El filosofismo en Ortega
1. Introducción
Filosofismo y cientificismo
El filosofismo es a la filosofía como el cientificismo a la ciencia, como el parásito es al huésped. Tanto la filosofía como la ciencia constituyen vías legítimas y valiosas de acceso al conocimiento. El cientifismo, por su parte, no es más que una ideología que parasita y adula a la ciencia, hasta proclamarla como fuente única y exclusiva de conocimiento. Algo análogo hace el filosofismo con la filosofía. Pretende convertirla, para vivir a sus expensas, en último y definitivo tribunal de la razón.
Podemos esperar mucho y bueno de la investigación científica, y lo mismo habría que decir respecto de la indagación filosófica. Sin embargo, en la medida en que intentemos absolutizar alguna de estas fuentes de conocimiento y convertirla en la única vía de acceso humano a la verdad, estaremos transformando una esperanza históricamente bien fundada en una ideología abusiva.
El mundo filosófico, tras el colapso neopositivista, ha sabido reaccionar a tiempo contra el cientificismo. Al fin y al cabo le iba la vida en ello. Se ha ido desarrollando, así, en las últimas décadas una floreciente actividad filosófica, tan atenta a la investigación científica, como desacomplejada ante la ideología cientificista. Lo que no tenemos aun es una clara conciencia autocrítica que nos permita evitar también el filosofismo.
Ir más allá de lo filosófico
Frente a toda forma de filosofismo, cabe recordar que existe vida racional más allá de lo filosófico, y que la propia filosofía ha de cotejarse y conversar en pie de igualdad con otros muchos ámbitos de la vida humana, con otras muchas fuentes legítimas de conocimiento, entre las cuales tiene un lugar destacado la ciencia, así como la experiencia cotidiana, las tradiciones sapienciales, el sentido común y esa forma de confianza que llamamos fe.
No es bueno que la filosofía se encierre en sí misma de modo radical, despreciando cualquier otra indicación de sentido y de criterio. No es razonable siquiera que se tome a sí misma tan a la tremenda, pues pronto degeneraría en simple filosofismo. Y sin embargo, esta tentación autocrática brota una y otra vez a lo largo de la historia de la filosofía.
2. ¿Es Ortega un filosofista?
Ahora podemos preguntarnos, ¿es Ortega un pensador filosofista? Creo que no se puede responder esta cuestión de una vez, con un sí o con un no. La apelación a la razón vital señala una cierta apertura de lo filosófico hacia el mundo de la vida, donde se encontraría con otras muchas actividades y fuentes de sabiduría con las que tendría que conversar. Pero, por otra parte, tenemos textos del pensador español que apuntan hacia una cierta absorción filosófica del propio mundo de la vida, como si todo él hubiera de pasar, en última instancia, a través del tamiz de la razón filosófica. Adoptaré, pues, un enfoque distinto. No trataré de dar respuesta a la citada pregunta. Es trabajo que ha de quedar para los especialistas en Ortega. Yo solo soy un vulgar lector de sus textos más señeros. Así que me limitaré a comentar algunos de ellos, en los cuales la tentación filosofista aparece bien a las claras.
Un libro de Ortega donde aparece la tentación filosofista
Me centraré de manera especial en su libro La idea de principio en Leibniz, y ello por dos razones. La primera es de fondo y la segunda circunstancial. En este libro, Ortega se enfrenta principalmente a la filosofía de Aristóteles, conversa con él mucho más que con Leibniz. El filósofo español señala algunas divergencias respecto de Aristóteles y explora también algunas líneas de posible convergencia.
Todo ello es de gran interés, pero nos fijaremos solo en el punto en el cual los respectivos planteamientos se hacen más distantes. A saber, para Aristóteles la filosofía ha de partir del sentido común y ha de dialogar con él, mientras que para Ortega la filosofía es una empresa radical que debe arrancar de la pura duda. En Aristóteles, la actividad filosófica principia con la admiración y la confianza, en Ortega con la desconfianza. La tentación filosofista les separa. Aristóteles no la siente, Ortega negocia continuamente con ella. Esta es la razón de fondo por la cual pongo el foco en La idea de principio en Leibniz.
