Reflexiones sobre la novela de Miguel de Unamuno San Manuel Bueno, mártir.
Monseñor D. Esteban Escudero Torres
El 1 de Junio de 1930, Unamuno visita en compañía de unos amigos el lago de San Martín de Castañeda, en Sanabria, provincia de Zamora. La leyenda del pueblo sumergido bajo las aguas del lago le atrae poderosamente y allí concibe esa pequeña obra maestra de la literatura que se llama “San Manuel Bueno, Mártir”.
Es una novela “en que puse lo más íntimo y dolorido de mi alma”[1], dirá el propio Unamuno en carta a su traductora al francés, y, en efecto, en San Manuel Bueno, mártir se encuentran muchos rasgos autobiográficos. Quizás en ninguna otra de sus obras desnudó Unamuno su alma como en esta corta novelita.
Fue terminada de escribir en Noviembre de 1930 y es el relato de la vida y obra del cura de Valverde de Lucerna, de la diócesis de Renada -nombres todos ellos imaginarios-, hecho por un testigo excepcional de su vida, Ángela Carballino. La acción apostólica de este santo varón, su desvelo por sus feligreses y su bondad heroica para con todos es narrado detalladamente en el informe que aquella envía al obispo para iniciar el proceso de beatificación de don Manuel.
Tenido por santo entre sus convecinos, don Manuel tenía, sin embargo, un secreto. Cuando en la Misa se rezaba el
Credo “al llegar a lo de ‘creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable’, la voz de don Manuel se zambullía, como en un lago, y era que él se callaba”[2].
En sus frecuentes conversaciones con el sacerdote, Ángela se da cuenta de que en su vida hay un misterio que le hace sufrir interiormente. Varias veces intenta desentrañarlo indirectamente
“- ¿Cree usted en la otra vida?, ¿cree usted que al morir no nos morimos del todo?, ¿cree que volveremos a vernos, a querernos en otro mundo venidero?, ¿cree en la otra vida? El pobre santo sollozaba.
– ¡Mira, hija, dejemos eso!”[3].
De repente Ángela Carballino ha descubierto el drama íntimo de la vida de don Manuel. Predicando todos los días el consuelo del cielo, él no es capaz de llegar a creer en ello. Bajo sus palabras, llenas de unción religiosa, está un espíritu que no puede creer aquello que transmite a los demás.
Tiempo atrás había llegado a la aldea Lázaro Carballino, el hermano de Ángela, joven mundano y descreído, quien, atraído por la fama de don Manuel, había sentido curiosidad por conocerle y hablarle. Desde los primeros momentos había nacido entre aquellos dos hombres una sincera amistad, que se fue transformando con el paso del tiempo en asidua colaboración. Conocedor del secreto de don Manuel, Lázaro había comprendido los motivos del fingimiento y había quedado prendado de la importancia de la obra que en favor del pueblo estaba haciendo el sacerdote.
En sus frecuentes conversaciones don Manuel le iba contando sus experiencias más íntimas. Un día, paseando al borde del lago, le confesó:
“Mira Lázaro, he asistido a bien morir a pobres aldeanos, ignorantes, analfabetos, que apenas si habían salido de la aldea, y he podido saber de sus labios, y cuando no adivinarlo, la verdadera causa de su enfermedad de muerte, y he podido mirar, allí, a la cabecera de su lecho de muerte, toda la negrura de la sima del tedio de vivir. ¡Mil veces peor que el hambre!”[4].
La experiencia de quien ha visto morir a tantas personas le ha convencido de lo absurdo de una vida condenada a la muerte. Los pobres aldeanos, en el trance decisivo, se niegan a aceptar que la muerte trunque sus vidas y tengan que desaparecer para siempre. La vida, con la perspectiva de la muerte en su horizonte, se muestra carente de sentido y sume a la persona en un tedio irremisible.
La nada se nos presenta con su trágica realidad. Vivir unos años, luchar, sufrir, amar, para que, en un momento determinado tengamos que dejar lo que hasta ahora ha constituido nuestra vida y desaparezcamos del mundo, aniquilándose nuestro ser.
Frente a este sinsentido de la condición humana todas las otras cuestiones de la vida pierden importancia. La ciencia, el arte, la política, todo eso es secundario frente a la cuestión fundamental de que un día tendremos que dejar de ser. Por eso, si alguien puede dar una respuesta a ese problema, está cumpliendo una función cara al pueblo mucho más importante que los que trabajan por él desde otros campos de la actividad humana. Esto es lo que viene a decirle don Manuel a Lázaro en otra de sus conversaciones:
“¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ya ni ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio a la vida? Si, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio… Opio… Opio, si. Démosle opio y que duerma y que sueñe”[5].
