Con la belleza, la nada se reduce a pura nada.

La estética filosófica ha sido estudiada a lo largo de la historia desde diversos y variados enfoques. Desde las primeras reflexiones allá en la Grecia clásica, hasta las últimas aportaciones de la mano de las corrientes actuales (como la fenomenológica o analítica, entre otras), se han sucedido muchos autores y muchos modos de intentar dar explicación a esa experiencia que, desde una interpretación más o menos cotidiana, cualquier persona podría suscribir haber vivido en alguna ocasión de su vida: me refiero a la experiencia estética.

La experiencia estética

La especifidad de la experiencia estética

La experiencia estética posee una especificidad propia que, seguramente, la distancia de las análogas que nos puedan proporcionar las otras facultades humanas (cognición, voluntad), aunque no por ello se pueda afirmar que sean independientes entre sí.

Esta especificidad no facilita —por desgracia, o por fortuna— una mayor comprensión de la misma; todo lo contrario: la sitúa rodeada de cierto halo de vaguedad, de indefinición, de misterio incluso… pero que, una vez nos sumergimos en ella, revela itinerarios, no hacia pozos oscuros sin final, sino hacia una luminosidad renovada cuya expresión difícilmente pueda ser realizada mediante conceptos al uso. Ésa es su atracción, y ésa es a su vez su dificultad: ya nos decía Platón al final de su Primer Hipias que «las cosas bellas son difíciles».

Correlatos de la experiencia estética

En la experiencia estética se actualizan dos correlatos: la cosa bella, y el sujeto que aprehende su belleza. Si en la época más antigua se daba más peso al polo objetivo, y en la modernidad al subjetivo, en la época contemporánea es común considerar la presencia constructa de ambos. Efectivamente, la belleza no es algo que esté ahí fuera, esperando ser aprehendida por un espectador; y, de modo análogo, la experiencia estética no es algo que dependa única y exclusivamente del sujeto. Se trata de una vivencia en la que se encuentran presentes ambos correlatos, yendo más allá de lo objetivo y concreto, así como de lo meramente subjetivo.

Dificultad de conceptuación de la experiencia estética

Un aspecto del que se han hecho eco no pocos autores es la dificultad asociada a su conceptuación. Si bien es algo que está al alcance de todos —en principio—, no todos la pueden experimentar en los mismos niveles de profundidad, ya que requiere cierta dosis de formación, de educación, de ascesis podríamos decir. Y ello conlleva cierta transformación personal, cierta reconfiguración de nuestro ser que repercute no sólo en la acrecentamiento de nuestras posibilidades estéticas sino, lo que quizá sea más importante, en nuestras posibilidades vitales.

Metodologías meramente empíricas o copnceptuales

No siempre se piensa lo estético en estos términos, siendo común mantenerse en metodologías meramente empíricas o conceptuales; lo cual, si bien puede ser de gran ayuda, deja por responder la pregunta de si, desde estas perspectivas, se agota toda la complejidad de lo que pueda ser una experiencia estética, o es preciso algo más. Porque, también es cierto que lo estético posee unas consecuencias antropológicas relevantes. Y —en mi opinión— no abundan estudios profundos al respecto.

El libro de Pérez Laborda

Pues bien, a mi modo de ver, el libro de Alfonso Pérez de Laborda – que lleva por título La nada y la belleza (Madrid: Editorial Encuentro, 2018)- ofrece una respuesta en esta dirección. La belleza tiene que ver con la realidad de las cosas, sí; con su ser, pero también con el nuestro, de modo que si queremos aprehender la belleza de la realidad se ha de propiciar simultáneamente una transformación radical de nuestro ser, en el seno de una bidireccionalidad o circularidad felizmente virtuosa, la cual desemboca en nuevas posibilidades existenciales que orientan nuestro vivir hacia la plenitud.

El ser humano no solo madura cognitiva o volitivamente, sino también afectivamente; y este último aspecto, trascendiendo las emociones y los sentimientos al uso, nos invita a introducirnos en unos niveles de afectividad que nos descubren la hondura de nuestro propio ser en una dimensión por lo común desconocida.

