Institucionalización de la eutanasia en España:

la inaceptable imposición del deber de matar

 

Sumario:

1. Una incomprensible apatía frente a la ley de eutanasia y su convalidación por el Tribunal Constitucional

2. La cuestionable existencia de un ‘derecho a morir’

3. La inicua imposición al personal sanitario del deber jurídico de matar

4. Dignidad, autonomía y heteronomía.

5. A modo de conclusión.

 

1. Una incomprensible apatía frente a la ley de eutanasia y su convalidación por el Tribunal Constitucional

Dos años de la ley de eutanasia

Muy pocos pensaron, en la primavera del año 2021, en medio de una situación sanitaria excepcional, derivada de la pandemia, que había provocado la muerte por coronavirus de más de 100.000 personas (la mayoría de ellos con más de 70 años) y en el contexto jurídico de un ‘estado de alarma’ prorrogado, que excluía cualquier debate que no fuera sobre los criterios para ordenar la vacunación y sobre el auxilio a los sectores económicos al borde de la ruina, que se iba a producir la tramitación y aprobación, por la vía de urgencia, de la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia (BOE núm. 72, de 25 de marzo de 2021), que entró en vigor el 25 de junio de 2021 (en adelante LORE). Pero así fue.

Se acaba de cumplir el segundo aniversario del momento crucial en el que un presunto ‘derecho a morir’ fue instituido en España, sin apenas debate parlamentario y con escasísima crítica tanto de la sociedad civil como de la profesión médica.

Dos años después, la eutanasia constituye una realidad plenamente institucionalizada (ya han recurrido a ella unas 500 personas) que muestra, a mi entender, el alto nivel de degradación moral al que hemos llegado, sumándonos al tristemente selecto y exiguo grupo de países, tildados como vanguardia social del mundo civilizado, pero que en realidad representan un indicador letal del creciente desprecio de Occidente hacia la vida humana (muy especialmente hacia la vida de las personas más débiles y vulnerables, los no nacidos, enfermos, dependientes o discapacitados) y que continúa su avance en nuestro país con la reciente reforma de la ley del aborto (LO 1/2023, de 28 de febrero) y con la denominada Ley ‘Trans’ (Ley 4/2023, de 28 de febrero).

Un consenso social favorable convalidado por el Tribunal Constitucional

El planteamiento de quienes defendieron y votaron hace dos años la ley de eutanasia (propuesta por el grupo socialista y apoyada por los partidos de la coalición de gobierno), ni siquiera fue el de reconocer en ella un complejo dilema moral y jurídico, que implica a la antropología, la religión, la medicina, la sensibilidad social, y que afecta a derechos fundamentales tan troncales como la vida, la integridad física o la protección de la salud. Al contrario, desde el primer momento se invocó un mayoritario consenso social favorable (a la vista de los resultados desgraciadamente parece existir), a la espera de una sanción jurídica que no podía dilatarse más sin vulnerar las legítimas expectativas de quienes pretendían poner fin a su vida (supuestamente muchos), pero que no podían hacerlo debido a la ‘vejatoria’ tipificación de la eutanasia como delito en el art. 143.4 del código penal.

Sede del Tribunal Constitucional. Imagen

 

Coincidiendo, precisamente, con este segundo aniversario de su aprobación, el pasado 22 de marzo, el pleno del Tribunal Constitucional (en adelante TC) aprobó por mayoría (9 votos contra 2) la ponencia (que se convertirá en sentencia), en la que se rechaza el recurso interpuesto contra la LORE por VOX, y en la que ésta se declara constitucional en su integridad[1]. Con esta decisión se prefigura también la desestimación del otro recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Partido Popular contra la ley[2]. Y también en esta ocasión sorprenden, tanto los argumentos del fallo adelantados por la ponencia, como la completa indiferencia con la que se ha acogido esta trascendental decisión.

 

 

 

Falacias asumidas y justificadas por el Tribunal Constitucional

Como ya sucedió con el aborto, cuya despenalización no hubiera sido posible sin negar al embrión la condición de ‘persona’ (así lo hizo la STC 53/1985), la definitiva consagración de la eutanasia en España por parte del TC propicia la definitiva desprotección del sujeto vulnerable, apelando a una serie de mantras completamente infundados y falaces, no solo desde el punto de vista moral, sino también jurídico, que el TC asume y justifica de manera sorprendente.

El derecho a la vida no implica el deber de vivir

La primera falacia estriba en su afirmación de que el derecho a la vida no implica el deber de vivir:

no se puede atribuir al derecho a la vida un valor absoluto, ni que imponga al Estado un deber de protección individual que implique un paradójico deber de vivir, ni impide el reconocimiento constitucional de la facultad de la persona de decidir de manera autónoma sobre la propia muerte en situaciones de sufrimiento causado por una enfermedad incurable, médicamente constatada, y que el paciente experimenta como inaceptable[3].

La falacia es evidente: el Estado no obliga a nadie a vivir, pero sí tiene el deber de impedir que cualquiera acabe con la vida de otro, aunque éste lo demande. Y eso es, precisamente, lo que sucede con la eutanasia. La clave está en la necesaria intervención de un tercero que, además, es un profesional de la medicina.

La vida es una propiedad a disposición del sujeto

La segunda falacia consiste en concebir la vida como una propiedad disponible del sujeto y no como un bien básico que como derecho humano es indisponible en todos los contextos:

la Constitución no acoge una concepción de la vida -ya como derecho fundamental, ya como bien jurídico a proteger- desconectada de la voluntad de la persona titular del derecho e indiferente a sus decisiones sobre cómo y cuándo morir.

Y de ello obtiene la sorprendente conclusión de que el derecho a la integridad física y moral puede oponerse, e imponerse, al derecho a la vida, justificando incluso la intervención de un tercero para provocar la muerte:

el derecho a la integridad física y moral en conexión con la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad protegen un ámbito de autodeterminación que ampara la decisión individual, libre y consciente, de darse muerte por propia mano, en un contexto de sufrimiento extremo como el que describe la ley orgánica cuestionada. Derecho que incluye la facultad de recabar y usar la asistencia de terceros que fuere necesaria para llevar a la práctica la decisión de morir de manera acorde con su dignidad e integridad personal, de manera segura e indolora.

Porque, para el TC,

el reconocimiento constitucional del derecho de autodeterminación en contextos eutanásicos demanda a los poderes públicos el deber de habilitar las vías necesarias para posibilitar la ayuda de terceros. El Estado no puede permanecer ajeno a esta situación trágica, pues ello podría abocar a la persona a una muerte degradante, a un final indigno y doloroso de la vida según su propio juicio[4].

La interpretación de la autonomía del paciente para decidir su final

Pero lo más desconcertante de la argumentación del TC viene reflejado en su inconcebible asimilación valorativa de dos decisiones cuya naturaleza es absolutamente diversa, tanto desde el punto de vista moral como jurídico. Dice el TC:

La jurisprudencia constitucional ha respaldado, con base en el derecho fundamental a la integridad personal del 15 CE, las decisiones libres e informadas del paciente de rechazo de un tratamiento salvador, aunque pueda conducir a un resultado fatal -como la retirada de aparatos de soporte vital- y la solicitud de cuidados paliativos terminales, que adelantan el proceso de la muerte. El Tribunal no aprecia diferencia valorativa constitucional entre esas decisiones y la que es objeto de la ley orgánica impugnada. El derecho a la autonomía del paciente se inserta, como el de autodeterminación en contextos eutanásicos, en el diseño constitucional de la convivencia que tiene a la libertad como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE) y a la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad como fundamentos del orden político y de la paz social (art. 10.1 CE).

Equiparación del rechazo a la terapia con la acción homicida

Parece increíble que el TC no aprecie ‘diferencia valorativa’ entre la decisión de quien legítimamente rechaza someterse a terapias frente a su patología o requiere de sedación severa que puede adelantar su final (en cuyo caso es la patología la que acaba provocando su muerte); y la acción eutanásica en la que un tercero provoca directamente la muerte del paciente por medio de un fármaco, en cuyo caso ya no es la patología sino la acción directa de un sanitario la causante de esa muerte. Es evidente que, ni moral ni jurídicamente, pueden equipararse ambas situaciones: en el primer caso sí existe una legítima autonomía del paciente a decidir sobre su cuerpo; en el segundo caso, estamos ante la acción homicida por parte de un tercero, a petición del paciente, que no resulta punible por efecto de la LORE.

