2.- Subsistencia, oración y unión. Formas de identificación de lo infinito y lo finito
§ 63.- Primacía de la sustancia, legitimidad de lo finito y distinción real
Aristóteles, apoyándose en los milesios, es uno de los primeros en afirmar en términos maximalistas la legitimidad de lo finito, es decir, la diferencia real entre el ser absoluto, el acto puro, y el ser finito, que también tiene un cierto carácter absoluto porque es real, porque es en sí, porque es sustancia, porque es ahora. Tras la afirmación de la physis, de la naturaleza, por parte de los filósofos anteriores, Aristóteles afirma el carácter absoluto de la sustancia finita como sustancia primera, el tó de ti, y su carácter de compuesto de potencia y acto, de materia y forma.
La forma es, por una parte, lo que Orfeo, Pitágoras y Platón afirmaron que era lo primero, y que era lo divino. Pero Aristóteles sostiene que lo primero es, por otra parte, la actividad de lo concreto. Afirma lo finito en su legitimidad, y la materia en su finitud. La materia tiene actividad porque justamente los entes naturales se diferencian de los artificiales porque actúan por sí mismos, porque son physis, naturaleza, y esa actividad no viene de la idea.
¿Por qué Aristóteles supone que la idea no es activa de suyo, y que no es lo primero? ¿De dónde le viene la certeza de que lo primero es la actividad de la sustancia singular? Y, por otra parte, si esa actividad no viene de la idea, de lo sagrado, ¿de dónde viene?, ¿de la nada?, ¿del ser? Probablemente le viene de la amplitud del lenguaje-mundo de la antigüedad, de la amplitud del horizonte que tiene ante sí el nous en tanto que acto segundo, de la fuerza ontológica de lo actual y presente, de lo que es aquí y ahora, donde el nous capta el ser.
Esa legitimidad de lo finito, de lo no sagrado, que aparece en el concepto griego de naturaleza y en la noción aristotélica de substancia, vuelve a aparecer en la distinción real entre esencia y acto de ser, y en la distinción entre acto de la inteligencia y acto de la voluntad de Tomas de Aquino[1], Eckhardt, Duns Scoto[2] y otros.
La actividad no le viene a la sustancia de la idea, de la forma o de la esencia, o sea de lo sagrado, tal como se entiende en la tradición platónica. Tiene que haber alguna diferencia entre las formas o esencias contenidas en el Verbo y las formas activas en el mundo, en la sustancia primera.
La actividad le viene a la sustancia no del ser del Uno. Le viene precisamente de la nada, y por eso la sustancia es creada, aunque esto es muy ajeno a la mente de Aristóteles. Que es creada significa que a la esencia preexistente se le otorga un ser, un acto de ser, completamente nuevo y distinto del ser del creador que viene justamente de la nada, o lo que es lo mismo, de la libertad del creador.
Quizá esa es la única manera en que la sustancia puede tener una legítima autonomía, si en lugar de emanar del ser por vía intelectiva, resulta de un acto voluntario, libre. El intelecto es reflexión, se resuelve en autoconciencia, mientras que la voluntad es transitiva, “la voluntad se refiere a lo otro”[3], la libertad es la actividad que tiene como antecedente la nada. Desde este punto de vista, la actividad le viene a la sustancia justamente de la nada, o lo que es lo mismo, de la libertad divina que crea el acto de ser de esa sustancia a partir de la nada. Por eso el otro principio de la sustancia finita es la nada.
Así aparece en una de las fórmulas de Eckhart:
Hay algo en el alma que es increado e increable; si toda el alma fuera de esta manera sería increada e increable, y eso es el intelecto[4].
Aquello que proviene de la nada, la sustancia, es creada libre y voluntariamente: es criatura. Por eso es, en sí misma, por una parte, nada, y por otra, acto de ser, acto de libertad, de voluntad, de amor. Por eso la experiencia mística es experiencia de la nada de la sustancia finita en dependencia del acto de amor, del acto de libertad, del ser absoluto. Y por eso, la experiencia del mal puro es, también, una experiencia de la nada de la sustancia finita en una dependencia del ser creador que se rechaza, en una dependencia de un acto de amor que no es correspondido.