¿Qué tiene que ver la nada con la belleza?

Una aparente paradoja

Desde una primera aproximación, quizá pudiera parecer paradójico poner en ilación los dos conceptos que aparecen en el título de este libro. ¿Qué relación puede haber entre la nada, un término que en principio parece que está más relacionado con el ámbito de lo metafísico, en tanto que opuesto a lo que hay, y la belleza, concepto mediante el cual caracterizamos un aspecto de lo real, vinculado a su vez con el sentimiento estético, propio de la afectividad humana? Si se quiere hablar de la nada y la belleza, habrá que situarlos a ambos en un contexto común, en el seno del cual se pueda, ciertamente, exponer dicha relación. ¿Cuál es este ámbito común, cuál es este marco en el que poder situarlos y así reflexionar adecuadamente sobre ellos?

Lejos de andarse con rodeos, y prácticamente desde la primera página, el doctor en Teología, ahora profesor de filosofía en San Dámaso, nos introduce en el asunto propio del libro, introducción que sirve a la vez para mostrar una cosmovisión metafísica amplia y de sumo interés. Con una expresión particular y con un lenguaje riguroso, nos vemos absorbidos hacia una problemática profunda, la cual no sólo nos invita a bucear en la hondura de lo real sino, lo que quizá sea más importante, en nuestra propia hondura. El itinerario del libro queda perfectamente definido en su índice, el cual puede quedar englobado en tres grandes cuestiones: introducción ontológica a la nada, relevancia ética del problema, y consideración de la belleza como solución al mismo.

La nada en perspectiva ontológica

El punto de partida del autor es un análisis del concepto de la nada. ¿Puede existir la nada, metafísicamente hablando? ¿Puede haber la nada? ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de la nada? Para poder dar cumplida respuesta a estas cuestiones, a juicio de Alfonso Pérez de Laborda es preciso tener presente la diferencia entre ‘hay’ y ‘existe’: una cosa es ‘haber’ y otra ‘existir’, «porque todo lo que tiene ser posee un hay que lo lleva consigo» (p. 19).

«Clarificar esta neta distinción entre el ser y la nada nos aparece de absoluta necesidad cuando nos preguntamos por si hay la nada, que no la hay, y no por si existe la nada, que sí existe. La diferencia entre hay y existe es decisiva en la cuestión de la nada» (p. 19).

Niveles diversos de la realidad

Esta distinción nos abre a la consideración de niveles diversos de la realidad, porque una cosa es que haya algo, y otra cosa es cómo, ese algo que hay, existe. Son dos momentos diferentes de la realidad: uno tiene que ver con el hecho de haberla, de que la hay; el otro momento tiene que ver con cómo es esa realidad que hay. No se habla de dos realidades diferentes, sino de dos momentos, dos aspectos de una misma realidad: en tanto que haber, y en tanto que ser; es decir: el metafísico y el ontológico. Desde esta perspectiva, podemos enfocar el estudio de la realidad desde estos dos niveles. Porque todo lo que hay, lo hay, no puede no haberlo; pero otra cosa es cómo sea eso que ya hay, pues no está dicho que todo sea de igual manera. Cada tipo de realidad posee su modo específico de ser, y no todos los modos de ser son idénticos.

Modos de ser

Y un modo concreto de ser es aquel que se corresponde con aquél tipo de realidad cuyo ser depende de sí misma, como acontece en el caso humano. El resto de realidades es conforme a su haber, no puede ser desoyendo a su haber esencial; la realidad humana, sin embargo, puede ser, bien de acuerdo a su haber, bien en desacuerdo. Ésa es su grandeza. Y por aquí hay que empezar a atisbar el problema de la nada, cuando el ser no acompaña al haber. «El empastamiento es decisivo. Cuando en el juego entre el que hay y el que es no se produce empastamiento en coherencia y modulación conjuntada, es cuando aparece la nada, el vacío de la nada» (p. 34).