El derecho de todos a la vida y a la muerte

Con estos presupuestos, el TC ha determinado que, en un contexto de sufrimiento, es lícito poner fin a la vida de un ser humano; que la dignidad depende del juicio y la percepción subjetiva que cada uno tenga sobre las condiciones de su vida; y que la ‘autonomía’ de la voluntad y el libre desarrollo de la personalidad son los valores supremos, por encima de cualesquiera otros.

Y todo ello ha propiciado y justificado la profunda ‘deconstrucción’ que el TC ha hecho del art. 15 de la Constitución española y la reescritura de su solemne proclamación de un ‘derecho de todos a la vida’, que ahora debe leerse como derecho a ‘decidir sobre la propia muerte en un contexto eutanásico’ y que, paradójicamente, se sustenta sobre el derecho complementario al de la vida, que es el derecho a la integridad física y moral. Es decir, en la sorprendente opinión del TC, el art. 15 de la CE contendría dos derechos fundamentales de carácter opuesto; por un lado, el derecho a la vida y, por otro, el derecho a la muerte en un contexto eutanásico, amparado por la alusión a la integridad física y moral del propio art. 15 CE.

El fondo ideológico de la ley de la eutanasia

Esta singular argumentación del TC ha puesto en evidencia que despenalizar la eutanasia y convertirla en un derecho del paciente que sufre no ha surgido de una actitud ‘neutral’ por parte del Estado; todo lo contrario, con ello se han asumido los postulados de una ideología. En efecto, para los contextos de sufrimiento, se ha identificado la dignidad humana con la autonomía de la persona para ‘decidir sobre la continuación de su vida’ y, por tanto, con la capacidad de transformar el derecho a la vida en un derecho a la muerte.

Desalienta constatar en esta argumentación ideológica la progresiva imposición en las sociedades occidentales de la ‘cultura de la muerte’; es decir, la tendencia a calificar la decisión de morir como un ‘acto encomiable’, manifestación suprema de libertad y dignidad, expresión de ciudadanía plena o liberación del dominio de una “supuesta voluntad divina que parece necesitar del dolor humano”[5]. Una ‘cultura de la muerte’ que tampoco oculta, aunque se diga en voz muy baja, que la decisión de morir de quienes tienen gravemente deteriorada su salud también contribuye a aliviar los acuciantes problemas sanitarios y de cuidado que genera el vertiginoso envejecimiento de la población en los países ricos y desarrollados[6].

Destrucción de los presupuestos antropológicos de la civilización occidental

Cuando se asume esta perspectiva, la atroz realidad que supone para un paciente solicitar de un profesional de la medicina que ponga fin a su vida, se ha camuflado bajo el disfraz de un legítimo derecho de los ciudadanos a decidir sobre “cómo y cuándo morir” y, de ese modo, bajo el paraguas populista que afirma el derrocamiento de un trasnochado paternalismo y exalta la dignidad de quien decide morir, ya se ha producido y asentado, sin apenas resistencia de los profesionales sanitarios ni de la sociedad en general, un profundo cambio de mentalidad conducente a la destrucción de los presupuestos antropológicos sobre los que se ha edificado la medicina y la propia civilización occidental.

Por otra parte, el TC desliza de manera subrepticia y falaz que la eutanasia es la salida más ‘digna’ al dolor insoportable e intratable del enfermo terminal. Para el TC

el tratamiento paliativo no constituye una alternativa en todas las situaciones de sufrimiento a las que se refiere el derecho de autodeterminación de la muerte eutanásica, aunque la propia ley lo contempla como una opción terapéutica que debe ofrecerse al paciente durante el proceso de solicitud de la prestación para que pueda decidir libre e informadamente[7].

Para esta ideología, la dignidad está en decidir morir, asumir el sufrimiento es algo trágico que puede llegar a ser degradante para la persona[8].

Efectos negativos en la opinión pública

Esta visión ha provocado dos efectos claramente visibles en la opinión pública y profundamente equivocados. El primero de ellos es que una gran mayoría contempla la eutanasia como la negativa ‘digna’ del paciente a someterse a la ‘tortura’ del ensañamiento terapéutico, que pretende mantener artificialmente en vida al enfermo cuando ya no hay posibilidades reales de supervivencia. Paralelamente, como consecuencia de lo anterior, también muchos identifican a quienes se oponen a la eutanasia con quienes justifican la tortura clínica del paciente que se muestran insensibles y despiadados frente el sufrimiento. ¡Cómo es posible que hayan arraigado estas falacias!

Hay una segunda consecuencia de esta visión, que se proyecta sobre los profesionales sanitarios en ese mismo sentido y que, a mi juicio, resulta todavía más preocupante. Quienes se muestran favorables a la eutanasia en la profesión médica se presentan como los que están realmente ‘cercanos’ al paciente y, comprendiendo su sufrimiento y la inutilidad de alargar su vida, desean ayudarle a ponerle fin.

Por el contrario, los profesionales que se oponen a esta práctica son percibidos como insensibles y despiadados, partidarios de alargar artificialmente la vida, en contra del propio paciente (obligarle a vivir), aun a costa de provocarle sufrimientos inútiles.  Esa es la retorcida visión que sobre los profesionales sanitarios traslada a su articulado la propia LORE y que se manifiesta en el modo en que su artículo 16 recoge el derecho de objeción de conciencia, cuyo tenor deliberadamente restrictivo (solo los directamente implicados) y estigmatizante (obligación de figurar en un registro de objetores), también avalado por el TC, convierte la posibilidad de objetar en una decisión de ‘alto riesgo’ personal y profesional[9].

La indiferencia y apatía con la que se ha aceptado la ley

Cuando, a pesar de lo que afirma el TC[10], la LORE no contempla una clara delimitación objetiva sobre lo que deba entenderse por el ‘contexto eutanásico’, ni sobre lo que deba entenderse por ‘situación vital incompatible con la dignidad’; cuando no puede disociarse conceptualmente la eutanasia del homicidio por compasión o del suicidio asistido; cuando entran en escena conceptos tan difusos como el de ‘sufrimiento psíquico intolerable’ y cuando garantizar que la decisión de la persona sea libre y consciente en ese tipo de circunstancias resulta extremadamente difícil (si no imposible), resulta desconcertante la silenciosa aceptación de que se pueda provocar la muerte de aquellas personas que lo soliciten, en centros sanitarios y por profesionales sanitarios, y que estos solo parezcan preocupados por el modo de implementar los complejos protocolos que supuestamente garantizan que la prestación de ‘ayuda a morir’ se realice en las condiciones establecidas por la ley. (todo 1 frase, +150)

Llama poderosamente la atención la indiferencia y apatía con la que hemos acogido una ley que se refiere asépticamente (artículo 1) a ‘recibir la ayuda necesaria para morir’ como si se tratara de la ayuda necesaria para ingerir un medicamento[11]; que convierte la muerte en una ‘prestación sanitaria’[12] y cuando la resolución del TC que la convalida acepta que se establezca en nuestro ordenamiento un ‘derecho a morir en el contexto eutanásico’ en contra de lo que expresamente estableció el propio TC, excluyendo que esto pudiera ampararse por el art. 15 CE[13].

Dos cuestiones a tratar

Cualquier aproximación a la eutanasia y a su actual regulación suscita infinidad de cuestiones que merecerían ser abordadas con detenimiento y profundidad. Aquí me limitaré a plantear dos de ellas que están íntimamente conectadas y que, a mi juicio, atacan de manera frontal a los fundamentos mismos de nuestro Estado de Derecho. En primer lugar, trataré de establecer qué tipo de derecho es el que ha establecido la LORE en España. En segundo lugar, analizaré el disparate jurídico que supone imponer a los profesionales sanitarios la obligación de provocar la muerte de un paciente.