El término “amor” ha perdido en el lenguaje ordinario casi toda su dimensión ontológica, y ha pasado a significar, en su primera acepción, un sentimiento o un deseo que puede quedar frustrado e incumplido frecuentemente. En su sentido ontológico, “amor” significa “afirmación del ser” y “donación efectiva del ser”, en cierto sentido, “amor” es “teúrgia” (OORA § 50).
La experiencia religiosa es la experiencia del amor y del odio, del cuidado y de la afirmación del ser, por una parte, y de la destrucción y la negación del ser, por otra, según una actividad individual que está mediada por la comunidad. Con la comunidad, en la que se constituye el lenguaje y que se constituye por el lenguaje, se aprende a amar y a odiar, se ama y se odia individual y colectivamente, y a ella también se le ama y se le odia, se la construye y se la destruye individual y colectivamente. Tanto a la comunidad mínima que es la familia, como a la comunidad máxima que es la humanidad. En la medida en que esa construcción se realiza mediante el lenguaje, en la medida en que es lingüística, la filosofía posthistórica del lenguaje ha redescubierto o recuperado la dimensión teúrgica de la lengua[5].
Las formas del amor y el odio al principio del ser y de la vida, son múltiples en la historia. Son además incognoscibles e insondables, porque no se puede saber cuántas formas de destrucción y de odio puede haber ni cuántas formas de construcción y de amor, de reconstrucción y de perdón, a partir de lo odiado y lo destruido. A partir de cada momento, la voluntad y la libertad, el amor, pueden empezar desde la nada, precisamente porque esa es la esencia de la libertad, de la voluntad y del amor, y también de algunas formas del lenguaje, tener como antecedente la nada.
Esta estructura ontológica es probablemente la que se encuentra expresada en los lenguajes imaginativos y conceptuales de la experiencia religiosa en las diferentes épocas. La experiencia religiosa implica un conocimiento de índole práctico y no teórico, su modo de discernir y discriminar es distinto del de la teología. La vida religiosa contiene también las diferencias y discriminaciones, pero hay que elaborarlas en el orden teórico, y eso es la teología, y en el orden práctico ritual, sacramental o teúrgico, y eso es la liturgia, el culto. La ortodoxia tiene las dos dimensiones, porque la ortodoxia es una de las formas de vida del individuo en la comunidad, y resulta necesaria porque tanto el individuo como la comunidad necesitan saber en qué medida son reales en esta vida y van a serlo en la otra.
La mística tiende unas veces más a la ontología platónica y otras a la aristotélica. Hay formas de la mística que afirman más la nada y la dependencia (la oriental y la eslava) y otras que afirman más el ser y el amor (la occidental, sufí y española)[6].
La lógica de la unidad es la forma de articular los conceptos de tal manera que, a través de la diferencia de las palabras, quede bien establecida en todo momento la identidad de los entes diferentes. De los entes cuya relación es la de amor, que también se define como unidad de la identidad y de la diferencia[7]. Es la lógica del ser tal como se percibe y se vivencia en la experiencia mística.
Desde el punto de vista del intelecto, el ser no tiene ninguna determinación, o bien hay equivalencia entre el ser y la nada, como señala Hegel. Por eso el logos de la experiencia mística, el modo en que los maestros espirituales conducen a otros hasta ella, expresa dicha experiencia como negación de sí, reducción a la nada, e identificación con Dios.
Así es como describen la unión mística, Lao Tse en el mundo oriental, Proclo en el mundo medio-oriental, e Ibn Arabi en el mundo occidental, como se ha visto anteriormente (OORA §§ 36, 38-39). Pero la legitimidad de lo finito, no queda suficientemente establecida en ninguna de esas descripciones de la experiencia amorosa, que son justamente descripciones narradas, sino solamente en la experiencia amorosa vivida, en la cual la subjetividad finita experimenta la legitimidad de su finitud del modo más pleno.
