La identidad cultural. Notas metafísicas
1. El multiculturalismo político
Al hablar de “multiculturalismo”, conviene distinguir, como ha hecho Botturi[1], entre el hecho social y la teoría política. En sus versiones más amplias, la teoría puede cubrir fenómenos, problemas y reivindicaciones tan distintos entre sí como los siguientes:
(A) El indigenismo, o la defensa de culturas aborígenes que, a consecuencia de la colonización, devienen minoritarias en el marco de un Estado moderno en el que corren peligro de perecer.
(B) La plurinacionalidad de aquellos Estados heterogéneos que incluyen minorías nacionales, definidas por la lengua, que aspiran a ser mayoritarias en determinados territorios.
(C) La polietnicidad[2] o multiculturalidad en sentido estricto, que se produce en las sociedades occidentales como resultado de la inmigración desde el Sur hacia el Norte. Con el agrupamiento residencial de los inmigrantes y su incremento numérico, se hace “visible” una diversidad cultural fuerte (de religión y costumbres, no sólo de lengua).
Y hasta incluso (D) la emergencia de las llamadas nuevas minorías que, siguiendo la pauta marcada por el feminismo –que no defendía precisamente a una “minoría”-, reivindican derechos para grupos sociales marginados (homosexuales, minusválidos, etc.), alegando poseer literalmente una “identidad” y hasta una “cultura” propias[3]. El adversario de este muy occidental multiculturalismo de la diferencia es el “monoculturalismo de la cultura patriarcal occidental”[4].
Por poner un solo ejemplo significativo, la declaración del Parlamento europeo sobre homofobia (18-1-2006) se adhiere implícitamente a esta teoría política cuando compara a la “comunidad” de lesbianas, gays, homosexuales y transexuales con las “minorías nacionales”, los grupos étnicos perseguidos y hasta con las personas discapacitadas (a las que cita ¡dos veces!).
Las características retóricas del multiculturalismo político son (i) su apelación a los conceptos de identidad y diferencia, cultura, reconocimiento, discriminación y discriminación positiva[5]; y (ii) una especie de “analogía en cascada”, que asemeja, por ejemplo, la situación de Québec (B) a la de los aborígenes canadienses (A); y la de las llamadas nuevas minorías (D) -ninguna de las cuales representa exactamente una “comunidad” en sentido sociológico-, a todas las situaciones anteriores.
Claro que no es preciso hacerse multiculturalista para tratar con justicia a las minorías desfavorecidas. Pero, tras la caída del muro de Berlín, buena parte de la izquierda occidental encuentra en la batalla cultural[6] un formato teórico común que permitiría ampliar su base social tradicional mediante una gran coalición de minorías y grupos sociales potencialmente mayoritaria, a la manera del Partido Demócrata estadounidense. Para hacer compatible esa estrategia con la democracia liberal, resulta esencial asimilar el llamado pluralismo cultural al pluralismo político, algo que, en mi opinión, Sartori ha criticado de forma concluyente[7]. Pero voy a centrarme en la idea de identidad cultural, que resulta esencial tanto para el multiculturalismo político como para la propuesta de Botturi.
2. Identidad cultural
El concepto de cultura
El concepto de cultura es uno de los más flexibles e imprecisos de la Antropología social. Puede aplicarse a los valores y creencias de una comunidad, o también a su conducta, incluso a sus artefactos materiales. Puede referirse a la perspectiva del nativo o a la del observador, a la mente del nativo o a su discurso público.
Desde el punto de vista territorial, lo mismo designa las “grandes” culturas de la humanidad –lo que Huntignton llama “civilizaciones”– que las formas de vida local más reducidas. No disponemos de ningún criterio de individuación que nos permita convenir dónde termina una cultura y comienza otra. Existen además innumerables subculturas y el término es tan impreciso que se deja utilizar para aludir a la “cultura del resentimiento contra Occidente” o a las diferentes “culturas empresariales” que concurren en una fusión de sociedades mercantiles[8]. Que, en este contexto, florezcan las políticas culturales y los Cultural Studies, es, como señalan Kupper y Todd, una paradoja[9]; y esa paradoja debería prevenirnos contra la reificación de la cultura[10].