 

2. La cuestionable existencia de un ‘derecho a morir’

Como señala Ollero, cuando se trata sobre la disponibilidad de la propia vida desde una perspectiva moral, no resulta fácil argumentar contra la libre decisión de la voluntad si no es apelando a la consideración de la vida como un don divino[14]. En efecto, si se acepta que la autonomía personal, exigida por la dignidad humana, incluye la posibilidad de disponer de la propia vida, cualquier intento de coartarla por vía jurídica aparecerá a primera vista como fruto de un denostado ‘paternalismo’[15]. En ese sentido, imponer a alguien que siga viviendo contra su voluntad libre y manifiesta de no querer hacerlo, en lugar de ser una afirmación de la dignidad inviolable de la vida, podría considerarse un atentado contra la dignidad de la persona.

Pero lo que plantea la eutanasia no es la viabilidad jurídica del suicidio (que como acto de libertad no está penalmente tipificado, aunque sí lo están la inducción o la cooperación), sino el encaje jurídico de una acción que provoca la muerte de un paciente y que exige por definición la intervención de un tercero[16]. Es decir, en la eutanasia lo jurídicamente relevante no es la decisión de morir de un paciente sino la acción del tercero que la provoca, algo que obliga a plantear tres cuestiones esenciales: primero, si una persona debería poder realizar lícitamente la acción de poner fin a la vida de otro; segundo, si quien la solicita puede hacerlo porque es titular de un derecho que lo faculta para ello; y tercero, si se puede imponer a determinadas personas la obligación jurídica de realizar la acción eutanásica[17].

Derecho a ≠ Dejar hacer

No existe el derecho a encontrar peces al pescar. Imagen

Para responder a estas preguntas hay que precisar bien el supuesto que estamos planteando. Una cosa es que un enfermo tenga la posibilidad (libertad) de poner fin a su vida —como un ‘agere licere’— negándose a aceptar una terapia o realizando por sí mismo una conducta que le procure la muerte, y otra cosa muy distinta es afirmar que un sujeto es titular de un ‘derecho a la muerte’.

En otras palabras, hay una gran cantidad de acciones que podemos realizar lícitamente (más allá de su valoración moral, puesto que el Derecho solo garantiza un mínimo ético), pero sin que esa libertad de acción denote la existencia de un derecho subjetivo a realizarlas. Cuando una conducta está amparada bajo la categoría de ‘libertad’ (‘agere licere’ en palabras del TC[18]) los poderes públicos solo deben abstenerse de impedir al sujeto que pueda realizarla, pero no impone el deber de garantizarle que consiga hacerlo.

Por ejemplo, yo tengo libertad para ir a pescar, pero el poder público no tiene el deber de garantizar que en el río haya peces para que yo pueda pescarlos. Sin embargo, cuando una conducta se configura como ‘derecho’, entonces no sólo debe garantizarse que el sujeto pueda realizarla sin impedimentos, sino que el poder público tiene el deber de garantizar su efectiva realización cuando el sujeto decida realizarla. Por ejemplo, yo tengo el derecho a la educación y eso impone al Estado no solo que yo pueda ir al colegio, sino el deber de garantizar que haya colegios para poder ser educado. Esto quiere decir que cuando existe un derecho subjetivo siempre existe un tercero obligado a satisfacer la voluntad del sujeto titular del derecho. He ahí la diferencia entre un ‘derecho’ y una ‘libertad’[19].

Derecho a exigir que otro te mate

Una regulación sobre la eutanasia pretende ir mucho más allá de la libertad de disponer de la propia vida (posibilidad de suicidarse), lo que pretende es configurar un ‘derecho a morir’, algo que inevitablemente exigirá imponer un deber de colaboración a terceros para poder satisfacerlo a quien lo solicite. Inevitablemente, el reconocimiento de un ‘derecho a morir’ tiene que configurarse como un derecho-prestación que debe ser garantizado por los poderes públicos imponiendo un deber a terceros. Por duro que esto pueda sonar, lo que una ley de eutanasia, sensu estricto, pretende instaurar es un ‘derecho a exigir que otro te mate’, ya que sólo partiendo de la existencia de un deber de matar a otro tiene sentido plantear excepciones al cumplimiento de ese deber por la vía de la objeción de conciencia, como así se ha hecho en el artículo 16 LORE[20].

Llegados a este punto procede formularse la primera de las cuestiones: ¿Ha instaurado la ley española de eutanasia un auténtico derecho a la muerte? La respuesta doctrinal fue unánimemente negativa. La doctrina civil y penal afirmó que el auténtico efecto de la LORE está en su Disposición final primera, que modifica el apartado 4 y añade un apartado 5 al artículo 143 del Código Penal. Con ello se han despenalizado parcialmente solo las conductas eutanásicas realizadas por el personal sanitario, cuando se cumplan los requisitos previstos por la ley, pero se ha mantenido el delito de eutanasia (art. 143.4 CP) cuando esa muerte se produzca en cualquier otra circunstancia.

Excepción a la sanción penal

Esto significa que la LORE no ha configurado un ‘derecho subjetivo a morir’, algo que sí contravendría cualquier posible interpretación del art. 15 CE y la propia jurisprudencia expresa del TC. Mantener la tipificación penal del supuesto eutanásico, estableciendo una excepción a la sanción penal, excluye reconocer un derecho subjetivo a morir, que otorgaría a cualquier persona la facultad de solicitar que se le provoque la muerte sin restricción alguna de edad, enfermedad o circunstancia[21].

Precisiones de la resolución del TC:

La propia resolución del TC se ha cuidado de precisar bien este aspecto, advirtiendo que

su pronunciamiento se limita exclusivamente a la concreta cuestión que plantean el recurso y la ley orgánica, sin abordar otros problemas que suscita la adopción de decisiones en el final de la vida. La ley reconoce un derecho subjetivo de naturaleza prestacional -la eutanasia activa directa, bajo dos modalidades de prestación de ayuda a morir-, siempre que se produzca a petición expresa y reiterada del paciente, en un contexto eutanásico médicamente verificado, es decir, en un contexto de sufrimiento debido a una enfermedad o padecimiento incurable que la persona experimenta como inaceptable y que no ha podido ser mitigado por otros medios.

La Constitución (CE) ofrece cobertura a este derecho subjetivo -en forma de derecho de autodeterminación de la persona para que pueda decidir el modo y el momento de su muerte- en los art. 15 (derecho fundamental de integridad física y moral) y 10.1 (principios de dignidad humana y libre desarrollo de la personalidad)[22].

El TC se cuida de precisar que el derecho de autodeterminación sobre la propia vida se restringe a “contextos eutanásicos módicamente certificados” y también que

de ello no se deriva un permiso automático, total e indiscriminado de la ayuda de terceros, pues para que una regulación que ampare esa colaboración resulte compatible con la Constitución es preciso que el legislador, como ha hecho en la LORE, establezca medidas de protección suficientes de los derechos y bienes afectados por el ejercicio del derecho de autodeterminación.[23]

Efecto social negativo

No obstante, resulta evidente que la intervención despenalizadora de la ley provoca un efecto social profundamente negativo. La praxis jurídica demuestra que las conductas despenalizadas, aunque se restrinjan a supuestos muy específicos, acaban siendo consideradas por la opinión pública como derechos subjetivos generalizados, que acaban encontrando la manera de extenderse a supuestos no inicialmente contemplados. El caso de la despenalización del aborto en España fue en su momento paradigmático al respecto[24]. En el caso de la ley de eutanasia, el hecho de aceptar que “los sufrimientos constantes e intolerables” que determinan el ‘contexto eutanásico’, puedan ser de orden psíquico, por tanto, vinculados a la apreciación del propio sujeto, permite prever que ese contexto acabará por ensancharse progresivamente, como sucedió en el caso del ‘peligro psíquico para la madre’ en la primera regulación del aborto[25].

Agere licere

Conviene reiterar aquí, de nuevo, que el derecho fundamental a la vida del art. 15 CE no puede amparar un correlativo derecho a la muerte. Ya hemos indicado la sustancial diferencia existente entre ser titular de un derecho y actuar dentro del ámbito del “agere licere”. El TC lo puso de manifiesto en 1990 con ocasión de sus pronunciamientos en torno a la alimentación forzosa de los presos del GRAPO en huelga de hambre.

