Urbano Ferrer
Catedrático de Filosofía Moral. Universidad de Murcia. e-mail: urbano@um.es
1. Al comienzo de la Edad Moderna tiene lugar la disolución de los conceptos metafísicos, entre ellos el de persona, el cual, de designar una realidad en sí, sustantiva, pasa a reducirse a la conciencia de sí misma, que se autoconstituye en actos conscientes de recuerdo. El sujeto (upokeimenon) queda desustancializado, convirtiéndose en lo opuesto al objeto (la res cogitans cartesiana frente a la res extensa). La persona se limita al yo consciente de sí. Así, para Locke “resultará imposible hacer consistir la identidad personal en cualquier otra cosa que no sea el tener conciencia” (Ensayo sobre el entendimiento humano”, II, 21/23). La identidad de la persona alcanza hasta allí adonde llega su memoria. “El tener una misma consciencia es lo que hace que un hombre sea el mismo para él mismo, de eso solamente depende la identidad personal, con independencia de que se circunscriba a solo una sustancia individual” (P. 9/11). “No habiendo consciencia, no hay persona” (23/25). No pertenecen a mi identidad personal aquellos actos de los que no tengo consciencia en el instante presente.
2. Otra línea de derivación de la persona a partir de la conciencia de sí está en la abstracción que esta conciencia de sí supone respecto de las condiciones diferenciales de cada persona; decir yo es referirse a un concepto meramente formal, que prescinde de los contenidos particulares de cada uno. De aquí resulta la asimilación de la persona al yo único trascendental, irreductible a toda representación objetiva. Es el homo noumenicus o sujeto trascendental kantiano. Kant diferencia entre el homo phaenomenicus tal como se manifiesta empíricamente y el homo noumenicus, pensable como unidad supraempírica, al que denomina persona. Es un yo vacío cognoscitivamente: el yo pienso no es objetivable, dirá Kant. La sustancialidad del yo es un paralogismo de la razón dialéctica, no se le puede dar ninguna determinación positiva.
“Esta identidad de la persona no se sigue en absoluto de la identidad del yo en la conciencia de todo el tiempo en que me conozco. Por ello nos fue igualmente imposible basar en ella la inmortalidad del alma” (KrV, 2ª ed., A 365). Kant repone entonces la persona en el plano moral: “Los seres racionales se llaman personas porque su naturaleza los distingue como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio y por tanto limita en este sentido todo capricho (y es objeto de respeto)” (GMS, 428/83). Por ello los conceptos de persona y dignidad son correlativos. Influencia en K. Wojtyla de este sentido moral. Pero el fin en sí tal como lo entiende Kant tiene un sentido negativo. “La identidad del sujeto, de la que puedo adquirir conciencia en todas mis representaciones, no puede significar una identidad personal por la que entendamos la conciencia de la identidad de la propia sustancia, en cuanto ser pensante, a través de todos sus cambios de estado” (KrV, B 408).
3. En Hegel la persona es el individuo no como particular, sino como sujeto universal, en tanto que posee derechos universales. Es el sujeto singular o inmediato, pero a la vez principio de las instituciones éticas objetivas, que son la familia, la sociedad civil y el Estado. “La determinación del individuo es llevar a una vida universal” (FD, P. 258, nota). La universalidad no le viene al individuo de fuera, porque se lo concedan, sino que es el despliegue de su autorrelación o de su ser-para-sí. Por ser individuo humano, es decir, desde su inmediatez la persona es titular es derechos universales.
4. El yo trascendental en Husserl no es una condición a priori de posibilidad, algo deducido, como el kantiano, sino que es mostrable en concreto (konkret aufweisbar) en sus vivencias intencionales, pero no por sí mismo, ya que es indescriptible por estar vacío de notas. El yo es el que vive en sus actos, su fuente o foco de irradiación común. Este yo va ganando concreción en sus sucesivos escritos, hasta el punto de adquirir notas personales.
Ya para adquirir conocimiento de las cosas del mundo necesita de un punto de vista que le viene dado por su posición corpórea en el mundo; también del cuerpo dependen las cinestesias o movimientos anteriores a los actos libres, como el girar la cabeza ante una llamada, el abrir una persiana ante la falta de luz, el colocarse en la posición adecuada para ver un cuadro… Hay una conciencia inmediata del yo puedo que es anterior a la conciencia de objetos.
Dos caminos particulares que recorre Husserl en su aproximación a la persona son los motivos y los hábitos. Por lo que hace a los primeros, solo pueden motivar si hay una fuerza motivacional mayor que les presta su peso y que reside en la persona. “El valor más elevado lo representa la persona, que habitualmente le confiere a la resolución genuina, verdadera, válida, libre la mayor fuerza de motivación” (Ideen II, 316). En cuanto a los hábitos, pueden ser pasivos o sedimentados y activos. Los primeros quedan en el yo en singular una vez que ha realizado el acto de decidirse, el acto de formarse una opinión, el tomar posición, etcétera, quien llega a estar decidido, a ser de tal o cual opinión, a estar posicionado en tal o cual sentido.
Los hábitos activos son los que unifican una serie de actos de querer diversos, actuales y posibles, como un trasfondo habitual común: son aquello que en definitiva quiero en lo que estoy queriendo ahora de un modo actual y que a la vez abren posibles voliciones todavía indeterminadas. Estos hábitos del querer desembocan en un querer último incondicionado. “En su autoconocimiento como persona moral se actualiza el proyecto vital universal. Como persona tengo una voluntad universal, una dirección vital unitaria, un querer incondicionado de una capa superior, que unifica sintéticamente todas las voliciones efectivas y posibles” (Manuscritos E III).