La mejora de las condiciones de vida del pueblo no solucionará, ni mucho menos, el problema fundamental de la vida humana. Cuanto más a gusto se sientan los hombres en la vida, más les costará tener que dejarla un día y la perspectiva de la muerte se les hará todavía más insoportable. Sin embargo, si le hacemos creer que la vida no termina y que después de la muerte hay una vida eterna, estamos resolviendo al pueblo la cuestión que más le angustia y le estamos dando un motivo de esperanza para vivir. Poco importa que la doctrina no sea verdad, con tal de que ellos no lo descubran. Lo importante es que crean que la vida no se acaba.
A esta misión se ha consagrado don Manuel, como le confiesa en otra ocasión a Lázaro:
“Yo estoy aquí para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles”[6].
Si les dijese claramente lo que piensa del más allá de la muerte, haría que sus feligreses perdiesen las ganas de vivir y arrastrasen una vida sin ilusión y sin esperanza. Sacrificando su vida por ellos y predicándoles la doctrina de la inmortalidad, logra hacerles felices y proporcionarles una esperanza para el porvenir. Sólo así la muerte es aceptable y la vida llevadera. El consagrarse a esta piadosa misión es el mejor servicio que se le puede hacer. Es por eso por lo que don Manuel quiere asociar a Lázaro a tan importante obra de misericordia social.
La virtud heroica de don Manuel estriba en que él conoce la verdad y, no obstante, su vida no transparenta la desesperanza que tal verdad le produce. Si, como dice la Escritura, quien ve a Dios se muere, él, que “ha visto la cara de Dios” y ha descubierto que nuestro “supremo ensueño” no pasa de ser una mera ilusión, está muerto por dentro. Y, sin embargo, trata por todos los medios de hacer que los demás vivan y no descubran el engaño.
“Como Moisés, -dice don Manuel-, he conocido al Señor, nuestro supremo ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la Escritura que el que le ve la cara a Dios, que el que le ve al sueño los ojos de la cara con que nos mira, se muere sin remedio y para siempre. Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva, que después de muerto ya no hay cuidado, pues no verá nada…”[7].
El último consejo que don Manuel da a Lázaro Carballino, que va a ser su sucesor en la misión que él se ha propuesto cumplir es que el pueblo no descubra de ningún modo la verdad, para que, mientras viva, no llegue a conocer el secreto del supremo ensueño que es Dios. Así su vida transcurrirá en el convencimiento de que es verdad todo aquello que el sacerdote les ha predicado, es decir, que hay un Dios y que hay una vida eterna. Y, lo que es más importante, morirán con esta esperanza. Después de muertos ya nada importa, pues ni siquiera se apercibirán del engaño. La aniquilación de la conciencia que supone la muerte les incapacitará incluso, para comprender la nada del más allá.
Pero mientras estén todavía en la tierra, que vivan esperando la vida eterna. Como le dice don Manuel a Lázaro en la última Misa que celebró:
“¡Y la última comunión general que repartió nuestro santo! Cuando llegó a dársela a mi hermano, esta vez con mano segura, después del litúrgico: ‘…in vitam eternam’, se le inclinó al oído y le dijo: “No hay más vida eterna que ésta…que la sueñen eterna…eterna de unos pocos años…”[8].
En su novela “San Manuel Bueno, mártir”, Unamuno admite abiertamente la categoría de la ilusión. La vida es tan absurda, si al morir nos aguarda la nada, que es preferible vivir en el engaño, esperando una vida eterna. La figura de don Manuel representa al hombre que ha conocido la verdad y, como ha visto que es espantosa, trata por todos los medios de ocultársela a los demás.
Al llegar a este punto es inevitable plantearse las siguientes cuestiones: ¿representa ésa exactamente la convicción de Unamuno? Tras su vuelta del destierro, en donde luchó de nuevo por recuperar la fe de la infancia, ¿se ha convencido definitivamente del supremo engaño de la creencia en Dios y de la nada irremisible que nos aguarda tras la muerte? ¿Es el descreído sacerdote retrato autobiográfico del Unamuno de estos últimos años?
La crítica no es uniforme al dar una respuesta a estas preguntas. Nos encontramos aquí con un tema difícil de resolver y que, de hecho, ha recibido diferentes soluciones según el peculiar punto de vista de cada comentarista.
Sin embargo, me parece que hemos de admitir que en San Manuel Bueno, mártir hay una acentuación del nihilismo de don Miguel. La sospecha de que la nada es el destino final del hombre ha ganado terreno. Pero sería muy arriesgado decir que esta sospecha se ha convertido en definitivo convencimiento y que la fe en Dios, por débil y dudosa que ésta fuera anteriormente, ha desaparecido ya por completo. En primer lugar porque en obras y hechos posteriores de su vida volvemos a encontrar la misma actitud dubitativa y la misma esperanza angustiada de que sean verdad sus anhelos de Dios y de inmortalidad que encontramos en momentos anteriores a la redacción de la obra que comentamos. Pero, en segundo lugar, esto también se comprueba por un testimonio interno de la misma novela. En efecto, Unamuno, por boca de Ángela Carballino, que es quien nos ha contado la historia de don Manuel y de su hermano Lázaro, juzga la fe de ambos y en vez de admitir abiertamente que fueron incrédulos, como en buena lógica, podría esperarse, nos dice que “creyeron no creer”, pero que, en el fondo, creían. Dios les hizo creerse incrédulos, pero acaso al final del camino se les cayó la venda de los ojos.