La segunda razón para hacerlo tiene que ver con la circunstancia de que se ha publicado recientemente una extraordinaria edición de esta obra, a cargo de Javier Echeverría (José Ortega y Gasset, La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, CSIC, Madrid, 2020). A través de la misma asistimos casi en vivo al modo de filosofar de Ortega, ya que incorpora no solo el texto, sino también todas las fichas con notas que el pensador español recogió para escribirlo. A través de esta nueva edición, podemos asomarnos más de cerca al talante filosófico de Ortega y ponderar la tensión hacia el filosofismo que está presente en su hacer filosófico.
3. La idea de principio en Leibniz
No hablamos de un libro cualquiera.
Julián Marías ha sentido la tentación de decir que este libro es el más importante de Ortega, de todo cuanto escribió en su vida y, más aún, que es el libro más importante publicado en lo que va de siglo. La segunda tentación es, sin duda, hiperbólica, pero la primera está plenamente justificada.
Así aprecia Gustavo Bueno (puede consultarse en https://www.filosofia.org/hem/dep/rdf/068p103.htm) La idea de principio en Leibniz. Y así, a través de las palabras de Bueno, atisbamos la valoración singular que de dicho libro hace uno de los más destacados discípulos de Ortega, Julián Marías. Sabido es que se trata de un escrito extenso, al parecer el más extenso y técnico de Ortega, pero inacabado. A partir del título mismo, Leibniz figura como una presencia/ausencia, como un horizonte. Hacia él tiende todo el argumento de la obra. Si bien, de hecho, no llega a alcanzarlo, por los motivos coyunturales que fuesen.
Contenido del libro de Ortega
Vamos al contenido, a lo que el libro puede dejarnos de perenne para la multisecular conversación filosófica. ¿De qué trata? En palabras del mismo Ortega:
Este estudio versa sobre qué es «principio», a fin de precisar qué era para Leibniz. ¿Era lo mismo que para Aristóteles, o era cosa distinta? Esta es nuestra sustantiva cuestión (p. 175; cito según la edición de Javier Echeverría).
En efecto, este es el núcleo de la cuestión, pero nuestro autor busca, a través de ello, abordar un tema mucho más amplio, a saber, el de la distinción entre dos modos de pensar, el tradicional y el moderno:
Gira, pues, la diferencia entre uno y otro «modo de pensar» en lo que se entiende por principio (p. 190).
Ortega apunta no solo la diferencia entre ambos modos de pensar, sino la insuficiencia de los dos, “su insuficiente radicalismo” (p. 317), así como la necesidad de ir más allá de ambos (o más acá o más a la raíz). Apunta, pues, más allá no solo del modo de pensar tradicional, sino también del modo de pensar moderno, que va desde Descartes hasta incluso Husserl y Heidegger. Con todo, Ortega es mucho más crítico con lo que llama “modo de pensar tradicional”, cuyo paradigma encuentra en Aristóteles, que con el modo de pensar moderno, cuyo modelo identifica en Leibniz. Hasta tal punto es así que Javier Echeverría ha llegado a afirmar que “de hecho, en La idea de principio en Leibniz el tema principal es Aristóteles” (J. Echeverría, Ortega como estudioso de Aristóteles y Leibniz, Teorema, vol. XIII, 3/4, 1983, pp. 432-444).
4. Radicalismo o sentido común
Sinergia entre Aristóteles y Ortega
Si tuviésemos que señalar el lugar donde se da la máxima sinergia entre Ortega y Aristóteles, quizá habría que citar este pasaje:
Hay que tomar en serio estas expresiones de la lengua donde la humanidad ha ido decantando su milenaria «experiencia de la vida» (p. 337).