¿Dónde situar la nada, entonces?

Imagen de Alfonso Pérez de Laborda
Alfonso Pérez de Laborda, autor de La nada y la belleza (Madrid: Encuentro, 2018) (Infografía)

La distinción que realiza el autor entre el plano metafísico y el ontológico es sugerente, y no es casual. Porque, como acabamos de ver, la nada no es algo que pueda haber, pero sí que puede existir; y, si puede existir, es porque —a juicio de Pérez de Laborda— el ser humano puede darle existencia. La nada, en este sentido, es existidera, puede existir, pero no como algo que haya, sino como algo cuya existencia le es dada por el propio ser humano, cuando no vive ‘en coherencia y modulación conjuntada’. Lo que hay, hay, y no puede no haberlo; la nada, consecuentemente, no puede haberla, pues sería una contradicción en sí misma. Pero si en vez de considerarla desde el punto de vista metafísico la consideramos desde el ontológico, la cosa cambia, pues si bien no puede ‘haber’ nada, sí puede ‘existir’; y puede existir porque el ser humano le da existencia… con sus ‘haceres’ y con sus ‘decires’. La nada adquiere así existencia (pero no ‘consistencia de hay’) por nosotros, por el resultado de nuestras decisiones y de nuestros actos.

Relevancia ética

La nada, pues, no es tanto una cuestión metafísica como relacionada con nuestra voluntad, con nuestros actos

La repercusión ética de este planteamiento es muy sugerente, invitando a una dimensión experiencial de la misma, advirtiéndonos de un modo de ser que no nos es dado en definiciones, por muy excelsas que sean. El modo en que el ser humano le da existencia acontece cuando, con sus ‘haceres’ y ‘decires’, niega su propio ser; porque el hombre puede tender hacia la plenitud de su ser, pero también hacia su negación. La pregunta es inmediata: «¿cómo diferenciamos actos que van creando la nada de otros actos que llevan a la conjunción empastada y unitaria del que es?» (p, 38), pues no todos nuestros actos voluntarios crean la nada.  Se puede decir —responde enseguida nuestro autor— que «no son actos de negatividad cuando las líneas que dan ser al que hay confluyen en la unidad del que es; sí lo son cuando hay disfunciones entre unas y otras». Pero la pregunta sigue en pie: ¿cómo saberlo?

Nuestro ser se nos da incompleto

Todos queremos llegar a ser del mejor modo posible, pues nuestro ser se nos da incompleto; de hecho, la primaria inquietud vital es querer completarlo, según nuestro horizonte de sentido, por medio de nuestras posibilidades y decisiones. Ya somos humanos, pero a nivel ontológico no lo somos del todo, sino que es tarea nuestra dar continuidad en plenitud al ser que ya somos. Pero no está dicho que lo sepamos hacer (ni que lo logremos) del mejor modo posible: podemos alcanzar una vida lograda, pero podemos también malograrla.

Dimensión experiencial de la ética

Optar

Ante las encrucijadas de la vida, desde las más relevantes hasta las más cotidianas, vamos optando; y en cada opción nos vamos definiendo en uno de estos dos sentidos, y que nuestro autor denomina, muy castizamente, amejoramiento y apeoramiento. Podemos darnos cuenta de que son dos conceptos clave en nuestra vida ética, y que hay que tener presentes, reto que el autor asume sin ningún titubeo, desechando soluciones ‘fáciles’:

«Hay dos maneras decisivas, que no comparto, de resolver esta problemática. La una pone todo el énfasis y la seguridad de lo por vivir en las reglas explícitas y seguras de algo que se nos da, la que llamaríamos ley natural, algo que se nos da y que nosotros acataremos si es que, se dice, queremos caminar por los senderos del bien. La otra es la de hacer lo que nos venga en gana, sin ley ninguna, como no sea poner como regla y ley lo que nos guste en cada momento, y es de esta manera como discurriremos, dicen estos, por caminos del bien» (p. 92).