Sobre la identidad cultural y personal
Reemplazar el concepto de cultura por el de identidad cultural, no contribuye a aclarar las cosas, sino que plantea otros problemas específicos. En primer lugar, las identidades colectivas son siempre relativas a un contexto social potencialmente variable. Mi amigo Alessandro se siente varón milanés cuando habla con una chica romana; si viaja a Francia, en cambio, se considera italiano. Y cuando, aquí o allí, entabla relación con un hindú, se percibe a sí mismo como un europeo occidental. Esto no es una broma, es la misma relatividad identitaria que opera en los linajes segmentarios que estudia la antropología cultural[11] y en los inmigrantes musulmanes que llegan a Europa[12].
En segundo lugar, no disponemos de ninguna teoría filosófica compartida y suficientemente clara acerca de la identidad personal; y las identidades colectivas se construyen por analogía con la identidad personal –Botturi lo apunta repetidamente-, con una circunstancia agravante: mientras que la personalidad psicológica siempre puede recurrir a criterios de continuidad, las identidades colectivas deben enfrentarse a numerosas discontinuidades, y las culturas existen “a menudo sutilmente agrupadas, a la sombra unas de otras, superpuestas, entremezcladas”[13]. Así que el paso hegeliano “del Yo al Nosotros” no es tan fácil como Taylor parece suponer[14].
En tercer lugar, existe un vínculo entre identidad moderna y violencia que no podemos desconocer. El individualismo moderno hace aparecer la cuestión de la identidad como el problema de la autoafirmación, siempre inconclusa y, por ende, conflictiva, de un sujeto de derechos[15]. Por eso es la identidad “un concepto trascendente y peligroso”, que habitualmente se esgrime contra otro –más que “en diálogo” con él- y que ha presidido manifestaciones de fundamentalismo, nacionalismo agresivo y xenofobia[16]. La contraposición entre una globalización uniformadora y un culturalismo particularista tiene mucho de engañosa, como ya mostró Gellner en relación con el nacionalismo[17]. Políticas de reconocimiento cultural y discriminación lingüística “positiva” pueden ser más uniformadoras que la misma globalización y provocar la emergencia de nuevas minorías desfavorecidas, con una “identidad proscrita”[18]:
Taylor y el concepto de identidad moderna
Taylor elabora un concepto de “identidad moderna” que parece diseñado prêt à porter tanto para la identidad personal como para la colectiva, pero que recoge de hecho ‑coherentemente o no- las concepciones republicana y romántica de la nación (un horizonte moral y una definición expresionista)[19]. Olvida que el mundo moderno da lugar a una multiplicidad de identidades colectivas que operan en planos diversos, de modo que cada uno de nosotros lleva en su mochila, no una sola, sino varias identidades –ésta es una de las críticas de Bauman[20]-.
La identidad es, antes que otra cosa, una propiedad lógica
Para Hegel, en cambio ‑lo mismo que para Heidegger y algunos presocráticos-, es una categoría ontológica y dinámica que se entreteje con la diferencia[21]. Siguiendo esta segunda vía, el romanticismo alemán considera la cultura en clave identitaria como la “substancia espiritual” de un pueblo[22]. De ahí que, en el fondo, la identidad adquiera en todo caso una connotación esencialista o sustancialista. Sabemos que esta metáfora metafísica sobre el estatuto ontológico de la identidad cultural no es inocua ni inocente. Diseñar una metáfora alternativa es, a mi parecer, una de las tareas actuales de la filosofía.
Por supuesto, la cultura no es un simple accidente (symbebekos), algo que en nada afecte a la `sustancia’ del individuo.
Pero existe otro concepto aristotélico, poco conocido y explotado, que denota algo intermedio entre la sustancia y el accidente[23]: el symbebekos kath’ auto, una expresión casi contradictoria que a veces se traduce como “accidente necesario”.
Un accidente simple o estricto, como “blanco”, puede definirse prescindiendo de cualquier referencia a su portador. Por contra, un `accidente necesario’, como “par” o “maculino”, no puede explicarse sin hacer referencia al sujeto que lo soporta (el número o el animal, en el ejemplo aristotélico). Es un accidente, porque muchos números naturales no son pares. Pero es necesario porque su sujeto o portador sólo puede existir concretamente adoptando alguna de las opciones o modalidades del `accidente necesario’; así, el número natural será par o impar y el animal será macho o hembra. En cuanto a la identidad (quidditas, to ti en einai), sólo se aplica propiamente a la ousía y derivativamente a las restantes categorías[24]. Pero el accidente necesario forma parte de la identidad individual concreta.[25]
Una metáfora conceptual de este tipo creo que hace justicia a alguna de nuestras intuiciones personalistas, al tiempo que reconoce a las culturas una entidad y relevancia compatible con las perspectivas del universalismo: Sólo las personas, en primer lugar, y la humanidad, en segundo, son ‘sustancias’ y pueden tener una identidad separada y definitoria que coincide con el sujeto. Pero no existiríamos realmente sin recibir –y adquirir– ese `accidente necesario’ que representa la cultura, que nos distingue a unas personas de otras de modo semejante a como lo hace la diferencia sexual.
