La Universidad: cartografía de una pasión y de una incertidumbre

 

Carta de navegación

 

 

 

En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas[1].

 

 

 

¿Renovar la Universidad significa socavar sus cimientos?

El extracto del relato Del rigor de la ciencia (El hacedor), de Borges, nos sirve para ilustrar la inquietud que nos ha llevado a escribir este artículo, que no es otra que la de plantear aquellos pilares sobre los que debería asentarse la Universidad, al menos en el ámbito de las humanidades.

Habrán observado que utilizamos la tercera persona del singular del condicional de verbo deber. No hay error en la escritura. Con cierta inquietud, no exenta de pesimismo, venimos observado cómo, con el paso del tiempo, los nuevos Planes de Estudio se han instalado para desdibujar los cimientos de una Universidad que, si bien necesitaba de una lógica renovación, no tenía por qué socavar sus cimientos más sólidos, aquellos que nos acogían y representaban. Planes que, a nuestro juicio, no han resuelto el problema, muy al contrario, han contribuido a crear un indescifrable y laberíntico entramado académico, en el que la burocracia lo invade todo: desde las acreditaciones, pasando por la planificación de los cursos, los horarios o los sexenios[2], hasta el punto de conducirnos a sufriente taedium vitae, tan ajeno a la Universidad como a pudiera estarlo Otelo de Don Quijote.

¿Nos rendimos ante la realidad? No. Con Borges, decimos que

la imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo no puede disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que estos son provisorios[3].

Reflexionar sobre la Universidad es un deber de conciencia y de agradecimiento

No puede, porque hemos decidido, como tantas veces, “juntar la letra a la palabra, la palabra al papel[4]”, para reflexionar sobre lo que vemos y padecemos, no sin sonrojo. Es un deber de conciencia. A ella nos debemos. Pero también de gratitud. Sí, porque la Universidad no solo es nuestro lugar de trabajo y de sustento, representa mucho más: nuestra pasión por aprender, recomendar y enseñar. A esta pasión también nos debemos. A ella nos entregamos en cuerpo y alma. No podemos negarlo. Tampoco lo deseamos. No lo haremos porque, como recordaba Ortega, no cabe adanismo en el ser humano, ya que este se reviste del ropaje de la Historia –pretérito amontonado–, la vivida y la pensada, la hablada y la escrita[5].

 

Lo que no es la Universidad hoy

En esa infinita escritura, el hoy se aúna con pasado, y el pasado con el presente (T.S. Eliot[6]), hasta el punto que no lo que fuimos, lo que la Universidad fue, nos recuerda lo que no somos[7].

No somos universitarios en los que la búsqueda del saber lo es todo; universitarios para los que el esfuerzo y la meritocracia lo es todo; universitarios en los que la memoria es un arte que contribuye a su perfección, como persona, como alumno, como docente; universitarios que no creyeron en Planes de Estudios acomodaticios, sino en esa Paideia que les enseñaba que el aprendizaje era un mar sin orillas; universitarios que supieron comprender que sin una formación integral, alejada de ese infantilismo mal llamado evaluación continua, solo serán alumnos incompletos e insatisfechos[8].

No somos alumnos destinados a estudiar un Master en una Universidad pública, lo que agrava aún más el problema, porque lo que iguala las distintas condiciones económicas es una educación de élite, la que permite que el expediente facilite el acceso laboral. Ahora solo lo garantiza a los aventajados alumnos que se pueden pagar un Master en una prestigiosa Escuela de Negocios, cuyos precios, por prohibitivos, no están al alcance de la mayoría, ni mucho menos. Pero, nos dicen con machacona insistencia, que hay que alcanzar la excelencia. Con absoluta ingenuidad, nos preguntamos: si nuestra Universidad aporta un grado de excelencia considerable, ¿por qué razón se les exige cursar un Master? ¿No será que nuestros ministros del ramo, nuestros rectores y nuestros admirados decanos son plenamente conscientes de que lo que se les aporta no alcanza para ejercer una profesión?

