Ficha técnica del libro
- Título: La sociedad de la transparencia
- Autor: Byung-Chul Han
- Editorial: Herder
- Clase de producto: Ensayos
- Idioma original: alemán
- Traductor: Raúl Gabás
- Edición: 2013 (1ª); 11ª impresión
- Formato: Rústica con solapas
- Páginas: 96
- Tamaño: 12.20 x 19.80
- ISBN: 978-84-254-3252-1
Comentario del libro La sociedad de la transparencia
La transparencia
Estamos ante un texto en el que, seguramente uno de los filósofos más de moda en la actualidad, Byung-Chul Han, realiza un duro y sereno análisis de nuestra sociedad occidental, desde una acerada crítica a la exhibición mediática a la que ‘libremente’ nos exponemos a través de los nuevos medios tecnológicos, y que afecta sin duda a nuestro modo de vivir.
No se puede decir que en este texto no sea fiel a su estilo, un estilo que no se caracteriza precisamente por su prodigalidad narrativa, todo lo contrario. Como ya nos tiene acostumbrados, se observa una cadencia más bien fría, a base de escogidas palabras agrupadas en frases no excesivamente extensas, para ofrecer juicios ciertamente esgrimidos con mucho tino, con una percepción penetrante de nuestra sociedad del siglo XXI. La escritura de Han se caracteriza —a mi modo de ver— por la destreza a la hora de escoger los términos y por sus giros en ocasiones desconcertantes, aunque con una efectividad manifiesta en su capacidad para exponer ideas.
Tomando como excusa o, quizá mejor, a la luz de distintos calificativos, Han va desgranando rasgos de la sociedad a la que pertenecemos, conforme se van sucediendo los capítulos del libro: la sociedad positiva, de la exposición, de la evidencia, porno, de la aceleración, íntima, de la información, de la revelación y del control son, como digo, caracteres que el autor advierte en esta sociedad nuestra, todos los cuales se podrían agrupar en el que da nombre al libro, la sociedad de la transparencia.
El infierno de lo igual
En mi opinión, quizá su exposición más afortunada se encuentre en el primero de ellos. En él esgrime dos conceptos clave, expresados con diferentes términos, que sobrevuelan todo el resto: positividad y negatividad, transparencia y ocultación, pornografía y misterio, información y comunicación, referéndum y política… y que dan lugar a dos tipos de procesos radicalmente opuestos, niveladores unos, generadores de relieve otros.
Sometida al imperio de las nuevas tecnologías y de los medios de comunicación, la sociedad se ve dirigida hacia un aplanamiento de sus singularidades, hacia un infierno de lo igual. ¿Dónde queda lo humano? Arrinconado y reducido. Porque lo humano es necesariamente singular, original, individual; lo humano, para ser tal, necesita espacios de intimidad, momentos en los que no se sienta sometido pornográficamente a la mirada del otro, pornografía originada por una exposición propia, pero no personal, desde una imagen cuyo destino es ser consumida sin interiorización, ser devorada por ojos que todo lo engullen. Toda exposición positiva (en el sentido que Han imprime a este concepto) impide cualquier distanciamiento del alma, cualquier atisbo de misterio, cualquier singularidad del ser; en ella la profundidad del rostro deviene en mera faz, mercancía expuesta para ser devorada.
La necesidad de intimidad
Lo humano necesita momentos de esponjamiento, de intimidad. El sometimiento a una exposición pública y positiva, permanente y agresiva, englobante y avasalladora, impide la existencia de los mínimos espacios personales de libertad para poder, sencillamente, vivir una vida humana. Se confunde información con conocimiento, como si los procesos mediante los cuales se procesa la primera fueran los mismos que los correspondientes al segundo; cuando el cálculo procedimental nada tiene que ver con nuestra facultad de juzgar, con el ejercicio de una razón que de suyo desborda la información en beneficio de un conocimiento difícilmente reducible a aquélla, una razón creativa incapaz de subsumirse en esquemas meramente lógicos. En lugar de ‘surfear’ o de ‘zapear’ en lo positivo, el espíritu humano necesita lentitud, demorarse en lo negativo, demora que ya es en sí misma un trabajo para sí; necesita permearse en la porosidad y en el esponjamiento del ser.
Positividad y negatividad
La positividad no conoce, o no quiere conocer, el dolor, el sufrimiento, creando un imaginario utópico en el que ‘todo va bien’, todo es una dicha superficial, con tal de que uno esté dispuesto a incorporarse en su maquinaria como un engranaje más, a lo cual accede gustosamente; dinámica que, paradójicamente, supone enfermedad y dolor, sobre todo de carácter psíquico (trastornos, angustia, ansiedad, depresión, etc.), causado por el ritmo impreso a una vida que no sabe exactamente a dónde quiere ir, porque no se conoce, porque no se detiene.
