[themecolor]Debate en torno a la filosofía[/themecolor]
Ángel Vallejo.
Profesor de filosofía en el IES Les Alfàbegues de Bétera*.
En Grecia nacen los más avanzados regímenes de organización política, se inicia la muy fructífera y necesaria racionalización del hecho religioso, desgajando del mito los conceptos y funciones éticas, cosmogónicas y metafísicas, y se ponen las bases de la investigación científica. Nadie que no ignore en profundidad lo que sea el árbol del saber filosófico puede dejar de notar que aquí se encuentran tres de sus principales ramas.
Pero otro de los elementos que se desarrolla casi en exclusividad en la Grecia helenística -y que nos interesa particularmente- es la educación reglada, según la cual la enseñanza se imparte por edades y disciplinas, y no al albur de lo que quiera dictar un maestro ungido por su sola sabiduría. La filosofía constituye aquí la cima de la educación, que de Grecia pasará a Roma de manos de Cicerón: la Paideia deviene Humanitas, y con ella, la mayor parte de Europa pone los cimientos de la perpetuación en la autorreplicación educativa; un método para que las nuevas generaciones avancen sobre lo ya sabido y a ser posible -en palabras de Hegel-, lo mejoren conservándolo. Unos cimientos que no abandonará hasta nuestros días, y sobre los que se levantarán edificios tan imponentes como el cristianismo -en sus diversas variantes -, el derecho, la política o la ciencia occidentales.
Si parece presuntuoso pretender todo este dominio para la filosofía, es porque no se comprende bien su alcance: es natural desconfiar cuando la mayor parte de la ciudadanía sólo ha tenido contacto con ella en la escuela, y de un modo casi tangencial, pero debe dejarse claro que la filosofía no es una simple asignatura -a menudo pobremente impartida debido a un currículum mal diseñado- que pueda aprobarse con la adquisición de unos contenidos mínimos.
Por ello es necesario establecer algunas precisiones. Es clásica la distinción de Kant entre filosofía académica y mundana, con la que el filósofo pretendía separar los ámbitos de lo que técnicamente podía enseñarse y a lo que humanamente debía aspirarse. De lo primero se decía que debía subordinarse a lo segundo, en la medida en que no era más que una sublimación instrumental de aquello que se había aprendido en la escuela. La pregunta pertinente aquí sería ¿y cómo se había aprendido tal cosa? y la respuesta, hábil y a la vez certera consistiría en hacerlo «mediante la investigación indagatoria de la crítica», pero también con el estudio por parte de los alumnos de los diversos sistemas filosóficos que se habían dado a lo largo de la historia, entendidos estos como meros «objetos del ejercicio de su talento filosófico».
De aquí nace la otra famosa distinción Kantiana: no se aprende filosofía -dado que ésta no ha existido jamás como saber concluso e indubitable en forma de sistema-, sino que se aprende a filosofar. Filosofar no sería otra cosa que hacer un uso autónomo y libre de una razón robustecida por el saber, un saber que evidentemente no puede ser un conjunto doctrinario, sino en todo caso una habilidad o un método -el método crítico-, que desbroza el camino hacia el conocimiento. De lo que se deduce que para saber, el ser humano ha debido librarse de servidumbres, entre las cuales se encuentran la apariencia de sabiduría -la sofística- o el saber sin método y ciencia, un saber que sólo es «la silueta de una perfección que no alcanzaremos nunca». Kant afirmará que la filosofía «cierra el círculo científico, obteniendo acto seguido las ciencias merced a ella, orden e interconexión».
Esto último es tan importante, que no puede dejar de señalarse en todo discurso sobre la educación que se precie: las ciencias deben tener una unidad, quizá no en torno a su objeto y desde luego sólo tangencialmente en torno a su método, pero siempre orientada a unos fines que son los de la propia razón ¿Quién sino la filosofía puede ocuparse de lo que sea la razón, su alcance y límites?