La dimensión experiencial de nuestra vida ética

Lejos de seguir rígidas normatividades que nos vienen impuestas desde fuera y que diluyen nuestra responsabilidad, y de ocurrencias arbitrarias que, desde nuestra superficialidad, hacen lo propio, el autor apela a la dimensión experiencial de nuestra vida ética. No somos un ser obtenido ‘de una vez por todas’; eso se correspondería a vidas que no tienen espesores. De lo que se trata es de seguir el camino del amejoramiento en la historia del ‘ir siendo de nuestro ser’, anhelante de plenitud: «la ética y, por tanto, la moral, son cosa nuestra, que procede del ir siendo de nuestro ser que busca ser en plenitud» (p. 128).

Decisiones bifurcativas

Ello no se consigue desde ningún mecanismo ético: «Ningún mecanismo nos da cuenta y razón. No se nos da un ser que es, sin más, sino un ser que siendo va pronunciándose como ser, se va diciendo y mirando como ser, hasta llegar a ser en plenitud» (p. 129). Nuestra vida es un caminar plagado de decisiones bifurcativas, opciones entre nuestro amejoramiento y nuestro apeoramiento, en nuestro empeño por alcanzar nuestro ser en plenitud, desde nuestra mirada consciente y experiencial. Y estas decisiones bifurcativas deben ser tomadas responsable y libremente por cada uno de nosotros.

La verdad de una vida

Bienhaceres y malhaceres

Ante cada decisión bifurcativa, bien escogemos ‘bienhaceres’ que nos mejoran, bien escogemos ‘malhaceres’ que nos emperoan. No es infrecuente que no siempre escojamos el mejor camino. Pues bien, en el primer caso, rompemos nuestro cuidado, abrimos fisuras en nuestro empastamiento originario, y «se conturba la consciencia y la experiencialidad» (p. 128); es en ese momento, «cuando la mirada se encorva y provoca la falla, ahí es donde se da a nacer la existencia de la nada» (p. 133). Nuestro ‘ir siendo’ desoye la palpitación de nuestra esencia profunda, de nuestro hay.

Con nuestros haceres y decires buscamos el bien y la verdad

No por separado, sino conjuntamente, porque no se puede ‘decir verdad’ si no va de la mano con un ‘hacer verdadero’, un hacer que tienda hacia el bien.

Ciertamente, no es fácil discernir la verdad de la falsedad: nunca podremos alcanzar la certeza de ‘haber acertado’; pero sí que se puede pedir cierta honestidad, cierta inquietud auténtica por intentar acercarnos a nuestra plenitud, en la que se conjugarán días felices con días menos felices. Pero la vida es un poco así, un proceso con aciertos y errores, con claroscuros…

Hablamos de una verdad vivida, experiencial: «una verdad llena de espesores, de correspondencias y de referencias, pero sobre todo una verdad expresiva. Verdad de expresividades, expresiva de lo que somos y de la profunda relación correspondiente y referencial que tenemos unos con otros» (p. 144). Porque la verdad está íntimamente vinculada con la plenitud del ser; no se trata de buscarla en un diccionario, sino de encarnarla en nuestro ir siendo. No se trata primariamente de decir verdades, sino de que, diciéndolas, subyace en mí el deseo de que mi decir-verdad me lleve a la plenitud de mi ser en amejoramiento.

La verdad no es sólo un problema de conocimiento

Nos damos cuenta de que la verdad no es sólo un problema de conocimiento, sino que es sobre todo un problema existencial, experiencial, ético, ontológico. Nuestra vida es una sucesión de decisiones bifurcativas, cada una de las cuales contribuye a la configuración de nuestro ser. Al tomar una decisión, nunca somos los mismos después que antes: nuestro ser ha cambiado; decisiones que, si bien, nos condicionan, no nos determinan, pues siempre habrá lugar a nuevas decisiones con las que redirigirnos.

Vivimos en tramas vitales

Nuestras vidas son líneas repletas de actos, pero no solitarias, sino entreveradas con otras muchas líneas de las vidas de todos aquellos con los que entablamos relación. Vivimos en tramas vitales. Y es en ese contexto en el que hemos de tomar nuestras decisiones, desde nuestra libertad responsable, para nuestro amejoramiento.