La resolución del TC en el caso de la huelga de hambre de los presos del GRAPO

El TC estableció expresamente que “no existe el derecho a la propia muerte” (STC 120/1990 de 27 de junio; STC 137/1990 de 19 de julio y STC 11/1991 de 17 de enero); y que “la decisión de arrostrar la propia muerte no es un derecho fundamental” pero sí una “manifestación del principio general de libertad contenido en nuestro Derecho” (STC 154/2002 de 18 de julio). El TC recordó que una cosa es la posibilidad de disponer fácticamente sobre la propia vida y otra cosa muy distinta es afirmar la existencia de un derecho a morir, ya que esto último implicaría la capacidad de comprometer a terceros y, en última instancia, al Estado, en la garantía de realización efectiva de la pretensión de acabar con la propia vida. Literalmente lo expresó así:

El derecho a la vida [tiene] un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte.

Ello no impide, sin embargo, reconocer que, siendo la vida un bien de la persona que se integra en el círculo de su libertad, pueda aquélla fácticamente disponer sobre su propia muerte, pero esa disposición constituye una manifestación del “agere licere”, en cuanto que la privación de la vida propia o la aceptación de la propia muerte es un acto que la ley no prohíbe y no, en ningún modo, un derecho subjetivo que implique la posibilidad de movilizar el apoyo del poder público para vencer la resistencia que se oponga a la voluntad de morir, ni, mucho menos, un derecho subjetivo de carácter fundamental en el que esa posibilidad se extienda incluso frente a la resistencia del legislador, que no puede reducir el contenido esencial del derecho (STC 120/1990, de 27 de junio, FJ 1).

No se trata de un derecho a morir

La despenalización restringida de la acción eutanásica (que es lo que realmente se ha producido con la LORE) ha activado la posibilidad de llevar a cabo esa conducta por un profesional sanitario como algo no sancionable penalmente. Pero, ni siquiera la facultad legal de solicitar la “prestación de ayuda para morir” la convierte en algo parecido a un ‘derecho a morir’ del paciente, tal y como se plantea equívocamente en el texto del art. 1 LORE. En sentido estricto, como recuerda el TC, estamos ante un derecho de instar un proceso reglado, que puede desembocar en la prestación eutanásica, siempre que se cumplan los requisitos establecidos y solo si las distintas instancias médicas y administrativas estiman que concurren las circunstancias para que eso se produzca[26].

En definitiva, la LORE no ha establecido, en absoluto, un ‘derecho a morir’ (o a disponer autónomamente de la propia vida) a pesar de que su Preámbulo lo proclame con gran solemnidad. Si lo hubiera hecho, cualquiera que deseara morir con la asistencia de un sanitario debería poder hacerlo en cualquier momento, sin restricción alguna.

Derecho a solicitar la ayuda para morir

Ser titular de un derecho significa tener un poder sobre algo o sobre alguien. Supone lograr que un tercero haga lo que quizá no quiera hacer, o que no haga lo que quizá querría hacer. Si el ‘ser ayudado a morir’ se hubiera configurado como un auténtico derecho subjetivo, eso significaría que cualquiera podría hacer que un sanitario le provocara la muerte y que ese hecho dependiera exclusivamente de su voluntad. Sin embargo, el único poder que la LORE ha establecido es el de solicitar la prestación, es decir, que se inicie un procedimiento, pero la decisión última para recibir la ‘ayuda a morir’ no es del enfermo sino de un comité burocrático, tal y como dispone el art. 10 LORE[27].

Por otra parte, si se hubiera un derecho subjetivo general a ‘ser ayudado a morir’ no tendría por qué limitarse a quienes están incursos en una enfermedad grave, terminal o invalidante o a quienes padecen sufrimientos insoportables.

En buena lógica, un verdadero derecho a morir debería facultar a cualquiera que deseara morir y no pudiera (o no se atreviera a) hacerlo por sus propios medios, a dirigirse a un centro sanitario y exigir la asistencia de alguien que le provocara la muerte. En eso consistiría un verdadero derecho a la eutanasia. Y, paradójicamente, ese sería el único planteamiento legitimador para poder imponer un deber legal de satisfacer el contenido del derecho (ser ayudado a morir) a sus titulares. Pero no es eso lo que ha configurado la LORE. Por eso no se les ha conferido, sin más, a los ciudadanos la capacidad de imponer su voluntad sobre la del personal sanitario en el caso de que hubieran decidido poner fin a su vida y necesitaran de su intervención[28].

La decisión es del Estado

En realidad, como sostiene Albert, no es el enfermo en el ejercicio de su derecho el que impone su voluntad a un sanitario para que le provoque la muerte, es el Estado el que obliga a un sanitario a realizar esa conducta, cuando estima que en la persona solicitante se cumplen determinadas circunstancias. De este modo, bajo la falsa apariencia de conceder un derecho al ciudadano, el Estado es el que, en última instancia, acaba decidiendo sobre la vida y la muerte de las personas y agrandando su control sobre las profesiones sanitarias, imponiéndoles el deber jurídico de matar a quienes tienen por oficio justo lo contrario, curar y evitar la muerte de otros[29].

 

3. La inicua imposición al personal sanitario del deber jurídico de matar

La obligación jurídica de provocar la muerte 

La ley española de la eutanasia
Imposición legal a los sanitarios de practicar la eutanasia. Imagen

En este contexto de la equívoca configuración de la eutanasia como derecho a morir es donde se suscita la cuestión que hemos dejado apuntada en el apartado anterior: la solicitud de recibir la prestación de ayuda para morir produce el efecto de imponer a terceros (los profesionales sanitarios) un deber legal de satisfacer esa pretensión a quienes son considerados aptos para ello por un comité burocrático (art. 10.4 LORE).

Desde el punto de vista de la deontología profesional, resulta insólito y lacerante que el Estado imponga a un profesional de la salud la obligación jurídica de provocar directamente la muerte de un paciente (con independencia de que sea a petición de éste). Si hay algo que todavía parecía constituir el núcleo más sagrado, compartido e indestructible de la profesión médica es el contenido de la máxima que figura en el frontispicio del juramento hipocrático: primum non nocere. Imponer a un profesional sanitario la obligación de ‘matar’, sean cualesquiera las circunstancias que puedan modular el acto, supone pervertir y contravenir la esencia misma de la profesión sanitaria, se mire por donde se mire.

De eso se quejó en diversos comunicados oficiales el Consejo General de Colegios Médicos. Pero la escasa contestación real que esto ha tenido por parte de quienes forman parte del colectivo sanitario hace pensar que su concepción sobre el valor de la vida humana se ha debilitado profundamente.

¿Existe un derecho fundamental a morir?

No obstante, desde el punto de vista jurídico, la imposición de esta obligación legal resulta todavía más discutible. ¿Cómo se puede imponer a alguien un deber, de extrema gravedad moral, como es el de ‘matar a otro’, sin que exista en nuestro ordenamiento un ‘derecho fundamental a morir’ que pueda ser exigido? ¿Cuál es el fundamento que justifica la imposición de un deber de esta magnitud, que obliga a los profesionales sanitarios a refugiarse en lo excepcional (acudir a la objeción de conciencia) para negarse a realizarlo, sin que exista un derecho fundamental que deba satisfacerse?

He ahí el núcleo de la cuestión: si no existe un derecho fundamental a morir del paciente, resulta jurídicamente improcedente que a todo profesional sanitario se le imponga la obligación legal de provocar la muerte del paciente que lo solicite. Y mucho más incongruente resulta que, negarse a hacerlo (acudiendo a la objeción de conciencia), sea valorado implícitamente como una falta de humanidad, un obstáculo frente a la legítima autonomía del paciente y una defensa de la obstinación terapéutica y el sufrimiento inútil. Imponer ese deber legal supone, a mi juicio, instrumentalizar jurídicamente al sanitario, privándole de su dignidad personal, profesional y ciudadana.