Este arduo tópico kantiano ha tenido múltiples y enriquecidas reinterpretaciones; ha servido a Gustavo Bueno en su famosa -y también compleja- disputa con Sacristán sobre «El lugar de la filosofía en la educación» para postular la interacción de la filosofía mundana y la académica, con una cerrada defensa de ésta última. No creo andar alejado cuando afirmo que también ha podido dar pie a su categorización de la filosofía como “exenta” e “inmersa”, un debate no menos erizado de aristas en el que la conjunción cobra más importancia que la disyunción: no se trata de que la filosofía sea un saber trascendental y por tanto atemporal -exento- o una disciplina que extrae su materia ideal de la concreción histórica -inmersa-, sino de que existen estas dos interpretaciones sobre lo que sea la filosofía y cada una de ellas, en tanto que parcial, configura una serie de dispositivos analíticos y educativos. Una filosofía de segundo orden, por la que Bueno muestra su preferencia y que se dedica al estudio de las más diversas disciplinas del saber, y una de primer orden que se constituye a sí misma como fundamento teórico de aquéllas y de todo posible saber en cualquier ámbito.
Carlos Fernández Liria ha contribuido hace muy poco a deshacer esta oposición en favor de una integración, y lo ha hecho clarificando dominios: poco importa si hay uno o dos modos de hacer filosofía; lo importante es que cada uno de ellos cumpla su función. La función de la filosofía siempre ha sido esquiva, no tanto por lo difuso de su objeto como por la amplitud de éste. La totalidad, la universalidad, la inmanencia, la trascendencia, lo físico y lo metafísico, caen dentro de lo que los fines de la razón kantiana pretenden alcanzar… ¿Cómo no va a haber entonces diversos modos de hacerlo? La dificultad radica entonces en hacer comprender que la filosofía, en tanto que disciplina inquisitiva, lo es también educativa -dado que proporciona los instrumentos para inquirir-, y que educar filosóficamente resulta difuso a los ojos de los concrecionistas, que no son capaces de mirar más allá de un objeto dado. Les falta, como debe haber quedado claro, visión de conjunto.
Así pues, todo aquél que pretenda encarar el problema de la filosofía en la educación probablemente deba enfrentarse a dos tópicos: el de la utilidad de semejantes estudios y el de cómo afrontarlos. Ambos son debates viciados, porque el concepto de educación nunca hubo de vincularse al de una utilidad extrínseca y el de cómo enseñar filosofía es un debate solventado hace siglos: si hemos aprendido algo de Kant y Bueno, hay que decir que efectivamente se aprende a filosofar, pero que este aprendizaje se realiza mediante el estudio del presente, su vinculación con el pasado y su proyección hacia el futuro; el método filosófico está inserto en la historia de las ideas filosóficas, y éstas se constituyen en torno a un ánimo inquisitivo cuyo origen griego alumbró la civilización occidental, pero que se mantuvo encendido durante sus veinticinco siglos de historia: no hubo oscuridad en el medievo frente a la luz de la modernidad, sino exploración filosófica del hecho religioso frente a re-flexión sobre lo humano y sus extensiones políticas y científicas; es justo reconocer que aquella exploración nos concedió alguna herramienta didáctica grandiosa, como la disputatio y esta otra un giro subjetivista que abrió las puertas a la psicología y la filosofía del lenguaje, de cuya eficacia pedagógica nadie parece dudar.
El problema que ha tenido la justificación de los estudios de filosofía corre paralelo, como ya hemos sugerido, al de la especialización del saber y su parcelación disciplinar. Ya decía Ortega en La rebelión de las masas que «Una buena parte de las cosas que hay que hacer en física o en biología es faena mecánica de pensamiento que puede ser ejecutada por cualquiera, o poco menos.» justo antes de afirmar que «El especialista «sabe» muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto.» Sin embargo el saber filosófico -si tal cosa existe, y parece claro que existe- es de todo aquello susceptible de investigación de donde procura extraer el material de su sabiduría. También de lo no material.
Es una tarea de titanes, no siempre fructífera y casi nunca totalmente exitosa, pero que contribuye en no poco a evitar el mal de la especialización. Este mal no es sólo el de tener personas ignorantes, quizá «desalmadas» desde el punto de vista de la epistemología platónica, sino también en un aspecto moral: de la especialización como pérdida de la visión de conjunto surge nada menos que la imposibilidad de saber a qué intereses sirve nuestra acción u omisión; la ignorancia deviene de nuevo mal moral -banal, según Arendt-, porque este trabajo mecánico, a veces burocrático, no es un diseño mefistofélico de fuerzas ocultas que pretendan la dominación del mundo, sino que simplemente deriva de una planificación social economicista que, por su propia estructura, nos impide pensar de un modo universal. Esto se halla de nuevo en relación directa con aquella ausencia de bien en la falta de conocimiento de la que hablaba Platón ya hace veinticinco siglos: el alma era a la vez instrumento del conocimiento y de la moralidad. Cabría ver en qué malhadado momento se quiso desgajar radicalmente lo uno de lo otro.