Nuestro decir-verdad tiene que ver con nuestro ser-verdaderos

Vemos cómo la verdad tiene que ver con nuestro ser: nuestro decir-verdad tiene que ver con nuestro ser-verdaderos; y nuestro ser-verdaderos tiene que ver con la bondad de nuestro ser. Decir-verdad y bondad son dos realidades concomitantes: no podemos esperar escuchar verdades de quien no aspira a vivir verdaderamente. Y este camino no es fácilmente identificable, para nadie. Pero en esto consiste ser persona:

«Persona no puede entenderse con suficiente corrección si no es desde una mirada que circunvala lo que somos, pues se trata de una palabra que indica de qué modo vamos siendo esto que llegamos a ser en busca de nuestro ser en plenitud» (p. 172).

¿Y la belleza?

La belleza se erige en el mejor antídoto contra la nada

Según el interesante pensamiento del autor, ese empastamiento al que se acaba de hacer mención tiene que ver con la belleza: la belleza se erige en el mejor antídoto contra la nada. ¿Cómo es esto? El gran problema de la vida humana tiene que ver con nuestra posibilidad de aunar experiencialmente, ontológicamente, la verdad y la bondad, ambas integradas por una inquietud vital genuina de vivir en amejoramiento hacia la plenitud de nuestro ser. Pues bien: a juicio de Pérez de Laborda, la aproximación asintótica a dicha plenitud se articula en torno a la belleza, la cual se erige así en cemento unificador de los haceres y decires; un cemento unificador ‘imprescindible’, sin el cual nuestros pasos no podrían ser guiados hacia la verdad y el bien.

El estatus de la belleza es diverso al de la verdad y del bien

«En la cuestión de la belleza, todo es esencialmente distinto» (p. 210). Si decir verdaderamente y hacer buenamente parece que depende más de nuestra iniciativa, de nuestro conocer y de nuestro actuar, no ocurre así en referencia a la belleza; en ella, el peso se desplaza hacia lo que no depende de nosotros, desde el esfuerzo activo hacia la receptividad.

La belleza tiene más de regalo, o de don, que de conquista; no depende sino subsidiariamente de nosotros, en tanto que «vibración de ese ir siendo que anda buscando su ser en plenitud» (p. 185), resonando con más intensidad conforme nos vamos acercando a la plenitud de nuestro ser. «La verdad y el bien son acciones nuestras hacia fuera de nosotros; acciones con las que nos jugamos la vida. La belleza, en cambio, tiene que ver con la misma vibración de la vida» (p. 186), capaz de aspirarnos hacia los estratos más elevados de nuestro ser; una aspiración que no es obligación, sino invitación, suscitación, suave suasión. La belleza vibra marcando el ritmo de nuestro ser en plenitud, ensanchándolo, propiciando nuevas miradas y nuevas posibilidades, abriéndonos un camino de vida.

Antes que algo pensado, se trata de algo vivido

Se trata de «la belleza, en el empastamiento vibrante entre verdad y bien que se nos ofrece en el movernos en ese ámbito de experiencialidad y no en las definiciones del gran diccionario» (p. 181). La belleza es como la argamasa de los ladrillos de lo que somos y vamos siendo, conociendo al mundo y a nosotros, desplegando nuestro ser en el gran ser de la realidad. Sin ella, verdad y bien serían demasiado ásperos, a contrapelo, desde una vida vivida sin cuidado, desde una vida vivida sin cuidarnos.

La belleza no es un ‘algo’ a lo que debamos tender, sino que se trata de un carácter, de un momento de nuestra existencia con un feliz correlato en la realidad

Ortega y Marías
Ortega y Maríasr (Infografía)

 

Sólo en la medida en que podamos vivir bellamente podremos aprehender la belleza no sólo del arte —que también— sino de la realidad entera. Porque en la medida en que una vida es bellamente vivida, se engrandece, se ensancha nuestro ser, abriéndolo a nuevas posibilidades difícilmente aprehensibles en su ausencia. Belleza tiene que ver con plenitud, con la capacidad para poder vivir creativamente una vida que es proyecto, que es futurición, como decían Ortega y Gasset y Julián Marías.