 

El descenso del nivel de exigencia

Así ocurre en la Facultad de Derecho, de la que podemos hablar con mayor propiedad. Pero, claro, cuando los Planes de Estudio vienen a reducir las carreras, y cuando, en estas, las viejas asignaturas anuales se convierten en cuatrimestrales, ¿qué podemos esperar? Qué podemos esperar cuando los alumnos nos dicen, curso tras curso: ¡qué pena!, ahora que le habíamos cogido cariño a su persona y aprecio a la materia que nos aporta, ahora, justo ahora, se acaba el curso. Un curso que se inicia a mediados de septiembre y acaba a mediados de diciembre. Si descontamos los puentes y las fiestas, ¿en qué se queda? ¿Qué materia podemos exponer en asignaturas como Derecho romano? ¿Qué nivel de exigencia es el que debemos requerir?

Cuando esta realidad se instala en el espejo de la vida universitaria, ¡y se instala!, la lógica se impone: el nivel de exigencia desciende hasta límites insospechados. Límites que nos abochornan y nos desconciertan por igual. Un tres y medio, sumado a una correcta evaluación continua, puede llevar al aprobado. La férrea “tiranía” de Matrix, con sus múltiples canales mediático/pedagógicos, lo exige. A nosotros nos quedan dos caminos: claudicar o convertirnos en honrosos objetores de conciencia[9]. Nada que no hayamos visto. Nada que no veremos en el futuro más próximo, aunque nos tememos que incrementado hasta el absurdo.

 

La brújula de navegación

Simil de la navegación para reflexionar en la Universidad
Brújula

Somos conscientes que, para los nuevos tiempos, “cualquier generalización es un error y todo es relativo”[10] –espuria adaptación la idea nietzcheniana que sostiene que “no hay hechos, sino solo interpretaciones”[11]–. Tampoco desconocemos que los juicios, como diría Borges, pueden ser “provisorios”, sujetos al tiempo y las condiciones personales. Siendo este último criterio cierto, no por ello sentimos que vivimos en un mundo de ficción, en el que la apariencia se impone a la verdad, hasta el punto de legitimar una visión que se halla al margen de la vida académica. Sinceramente, no sentimos que nos hemos situado en la más pura irracionalidad. Todo lo contrario. Creemos atisbar los múltiples entresijos del hilo de Ariadna, de ese laberinto permite dar con algunas de las claves sobre la que asienta la compleja maquinaría sobre la que se asienta la Universidad.

Una advertencia se hace necesaria: acudimos a la escritura no como un mero ejercicio de estilo –a tanto no llega nuestra vanidad–, y menos aún con la estéril pretensión de parecernos a Gustave Flaubert, cuando, al referirse su novela La educación sentimental, llegó a afirmar que su pretensión era la de “hacer la historia moral de los hombres de mi generación”[12]. Nuestro análisis nos distancia de ambas posturas. Nuestra intención es muy otra; nace de un imperativo moral, el que nos exige reflexionar sobre el devenir de nuestra maltrecha Universidad. Un imperativo que exige que se cumplan dos premisas: No empobrecerla. No vivir en la aquiescencia ni en la inmovilidad. Ambas constituyen nuestra experimentada brújula de navegación. Su referencia nos infunde el valor suficiente para hacer causa común con quienes, como Jordi Jovet, la cuestionan por empobrecida, hasta el punto de abandonarla a su suerte[13].

 

Sin abandonar por el desgaste del viaje

Y cuando personalidades como la suya dejan la Universidad por cansancio y agotamiento, el final del relato de Jorge Luis Borges se hace presente, porque en él se narra el abandono de ese mapa inútil e inverosímil por los Cartógrafos a las “inclemencias del Sol y de los Inviernos”, a ese conjunto deslumbrante de símbolos que pretendían representar lo real, pero que al desgaste del paso del tiempo hace que, titánico mapa (El Plan Bolonia) se convierta desvencijadas ruinas, habitadas únicamente por animales y mendigos; en mendigos de la palabra, en huérfanos de sabiduría y en tecnócratas del saber. Escombros que se convierten en una herencia envenenada para las futuras generaciones, más pendientes de las novísimas e inabarcables tecnologías que de leer a los clásicos que alimentaron nuestros días y nuestras noches, con su verdad y su belleza.

Esta realidad, que sentimos y sufrimos, nos ha llevado, una vez más, a entrar en el sempiterno debate sobre el devenir de la Universidad. Como se puede imaginar el lector que a estas páginas se acerque, nuestra visión no se centrará en ahondar en presupuestos, en normativas o en el devenir las nuevas tecnologías (IA). No es nuestro campo. Nuestra exposición será, o así lo pretendemos, más vivencial.