Con eso, sin embargo, sólo está dicha una parte, pues Aristóteles, llevado de su naturalismo, sólo tuvo en cuenta ‘accidentes necesarios’ inmutables que el portador se limitaba a recibir pasivamente y de acuerdo con la opción de “blanco o negro”. Por contra, lo sorprendente de las culturas es su inabarcable multiplicidad[26] y el hecho de que, con paciencia, pueden combinarse unas con otras en el tiempo y en el espacio, e incluso en la vida de un mismo individuo, quien, por su parte, participa activamente en su adquisición y –de acuerdo con los presupuestos modernos– en los procesos de reproducción y transformación de su cultura[27]. Es cierto que hoy debemos hablar de identidades culturales, pero sólo de esta forma derivativa, relativa y no esencialista.
3. Reconocimiento e interpretación
Colón relató en crónicas y cartas la experiencia de un encuentro intercultural radical e inesperado en el que reconocía a los indios, con toda evidencia y más allá de las apariencias culturales, la copertenencia a una humanidad común[28]. No es la cultura lo primero que se reconoce, sino la humanidad del extraño, en la renuncia a ejercer sobre él un poder absoluto:
Los nativos nos mostraron una humanidad poco común; encendieron una hoguera, a causa de la lluvia que caía y del frío, y nos acogieron a todos.(Hechos de los Apóstoles 28, 2)
Enfrentado al relativismo cultural, Lévinas proclamaba que la epifanía del rostro del otro es anterior a toda significación cultural[29]. Es éste un reconocimiento receptivo, moralmente vinculante, manifiesto en la práctica de la hospitalidad[30] que Botturi recuerda y que en nuestra cultura normativa implica el principio de no discriminación de la persona por razones culturales. Lo que debemos a las personas es anterior y más urgente que lo que debemos a las culturas:
El reconocimiento cultural opera después y comienza, a mi juicio, como una extensión del principio de caridad en la interpretación formulado por Davidson. Según él, la interpretación (i) neutraliza la posibilidad de que haya esquemas conceptuales (¡o culturales!) intraducibles entre sí o inconmensurables, (ii) mantiene siempre la vigencia del concepto de verdad y (iii) exige, de entrada, suponer el máximo acuerdo entre nuestras creencias empíricas y las del interpretado[31]. (iii) nos acerca a la suposición del valor (que no el “igual” valor) de las culturas. Comprender una cultura es más que eso, pero, en mi opinión, no puede ser un imperativo más que en la medida en que lo exija la interacción, para entender las creencias y acciones de otros que se han convertido en próximos. Pero es también, como dice Botturi, una oportunidad.
4. Debate público y religión
He comentado algunos conceptos de la “antropología relacional” con los que Botturi intenta desactivar el potencial conflictivo de la identidad moderna. Sus certeras referencias a la narratividad y a la situación hermenéutica de la interpetación sirven de puente para las “condiciones políticas” de la propuesta.
El papel público de las religiones
Convengo en que la multiculturalidad de las sociedades occidentales y la importancia creciente que el debate sobre las civilizaciones adquiere en la escena internacional debieran conducir a las democracias europeas a replantearse el papel público de las religiones, pues, como dice Viola, “non si possono valorizzare le culture e prescindere dalle religioni”[32]. Ésta es también una condición para que el debate cultural se oriente en un sentido universalista, pues, si la referencia a las culturas sugiere singularidades inconmensurables, la referencia a las religiones que con frecuencia vertebran a las culturas parece discurrir en la dirección opuesta.
Así pues, la adopción de políticas multiculturalistas es inconsistente con la desconfianza sistemática hacia la libertad religiosa y la objeción de conciencia que enuncia (en su Considerando B) la resolución del Parlamento europeo que cité al principio, claro exponente de la mentalidad política dominante en Europa. Y es que posiblemente la “batalla cultural” ha empezado hace ya tiempo “en casa”, es decir, en el interior del mundo occidental[33], siendo sus antagonistas las concepciones laica o secular y cristiana del hombre y de la vida, cada vez más distantes entre sí (piénsese en las cuestiones bioéticas). En sus formas más agresivas, la primera pugna por expulsar a la segunda del consenso constitucional –en el sentido de Rawls–, sin reparar ni en los costes que ello puede representar en términos de cohesión social ni en que la neutralidad del Estado con respecto a las cosmovisiones debe aplicarse también a la cosmovisión secularista[34].
