1. LA AVENTURA DEL CONOCIMIENTO
Vivimos en una sociedad que no se caracteriza precisamente por prever las consecuencias de aquellas actitudes, comportamientos, formas de pensar, etc., que propicia desde su praxis habitual. Basta prestar atención a cualquier medio de comunicación, cualquier día: nos escandalizamos por sucesos que acontecen entre nosotros (la mayoría de ellos dignos de escándalo, por otra parte), sin que se llegue a plantear de raíz el problema que les subyace.
Preferimos denunciarlo, condenar al culpable —que asumirá el papel de chivo expiatorio de turno— y volver a nuestras formas de vida cotidiana, sin llegar a reflexionar en firme hasta qué punto nuestras prácticas cotidianas propician —como digo— esas conductas denunciables, quizá porque en el fondo tampoco nos interesa demasiado. Queremos que desaparezcan ciertos males de nuestra sociedad, sin caer en la cuenta de que —con facilidad— nuestras formas de vida los favorece; queremos progresar —se dice—, sin saber a ciencia cierta en qué consiste el progreso para el ser humano.
Una actitud paradójica
Surge así a nuestro alrededor una actitud paradójica, cierta incoherencia de vida tanto de carácter individual como colectivo, que nos enajena entretenidos en reducir nuestra existencia a una suerte de viaje turístico por la vida, encerrados en una jaula de cristal de barrotes de instantaneidad y sensiblería, modos encubiertos de hipocresía y superficialidad.
¿Qué significa ser humano?
Un modo de aproximarse a este grave problema es reflexionar sobre qué significa, sencillamente, ser humano; sobre qué sentido tiene plantearse siquiera la posibilidad de que existen distintos modos de vida para cada uno de nosotros, y que no todos valen igual, sino que hay algunos más adecuados que otros, más recomendables que otros, lejos de dogmatismos que, en el fondo, revelan una falta de compromiso verdadero con el otro y con nosotros mismos.
El ser humano es complejo, muy complejo. Ser consciente de ello es ya un paso importante; pero no podemos quedarnos en él. Pues bien, para todos aquellos que quieran dejar de vivir una ‘vida turística’, para los que quieran acometer esta gran aventura que es conocernos a nosotros mismos, el libro de Alfredo Marcos y Moisés Pérez Marcos, que lleva por título Meditación de la naturaleza humana (Madrid: BAC, 2018), puede erigirse en un buen compañero de viaje.
2. LA FILOSOFÍA Y EL SENTIDO COMÚN
Vivimos una época de desconcierto en cuanto a la imagen del ser humano. Para unos es simplemente un animal más, para otros es una suerte de robot complicado…
Una sensación que puede haber experimentado cualquier persona que se dedique a la filosofía, es la perplejidad que aflora cuando comenta ciertos temas con otras personas no iniciadas en ella. Por lo general —o, por lo menos, esa es mi experiencia— no acaban de comprender bien el asunto que se esté tratando —o, cuanto menos, cómo se está tratando— por decirlo suavemente; quizá sea más exacto decir que te toman por un poco ido.
¿Somos un animal más?
¿Por qué digo esto? La cita con la que comienzo este comentario se puede leer literalmente en la contraportada del libro citado, y creo que se erige en uno de esos asuntos que, tratados desde fuera, pueden hacer que parezca una locura el ser filósofo. ¿De verdad que sólo somos un animal más? ¿Debemos considerarnos con el mismo valor que el que pueda tener, no sé, una hormiga, un saltamontes, un atún, un chimpancé…? ¿Es cierto que no somos nada más que una suerte de mecanismos que operan en nuestro interior? ¿Todo lo que hacemos es fruto de una causalidad lógico-matemática, biológica si se quiere?
Cómo compaginar nuestra naturaleza con nuestra libertad.
Los autores parten de nuestra experiencia de libertad —que no puede sino recordarnos al factum moral kantiano, al que ellos mismos hacen referencia— así como de la experiencia de nuestra naturaleza.
La cuestión es cómo compaginar estas dos dimensiones, cómo compaginar nuestra naturaleza con nuestra libertad.