Hay que recurrir a expresiones teóricas artificiosas, e inventar términos muy técnicos, para asegurar esa legitimidad en el orden de la descripción, de la teoría. Pero, por otra parte, esos términos técnicos, que tienen sentido para quienes viven directa o indirectamente la experiencia de unión con Dios, resultan demasiado abstractos y carentes de referente y de sentido para quienes no la viven. O bien, no toda experiencia de unión con Dios puede ser reconocida por sus protagonistas mediante esos términos, que requieren una instrucción específica.
A partir de la Antigüedad las formas de vida son múltiples, como se ha dicho, y también las formas de vida religiosa (§§ 16.1-17), mientras que el lenguaje teológico es sobre todo uno, el de la ortodoxia (§§ 4-7), que es el que viene establecido por las formas institucionales de la religión.
Esta unidad de lenguaje, esta ortodoxia, es beneficiosa para la cohesión de la comunidad religiosa, pero, a partir de un determinado umbral de coherencia sistemática, no lo es para la flexibilidad y espontaneidad de la experiencia religiosa personal. Se produce entonces una diferencia entre oración oficial y oración personal, y se genera una serie de problemas de la religión en la época histórica, que se verán en otro momento.
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NOTAS
[1] Cfr. Molina, Francisco, La sindéresis, Cuadernos del Anuario Filosófico, Pamplona: EUNSA, 1999, cfr. http://www.leonardopolo.net/textos/molina.htm#_ftnref30
[2] Duns Scotus, John, The Oxford Commentary to the Four Books on Sentences, Book II, Dist. XXV, “Whether Anything Other than the Will Effectively Causes the Act of the Willing in the Will?” en Hyman A & Walsh J.J., Philosophy in the Midle Ages, Indianapolis: Hackett, 1973; Garay, Jesús de, Naturaleza y voluntad en Duns Scoto, Seminario Grecia y Alemania, “Physis-Natur”, Universidad de Sevilla, 18-mayo-2018.
[3] Tomás de Aquino, Suma Theológica, 1,16,1.»El acto de la voluntad se perfecciona por el movimiento hacia el objeto tal como es en sí mismo«, ibídem., 1,82,3.
[4] Maestro Eckhart, El fruto de la nada, Madrid. Siruela, p. 178. Esta tesis de Eckhart aparece como el número 27 de los 28 artículos condenados en la Bula de Juan XXII “in agro dominico” de 1329. En la bula se dice que los once artículos últimos, más que heréticos, resultan “malsonantes en la expresión, muy temerarios y sospechosos de herejía, aunque por medio de muchas aclaraciones y explicaciones puedan tener o recibir un sentido católico”, ibidem.
[5] Esto es cierto en el caso de Wittgenstein, Heidegger y John L. Austin, y también en el de algunos de sus seguidores.
[6] Cfr. Choza, J., “La actitud religiosa de Juan Ramón Jiménez: Poesía y Revelación”, en Arroyo, Luis Miguel, Juan Ramón Jiménez: poesía y pensamiento (pp. 155-172), Huelva: Universidad de Huelva, 2008.
[7] Es precisamente la definición que repite Hegel con más insistencia.
About the author
Jacinto Choza ha sido catedrático de Antropología filosófica de la Universidad de Sevilla, en la que actualmente es profesor emérito. Entre otras muchas instituciones, destaca su fundación de de la Sociedad Hispánica de Antropología Filosófica (SHAF) en 1996, Entre sus última publicaciones figuran Antropología y ética ante los retos de la biotecnología. Actas del V Congreso Internacional de Antropología filosófica, 2004 (ed.). Locura y realidad. Lectura psico-antropológica del Quijote, 2005. Danza de oriente y danza de occidente, 2006 (ed).