La propuesta de Botturi
La propuesta de Botturi de un espacio público civil, no político, para el debate intercultural necesita definir con más precisión a los actores del debate y los mecanismos de su participación en un lugar o un ámbito social determinado, así como el papel regulador que se asigna al Estado. Pero es cierto que la valoración de la vida común y de la comunicación tiene consecuencias normativas que él ha expuesto en una síntesis convincente y novedosa de la filosofía social aristotélica con la hermenéutica y la ética del discurso. Por otra parte, que el debate social preceda al debate político y se diferencie de él, es una exigencia de la democracia deliberativa que se deja plantear igualmente con independencia de la temática multicultural.
NOTAS DE LA IDENTIDAD CULTURAL. NOTAS METAFÍSICAS
[1] F. Botturi, Universalismo e multiculturalismo, en F. Botturi y F. Tottaro (eds.), Universalismo ed etica pubblica, Milano, Vita e pensiero, 2006, pp. 113-136. El presente trabajo apareció en italiano, como comentario a dicho artículo, en las pp. 137-145 de ese volumen. El texto original se publica aquí íntegro por primera vez en español.
[2] W. Kymlicka, Ciudadanía multicultural, tr. esp., Barcelona, Paidós 1996, cap. 2.
[3] Sharon Duchesneau y Candace McCullough, dos lesbianas sordas, decidieron que la primera fuera fecundada con semen de un sordo de quinta generación, alegando que la sordera no es algo negativo, sino “una cultura” y “una identidad” (El País, 9-3-2002).
[4] J. Kincheloe – S. Steinberg, Changing multiculturalism, Open University Press, Buckingham 1997; R. Cobo, Multiculturalismo, democracia paritaria y participación política, “Política y sociedad” 32 (1999), pp. 53-66; D. Díaz Arias, Diversidad cultural y discapacidad, “XII Congreso internacional de Tecnología y educación a distancia” (2004), S. José de Costa Rica.
[5] Cfr. Ch. Taylor, La política del reconocimiento, en Taylor et al., El multiculturalismo y “la política del reconocimiento”, tr. esp. Fondo de Cultura Económica, México 1993; y W. Kymlicka, Derechos humanos y justicia etnocultural, tr. esp. en “Debats”, 68 (2000), Fundación Alfonso el Magnánimo, Valencia, pp 46-62. La teoría funciona especialmente bien en Canadá, porque presenta la expectativa de resolver de un solo golpe los distintos problemas de identidad colectiva que vive el país con respecto a aborígenes, quebequeses y extranjeros.
[6] Sobre la actual dialéctica entre política y cultura, M. Abèles, L’anthropologie politique: nouveaux enjeux, nouveaux objects, en “Révue internationales des Sciences sociales”, 153 (1997), UNESCO, pp. 355-367.
[7] G. Sartori, La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, tr. esp. Taurus, Madrid 2001.
[8] Cfr. V. Turner, The forest of symbols, Cornell University Press, Ithaca & London 1967; C. Geertz, The interpretation of cultures, Basic Books, New York 1973; D. Sperber, Le symbolisme en général, Hermann, Paris 1974; G. Vattimo, La verdad de occidente, en M. A. Roque (ed.), Identidades y conflicto de valores, Icaria, Barcelona 1997, pp. 39-48; Hall – du Gay (comps.), Cuestiones de identidad cultural, tr. esp. Amorrortu, Madrid, 2003, 251 sgg.
[9] A. Kupper, Guerras de cultura. Cultura, diferencia, identidad, tr. esp. en N. Fernandez Moreno (comp.), Lecturas de etnología: Una introducción a la comparación en antropología, UNED, Madrid 2004, pp. 69-96; E. Todd, Identidad cultural, sistemas familiares e ideología, en M. A. Roque (ed.), Identidades y conflicto de valores, cit., 107-112.
[10] C. Geertz, The interpretation of cultures, cit.; S. Benhabib, The claims of culture, Princeton Univ. Press, Princeton-Oxford 2002, 1-23.