Destrucción de la simetría médico-paciente

Para comprender esto conviene recordar que existe un paralelismo entre el Derecho y la Medicina, patente ya en la antigüedad griega, que va más allá de su condición de saberes prácticos. En el Derecho hay una ineludible exigencia de simetría, derivada de su radical exigencia de tratar al otro como un igual. Esa misma exigencia de no instrumentalizar al otro se aprecia en la Medicina, exigencia que está inscrita en la ‘lógica del sanar’. Sanar es un fin que establece la simetría entre médico y paciente. Es la garantía de que ninguno de ambos se convierte en instrumento del otro; de que no se producen imposiciones paternalistas por parte del médico, ni se concibe el acto médico como un simple bien de consumo exigible.

Sin embargo, la eutanasia destruye la simetría porque centra la mirada exclusivamente en la autodeterminación del paciente, quedando marginada la presencia del ‘otro’, que se convierte en un mero instrumento inerte de la voluntad de aquel. La eutanasia no es, pues, un mero acto de renuncia personal a la vida, la eutanasia supone la instrumentalización de ‘otro’ con el que ya no existe la simetría del igual. Se convierte en una relación bilateral en la que uno se autodetermina y el ‘otro’ deviene invisible. Esta ‘invisibilidad del otro’ derivada del deber heterónomo impuesto al sanitario desnaturaliza el conflicto de libertades que debería producirse entre la voluntad autónoma del enfermo y la del sanitario, ya que la voluntad de este último queda inhabilitada al ser instrumentalizada y sometida por el mero hecho de desarrollar una profesión sanitaria.

Un conflicto de libertades

El Derecho exige siempre la ‘visibilidad del otro’ como sujeto libre. No podemos hablar de Derecho cuando no existe la simetría (reciprocidad) entre las partes, porque solo una de ellas es ‘visible’, solo una de ellas tiene el poder de autodeterminarse y puede ejercerlo unilateralmente sometiendo a la otra. La eutanasia desvirtúa la relación médico-paciente como conflicto de libertades al limitar lo ‘visible’ de esa relación a una sola cosa: la voluntad de quien solicita morir. Solo ampliando el ámbito de visibilidad, el caso adquiere su verdadera dimensión; esto es: un conflicto real entre el ejercicio de una libertad de decidir morir y un indiscutible derecho del sanitario a no provocar la muerte de otro. Un conflicto que debe resolverse en la “lógica del sanar” como principio jurídico básico, en virtud del cual el paciente que desea morir no puede determinar la voluntad de ‘otro’ para que le provoque la muerte.

Aceptando que existe la autodeterminación del paciente que solicita la eutanasia y aceptando que su manifestación de voluntad cumpla con las garantías legales previstas, lo que está en juego aquí no es un mero garantizar la autonomía del paciente, sino lo que Jürgen Habermas denomina “la estructura de nuestra experiencia moral en su conjunto”[30]. Es decir, no se puede sostener que todo ejercicio de la autonomía del individuo se considere legitimado por sí mismo, con independencia de que el ejercicio de esa autonomía pueda proyectar consecuencias demoledoras sobre determinados ámbitos; en este caso, minando el sentido mismo de la relación médico paciente, que ya no se desarrolla en la simetría del con-sentimiento propio de la ‘lógica del sanar, sino que se instala en el contexto ‘asimétrico’ del a-sentimiento, propio de la ‘lógica del matar’.

La imposición legislativa de la lógica del matar

Aceptar la existencia de casos concretos ´trágicos’, que son dignos de piedad, y en los que la medicina paliativa puede acercarse a una línea de frontera con la asunción del acortamiento de la vida[31], no puede legitimar el cambio radical de sentido que la eutanasia produce en el ejercicio de las profesiones sanitarias, como consecuencia inevitable de la imposición legislativa de la ‘lógica del matar’ en su núcleo más profundo.

Para imponer a determinadas personas el deber de matar (o de ‘prestar ayuda para morir’, según la LORE) se requiere de un fundamento mucho más sólido que la mera voluntad del sujeto que pretende poner fin a su vida. Existe un gigantesco desequilibrio entre ambas situaciones jurídicas, hasta el punto de que la ley provoca la invisibilidad jurídica y profesional del sanitario. No hay razón lógica (ni jurídica) que pueda justificar que el Estado imponga a los sanitarios la obligación de privar de la vida a un enfermo. Se trata de una cuestión fundamental que la resolución del TC apenas se ha molestado en explicar, dándola por supuesta, sin aportar una razón justificadora cuando no se trata de un derecho fundamental:

En conclusión, el derecho a la integridad física y moral en conexión con la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad protegen un ámbito de autodeterminación que ampara la decisión individual, libre y consciente, de darse muerte por propia mano, en un contexto de sufrimiento extremo como el que describe la ley orgánica cuestionada. Derecho que incluye la facultad de recabar y usar la asistencia de terceros que fuere necesaria para llevar a la práctica la decisión de morir de manera acorde con su dignidad e integridad personal, de manera segura e indolora.[32]

Voluntariedad versus objeción de conciencia

Y esa ausencia de razones para que el legislador imponga a un tercero la obligación jurídica de terminar con la vida de una persona, en absoluto puede camuflarse a través de la puerta trasera del reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia. Lo que en realidad muestra el reconocimiento de ese derecho de objeción no es el respeto a las convicciones morales de los sanitarios, sino la falta absoluta de fundamento para que un Estado de Derecho les imponga el inicuo deber de matar[33].

Constatada tanto la inexistencia de un derecho a morir, como la improcedencia de fundamentar la obligación legal de matar en la despenalización de esa conducta cuando cumple los requisitos legales, entiendo que la única opción jurídicamente coherente en relación con el personal sanitario para realizar la acción eutanásica es la voluntariedad.

En otras palabras, una conducta configurada como excepción no punible al delito de eutanasia, no puede elevarse en ningún caso a deber jurídico impuesto genéricamente a toda una categoría de sujetos como lo es el personal sanitario. En todo caso, debería configurarse como decisión libre de quien, individualmente, ostentando la condición de sanitario, decidiera llevarla a cabo. El simple hecho de ser el médico que está tratando a un enfermo no puede justificar la imposición del deber de gestionar y llevar a cabo la ‘prestación de ayuda para morir’ o la necesidad de significarse como objetor de conciencia e inscribirse en un registro público, cuando la conducta que se le exige es absolutamente contraria a la que un profesional de la salud debería llevar a cabo.

La estigmatización de los objetores

En todo caso, una vez que la LORE ya ha sido convalidada por el TC, considero que debería llevarse a cabo una acción conjunta y decidida de todo el colectivo sanitario para externalizar esa práctica, sacándola del contexto hospitalario; habilitando espacios específicos destinados a ese fin y dotándolos con el personal sanitario que voluntariamente decida asumir su realización. El hecho de que un movimiento de estas características ni siquiera se considere entre la profesión médica indica el altísimo grado de anestesia moral que se ha introducido en ella.

En definitiva, resulta absolutamente intolerable que al personal sanitario se le imponga el deber de llevar a cabo un homicidio (despenalizado) y que quienes se resistan a ejecutarlo deban significarse acudiendo a un procedimiento de objeción de conciencia que, de facto, los estigmatiza exigiéndoles figurar en un registro de objetores. Y esto me parece algo tan grave y descabellado que resulta difícil aceptar que pueda haberse producido en un sistema de Derecho occidental como es el español.

 

4. Dignidad, autonomía y heteronomía

Primacía de la autonomía sobre la dignidad

Al hilo de la identificación que la resolución del TC hace entre dignidad y autonomía en el caso de la eutanasia y de la intervención del tercero para garantizarlas, quiero reflexionar mínimamente sobre la relación entre ambas. Tan solo voy a apuntar algunas cuestiones básicas. Históricamente está fuera de toda duda la primacía de la dignidad. La dignidad de la persona humana es la que siempre ha servido de fundamento al ‘libre desarrollo de la personalidad’. Es la dignidad la que marca en el otro un ámbito de intangibilidad, vetando todo intento de instrumentalización heterónoma.