La negatividad se hace necesaria para no caer en la promiscuidad de uno mismo, de los otros y de las cosas; se hace necesaria para tomarnos en serio, para ser capaces de discrepar sin enfrentamientos, de secundar sin sumisiones, desde un espíritu libre y de calado hondo, que se une a la dichosa tarea de la construcción social y personal con todos, sin ideologías para las que el ‘afuera’ no existe. Se requiere negatividad para caer en la cuenta de que opinar es más que darle a un ‘me gusta’.
En lo humano, todo lo valioso implica cierta demora, nada que ver con la improvisación y el atolondramiento, mercaderes de lo igual; igualdad alcanzada por exceso, exceso de información o exceso de iluminación, nivelación por deslumbramiento, barrera para la oscuridad y profundidad de lo misterioso y de lo inabarcable. La positiva exposición impide el habitar, el convivir, porque no hay alteridad, sino una mismidad colectivamente impuesta y, paradójicamente, deseada. Somos superficies que anhelamos, cáscaras huecas que no expresan una intimidad que permanece desatendida. Los espacios de intimidad se tornan amenazadores, ignorados por parte de quien demanda figurar.
Sin distancias
Ya no hay distancias; cuando son las distancias las que permiten asomarnos a ese encanto disuelto por la transparencia. La inmediatez impide a la fantasía establecer nexos creativos, experiencias personales novedosas que nadie puede tener por cada cual, porque son nuestras, no mera representación de figuraciones previamente determinadas. En toda relación debe haber contacto y distancia, visibilidad y ocultamiento, juego de tensiones al amparo del cual vuela la fantasía soñando y tejiendo nuevas relaciones; el disfrute inmediato es transparente, sin rodeos, sin lugar a la esperanza de una promesa, de un encuentro dichoso que está por consumar.
Todo ello da pie a lo que será el título de su obra: una sociedad que anula las asimetrías, que nivela los intereses y los actos, una sociedad de la transparencia, en la que colabora activamente un poder que lo que busca son estos espacios rasos, sin cabida a una originalidad cada vez más olvidada, una originalidad que necesita imperiosamente protegerse de lo igual. Rostros expuestos que se tornan insensibles en su hipersensibilidad, indiferentes como maniquíes, sin intimidad, dispuestos para su consumo. Es la mercantilización de los yoes, hipervisibilizados, hiperexpuestos. Ya no hay narraciones, ceremonias, rituales, todo lo cual se opone al activismo de una sociedad adolescentemente aburrida que aspira a un hacer para, en el fondo, no hacer nada; no hay pensamiento, sólo cálculo; no hay tiempo propio, sino mero devenir; no hay procesos vitales, sino procedimientos mecánicos.
Sin argumento
Quizá el problema no es tanto la aceleración, como tampoco la desaceleración es la solución, mientras no haya un argumento que hile la sucesión de instantes inconexos que constituyen nuestras vidas.
Como alternativa a la falta de argumento, nos unimos gregariamente en grupos digitales en los que gravitan otros yoes, que piensan, viven y se entretienen como nosotros, sin un mínimo de resistencia constructiva que posibilite la convivencia y el crecimiento. Las vidas virtuales son vidas sin profundidad, que se derraman públicamente ante espectadores que no se conocen. No hay lugar a la acción común, propia de una sociedad en la que se alternan la publicidad con la intimidad. Sin intimidad, no hay publicidad, pues no hay nada que hacer público: sólo el brillo de una centella antes de extinguirse. Lo virtual destruye los mínimos espacios necesarios para superar el propio narcisismo: la sociedad de la transparencia está formado por narcisos impedidos para distanciarse, escalando por una espiral en la que se agotan de sí mismos, rompiéndose.
El texto de Han rezuma cierto tono melancólico, como si el autor echara de menos una sociedad que no encuentra. Aunque, de modo más o menos explícito, más o menos implícito, aparece una buena serie de conceptos que nos ayudan a pensar cómo ―en su opinión― podría caracterizarse lo que tradicionalmente se conoce como una sociedad buena, o cómo deberíamos ser nosotros, sus integrantes: negatividad, narratividad, argumento, intimidad, razón, densidad, convivencia, crítica, belleza, acción común, misterio, rito, comunicación… aspectos o caracteres que nos ayudan a reflexionar, a detenernos, a parar, pequeño primer paso para comenzar a ser siquiera un poco menos transparentes.
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About the author
Doctor en Filosofía (Universidad de Valencia, tesis sobre la influencia de la afectividad en el comportamiento humano a la luz del pensamiento ético y estético de Xavier Zubiri) y Máster en Ética y Democracia (Departamento de Filosofía Moral y Política de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la UV).