase de un deterioro civilizatorio y moral que ha negado la hospitalidad exigida por la razón misma al vulnerable, frágil y dependiente.
NOTAS
[1] Ratzinger, J., Creación y pecado. EUNSA. Navarra 1992. 68.
[2] D´Avenia, A., El arte de la fragilidad., La esfera de los libros, Madrid 2017, 17.
[3] Nussbaum, M., Hiding from Humanity: Disgust, Shame, and the Law, Princeton University Press, Princeton, 2004, cap. 1.
[4] Marcos, A., Con covid y sin covid: La vulnerabilidad humana., Cuadernos de Bioética. 2020; 31(102): 139-149.
[5] Ratzinger, J., El Elogio de la Conciencia, Ediciones Palabra 2010, 39.
[6] MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes, Paidós, Barcelona, 2001, 10.
[7] Cfr. Peterson, J.B., Doce reglas para vivir. Un antídoto al caos. Planeta, Barcelona 2018, 254.
[8] Cfr. García-Sánchez, E., ¿Incompatibles con la vida? Nueva Revista 2014, nº 148, 123-136.
[9] Cf. Marcos, A., Con covid y sin covid: La vulnerabilidad humana., Cuadernos de Bioética. 2020; 31(102): 139-149.
[10] D´Avenia, A., El arte de la fragilidad., La esfera de los libros, Madrid 2017, 108.
[11] Polo, L., Antropología trascendental, Tomo I, en La persona humana, (ATI) EUNSA, Pamplona 1999, 31-32
[12] García-Sánchez, E., Humanizar la muerte en tiempos de crisis sanitaria, Cuadernos de Bioética. 2020; 31(102), 221.
[13] Cfr. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 1991.
[14] Cf. Levinas, E., Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca, 2002, 196.
[15] Han, BC., La expulsión de lo distinto, Herder, Barcelona, 2017, 199.
[16] Cabanas, E – Illouz, E., Happycracia: Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. Paidós, Barcelona, 2019.
[17] Peterson, J.B., Doce reglas para vivir. Un antídoto al caos. Planeta, Barcelona 2018, 436.
[18] Frankl, V., El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la logoterapia, Herder, Barcelona 1987, 257.
[19] Gonzalez, A.M. En busca de la naturaleza perdida. Estudios de bioética fundamental. Eunsa, Navarra 2000, 167.
[20] Cfr. Han, BC., La expulsión de lo distinto, Herder, Barcelona, 2017, 95-105.
[21] D´Avenia, A., El arte de la fragilidad., La esfera de los libros, Madrid 2017, 28.
[22] Cfr. Han, BC., La expulsión de lo distinto, Herder, Barcelona, 2017, 9-20; cfr. también La sociedad del cansancio; Herder, Barcelona, 2012.
[23]Ibid., 109.
[24]Han, BC., La expulsión de lo distinto, Herder, Barcelona, 2017, 10.
[25] Cfr. Han, BC., La sociedad del cansancio; Herder, Barcelona, 2012, 12.
DIRECTORIO DE IMÁGENES DE EL DESCUIDO DE LOS VULNERABLES
https://pixabay.com/es/photos/beb%C3%A9-dormir-peque%C3%B1os-infantil-hijo-303068/
Imagen 1: https://pixabay.com/es/photos/rose-p%C3%A9talo-flor-macro-garganta-4639241/
Imagen 2: https://pixabay.com/es/photos/cyborg-hombre-android-cuerpo-ca%C3%B1%C3%B3n-3749322/
Imagen 3: https://pixabay.com/es/photos/bebe-llorando-beb%C3%A9-cara-expresi%C3%B3n-2708380/
Imagen 4: https://pixabay.com/es/photos/bienestar-masaje-285589/
Imagen 5: https://pixabay.com/es/photos/estr%C3%A9s-empresarios-empresario-reloj-4156956/
Imagen 6: https://pixabay.com/es/photos/hospicio-la-atenci%C3%B3n-paciente-1821429/
Imagen 7: https://pixabay.com/es/photos/mano-humano-mujer-adulto-manos-3666963/
About the author
Emilio García-Sánchez
emilio.garcia@uchceu.es