Los que nos dedicamos a la filosofía somos conscientes de esa situación paradójica que comentaba: es común que no seamos fácilmente comprendidos desde una perspectiva cotidiana, ajena a esos debates en los que nosotros nos sentimos cómodos; pero también es cierto que el quehacer filosófico —creo— no puede ir en contra de ese sano sentido común que suele acompañar a la vida cotidiana, y al que tan cabalmente pienso que apelan Alfredo Marcos y Moisés Pérez. Ahí habría que situar su punto de partida: un sentido común de raigambre aristotélica, abierto al diálogo con otras tradiciones contemporáneas. Consideración que es preciso matizar —a mi modo de ver— para no caer en ninguna imprecisión.
Por un lado, no se debe pensar que dicho sentido común sea condición suficiente para pensar filosóficamente,
entre otras cosas porque habría que definir previamente qué se entiende por él, definición que hoy en día también es susceptible de debate; sí que estimo, sin embargo, que por lo menos es condición necesaria.
Por el otro lado, tampoco sería correcto entender el sentido común según su acepción corriente,
ya que, filosóficamente hablando, es un concepto que posee un mayor calado: no son pocos los autores que han apelado a lo largo de la historia a ese sensus communis como una facultad o posibilidad antropológica universalmente compartida, y que va de la mano con lo que se conoce también como ‘sentido de realidad’, para poder aprehenderla más allá de los límites de una racionalidad lógico-científica.
Efectivamente, no nos podemos quedar en él —en cuyo caso el propio quehacer filosófico se pondría en entredicho—, pero seguramente tampoco violentarlo hasta lo absurdo. En este sentido, no me puede parecer más oportuna la cita de Gabriel Marcel que da comienzo al libro:
Hoy día, el deber primero y quizá único del filósofo es defender al hombre contra sí mismo: defender al hombre contra esa extraordinaria tentación hacia la inhumanidad a que tantos seres humanos han cedido casi sin darse cuenta de ello.
Seguramente Marcel no era consciente (o sí) de lo oportunas que iban a ser sus palabras unas cuantas décadas después, cuando los peligros que acechan al hombre si bien son de diverso tipo en su superficie, quizá en lo profundo no respondan sino a una misma problemática, que tiene que ver con el hecho de que, «desde el punto de vista intelectual, el ser humano se está enredando en una autocomprensión falaz» tal y como comentan los autores al comienzo de su introducción.
3. LA NATURALEZA HUMANA
Tradicionalmente se ha asumido sin mayor trastorno que entre el ser humano y el resto de la naturaleza había una diferencia esencial, diferencia que hoy en día está en entredicho. ¿Podemos establecer un rasgo definitivamente diferenciador entre la especie humana y el resto de seres que existen en nuestro planeta? Al parecer, tal posición antropocéntrica fue derrumbada tras las teorías heliocéntrica y de la evolución, a partir de las cuales —según algunos— el hombre ya no era merecedor del calificativo de ‘centro del universo’, pero… ¿ya está? ¿Ya no tiene importancia plantearse si existe o no una diferencia cualitativa entre los seres humanos y los animales, tanto inferiores como superiores? ¿No estaremos siendo injustos al denominar ‘inferiores’ a toda una serie de animales ‘no humanos’?
¿Le importa al resto del universo lo que pensemos nosotros?
Es más, si sólo somos materia evolucionada, ¿somos justos planteando una diferencia entre los seres humanos y los entes pertenecientes al reino vegetal, e incluso con los entes inanimados? Pero, ¿acaso importa algo? —se preguntan los autores— ¿le importa al resto del universo lo que pensemos nosotros?
El universo posee más riqueza con la presencia del ser humano que sin ella.
A mi modo de ver, es razonable pensar —tal y como Alfredo Marcos y Moisés Pérez sugieren— que el hecho de que el ser humano esté presente en el universo, por lo menos, hace que éste sea siquiera un poco más rico. Es decir, el universo posee más riqueza con la presencia del ser humano que sin ella; sin su presencia, el universo se empobrecería, se oscurecería… siquiera un poco.
