En el año 2005 la UNESCO instituyó el Día Internacional de la Filosofía, para celebrarse en lo sucesivo, cada tercer jueves del mes de noviembre. Asumiendo que: “La proclamación de un Día Mundial de la Filosofía también podría ejercer una influencia benéfica para la promoción de la enseñanza de esta disciplina, ausente de los programas de estudios de numerosos países y a la que, en otros, se asigna un lugar vulnerable y delicado a la vez.” Un tema que por cierto hoy está en el debate público entre la SEP que ha propuesto una Reforma Integral de la Educación Media Superior, (RIEMS) suprimiendo las asignaturas tradicionales de filosofía y el “gremio filosófico mexicano” ha protestado y exigido la reinserción de tales asignaturas. El debate está abierto… lo mejor es que no fuese diálogo de sordos.
Entre los objetivos de esta celebración propuesta por la UNESCO, quiero recordar los siguientes: “Alentar el análisis, la investigación y los estudios filosóficos sobre los grandes problemas contemporáneos para responder mejor a los desafíos con que se enfrenta hoy en día la humanidad; Y, “sensibilizar a la opinión pública a la importancia de la filosofía y de su utilización crítica en las elecciones que plantean a múltiples sociedades los efectos de la mundialización o la incorporación a la modernidad” ya que ambos objetivos estuvieron especialmente presentes en la celebración del pasado jueves 17 de noviembre en la Escuela de Filosofía de la UPAEP.
Este año el tema propuesto fue “Filósofas: nueva mirada, nuevo pensamiento”. Y se escogieron, a cuatro mujeres, entre muchas otras posibles que también tendrían suficientes méritos para ser reconocidas. Ellas son Edith Stein, Hannah Arendt, Simone de Beauvoir y Simone Weil.
En todas encontramos pautas para afrontar los desafíos de nuestro mundo contemporáneo. Sobre todo impulsos críticos y renovadores del pensamiento, en un momento de cansancio y crisis del modelo de racionalidad dominante de la modernidad: racionalidad auto-referente, racionalidad instrumental, anarquía de los saberes y equivocidad de los lenguajes.
Quizá las figuras más populares, por decir así, son Simone de Beauvoir (1908-1996) debido a su fama como promotora del feminismo, desde sus conocidas reflexiones sobre “el segundo sexo” (mujer no se nace, se hace) y por su relación con Jean Paul Sarte, filósofo existencialista y uno de los principales referentes de la “generación del 68”; e igualmente, Edith Stein (1891-1942), judía conversa y filósofa; ligada a Edmund Husserl, quien a través la “Fenomenología” le ha impreso una orientación y metodologías nuevas a la filosofía y las ciencias del siglo XX. Edith Stein también conocida como Sta. Teresa Benedicta de la Cruz, en el mundo católico ha tenido amplia difusión, por su conversión, su ingreso a las Carmelitas, su martirio en Auschwitz, y por su canonización. La vocación intelectual de E. Stein y su conversión no son dos procesos uno al margen del otro, sino parte de un mismo proceso de búsqueda de la verdad.
Por otra parte, son figuras un poco menos difundidas al gran público, aunque muy reconocidas en ciertos círculos la de Hannah Arendt (1906-1975) y la se Simone Weil (1909-1943). Ambas judías y en ambas la familia había abandonado las prácticas religiosas.