 

Las paradas en el camino

Nos ceñiremos al estudio de cuatro cuestiones que nos pueden ayudar a establecer cuál es su telos, su propósito, su finalidad; cuatro grandes pilares sobre los que, a nuestro juicio se debería sustentar la Universidad, porque sobre ellos se asienta los pétreos sillares de la Cultura y del Saber. Explorar sus fuerzas y sus debilidades nos puede ayudar a desterrar el panorama sombrío que se cierne sobre los agrietados muros de la Universidad, sobre todo si la excesiva tecnocratización y las Agencias Evaluadoras se empeñan en aplicar el omnipotente criterio del mérito estéril –“la tiranía del mérito”[14]–, que no es otro que el que evalúa en virtud de la cantidad y no de la calidad, un baremo que desaloja la Ciencia y el conocimiento de la vida universitaria, y al hacerlo, impide la “dignidad del trabajo”[15], la dignidad del estudio y del saber.

Sabemos que nuestra postura se verá como anquilosada en el tiempo. No importa. Estamos acostumbrados a vivir en una isla en la que no tiene cabida ni lo políticamente correcto ni la ideología dominante. No puede tenerlo porque asumimos que en el saber no existe el vacío. Menos aún en la Universidad. Ella constituye no un aspecto de mi vida, sino gran parte de mi vida, porque si miro atrás, solo descubro a un joven que tenía un deseo irrefrenable: aprender[16], y un medio para alcanzarlo: la Universidad. Así ha sido desde que ingresé en sus aulas en 1981. Así espero que continúe durante algunos años. Esto último no depende de nosotros, sino del Hacedor.

 

Los tripulantes y el valor de sus apreciaciones

Catalejo

Con sosegado pulso, nos iniciamos en la gozosa aventura que supone pensar y escribir. Dos amigos que impiden que nos convirtamos en docentes mudos e ignorados; dos aliados que nos ayudan a observar el mundo universitario, a entenderlo y a exponerlo con un lenguaje no vacío de contenido e inteligencia. A esta ardua labor nos entregamos, aun a sabiendas de nuestras enraizadas lagunas no impedirán que guardemos oportuno silencio ante el vértigo que supone ser cancelado o reprobado, porque a nosotros se nos pudiera aplicar las palabras que el personaje Horacio Oliveira pronunciara en Rayuela:

El hombre después de haberlo esperado todo de la inteligencia y el espíritu, se encuentra como traicionado[17].

Si no traicionado –palabras mayores–, sí, al menos, decepcionado. Una decepción que sentimos como propia, fruto de las ilusiones que nos hicimos cuando ingresamos por primera vez en la Facultad de Filosofía y Letras. Un tiempo para la admiración y el respeto. Tiempo de aprendizaje y de denodado estudio. Tiempo de infinitas lecturas, de salas de cine y de certera música. Pero ese tiempo, como esta visión, es intransferible. Pertenece a mi mundo interior. Un mundo que puede ser o no compartido. Si no lo es, sabré, como leemos en la novela Bomarzo, que, al otro lado, un prisma de sinceridad merece ser atendido con el mismo respeto que el mío:

Percibí entonces con claridad algo que ya había advertido en mi soledad romana, o sea que lo que para unos está mal para otros está bien y que los bandos proceden, en su rechazo o en su aprobación, con igual sinceridad y vehemencia, de manera que la justicia pura escapa a las decisiones humanas, gobernadas por normas preestablecidas, pero dirigidas también por factores inherentes a la sensibilidad de cada uno y al enigma que presidió la elaboración inexplicable y caprichosa del alma propia de cada ser[18].

 

El inicio del viaje

Ahora, cabe esperar que, en el curso de este viaje, nuestro esfuerzo no caiga en un academicismo tan excesivo como baldío, porque si así fuera, bien se nos podría achacar la íntima reflexión que hace de sí mismo Hermann Soergel, el personaje borgiano de La memoria de Shakespeare:

Comprobé, no sé si con alivio o con inquietud, que sus opiniones eran tan académicas y tan convencionales como las mías […] soy el profesor emérito Hermann Soergel; manejo un fichero y redacto trivialidades eruditas[19].