[11] M. Sahlins, The Segmentary Lineage: An Organization of Predatory Expansion, “American Anthropologist”, 63 (1961), pp. 322-344
[12] E.Todd, Le destin des immigrés, Seuil, Paris 1994.
[13] E. Gellner, Naciones y nacionalismo, tr. esp. Alianza, Madrid 1988, pp. 70 s.
[14] G. Sartori, La sociedad multiétnica…, cit.; A. Kupper, Guerras de cultura…, cit, 89 sg.; Jose V. Bonet, Convivencia intercultural: Respuesta a F. Botturi, “I Simposio de Ética y multiculturalismo”, Universidad católica de Valencia (2005), en prensa. En este punto, es mucho más cuidadoso el planteamiento de A. Honneth, La lucha por el reconocimiento, tr. esp. Crítica, Barcelona 1997.
[15] E. Tugendhat, Identidad personal, particular y universal, en Id., Problemas, Gedisa, Madrid 2001, 15-31; M. Jiménez Redondo, Sobre ética, poder y dinero, “Revista española de control externo”, 19 (2005), 43-74.
[16] I. Barrientos Pardo, Identidad y lealtad: Pueblos indígenas e inmigrantes, en “Papeles de cuestiones internacionales”, 76 (2001/2002). Cfr. E. Tugendhat, Problemas, Gedisa, Barcelona 2002, pp. 15 sgg.
[17] E. Gellner, Naciones y nacionalismo, cit.
[18] Para los casos vasco y catalán, J.. P. Fusi, Identidades proscritas, Seix-Barral, Barcelona 2006.
[19] Así en Ch. Taylor, Las fuentes de la identidad moderna, en “Debats”, 68 (2000), Fundación Alfonso el Magnánimo, Valencia, pp 31-45, que recapitula en clave nacionalista ideas de Id., The Sources of the Self, Harvard Univ. Press, Cambridge-Mass. 1989.
[20] Z. Bauman, Identidad, tr. esp. Losada, Buenos Aires 2003.
[21] E. Tugendhat, Selbstbewusstsein und Selbstbestimmung, Shurkamp, Frankfurt 1979, 301 sqq
[22] Según A. Finkielkraut, La derrota del pensamiento, tr. esp. Anagrama, Barcelona 1987, ésta ha sido también la “filosofía de la UNESCO”.
[23] Así lo prueba el papel que juega en el llamado silogismo real: E. Tugendhat, Ti kata tinos, Karl Alber, Freiburg-München 1958, pp. 62 sg. y 126 sgg., a quien sigo en este punto.
[24] Aristóteles, Metafísica, 1030b22-1031a14. y Anal. Post., 73a34-b24 y 83b18-24.
[25] P. Aubenque, El problema del ser en Aristóteles, tr. esp. Taurus, Madrid 1981, 441 y 443.
[26] C. Lévi-Strauss, Race et Histoire [1952], tr. esp. en Id., Raza y cultura, Cátedra, Madrid 1986.
[27] J. Habermas, La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho, en La inclusión del otro, tr. esp. Paidós, Barcelona 1999, 189-227.
[28] J. B. Llinares, La descoberta i la conquista d’Amèrica i la història de l’Antropologia, “Quaderns de filosofia i ciència”, 25/26, (1995), 19-31
[29] E. Lévinas, Humanisme de l’autre homme, LGF, Paris 1987.
[30] D. Innerarity, Ética de la hospitalidad, Península, Barcelona 2001.
[31] D. Davidson, On the Very Idea of a Conceptual Scheme, en Id., Inquiries into Truth and Interpretation, Clarendon Press, Oxford 1984, 183-198.
[32] F. Viola, Il ruolo pubblico della religione nella società multiculturale, en Vigna – Zamagni (a cura di), Multiculturalismo e dietita, Vita e pensiero, Milano 2002, p. 113.
[33] J. D. Hunter, La Guerra cultural Americana, en Peter L. Berger (ed.), Los límites de la cohesión social. Conflictos y mediación en las sociedades pluralistas, tr. esp. Galaxia Guttenberg – Círculo de lectores, Barcelona1999.
[34] Véase la posición de J. Habermas en Habermas – Ratzinger, Dialektik der Säkularisierung. über Vernunft und Religion, Herder, Frankfurt 2005
About the author
José Vicente Bonet
Actualmente preside la Sociedad de filósofos cristianos (SOFIC) y trabaja en el Instituto universitario de investigación en filosofía Edith Stein de la Univ. Católica de Valencia San Vicente Mártir