Pensar, pues, la posición del ser humano en él, no parece cuestión baladí. No sé si se podrá argumentar una diferencia esencial entre nosotros y el resto de entes que existen en el universo, pero, lo que sí parece que se pueda afirmar es que —hasta la fecha— somos los únicos que nos estamos planteando esta cuestión.
El cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que hay en mí.
Podríamos expresarlo con la fantástica frase que Kant cita en su Crítica de la razón práctica: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que hay en mí».
A poco que nos detengamos en ella, nos daremos cuenta de que el filósofo de Königsberg está hablando de una capacidad que es diferente de otras que también posee el ser humano. Él distingue esas dos dimensiones en la persona: una dimensión natural y otra dimensión estrictamente personal.
La primera se rige por leyes de la naturaleza, y puede ser compartida en mayor o menor medida con otros entes: si nos lanzamos por un precipicio, caemos igual que cae una piedra; necesitamos agua, igual que la puede necesitar una planta; sentimos miedo, igual que un antílope huyendo de su depredador.
La segunda ya pertenece a un ámbito diverso, en el que entran en juego otras capacidades que son ya específicamente humanas, y que él engloba alrededor del ejercicio de la razón, la cual no se puede leer sino es a la luz de la libertad. ¿Deberíamos pensar que esta sensibilidad, esta capacidad que posee el ser humano para admirarse, por ejemplo, es del mismo orden que aquellas que se activan desde la dimensión fisiológica u orgánica?
No es un secreto —como muy bien dicen los autores de Meditación de la naturaleza humana— que el mismo Kant tiene como centro rector de la filosofía poder contestar la pregunta que ellos mismos se están planteando: ¿qué es el hombre? De la respuesta que se dé a esta pregunta dependerá de forma relevante cuál vaya a ser nuestro futuro, tanto a nivel individual como social. Y no soplan buenos vientos en este sentido.
La renuencia a cualquier referencia de carácter más o menos fuerte a la realidad.
Parapetados tras una renuencia a cualquier referencia de carácter más o menos fuerte a la realidad, se escuchan teorías acera de ‘lo humano’ que propician un resultado que poco o nada tiene que ver, si lo pensamos bien, con lo que podamos ser ahora, aunque sea contemplados desde un punto de vista meramente fáctico.
Estas teorías las agrupan Alfredo Marcos y Moisés Pérez en torno a dos claves: la pura libertad, y la pura materialidad. Según la primera, lo característico de nuestra especie sería la indeterminación, amparada por una existencia que puede hacer de sí misma lo que se le antoje; pura voluntad que no tiene por qué atenerse a nada, tan sólo a sí misma. Más actual me parece que es la segunda clave, o por lo menos su lectura tecnológica, que hoy en día está tan en boga: según esta perspectiva, el ser humano no es más que materia y, como tal, no puede sino atenerse a las leyes naturales (físicas, biológicas) que rigen sus procesos, los cuales pueden ser sometidos a la práctica científica para ser ‘mejorados’ hacia límites insospechados, a lo visto.
Estos enfoques actuales pueden ser entendidos como reacción al planteamiento clásico que tantos siglos ha estado vigente, y que a menudo ha sido caracterizado como dogmático. Como es sabido, en él prima el enfoque ‘natural’ para dar fundamento ya no sólo del ser humano, sino de todo lo que existe, de todo lo cual el ser humano formaría también parte, con su especificidad propia (social, racional,…), pero al que le son imputables de alguna manera las categorías universales de lo real.
Ciertamente nuestra especificidad no puede ser considerada únicamente desde las causas clásicamente establecidas,
por mucho que queramos extender sus respectivos ámbitos. Es pertinente entonces añadir la riqueza de las matizaciones que han aportado las críticas y reflexiones tanto de la modernidad como de la contemporaneidad, tarea que Alfredo Marcos y Moisés Pérez han realizado, partiendo de un marco aristotélico-tomista, en diálogo con autores como MacIntyre, Jonas, Ricoeur o Marías, con quienes dan entrada a categorías relacionadas con nuestra dimensión corpórea o vital.