Paradójicamente, la exaltación que se ha producido en el ámbito sanitario del principio de autonomía del paciente, a través del consentimiento informado, ha invertido esa relación, primando a la autonomía sobre la dignidad. Con la eutanasia, esa inversión se consolida definitivamente: el reconocimiento efectivo de la dignidad se hace depender de la capacidad del paciente de manifestar su autonomía[34]. Hablar de dignidad en este ámbito consiste en respetar la autodeterminación del paciente; a sensu contrario, la incapacidad de expresarla deja en manos de terceros la apreciación heterónoma de si la calidad de esa vida la hace digna de ser conservada[35].

La fundamentación última de la eutanasia es la autonomía de la persona

Para el legislador español, según se deduce del Preámbulo de la LORE, la fundamentación última y única de la acción eutanásica radica en que la autonomía de la persona en relación con la decisión de morir tiene absoluta preponderancia frente a cualquier bien o derecho que pretenda oponérsele. La resolución del TC es inapelable en esta línea:

La facultad de autodeterminación consciente y responsable de la propia vida cristaliza en el derecho fundamental a la integridad física y moral (art. 15 CE), que protege la esencia de la persona como sujeto moral con capacidad de libre y voluntaria decisión, un derecho que resulta vulnerado cuando se le mediatiza o instrumentaliza, olvidando que todo ser humano es un fin en sí mismo. La vida es cauce de ejercicio de la autonomía individual, sin más restricciones que las justificadas por la protección de otros derechos e intereses legítimos. El respeto a la autodeterminación de la propia vida debe ocuparse de las situaciones de sufrimiento extremo objetivo que la persona considera intolerable, porque afectan al derecho a la integridad personal en conexión con la dignidad humana.[36]

El acto eutanásico se presenta, pues, como un supremo acto de libertad y dignidad de la persona, que decide voluntariamente poner fin a su vida cuando considera que ésta ya no tiene valor, frente a quienes pretenden imponerle una irracional obligación de seguir viviendo. De facto, el argumento de la autonomía es el que más se invoca entre quienes defienden la eutanasia: ¿Es digno obligar a alguien a vivir en contra de su propia voluntad?

Decisión autónoma, acción heterónoma

Habría que precisar aquí que el alcance de la autonomía de la persona llega hasta donde llega su capacidad de actuar. En otras palabras, a nadie se le obliga a vivir en contra de su voluntad, como sostiene el TC, pero la decisión de morir, cuando la persona no puede causarse la muerte por sí misma, aun siendo su voluntad firme y deliberada, no puede obligar a un tercero a producírsela. En ese caso habremos traspasado el ámbito de la autonomía y nos habremos situado en el de la heteronomía. La eutanasia, tal y como la describe la LORE, tanto por su planteamiento (art. 1) como por su ejecución (art. 4) no responde a una disposición autónoma de la vida, sino a una disposición heterónoma de la misma: lo que se pretende es ‘ser ayudado a morir’.

En efecto, la decisión de una persona de poner fin a su vida es, sin duda, una decisión ‘autónoma’, pero esa decisión requiere del concurso necesario, indispensable, de un tercero, convirtiendo así la acción en esencialmente heterónoma y, a partir de ese momento, sometida a los protocolos establecidos por la regulación legal. Es otras palabras, el ejercicio de la autonomía no conduce por sí misma al acto eutanásico, sino que se agota, como ya apuntamos, en la capacidad de poner en marcha un procedimiento cuando se cumplen determinados requisitos (art. 4.1 LORE). A partir de ese momento, la decisión escapa completamente de la autonomía de la persona y queda sometida a la tutela burocrática del poder público, que es de donde procede la decisión final (arts. 5-10 LORE) y que puede ser favorable o contraria (art. 7 LORE).

No siempre es fundamento la autonomía del sujeto

En el suicidio la decisión y la acción es autónoma, a diferencia de la eutanasia. Imagen

La heteronomía es una propiedad inherente a la regulación que la LORE hace de la eutanasia, por lo que mal puede justificarse recurriendo a la autonomía del sujeto. Sin la acción directa del tercero, la muerte de la persona no puede producirse.

Cuando la persona es capaz de provocarse a sí misma la muerte (dejando a un lado la calificación moral del acto) entonces sí estamos ante una decisión y una ejecución fruto de su autonomía. El suicidio, que no está penado en nuestro sistema jurídico (aunque sí la inducción y la cooperación) responde plenamente a la autonomía de la persona. La eutanasia, en cambio, puesto que depende del concurso de un tercero, es heterónoma por definición y eso significa que nadie puede, como consecuencia directa de la autonomía de su voluntad, obligar a otro a provocarle la muerte, sin que eso constituya un delito de acuerdo con el art. 143.4 CP[37].

Por otra parte, la elevación de la autonomía a fundamento de la dignidad no rige en otros ámbitos como, por ejemplo, la violencia de género, frente a la cual el Derecho considera irrelevante la voluntad expresa de la víctima de aceptar el maltrato y no denunciar a su agresor. El Estado prioriza, lógica y acertadamente, la defensa de la dignidad de la mujer a través de la acción de la justicia, que se produce de oficio incluso contra su expresa voluntad. He ahí la ambigüedad y debilidad que delata la prevalencia de la autonomía como fundamento de la dignidad en el ámbito médico. Y he ahí también el gran reto que tiene planteado la filosofía moral y política.

El fundamento de la dignidad hoy es la autonomía y la autodeterminación

No cabe duda de que un planteamiento abierto a la transcendencia cuenta con argumentos para mantener la primacía de la dignidad como fundamento de la autonomía. Pero, como señala Ollero, se trata de aportar una fundamentación laica de esa primacía con argumentos que puedan ser compartidos por todos creyente y no creyentes[38].

No resulta fácil revertir hoy la máxima de que el fundamento de la dignidad se encuentra en la autonomía y la autodeterminación de la persona. Pero sí resulta fácil comprender que aceptar esa pretensión, sin más, entrañaría la negación de la dignidad a todas aquellas personas que carecen de autonomía, y eso posiblemente afectaría de modo mayoritario a los enfermos terminales. Para quienes entienden que la dignidad reside en la autodeterminación y la autonomía y que eso obliga a respetar la voluntad del enfermo terminal, el fundamento radica en que una vida sin autodeterminación es indigna. Y eso supone aceptar que alguien que ya no puede hacer uso de su libertad, pierde por ello su dignidad.

La vida deja de tener valor por sí misma

La aceptación de la eutanasia estriba precisamente en afirmar que la vida no tiene valor por sí misma, que no es un bien objetivo, sino que solo es valiosa en la medida en que cumple con determinados estándar de calidad. En la medida en que el valor de la vida se somete a la subjetividad, a la percepción del sujeto, entonces se reduce a algo que simplemente se posee y sobre lo que puede decidir en función de la autonomía. Para esta ideología libertaria no hay univocidad entre vida y dignidad, sino que ambas categorías se identifican con la autonomía: vida=autonomía; dignidad=autonomía; vida digna=autonomía

Aceptar esto supone olvidar que la dignidad pertenece a la persona, no a las particulares condiciones de su vida. La dignidad procede de la condición de persona y, por ello, es igual para todas las personas. Todos poseemos la misma dignidad. Lo que establece rangos y jerarquías, como subraya Sánchez Cámara, es la forma en que cada uno vive. Hay formas más o menos valiosas de vida, pero no hay personas más o menos dignas que otras[39]. Toda vida es digna porque es una vida personal. Es preciso distinguir entre las formas de vida (las circunstancias de la vida) y la dignidad de las personas.

Dignidad y sufrimiento

La persona es digna porque es un fin en sí y nunca un medio, sea cual sea la forma de vida que adopte o el grado de deterioro físico o psíquico que sufra. La dignidad no radica en eso, sino en el carácter personal de la vida. Una vida deteriorada o sin posibilidades de desarrollo autónomo continúa teniendo el mismo valor que una vida autónoma porque no se despersonaliza, no pierde la dignidad. En este sentido, la eutanasia sí supone una evidente despersonalización y deshumanización, porque desgaja la vida de la persona (siempre digna) y la vincula a la autonomía.