Así pues llegamos al momento actual, en que la confusión -no se sabe si interesada o simplemente torpe, de formación y educación-, nos conduce al desinterés de la enseñanza de la filosofía o a lo que es peor, a su utilización espuria merced el retorcimiento de su currículum oculto, para imponer valores de corte político o economicista.
Un sistema educativo basado en la formación para el mundo laboral es una contradicción en los términos. Educar es, atendiendo a la etimología. “nutrirse de conocimiento” pero también “sacar fuera lo que uno tiene dentro” para “conducirse a uno mismo”. Es decir, esta triple etimología (vinculada al ducere, al docere i al manducare), nos habla de que la formación es sólo una parte, y quizá por lo accidental, la menos importante de la educación. Las otras dos nos hablan de fomentar la autonomía -elemento clásicamente kantiano- y realizar nuestras potencialidades. La formación en sí misma traza un camino unívoco, que va del recinto cerrado del aula al trabajo especializado y concreto; la educación, por el contrario, abre un abanico de posibilidades: da los instrumentos -las capacidades, el método, la visión de conjunto- para poder elegir con autonomía nuestro camino. ¿Alguien puede negar que una verdadera educación pueda prescindir de la filosofía, esa que Kant, Bueno y Fernández Liria han señalado como la gran integradora de todos los saberes?
Lamentablemente sí; todos aquéllos que Platón quiso que fuesen filósofos -nuestros políticos- parecen haber asumido la irrelevancia de la filosofía en la educación. Como creo haber mostrado, esto se debe sólo a la confusión radical entre los conceptos de educación y formación, y en la burocratización del sistema educativo, ahora más preocupado por objetivos, evaluaciones, pruebas estandarizadas e índices calificativos de prestigio, solvencia y eficiencia que de dar los elementos al alumnado para que pueda nutrirse y conducirse a sí mismo.
El punto culminante de tal planteamiento ha llegado con la LOMCE, una Ley claramente orientada a ponernos en el mapa de las pruebas PISA, que destierra a la filosofía y a los saberes humanísticos con el pretexto de que distraen de lo esencial -como si alguien sin un mínimo conocimiento filosófico pudiese saber qué fuera lo esencial- y se pierde en innumerables itinerarios específicos, como si eso fuese a solventar los problemas de nuestra falta de visión universalista.
Pero además, en nuestra Autonomía se ha dado la circunstancia de que la burocracia -por no decir la baja política- se ha impuesto sobre las necesidades educativas. Un retraso de dos años en aplicar un prometido -y ya elaborado- Decreto Autonómico, ha dejado a los pies de los caballos a dos generaciones de alumnos y alumnas, que no van a tener las herramientas para conducirse y nutrirse de un modo adecuado, educativamente hablando. A la torpeza de la dilación se ha unido la falta de voluntad y el miedo a enfrentar un reparto horario con “otras asignaturas”. Ni qué decir tiene que resultaría difícil convencer a los responsables de la administración de que la filosofía no es -como ya hemos dicho-, una mera asignatura, y que los repartos horarios y enjuagues políticos no tienen cabida en los fines últimos de la razón.
Hará falta un movimiento de fondo y superficie para hacer ver, a los que no ven, que no pueden permitirse el lujo de seguir oscureciendo el futuro del alumnado. Les va en ello la capacidad de mejorar conservando aquello ya ganado a lo largo de veinticinco siglos de historia.
* Ángel Vallejo es Miembro de la junta directiva de la Red Española de Filosofía. Miembro de la Societat de Filosofia del País Valencià. Representante de l’Assemblea de Professorat de Filosofia.
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Maravilloso artículo de quién cree en la filosofía, en la educación (aún) y en los filósofos. Mucho trabajo de fondo. Gracias.