La gran virtud de la especie humana es que su determinación en tanto que especie natural no es cerrada,
sino que compete a su propio modo de ser ir más allá de su determinación biológica. Mucho peso tiene en nuestro ser aquello que no somos pero que queremos ser. Por este motivo decía Zubiri que la esencia humana no es tanto sub-estante, como al revés: super-estante; es decir, somos una esencia abierta, una esencia que se sobrevuela a sí misma en orden a su propia configuración.
Pero una configuración que no pende únicamente de sí misma, sino de unas estructuras constitutivas que son las que en definitiva propician su modo de ser (humano), y que hay que considerar; porque no es que tengamos esas estructuras (físicas, fisiológicas, etc.) sino que tales estructuras también forman parte de nuestra esencia.
Precisamente, para dar razón del modo de ser específicamente humano, el filósofo vasco estimará oportuno añadir un modo de causación diverso, que denominará ‘causalidad personal’, con la que pretende dar explicación a la funcionalidad propia de las relaciones humanas que, a su juicio, no puede caber en el ámbito establecido por las causas aristotélicas. Causalidad personal que —según pienso— muy bien puede ser equiparada o extendida a una razón experiencial: «la razón no debe ser entendida como una instancia desencarnada, sino como la sensatez y la prudencia que nace de la experiencia vital» (p. 69).
No somos pura existencia, caricatura de toda nuestra hondura; ni podemos hacer cualquier cosa de nosotros, monigotes a merced de las antropotecnias.
No todo vale, no todo da igual en lo que tiene que ver con nosotros —como muy claro dejan los autores desde el principio—; no podemos hacer con nuestra especie lo que se nos antoje, por mucho que se nos quiera agradar con un futuro prometeico, al cual, hoy por hoy, y hasta donde un servidor sabe, nadie ha podido decir con cierto margen de fiabilidad ni cómo va a ser, ni cuándo se alcanzará de modo efectivo; sí, se nos ha dicho que ya queda poco, y que va a ser algo fantástico, un futuro sin enfermedades en el que alcanzaremos la inmortalidad… y en el que seremos todos muy felices.
Quizá lo que ocurra sea todo lo contrario, y esa quimérica razón tecnológica se convierta a la postre en una ‘razón cruel’ —tal y como nos comenta José Sanmartín en el volumen de SCIO dedicado a su persona—, que lejos de buscar lo mejor para la humanidad, lo que busque no sea sino la ¿salvación? de unos pocos; ¿quiénes?, no es difícil de averiguar.
4. EL COMIENZO DE UNA AVENTURA
Pues bien, los autores se sitúan ante el gran reto que es afrontar toda esta problemática, para nada sencilla.
En estas circunstancias parece indicado —obligado quizá— preguntarse de nuevo por el ser humano. El presente libro quiere ser una modesta aportación a esta labor. Queremos preguntarnos por el ser humano, e invitar al lector a involucrarse con nosotros en esta búsqueda. (p. XV).
Quisiera destacar esta última invitación, para nada irrelevante. Porque la temática del libro no es de aquellas a las que uno se pueda acercar desde la mera curiosidad intelectual; su importancia —a mi juicio— no lo permite, más bien al contrario: exige de cada uno involucrarse hasta el fondo, ahondar en lo que es su propia esencia, en saber qué significa y qué repercusiones tiene ser humanos, el hecho de que seamos como somos, identificando nuestra especificidad respecto a otros seres. No se trata de un viaje turístico, sino de una aventura existencial en la que está en juego nuestra auto-comprensión como individuos y como especie. Ésta y no otra es la oferta que se nos hace desde las páginas de Meditación de la naturaleza humana: una reflexión sobre nosotros, sobre nuestra naturaleza.
Pues bien, Alfredo Marcos y Moisés Pérez han dividido esta aventura en cinco grandes etapas, denominadas como sigue: ‘humanos’, ‘entorno’, ‘animales’, ‘tecnociencia’ y ‘sentido’; cinco aspectos diferentes pero no inconexos, con los cuales intentan recoger la amplia problemática abordada.