Al hilo de esto surge la pregunta fundamental. ¿Puede el sufrimiento anular la dignidad de la vida? ¿Es indigna una vida extremadamente sufriente? De nuevo es fácil argumentar desde una visión trascendente, pero es difícil hacerlo desde una perspectiva laica. En todo caso, para ambas, el dolor se presenta como una de las más profundas y misteriosas experiencias humanas. Pero la historia humana demuestra que no existe una radical incompatibilidad entre dignidad y sufrimiento.

El dolor nos hace grandes

Miguel de Unamuno decía que en el dolor nos hacemos y en el placer nos gastamos. Y Beethoven, en la partitura de la Novena Sinfonía, escribió: “A la alegría por el dolor”. La verdad nos hace libres, y el dolor nos hace grandes, recordaba Zubiri. El dolor es un mal, pero puede tener consecuencias beneficiosas[40]. Cabría decir, parafraseando a Nietzsche, que un hombre vale en función de la cantidad de dolor que es capaz de soportar. Eso no significa que debamos buscar el dolor o hacer apología del masoquismo. No. Uno de los fines principales de la medicina es precisamente aliviar el dolor. El dolor ajeno nos mueve a la compasión, nos conmueve, precisamente por eso la respuesta ante esa misteriosa realidad no es la negación sino el acompañamiento: com-padecer, padecer con el ‘otro’.

 

5. A modo de conclusión sobre la ley de la eutanasia

Va más allá de la despenalización de la eutanasia

El proceso que se ha puesto en marcha con la aprobación de la LORE va mucho más allá de su concreto efecto legal: la despenalización de la acción eutanásica en determinados supuestos. No se trata simplemente de una cuestión técnico-jurídica sobre la oportunidad de no imponer sanciones penales a determinadas acciones, considerándolas ahora amparadas por una legislación específica. El problema de fondo radica en que la acción del Derecho tiene una profundísima función pedagógica sobre el tejido social, sea para estigmatizar una conducta o sea para normalizarla. No estamos, pues, ante la mera aprobación de una ley, sino ante la respuesta que estamos dando como país, como sociedad y como civilización a uno de los problemas morales más profundos de nuestra época, como es al tratamiento de la fragilidad humana extrema.

Afectará a todos

En ese sentido, resulta muy ingenuo pensar que la institucionalización de la eutanasia como recurso ante el final de la vida humana solo afectará a quienes ‘opten’ libremente por acogerse a ella y resultará ajena o indiferente para todos aquellos que no desean optar por solicitarla. Como ha subrayado atinadamente Marta Albert,

la normalización de la eutanasia afectará necesariamente a todos los enfermos y mayores y, el día de mañana, a nosotros mismos: el derecho a morir de unos pocos se transformará en el ‘deber’ (no jurídico, pero tremendamente eficaz) de morirse de muchos[41].

La enfermedad se convertirá en una carga familiar

En efecto, a partir de la institucionalización de un ‘derecho a recibir ayuda para morir’, la situación de un enfermo grave y crónico dejará de ser la consecuencia natural de la fragilidad humana y pasará a ser una dura carga familiar y social que no resulta razonable sostener existiendo la posibilidad de abandonar este mundo y, con ello, liberándose a uno mismo de todo sufrimiento y a sus congéneres de toda responsabilidad.

Por virtud de esta siniestra regulación, la enfermedad ya no será algo natural que el paciente sufre y que genera hacia él la compasión, el acompañamiento y el cuidado, sino que se convertirá para él en la ineludible exigencia de ‘optar’: seguir viviendo o anticipar la muerte. Y sobre la ‘opción’ de seguir viviendo pesará la enorme losa de ser calificada como “obstinación”. A partir de ahora, cuando alguien decida no ejercer su ‘derecho a solicitar ayuda para morir’ ¿tendremos realmente hacia él la misma consideración que cuando no gozaba de esta prerrogativa? Resulta obvia la presión que experimentará quien se encuentre en esa situación.  

La solución sería la universalización de los cuidados paliativos

Por último, a pesar de lo que afirma el TC, la práctica totalidad de las instancias sanitarias señalan que la verdadera urgencia en el final de la vida no está en la eutanasia sino en la universalización de los cuidados paliativos. En España se estima que no reciben los adecuados cuidados aproximadamente la mitad de quienes los necesitan. Los cuidados al paciente y a su familia durante el proceso final de la vida sí representan una ayuda real para el buen morir. Esos cuidados sí constituyen el presupuesto de una verdadera libertad de opción del paciente, que no puede ejercerse en medio de situaciones hospitalarias precarias y de sufrimientos no tratados correctamente, por más derechos que se le reconozcan.

La respuesta que la LORE ofrece a la fragilidad y al sufrimiento humano al final de la vida representa, a mi juicio, uno de nuestros mayores fracasos como sociedad. Considero que los enfermos y sus familias merecen un compromiso social y jurídico infinitamente más acorde con nuestro compromiso de proteger especialmente a los más débiles y vulnerables.

 

Candidato a la eutanasia
Anciano. Imagen

 

Para consultar el artículo anterior

Otros artículos de  P. Talavera  publicados en esta web:

La pobreza y sus diversos enfoques (Diciembre 2018)

La deconstrucción de la medicina (Febrero 2020)

Tecnologismo digital como antesala de la inhumanidad (Abril 2022)

 

 

 

NOTAS

[1] Vid. Tribunal Constitucional, Nota Informativa n.24/2023, 22 de marzo de 2023.

[2] Vid. BOE núm. 155, de 30 de junio de 2021 (BOE-A-2021-10820).

[3] Tribunal Constitucional, Nota Informativa n.24/2023, 22 de marzo de 2023, p. 1.

[4] Nota Informativa n.24/2023, 22 de marzo de 2023, p. 1-2.

[5] M. López Estornell, “Eutanasia, ejemplo de dignidad humana”, Diario Levante, 8.XI.2021.

[6] J.M. Ribera Casado, “Vejez, muerte y dignidad”, Revista DMD, 62/2013, p. 9-13.

[7] Tribunal Constitucional. Nota Informativa n.24/2023, 22 de marzo de 2023, p. 3.

[8] Ibid., p. 2.

[9] Art. 16: “1. Los profesionales sanitarios directamente implicados en la prestación de ayuda para morir podrán ejercer su derecho a la objeción de conciencia. El rechazo o la negativa a realizar la citada prestación por razones de conciencia es una decisión individual del profesional sanitario directamente implicado en su realización, la cual deberá manifestarse anticipadamente y por escrito.

2. Las administraciones sanitarias crearán un registro de profesionales sanitarios objetores de conciencia a realizar la ayuda para morir, en el que se inscribirán las declaraciones de objeción de conciencia para la realización de la misma y que tendrá por objeto facilitar la necesaria información a la administración sanitaria para que esta pueda garantizar una adecuada gestión de la prestación de ayuda para morir. El registro se someterá al principio de estricta confidencialidad y a la normativa de protección de datos de carácter personal”.

[10] “Frente a la queja de los demandantes, la LORE define con precisión los presupuestos del llamado contexto eutanásico. En concreto, el padecimiento grave ha de presentarse siempre como una enfermedad somática en su origen, aunque los sufrimientos constantes e intolerables pueden ser de orden psíquico. De manera que la LORE no incluye entre los padecimientos graves la enfermedad psicológica o la depresión”. Tribunal Constitucional. Nota Informativa n.24/2023, 22 de marzo de 2023, p. 3.

[11] Art. 1: “El objeto de esta Ley es regular el derecho que corresponde a toda persona que cumpla las condiciones exigidas a solicitar y recibir la ayuda necesaria para morir, el procedimiento que ha de seguirse y las garantías que han de observarse”.

[12] Art. 4.1. “Se reconoce el derecho de toda persona que cumpla los requisitos previstos en esta Ley a solicitar y recibir la prestación de ayuda para morir”.

[13] STC 120/1990, FJ. 6 y STC 154/2002, FJ 12. En ambos casos se establece que la disposición de la propia vida puede ser un acto de libertad del sujeto, pero en ningún caso un derecho fundamental que implique la acción del poder público o del legislativo.

[14] A. Ollero, “La invisibilidad del otro. Eutanasia y dignidad humana” Revista de las Cortes Generales, n. 57 (2002): p. 50.