 

 

Para leer más

Otros artículos de Juan Alfredo Obarrio publicados en esta web:

Relativismo versus verdad en la esfera universitaria (6 julio 2023)

¿Por qué leemos Cartas a un amigo alemán de A. Camus? (2 marzo 2021)

Antígona: conciencia versus derecho (20 junio 2019)

¿Por qué debemos leer 1984? (1 abril 2019)

 

 

NOTAS

[1] Jorge Luis Borges, “Del rigor de la ciencia”, (El hacedor), Obras completas, I, Barcelona, 2005, p. 847.

[2] Álvaro D’Ors, Nuevos papeles del oficio universitario, Madrid 1980, p. 42.: “Universidad no es un supermercado donde llenar nuestros cestos, sino una convivencia en la que enriquecer nuestro propio ser”.

[3] Jorge Luis Borges, “Otras inquisiciones”, Obras completas, I, ob. cit., p. 345.

[4] Blas de Otero, “Biotz-Begietan”, Pido la paz y la palabra, Barcelona 1978, p. 53.

[5] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, La rebelión de las masas, Madrid, 1988, pp. 124-125:

El tigre de hoy es igual al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de recordar, acumula su propio pasado […] no es nunca un primer hombre: comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Este es el tesoro único del hombre, su privilegio y su señal.

[6] Thomas S. Eliot, “Burnt Norton. I”, Tierra Baldía. Cuatro cuartetos y otros poemas. Poesía selecta (1909-1942), Barcelona, 2001, p. 141: “Tiempo presente y tiempo pasado se hallan/, tal vez, presentes en el tiempo futuro, / y el futuro incluido en el tiempo pasado./ Si todo tiempo es un presente eterno/ todo tiempo es irredimible”.

[7] Jaime Gil de Biedma, “Prólogo”, a T.S. Eliot, Función de la poesía y función de la crítica, Barcelona, 1999, p. 10:

“el pasado no es un perdido paraíso al cual, sin excesiva convicción, se sueña con volver: nos interesa porque es presente; la entera tradición literaria europea nos aparece como una sucesión y como un ‘orden simultáneo’ (como una ‘norma de momentos intemporales’)”.

[8] Friedrich Hölderlin, Pan y vino. Las grandes elegías (1800-1801), Poesía Hiperión, Madrid, 2008, p. 111: “[…] las palabras se abren a la vida como flores”. ¿Se abren para nuestros alumnos? La pregunta queda abierta. También la duda.

[9] Miguel de Unamuno, En torno al casticismo, Madrid, 1986, p. 26: “[…] porque el principio de la sabiduría es saber ignorar […]”. A ella nos acogemos.

[10] Ángel Luis Prieto de Paula, Musa del 68, Madrid, 1996, p. 9.

[11] Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos. Volumen IV (1885-1889), Madrid, 2006, p. 222:

Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno ‘sólo hay hechos’, yo diría, no, precisamente no hay hechos, sólo interpretaciones. No podemos constatar ningún factum ‘en sí’: quizás sea un absurdo querer algo así. ‘Todo es subjetivo’, decís vosotros: pero ya eso es interpretación, el ‘sujeto’ no es algo dado sino algo inventado y añadido, algo puesto por detrás.

[12] Gustave Flaubert, La educación sentimental, Madrid, 2021. La cita se halla en el excelente Prólogo que escribe Miguel Salabert, p. 12.

[13] Jordi Llovet, Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades, Barcelona, 2012, p. 322.

[14], Michael Sandel, La tiranía del mérito: ¿qué ha sido del bien común?, Barcelona, 2020, p. 86, p. 85: “retórica del ascenso”.

[15] Michael Sandel, La tiranía del mérito, ob. cit., p. 263.

[16] Pío Baroja, El árbol de la ciencia, Madrid, 1972, p. 167: “Me llevará a saber, a conocer ¿Hay placer más grande que este?”,

[17] Julio Cortázar, Rayuela, Madrid, 1963, p. 673.

[18] Manuel Mujica Láinez, Bomarzo, Buenos Aires, 1999, p. 78.

[19] Jorge Luis Borges, “La memoria de Shakespeare”, Obras completas, III, Buenos Aires, 1994, pp. 395 y 399.

About the author

Juan Alfredo Obarrio
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Licenciado en Geografía e Historia (1986) y en Derecho (1992). Catedrático  de Universidad (Derecho Romano). Entre sus libros cabe destacar: El mundo jurídico de Franz Kafka (2018) o Un estudio sobre la Antigüedad: La Apología de Sócrates (2017).

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