1ª etapa: ‘Humanos’
En el primer bloque se analiza ese concepto el cual, si bien cuenta con una larga tradición filosófica, hoy en día está en entredicho por no pocos pensadores: me refiero al concepto de naturaleza humana. Alrededor de él los autores esbozan distintas teorías, bien destacando nuestra especificidad, bien dialogando con las corrientes contemporáneas que tratan de disolverla (Sloterdijk, Singer).
Contra las utopías transhumanistas, los autores reivindican nuestro carácter vulnerable y dependiente, fieles a una tradición que trata de recuperar nuestra dimensión corpórea como una nota más de la unidad psico-física que es nuestra personeidad. No se trata de demonizar todo aquello que vaya en beneficio de nuestra especie, sino de reflexionar la oportunidad de aquello que nos lleva más allá de nosotros mismos. «Se nos impone, así, como filósofos, la tarea de ponderar los nuevos desarrollos tecnológicos, no en forma de un conglomerado convergente, sino precisamente al contrario, uno por uno, caso por caso» (p. 38). Porque —continúan— de lo que se trata no es de ejercer cualquier acción libremente, sino de ponderar si favorece nuestra libertad… «incluso para deshacer nuestra propia intervención».
2ª etapa: ‘Entorno’
No vivimos aisladamente, en una autonomía pura, sino que lo hacemos en el seno de un entorno con el que inevitablemente nos relacionamos. Aquello que nos separa del resto y propicia nuestra identidad, posibilita y condiciona nuestra relación con todo aquello que no somos nosotros; y esta relación es constitutiva para nuestro despliegue. Un despliegue que no puede darse de espaldas a lo que no somos nosotros, sino que debe aunarse según lo que se conoce como desarrollo sostenible, desde el cual se considera la dimensión física o ecológica de la naturaleza, así como aspectos de nuestra dimensión práctica, tanto a nivel individual como social. Sólo así podremos entender nuestro planeta Tierra como nuestro hogar, tal y como el papa Francisco nos explica en su Laudato si’; un hogar… encendido, acogedor:
la casa es un espacio-tiempo abierto, logrado, ganado y otorgado para el cuidado de una esencia, para la realización libre y en paz de lo humano. Esa esencia es la naturaleza humana, y a medida que la misma se va actualizando en la forma irrepetible de cada persona concreta, en cada habitante de la casa, la casa se va encendiendo, la casa se va haciendo hogar. (pp. 146-147).
Hogar encendido y paideia, dos caras de la misma moneda.
3ª etapa: ‘Animales’
Partiendo de esta amplia descripción de lo que es la humanidad, los autores se enfrentan en sendos bloques a las que quizá sean las dos corrientes más importantes que la enfocan desde una perspectiva reduccionista. El tercer bloque trata de establecer la especificidad humana en referencia a nuestra dimensión natural, asunto que también está siendo debatido actualmente con cierta insistencia: ¿cuál es el estatuto que pueda tener el ser humano en relación al resto de especies animales?, ¿tienen ‘derechos’ los animales, los mismos que las personas? Y, si hay diferencias, ¿se trata de una diferencia meramente cuantitativa o más bien cualitativa?, ¿en qué términos?
Todo lo que sea reconocimiento del valor de los vivientes y rechazo del sufrimiento es positivo. Sin embargo, para poner de manifiesto el valor de los seres vivos y para reducir el sufrimiento que les infringimos no es necesario suscribir las pretensiones político-jurídicas del PGS [Proyecto Gran Simio], ni mucho menos sus supuestos filosóficos. (pp. 195-196).
Nuestra proximidad genética con los grandes simios no puede ocultar nuestras grandes diferencias, ello sin obviar los pasos que ha dado la etología, descubriendo aspectos de los animales ciertamente asombrosos; el debate se sitúa en si estos aspectos son suficientes para equipararnos cualitativamente, o no. Y en esto no hay acuerdo unánime en la comunidad etológica; que los animales tengan un valor —como dice Adela Cortina— no implica que posean una dignidad como la humana.