Esta frase la hubiera suscrito sin duda Aristóteles y quizá muchos de los aristotélicos de todos los tiempos. Sugiere que el filósofo puede/debe partir del saber común, del conjunto de dones que recibimos por naturaleza y por tradición cultural. Pero el grueso de la doctrina que Ortega expone en La idea de principio acerca de este tópico es de muy otra índole. Tiene una música típicamente moderna, más bien elitista y -si se me permite decirlo así- filosofista. A este respecto, se echa de menos en La idea de principio una visión más naturalista y más social del conocimiento humano.
Ortega, moderno y radical
Ortega se jacta de ser pensador radical, como explicita nítidamente en el §29. Y, en este sentido -quizá malgré lui-, sigue siendo un moderno. Por su parte, Aristóteles zarpa siempre desde el sentido común y procede por diferenciación filosófica del mismo. Es en ello pre-moderno, sí, pero también más post-moderno que Ortega. En lo tocante a este asunto metafilosófico, no vislumbro arreglo ni componenda, pero no descarto que gentes más duchas en la obra de Ortega puedan hallarla. Veamos algunos pasajes orteguianos sobre la cuestión.
La preferencia orteguiana por el sujeto ensimismado -¿cartesiano?- frente a la conversación -¿socrática?- en el ágora o plazuela se aprecia perfectamente en líneas como estas:
La ciencia es ineludiblemente obra del hombre en su soledad […] la pura conversación es pensamiento socializado. En él, los razonamientos no pretenden ser la pura verdad […] Este razonamiento discutidor parte también de principios, pero éstos no tienen por fuerza que ser verdad. Basta que lo parezcan a las gentes, es decir, que sean endoxoi (éndoxoi), opiniones reinantes en la colectividad, por tanto, vigentes, u «opinión pública» (pp. 218-19).
Contrasta este punto de vista con la actitud de Aristóteles, que tantas veces arranca de la sabiduría común.
Aristóteles, primitivo y demagogo
Tan es así, que para Ortega constituye este un defecto inasumible del pensamiento del griego, un retroceso respecto de su maestro Platón.
Aristóteles es un «hombre del pueblo», tomado por la «opinión pública» y aun por una opinión pública anticuada, arcaica, aún inspirada por el mito. No era «ateniense», y en comparación con Atenas, este hombre, que va a ser el más «moderno», tiene un fondo irreductible de «primitivo». Sobre el retroceso que con respecto a Platón y otros hombres del Ática significa en el fondo de las ideas Aristóteles, hablaremos más adelante un poco (p. 251; en las citas literales reproduzco, aquí y en adelante, la tipografía del original, cursivas, comillas, mayúsculas, transliteraciones…).
En realidad, al hilo de la crítica a Aristóteles, a quien llega a poner de demagogo, Ortega acaba por enzarzarse en una pelea contra el sentido común que, en mi opinión, no le hace ningún favor al propio Ortega. Pues siempre puede suceder que las filosóficas ideas orteguianas, que hacen aflorar y ponen en solfa algunas comunes y vulgares creencias subsolares, sean solo la cara visible de… otras creencias subsolares. Llega a decir que
el filósofo es el especialista en raíces; por eso no tiene otro remedio que ser radical, ni cabe más incapaz filosofía que la «filosofía del sentido común» (p. 330).
El sentido común como creencia
Pero las líneas más reveladoras las encontramos en el §24, que me permito citar por extenso:
Por eso, frente al lugar común, «opinión pública», doxa o éndoxon de la creencia en los sentidos, la Filosofía es constitutivamente, y no por caso, paradoxa. Estaba reservado a Aristóteles el climatérico honor de tomar como punto de partida y principio de su filosofía ese lugar común, ese éndoxon retórico —ni siquiera puede, en rigor, llamársele dialéctico—, ese idolum fori, esa demagogia de la fehacencia aneja a los sentidos. Su filosofía es la única —en toda la historia de esta disciplina— que se comporta así […] No comprendo cómo no se ha subrayado más este carácter demagógico, popular, del «modo de pensar» aristotélico-escolástico […] Parte, con esencial partir, de una admisión que sólo es verdad para el vulgo: la «evidencia» ontológica de los sentidos. Es la criteriología de Sancho Panza. La fe en los sentidos es un dogma tradicional […] con la fuerza de un mito y de un lugar común o tópico […] Ni hay para él razones ni es razón de sí mismo. Simplemente «está ahí», desde milenios, originado en ciertas experiencias prácticas y útiles para la vida. Ningún individuo lo forjó deliberadamente, sino que, como todo lo popular, se ha ido haciendo impersonalmente […] Claro está que, no siendo el «sentido común» ninguna facultad inteligente, no puede crear, tener ni contener verdades. Tiene adagios, proverbios, «dichos», esto es, cosas que se dicen […] como pasa con todas las auténticas creencias —a diferencia de la filosofía, que por eso no es, ni puede ser, ni tiene que ser, creencia—, que se las deja siempre a la espalda (pp. 292-93).