«Cuando construimos una filosofía que tenga su base en la experiencialidad, como nuestra filosofía de la carne, y no una filosofía de las esencias, encontramos la unificación de la tríada verdad, bien, belleza, en ese estiramiento elongado del ser que tiene a la belleza como el cemento que hace posible la construcción creativa de nuestro ser en plenitud» (p. 180).

No siempre configuramos un ser en plenitud

Pero sabido es que no siempre configuramos un ser en plenitud, que no seguimos caminos de amejoramiento sino de apeoramiento. Podemos preguntarnos qué ocurre para que vivamos una vida que nos impide alcanzar nuestra mejor versión, por qué escogemos vías de negatividades en las estaciones bifurcativas de nuestra vida.

Nuestros pasos en el conocimiento de la realidad y en la construcción de nuestra vida, nuestros decires y haceres en tanto que construcción creativa de la persona, precisan ser amasados con el cemento que es la belleza. Cuando esto no acontece, aquéllos se tornan torticeros, apareciendo fallas en nuestro conocimiento y en nuestro hacer, lejanos de la dinámica del ser que habita en nosotros. La verdad y el bien ya se deben a nosotros mismos, no al ser de la realidad en el que se incardina nuestro ser. Nos engañamos desde una ensoñación que suple al cemento unificador de la belleza. Y justo en esa medida, justo en la medida en que, desde nuestra ensoñación, sustituimos la presencia de la belleza que unifica nuestros haceres y decires, damos cabida a la nada. Cuando, desde nuestra limitada existencia, no atinamos a vivir bellamente, en esa medida aparece en nuestro ser la sombra de la nada. Nuestros decires se contradicen, y nuestros haceres sin consistencia, blandos, nos desenfocan.

La belleza es una luz que guía nuestras vidas desde lo alto

«Verdad y bien forman una rueda que nosotros construimos, y la belleza penetra en ellas desde fuera para darles la forma y consistencia decisivas, para defender la plenitud de su ser, puesto que es la verdad del ir siendo y el bien del ir siendo, en busca de la verdad del ser en plenitud y del bien del ser en plenitud» (p. 217).

Porque no se trata de puntualidades de verdad y de bien, sino de continuidades, de la verdad y del bien de nuestro ir siendo. Un ir siendo experiencial, que nos acerca a lo que hay; un ‘lo que hay’ que subyace al ser que descubrimos con nuestra mirada.

Una meta objetiva

No se trata de alcanzar una meta objetiva, un inalcanzable punto omega que esté ahí, a la espera de que recorramos el camino que nos resta, sino de converger hacia él, asintóticamente; o, en su caso, tristemente, de divergir. En la medida en que nos ayuda a dirigir nuestros haceres y decires hacia la plenitud del ser, la belleza es lo que más se opone a la nada, la cual existe en la medida en que dichos haceres y decires divergen de nuestra vía de plenitud.

«Por eso, cuando la escala de bien y la escala de verdad son miradas torticeras, lo sufre la belleza. Y es el modo de la belleza, como modo de ser, la que cierra el paso a que la existencia de la nada en su pavoroso vacío nazca y crezca en nosotros; quien hace que fallas y falladuras dejen de nuevo plaza a la naturaleza primera que va creciendo en nosotros desde el nicho creado en el que recibimos el ser, recomponiendo el eje de las analogías en donde crecen verdad y bien» (p. 234).

Con la belleza, la nada se reduce a pura nada.

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Doctor en Filosofía (Universidad de Valencia, tesis sobre la influencia de la afectividad en el comportamiento humano a la luz del pensamiento ético y estético de Xavier Zubiri) y Máster en Ética y Democracia (Departamento de Filosofía Moral y Política de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la UV).

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