4ª etapa: ‘Tecnociencia’
El cuarto bloque gira en torno al diálogo con la tecnociencia, con aquellos que tratan de reducir la humanidad a procesos mecánicos. Su punto de partida no puede ser más claro e iluminador: «el ser humano simplemente no es una máquina» (p. XVII). No se trata de denigrar cualquier avance científico, ni mucho menos, pero tampoco de hacer lo propio con la especie humana en beneficio de aquél; no se trata ni de aceptar éticamente cualquier avance científico por el hecho de ser científico, ni de recelar de lo que provenga de las ciencias naturales.
Los autores se autodefinen como naturalistas moderados, entendiendo por ello que, si bien es imprescindible para conocer bien al ser humano lo que nos puedan aportar las ciencias naturales, no nos podemos quedar en ellas, pues hay otros muchos saberes ‘no científicos’ que nos pueden aportar conocimiento relevante al respecto.
La técnica no sólo no es negativa, sino que puede considerarse como uno de los aspectos originalmente propios del ser humano, allá en la prehistoria de los tiempos; lo que sí que puede resultar negativo es un uso indiscriminado de la misma. Frente a esta idolatría de la técnica, los autores proponen humanizarla, ponerla al servicio de los seres humanos, y no al revés. ¿Puede esperarse un ejercicio ilimitado de la ciencia o es ésta, como ya exigía Kant, un ejercicio de la razón que debía estar subordinado al uso práctico de la misma? No hace falta decir la importancia de este debate en una época como la actual, en la que el interés por las antropotecnias alcanza niveles nunca vistos; debate que puede extenderse, por otro lado, hacia los límites de la ciencia en general.
5ª etapa: ‘Sentido’
El último bloque es —a mi juicio— especialmente significativo, ¡nunca mejor dicho!, no sólo por su título (‘Sentido’) sino porque puede servir como piedra de toque para todos las demás. Si nos planteamos todas estas cuestiones que hemos estado comentando es, sencillamente, porque podemos hacerlo, gracias a que nuestro ‘puesto en el cosmos’—parafraseando a Max Scheler— es diferente al del resto de entes que en él existen.
Y esta singularidad creo que se puede articular cabalmente alrededor de nuestra relación ‘significativa’ con el universo, con la vida, con nosotros mismos. Gracias a ella podemos ejercer una razón creativa, podemos imaginar, podemos fantasear, podemos proyectar, podemos idear… y esto en todos los ámbitos: tanto en el científico, como en el ético o estético, o en el espiritual.
Incluso podemos inventar una fabulosa herramienta, el lenguaje, que permite comunicarnos y mapear la realidad. El hecho de que todos estos productos humanos se correspondan de alguna manera —si no absolutamente sí que parcialmente, con la realidad— no deja de ser una maravilla.
Si se puede hablar del sentido de la vida, idea que articula este quinto bloque, es porque previamente somos seres comprensivos, seres que se relacionan significativamente tanto con su entorno como con ellos mismos, gracias a la toma de distancia que propicia el carácter abierto de nuestra esencia.
Un libro atractivo
Ya para acabar, no quisiera dejar de destacar dos aspectos de este libro, que lo hacen especialmente atractivo.
Por un lado, el amplio esfuerzo de los autores por exponer honesta y claramente el marco en el que se sitúan en este complejo debate para, desde él, dialogar abierta y francamente con otros enfoques y perspectivas, de todos los signos.
Y, por el otro, la amplitud y generosidad en el trato de todos los asuntos tratados: en primera instancia, evidentemente, el que da pie al libro, la naturaleza humana; pero en segunda, todos y cada uno de los aspectos más particulares que tratan en los respectivos bloques. En cada uno de ellos, llama la atención una bibliografía más que generosa, que facilita la documentación que cualquier persona inquieta pueda precisar para ahondar en todo lo que se refiere a nuestra esencia humana.
About the author
Doctor en Filosofía (Universidad de Valencia, tesis sobre la influencia de la afectividad en el comportamiento humano a la luz del pensamiento ético y estético de Xavier Zubiri) y Máster en Ética y Democracia (Departamento de Filosofía Moral y Política de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la UV).
Excelente el enfoque abierto abordando un tema tan necesario de replantear.