La duda metódica como condición de verdadera filosofía
Obsérvese aquí la asimetría entre Aristóteles y Ortega. Este acaba descalificando a Aristóteles como filósofo, sacándolo fuera de la nómina de los que de verdad han cultivado la filosofía. Por su parte, un aristotélico actual podría aceptar sin ningún reparo la condición de filósofo, de gran filósofo, de Ortega, discrepando, eso sí, respecto de su idea de filosofía. Pero, ¿de dónde puede partir esa filosofía, según Ortega superior al saber común, y en realidad a cualquier otro tipo de saber?, ¿cuál es su punto de arranque? En opinión del madrileño, la filosofía no puede permitirse el lujo de creer nada de entrada, ha de empezar desde la duda universal (§ 27).
Descartes principió por dudar de todo el saber humano. Cuando se principia así, se es de verdad filósofo (p. 310).
Resulta curioso el modo en que Ortega intenta reclutar también a Leibniz para su radicalismo filosófico, incluso a despecho del propio Leibniz, quien escribió:
No creo que haya que recomendar a la gente dudar de Todo (cit. en p. 607).
Lo cual Ortega recompone como buenamente puede en estos términos:
Duda metódica […] Leibniz contra y por qué […] Se ve que Leibniz oculta el principio de la duda por cautela (p. 607).
Asombra que un juicio de intenciones pueda ser utilizado para corregir la literalidad de una declaración.
El supuesto error de Aristóteles y Santo Tomás
También tantea aquí una ingeniosa revisión de Aristóteles y de Santo Tomás, para los cuales la filosofía no arranca de la duda, sino de la admiración y de la confianza. Pero alega Ortega que ambos, en realidad, plantearon un programa de duda radical para posteriormente traicionarlo:
No fueron capaces de cumplir lo que reconocían como mandamiento (p. 310).
Simplemente los malinterpreta. Nunca abogaron por la duda como principio de la filosofía, sino por la apertura a la duda cuando aparecen razones para ello.
Los textos que cita de estos dos autores, en los que ambos apelan de un modo u otro a la duda, se pueden entender perfectamente a partir de unas líneas sumamente lúcidas de Charles S. Peirce:
No podemos empezar con una duda completa […] Es verdad que una persona puede, en el curso de sus estudios, encontrar una razón para dudar sobre lo que empezó creyendo; pero en este caso duda porque tiene una razón positiva para ello, y no en virtud de la máxima cartesiana. No pretendamos dudar en filosofía lo que no dudamos en nuestros corazones (C. S. Peirce, Some Consequences of Four Incapacities, en J. Buchler, Philosophical writings of Peirce, Dover, Nueva York, 1955, pp. 228-9).
La crítica de Ortega a Aristóteles
Dicho de otro modo, podríamos llegar a dudar de cualquiera de nuestras creencias si llegado el caso hubiera razones para ello, y hemos de estar dispuestos a ello, pero no se puede empezar a razonar poniendo efectivamente en duda todo lo que creemos saber gracias a los sentidos, gracias al lenguaje y a las tradiciones que nos han sido legadas, gracias al sentido común, gracias a la conversación que mantenemos con los demás, viva voce o a través de la letra escrita… La aclaración de Peirce es adecuada aquí, y recoge perfectamente el espíritu del aristotelismo, que muy bien podría considerarse como sentido común filosóficamente diferenciado.