Sobre la base de ello es viable la llamada por Husserl actitud personalista: “Enteramente distinta (de la actitud de las Ciencias de la Naturaleza) es la actitud personalista, en la que estamos siempre que vivimos unos con otros, hablamos entre nosotros, nos tendemos la mano al saludarnos, estamos referidos unos a otros en el amor y en el desdén, en intenciones y hechos, en discursos y réplicas; igualmente estamos en ella cuando consideramos las cosas que nos rodean precisamente como nuestro entorno y no como naturaleza objetiva, como lo hace la actitud natural. Se trata de una actitud enteramente natural y no artificiosa, que tuviese que ser ganada y garantizada solo mediante recursos especiales” (Ideen II). Así pues, refiere la actitud personalista a las formas de trato mutuo y a los componentes del mundo circundante, a los que identificamos como “regalo de”, “destinado a tal uso”, “perteneciente a”.
5. Un fenomenólogo coetáneo de Husserl, pero que se formó con independencia de él, es Scheler. En él la persona es uno de los leitmotivs, como los valores, el amor o las disposiciones de ánimo. Al no derivar en el idealismo trascendental, el tema de la persona aparece en el primer plano, sin confundirse con el yo. De hecho lo trata extensamente en el tercer libro de su Ética.
El yo es dado en las vivencias, co-percibido con ellas como lo que las envuelve. Pues las vivencias no están separadas unas de otras, sino que se entrelazan y penetran las unas en las otras sin no obstante confundirse. ¿Cómo es esto posible? Porque pertenecen al yo, que está en su trasfondo como el punto de referencia común. “Bien lejos de que el yo vivencial sea una conexión cualquiera de las vivencias, solo es dada plena y adecuadamente cada vivencia cuando en ella es codado el individuo vivenciador” (F, 376). Así como está presente el cuerpo en la percepción de cada órgano vital como el complejo al que pertenecen, también las vivencias están integradas sin solución de continuidad en el yo que las tiene por suyas. Si se produce el espejismo de que se unen vivencias separadas en la forma a priori del tiempo, es porque seleccionamos un conjunto de ellas mediante el cuerpo y las disociamos temporalmente de las otras: como un proyector que ilumina una parte de la pared provocando la ilusión de que la parte iluminada estuviera separada del resto.
En cuanto a la persona, cumple una función análoga al yo, pero con respecto a los sentidos de los correlatos vivenciados. La persona es dada, por tanto, en la coejecución de sus actos en tanto que provistos de un sentido: así, cuando decimos ‘esto es lo mismo que antes percibí’ o ‘esto contrasta con lo antes percibido’, sin necesidad de una comparación previa entre lo percibido antes y lo que percibo ahora. La persona es quien unifica los actos con sus contenidos de sentido, impidiendo que se dispersen unos de otros: es el agente común en el que convergen actos de esencia diversa. La persona está toda ella en cada uno de sus actos.
Un problema particular en Scheler es la unidad de la persona más allá de los actos. Su aproximación fenomenológica solo le permite patentizar a la persona en los actos conscientes intencionales. Aunque a veces designa a la persona como Akt-Substanz, no quiere decir que reponga para la persona la categoría ontológica aristotélica de sustancia; más bien lo que quiere excluir es que la persona sea una colección o haz de actos al modo de Hume. “La persona existe y se vive como un ser realizador de actos y de ningún modo se halla tras de estos o sobre ellos, ni es tampoco algo que, como un punto en reposo, estuviera por encima de la realización y el curso de los actos.” (E. 515).
6. La limitación de este planteamiento reside en que no puede dar cuenta de la dinamicidad o despliegue interno al núcleo personal, sino que se queda en la unidad esencial entre el quien y los actos. Justo el sí mismo en despliegue es lo que permite a Edith Stein, discípula de Husserl, enlazar con el ser de la persona las expresiones conscientes. Se podría figurar a la persona con un círculo, en cuyo espacio interno o ipseidad se desplaza el yo y se delimitaría del exterior por medio de la circunferencia, representativa de la corporeidad. De este modo, la persona es unitaria, pero no solo como esencia fenomenológica, sino también como progresivamente conformadora de un ser aquejado de potencialidad desde el inicio. Solo tangencialmente roza lo eterno, sin asimilarse o fundirse con ello, porque posee un inicio, que le impide ser translúcida (undurchsichtbar) para sí misma. Esta potencialidad interna se expone de modo particular en la temporalidad, dada por el tránsito continuo de los tres éxtasis de la conciencia entre sí, y a la vez la permanencia de un mismo yo personal, que no se fractura por tal tránsito. “El hombre recibe su acuñación (Prägung) íntegramente por medio de la vida actual del yo; es materia para la conformación efectuada por la actividad del yo” (EPH, 149).
Si no se pasa por el yo, dotado de un sí mismo, como motivo de tránsito a la persona, se adopta como modelo interpretativo la teoría hilemórfica, perdiendo de vista la individualidad que de suyo le acompaña, con todas las dificultades que esta teoría presenta en su aplicación al ser personal. Esta individualidad no procede de una materia indiferenciada que recibiera su especificidad de una forma universal, como ocurre en los productos del arte, de los que parte Aristóteles para sentar el hilemorfismo. Más bien es la persona individua la que tiene por suyas y cultiva sus potencias específicas, personificando con sus actos todo su ser potencial.
“Esto se funda en la estructura formal de la persona: en la unicidad de su yo, como tal consciente de sí mismo, que considera su esencia como lo más propio y que atribuye a todo otro yo igual unicidad y originalidad (Eigenheit)” (SEFE, 518).