[15] Jakobs reduce la justificación de la sanción penal de la eutanasia a “la preocupación paternalista de que el peticionante tome por sí mismo la decisión definitiva de un modo maduro”, evitando “el eventual apresuramiento en el modo de tratar la vida propia” (Vid. G. Jakobs, Sobre el injusto del suicidio y del homicidio a petición, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1996, p. 24.

[16] El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al examinar el 29.IV.2002 el caso Pretty contra el Reino Unido, tras recordar (epígrafe 68) que la Convención admite injerencias del Estado en la vida privada, cuando estén “previstas por la ley” y persigan fines legítimos “necesarios en una sociedad democrática”, considera (epígrafe 69) que la prohibición del suicidio asistido no vulnera el artículo 8, ya que cumple esas condiciones al perseguir el fin legítimo de preservar la vida y proteger los derechos de otro.

[17] “El establecimiento de un derecho a morir supone declarar legalmente la facultad de las personas para disponer de la propia vida en ciertas circunstancias; asimismo supone considerar ajustadas a derecho determinadas actuaciones de terceros que ponen fin de forma directa a una vida humana; supone incluso que hay quien puede exigir legalmente ciertas actuaciones a otros para que acaben con su propia vida” (V. Méndez Baiges, Sobre morir. Eutanasias, derechos, razones, Madrid, Trotta, 2002, pág. 59).

[18] STC 120/1990, FJ. 6 y STC 154/2002, FJ 12. Como ya vimos, en ambas el TC precisa que la disposición de la propia vida puede ser un acto de libertad del sujeto, pero en ningún caso un derecho fundamental que implique la acción del poder público o del legislativo.

[19] W. Hohfeld, Conceptos jurídicos fundamentales, Fontamara, México, 1992. También L. Hierro, “Conceptos jurídicos fundamentales”, en Lecciones UAM, Madrid, 2000, p. 168-179.

[20] A. Ollero, “La invisibilidad del otro. Eutanasia y dignidad humana”, cit., p. 51.

[21] R. Moliner, “La obligación legal de provocar la muerte del paciente y el derecho de objeción de conciencia del profesional sanitario en la Ley Orgánica 3/2021 de 24 de marzo. Apunte crítico”, en Estudios de derecho privado en homenaje al profesor Salvador Carrión, Tirant lo Blanc, 2022, p. 679-712.

[22] Tribunal Constitucional. Nota Informativa n.24/2023, 22 de marzo de 2023, p. 1-2.

[23] Ibid., p. 3.

[24] M. Albert, “Eutanasia: de delito a derecho”. Bajo Palabra. II Época. n. 24. p. 249-250.

[25] El art. 3 LORE define así ese contexto eutanásico:

b) «Padecimiento grave, crónico e imposibilitante»: situación que hace referencia a limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no permite valerse por sí mismo, así como sobre la capacidad de expresión y relación, y que llevan asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece, existiendo seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable. En ocasiones puede suponer la dependencia absoluta de apoyo tecnológico.

c) «Enfermedad grave e incurable»: la que por su naturaleza origina sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables sin posibilidad de alivio que la persona considere tolerable, con un pronóstico de vida limitado, en un contexto de fragilidad progresiva.

[26] R. Moliner, “La obligación legal de provocar la muerte del paciente…, cit., p. 691.

[27] Ibid., p. 692.

[28] Ibíd., p. 693.

[29] M. Albert, “Eutanasia: de delito a derecho”, cit., p. 253

[30] J. Habermas, El futuro de la naturaleza humana, Paidós, 2002, p. 29.

[31] R. Germán, “Vulneraciones de la dignidad humana al final de la vida”, Cuadernos de Bioética XXVIII 2017/1ª, p. 92-93.

[32] Tribunal Constitucional. Nota Informativa n.24/2023, 22 de marzo de 2023, p. 2.

[33] M. Albert, “Eutanasia: de delito a derecho”, cit. p. 254.

[34] A.M. Marcos Del Cano, La eutanasia. Estudio filosófico-jurídico, Marcial Pons, 1999, p. 173.

[35] A. Ollero, “La invisibilidad del otro. Eutanasia y dignidad humana”, cit., p. 56.

[36] Tribunal Constitucional. Nota Informativa n.24/2023, 22 de marzo de 2023, p. 2.

[37] “La decisión no es de la persona sino de las instancias externas que evalúan su decisión (art. 5.2 LORE). La obligación del tercero de provocarle la muerte no nace de la autonomía del peticionario, sino que la impone el Estado una vez que verifica el cumplimiento de los requisitos y protocolos (art. 11 LORE). Esa es la razón por la cual ‘la prestación de ayuda para morir’ no puede configurarse como un derecho subjetivo, sino como una simple capacidad de instar el procedimiento: la persona no ‘decide’ solamente ‘solicita’ (art. 5 LORE). Quien decide es una instancia ajena (Comisión de Garantía y Evaluación, ex art. 10 LORE), que puede respetar (o no) su voluntad, pero que en todo caso la tutela al margen de la propia persona.

Por otra parte, como el propio Preámbulo de la ley reconoce, la heteronomía resulta inevitable en cualquier regulación del acto eutanásico, porque el Derecho debe establecer garantías y controles para evitar que pueda privarse a alguien de la vida injustificadamente. Sin controles rigurosos que acrediten la libre voluntad de la persona ningún acto eutanásico resultaría jurídicamente aceptable; por ello, esa voluntad requiere una tutela y ha de someterse al cumplimiento de estrictas condiciones físicas y psicológicas: estado de salud, sufrimiento, lucidez, capacidad, competencia, etc. (arts. 8-12 LORE)

¿Qué significa todo esto? Significa que la decisión última es absolutamente heterónoma: si, quienes ejercen el control no lo autorizan, la decisión de morir del sujeto no se llevará a cabo. En ese sentido, el protagonismo en todos los pasos a seguir exigidos por el intrincado procedimiento (capítulo III de la LORE) no lo tiene el “paciente solicitante”, sino el “médico responsable” (art. 8.1) el “equipo asistencial” (art. 8.2) el “médico consultor” (art. 8.3) y la “Comisión de Garantía y Evaluación” (art. 8.5) a quien corresponde la decisión definitiva (art. 10). Se trata ciertamente de un sistema riguroso, que trata de evitar abusos o presiones, pero que diluye completamente la autonomía del sujeto: su decisión queda sometida a la voluntad de, al menos, cuatro instancias distintas y completamente ajenas a la voluntad del solicitante”. (R. Moliner, “La obligación legal de provocar la muerte del paciente…”, cit., p. 698-699).

[38] A. Ollero, “La invisibilidad del otro. Eutanasia y dignidad humana”, cit., p. 57.

[39] I. Sánchez Cámara, “El valor y la dignidad de la vida terminal. Prolegómenos filosóficos para una crítica de la eutanasia”, Cuadernos de Bioética. 2019; 30 (98): p. 43-53 

[40] En este sentido, resulta de lectura obligatoria el excelente ensayo de C. S. Lewis: El problema del dolor. Su tesis central es que Dios nos grita en el dolor. Dios no calla mientras sufrimos. Habla, incluso grita, precisamente a través de nuestro dolor. Lo que nos duele es la voz aguda de Dios que nos llama. Y nosotros, ignorantes, soberbios y sordos, aún hablamos de silencio de Dios… El dolor es el grito de Dios. Y habría que decirle a Él: Gracias, Dios mío, por el dolor que me envías, pues con él me has salvado. Él nos salvó con su dolor y nos continúa salvando con el nuestro.

[41] M. Albert, “Legalización de la eutanasia: lo que está en juego”, Cuadernos de Bioética. 2019; 30 (98): p. 21

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Pedro Talavera Fernández
Departamento de Filosofía del Derecho y Política at Universitat de València | Website | + posts

Profesor Titular de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universitat de València. Ha sido profesor Visitante de la Loyola University of Chicago (USA) y de la University of Cambridge (UK). Es autor de diversas publicaciones sobre garantías de los derechos humanos; bioética y biojurídica, metodología y argumentación jurídica; la postmodernidad y el posthumanismo; la dimensión narrativa y literaria del Derecho, etc.

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