En cambio, Ortega sentencia que
la doctrina aristotélica es la que menos uso hace de la duda incoativa. No nos sorprende. Sin proponérnoslo, por todas partes nos va saliendo al frente la patentización de que el aristotelismo es una de las filosofías menos filosofías que ha habido (p. 312).
Es poco filosófica, en efecto, si uno acepta la idea de filosofía que propone Ortega, con la cual, la tradición aristotélica no puede sino discrepar. La filosofía en Ortega, o al menos en el libro que tenemos a la vista, viene a ser un sustituto radical de las creencias tradicionales perdidas.
El hombre se dedica a esta extraña ocupación que es filosofar cuando por haber perdido las creencias tradicionales se encuentra perdido en su vida (p. 313).
Y, claro está, se espera que la filosofía entonces nos reoriente vitalmente.
Un consejo
Suelo pedir a mis alumnos, en los primeros días de clase, que guarden como un tesoro el sentido común y la cordura, que lo conserven durante la carrera y después, puesto que la filosofía, que mal entendida puede hacer que los pierdan, a la postre y por sí sola no se los va a devolver, ni constituye aisladamente una guía para la vida. Pensar lo contrario es poner demasiadas esperanzas en la filosofía, que vale muchísimo, pero que no tiene un valor absoluto y superior a cualquier otro saber. Igual que se puede caer en el cientificismo, se puede caer también en el filosofismo, en esa especie de creencia en la superioridad epistémica y vital de la filosofía. Y Ortega, en varios pasajes de nuestro libro, roza esta patología. El rasgo que le puede salvar de este diagnóstico es que concibe la posibilidad de que la propia filosofía sea históricamente superada; pero la concibe en vacío, como brindis al sol. La filosofía superada en un futuro por un no se sabe qué. No aparece en su radar la posibilidad de convivencia y conversación de la filosofía con otros saberes, incluso vulgares, ya presentes.
La valoración orteguiana de la filosofía
Nos dice Ortega, en esta dirección, que la filosofía,
con ser fracaso –mirada en absoluto- es siempre más firme y sabrosa, más suculenta que cualquier otra forma de vida y de mundo (pp. 329-330).
Y se pregunta retóricamente:
¿existe, llegadas ciertas fechas, otro modo mejor cualificado, más serio y auténtico, más responsable de enfrontar el enigma del vivir que la filosofía? (p. 359).
La respuesta:
Ser filósofo […] es acaso el Destino humano […] es, desde cierta altura en la experiencia histórica, el único modo congruente de llegar a ser auténticamente sí mismo. Vemos, pues, que la filosofía ni es un don ni es una posibilidad permanente, sino, más bien, un inexcusable deber que con nosotros mismos tenemos (p. 359).
Ni siquiera las ciencias están a la altura, pues “inquieren de las cosas no más que lo que es de antemano seguramente asequible, pero a la vez prácticamente aprovechable” (p. 328), mientras que el filósofo entiende por conocimiento “el conocimiento plenario de la cosa” (p. 328).
Pues bien, resulta que la filosofía no puede vivir solo de la filosofía. Al pretenderlo, Ortega encuentra que la filosofía no tiene de dónde tomar los principios. Estamos ante el famoso trilema: o bien la búsqueda de fundamentación racional se hace infinita, o bien circular, o bien exige un salto irracional sobre el abismo que separa physis y logos. Es el trilema del radicalismo, del cual tampoco Ortega puede salir a base de más radicalismo, sino, en todo caso, con una vuelta al mundo de la vida.