H. Arendt, fue alumna de Heidegger, -uno de los filósofos más importantes del siglo XX- del que también será amante. La persecución nazi la obligó a abandonar Alemania y, después de constatar la indiferencia “abyecta” de los intelectuales ante la barbarie hitleriana, la violencia legalmente justificada y la persecución a los judíos, se enroló en actividades de organizaciones sionistas (traslado de niños y jóvenes a Israel). Su obra como pensadora está marcada por estos acontecimientos: un relativo distanciamiento de Heidegger, que cedió ante el poder nazi, crítica al rol del intelectual, que habitan en el “mundo de las ideas” y se tornan incapaces de mirar la realidad y, sobre todo, una importante reflexión en la que se reivindica la vita activa, es decir, sobre la acción (no el activismo) como dimensión fundamental de la existencia del hombre. (Cfr. La condición humana. Ediciones Paidos Ibérica. 2003)
H. Arendt, también fue discípula de Karl Jaspers y de Rudolf Bultman: un filósofo existencial, el primero y un teólogo protestante, el otro. Ella podía moverse con absoluta naturalidad y libertad en la filosofía y la teología, las cuales considera complementarias. Es muy interesante y original su lectura de S. Agustín (El concepto de amor en San Agustín. Ed. Encuentro. Madrid. 2001). Ella puede acercarse a la obra del santo hiponiense e intentar una “interpretación comprensiva”, no sin una cierta cautela crítica, respecto de su propia lectura: ¿cómo no distorsionar a un autor religioso en el que el dogma y el sometimiento a la autoridad (de la Iglesia) son tan decisivos, cuando ella no asume ni el dogma ni el sometimiento a tal autoridad? Ella acude al mismo Agustín, para trazar su estrategia hermenéutica:
“que no han comprendido […] que el “no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti” no puede estar sujeto a ningún tipo de variación por la diversidad de las naciones. Cuando esta sentencia se aplica al amor de Dios, cesa todo vicio; cuando se aplica al prójimo, cesa todo crimen”. (Confesiones. 4,9)
Por otra parte, Simone Weil es la personalidad que menos ha estado expuesta a los reflectores del gran público. Me parece de las cuatro aludidas, la mujer más fascinante por su estatura humana. Judía agnóstica, militante de “izquierda”, al mismo tiempo una mujer libre, que podía criticar las ideologías marxistas, especialmente a bolcheviques y los trotskistas, en un momento en el que los intelectuales de izquierda callaban las aberraciones del totalitarismo soviético. Quizá la mejor descripción de su personalidad, es la que nos dejó su compañera de escuela, nada menos que Simone de Beauvoir, quien relata lo siguiente: “Me intrigaba por su gran reputación de mujer inteligente y audaz. Por ese tiempo, una terrible hambruna había devastado China y me contaron que cuando ella escuchó la noticia lloró. Estas lágrimas motivaron mi respeto, mucho más que sus dotes como filósofa. Envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero”.
No es que sus dotes de filósofa fueran menores, pero era inmenso su corazón. Un corazón que la movía a ser solidaria con los trabajadores, a compartir su vida enrolándose como trabajadora en la fábrica Renault, para “recibir la marca de esclavo” -dirá ella- o, en el bando republicano en la guerra civil española. Un gran corazón que también la acercó a la liturgia católica y a la fe. Al parecer su conversión no llegó por solidaridad con su pueblo que era horriblemente masacrado en Europa.
En una carta a Maritain (filósofo, converso al catolicismo, amigo cercano de Pablo VI) la Weil esboza así su camino espiritual: “He adoptado así teóricamente, y en cuanto mi imperfección lo permitía, en la práctica, el comportamiento cristiano en relación con los problemas de la vida y de la muerte. El dogma cristiano me ha atraído siempre por su belleza, esta atracción se fue cambiando de año en año, de día en día, siempre más viva, hasta ser trasformada en adhesión; incluso se trata de una adhesión en el orden del amor y no en el orden de la afirmación”. Pero con toda sinceridad manifiesta a Maritain sus reservas para adherirse a una Iglesia que impone sus ideas con la amenaza del anatema: “El uso que la Iglesia ha hecho de esta palabra es para mí como una barrera que me fuerza a permanecer en el límite”.
La fuerza del pensamiento de Simone Weil no se apoya en sus propias ideas, en una dialéctica o una lógica contundente, sino en una experiencia, en su total entrega y arraigo en la vida. Por ello algunos no han dudado en llamarla “mística”. Su amor a la verdad es el amor a la vida, sin excluir nada, especialmente el sufrimiento y la pobreza.