El salto acompañado de la physis al logos
Esa es precisamente la respuesta aristotélica: los principios los recibimos de un fondo de sabiduría milenario, que incluye las propias tradiciones filosóficas, los heredamos del lenguaje, que nos es donado junto con la leche materna, de lo que nos cuentan los demás en la plazuela, especialmente aquellos en quienes confiamos, de lo que nuestra naturaleza humana nos regala en forma de mil indicaciones vitales, incluidas las que nos ofrecen, por supuesto, los sentidos, de otras fuentes legítimas de saber, y singularmente del sentido común, además de las artes o la religión o el derecho o las costumbres, por poner algún ejemplo. Sí, hay un salto. Pero no sobre el abismo insondable, sino sobre un humilde vado que Aristóteles se ha ocupado de estrechar.
Se ve que de la physis al logos tenemos que saltar, y no una, sino dos veces, a la hora de obtener los principios y a la de aplicar las conclusiones. Pero en dichos saltos no estamos solos, hay algo que nos ayuda desde las dos orillas. Lo social –tan llamativamente ausente en el texto de Ortega, sino para denostarlo como “plazuela”- está de los dos lados. Encontramos a los demás, a las otras personas, como habitantes de la physis, como existentes al margen de nuestra existencia (a diferencia del yo ensimismado), y también como conversadores racionales (a diferencia del resto de la physis): “saltamos” de la physis al logos y vuelta con ayuda de otros, que nos echan una mano.
Conforme, todo salto implica un riesgo. Pero eso no tiene por qué convertirlo en una acción irracional, sino que muchas veces será el fruto de otra forma de entender la racionalidad, que no es estrictamente lógica (paso a paso), sino prudencial y, por ello mismo, falible (pues la última palabra la tiene la propia realidad).
La filosofía no es inútil
Con todo ello, la filosofía no queda reducida a la inutilidad, sino que cobra una función vital, es la encargada de diferenciar, de matizar, de flexibilizar, de ajustar, de rehacer, de desarrollar como en un proceso de ontogénesis, lo recibido, lo que nos llega como don, sin necesidad ni conveniencia de ponerlo a priori en duda, pero con la apertura suficiente como para modificarlo siempre que (y solo cuando) surjan efectivamente razones para ello. Dicho con Peirce de nuevo:
“No pretendamos dudar en filosofía lo que no dudamos en nuestros corazones”.
Me veo incapaz –dado lo poco que sé sobre Ortega- de medir a qué distancia la razón vital queda de la racionalidad prudencial aristotélica; si muy cerca, bienvenida sea, y bienaventurado el Ortega raciovitalista que logró salvarse a sí mismo del filosofismo; si muy lejos, merecerá las mismas críticas que toda otra forma de radicalismo filosófico, necesariamente autodestructivo.
5. Resumen conclusivo del filosofismo de Ortega
La idea de principio trata largamente sobre el pensamiento de Aristóteles. Ortega lo somete a dura crítica. Pero se pueden intentar varias líneas de aproximación entre ambos pensadores. En mi opinión, es bueno hacerlo, pues de una conversación amistosa entre estos dos pensadores podemos obtener sugerencias de gran valor para salir con tiento de los tiempos modernos, no hacia el sinsentido, sino hacia una vida sensata y propiamente humana.
Para medir, primero, y acortar, después, la distancia entre Aristóteles y Ortega, habría que reconocer que el propio Aristóteles hubiera, probablemente, aceptado unas cuantas de las objeciones que le pone Ortega. En segundo lugar, habría que traer a colación una lectura de Aristóteles que Ortega no conoció, pues se ha ido desarrollando en las últimas décadas, una interpretación que pone los textos biológicos de Aristóteles en el centro de su filosofía y que, en consecuencia, podría facilitar la interlocución con el pensador de la razón vital.
Pero existe un punto de máxima discrepancia, quizás irresoluble, referido a la concepción de la propia filosofía. En Aristóteles –dicho de modo muy simplificado- es una actividad intelectual y vital impulsada por la admiración y que procede por diferenciación del sentido común. En Ortega es un ejercicio de ensimismamiento que ha de partir de la duda radical. Aristóteles sí es filósofo, qué duda cabe, pero no es filosofista, mientras que Ortega es un filósofo intensamente tentado por el filosofismo.
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About the author
Alfredo Marcos
Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Valladolid.