“Y ahora, al escribir esta memoria, esta confesión íntima de mi experiencia de la santidad ajena, creo que don Manuel Bueno, que mi San Manuel y que mi hermano Lázaro se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y resignada (…) Y es que creía y creo que Dios Nuestro Señor, por no sé qué sagrados y no escudriñaderos designios, les hizo creerse incrédulos. Y que acaso en el acabamiento de su tránsito se les cayó la venda”[9].
Personalmente pienso que el nihilismo manifestado en “San Manuel Bueno, mártir” no es la postura definitiva de Unamuno. Corresponde, eso sí, a una de las vertientes de su complejo pensamiento, que en esta novela toma un gran realce, por encima de otras dimensiones igualmente presentes. Ya con ocasión de otras crisis religiosas por las que Unamuno pasó a lo largo de su vida, se da en sus obras una acentuación de la nada como destino final de nuestras vidas y el oscurecimiento de su fe en Dios. Pero ello no es óbice para que en otras ocasiones esa misma fe se recupere y, consecuentemente, la idea del aniquilamiento último pase a ser de una convicción dominante a una mera amenaza que se teme como posibilidad futura. Es la actitud de duda y de indecisión el tono característico del pensamiento unamuniano. Sobre esta tonalidad dominante se destacan momentos de optimismo trascendente y momentos, igualmente pasajeros, de un pesimismo total. “San Manuel Bueno, mártir” representa una de estas caídas en el pesimismo trascendente.
Lo que parece indudable en la novela que estamos comentando es la convicción de Unamuno de la necesidad de la religión -de la fe en un Dios capaz de darnos la inmortalidad, para ser más precisos-. Es tan profundo y tan sentido el anhelo de vivir para siempre en el hombre, es tan absurda la perspectiva de una vida que ha de truncarse definitivamente en la muerte, que Unamuno exalta en “San Manuel Bueno, mártir” la figura de un sacerdote que, aun habiendo perdido la fe, continúa su piadosa misión de proporcionar a su pueblo el consuelo de una esperanza trascendente.
Ya se sabe hasta qué punto el pensamiento contemporáneo ha intentado convencernos de que se puede vivir sin Dios.
En los “Manuscritos de Economía y Filosofía” de 1844, Carlos Marx no sólo afirma el ateísmo, sino que cree llegado el momento de superarlo, olvidándose de toda cuestión referente a Dios:
“Se ha hecho prácticamente imposible -dice- la pregunta por un ser extraño, por un ser situado por encima de la naturaleza y del hombre”[10].
Años más tarde será Federico Nietzsche el que, recogiendo la herencia de la crítica de la religión del s. XIX, proclamará con gozo a las generaciones futuras la buena nueva de la “muerte de Dios”. Solo si se olvida a Dios, el hombre podrá llegar a ser plenamente hombre.
Esta manera de pensar la recogerá el existencialismo ateo de los años cuarenta y cincuenta y la transmitirá a los posteriores movimientos filosóficos como una convicción indiscutida.
Por otra parte, el neopositivismo lógico y las corrientes del empirismo contemporáneo, con su reducción del ámbito del conocimiento a lo que, en último término, puede reducirse a la experiencia sensible, insistirán metodológicamente en la eliminación del problema de Dios y los demás problemas “metafísicos” con él relacionados como el del sentido de la vida o la inmortalidad personal.
Y las corrientes actuales de lo que ha venido en llamarse “pensamiento post-moderno”, que tan amplia difusión está teniendo en los medios de comunicación de nuestra sociedad española, insisten en la negación de cualquier absoluto, sea éste inmanente o trascendente, cayendo en el escepticismo, e incluso, en el nihilismo. El tema de Dios y de lo religioso, se ha convertido en algo irrelevante culturalmente hablando, algo “pasado de moda”, de lo que se ha de prescindir para vivir de acuerdo con los nuevos signos de los tiempos.
Frente a esta manera de pensar, que tan profundamente marca la conciencia general de nuestra sociedad, se sigue alzando con vehemencia la figura de Don Miguel de Unamuno, situando al hombre ante lo que es decisivo en la vida.
El consideró como misión propia decir la verdad que muchos callan por temor o por negligencia en asunto tan trascendental. Quiso obligar a sus conciudadanos y a todos los que en el futuro le leyesen a plantearse los problemas que, consciente o inconscientemente, desean evitar. No podía brindarles una respuesta segura, porque desgraciadamente él mismo no siempre la poseía; pero quería que todos se planteasen el problema de su vida y estuviesen “despiertos” en la existencia.
Su postura ante lo religioso es, sin embargo, muy clara. Sólo si Dios existe, podemos vivir esta vida con plenitud de sentido y mirar al futuro sin desesperarnos ante la perspectiva del aniquilamiento final. Solo con Dios se puede soportar la vida. Y, al contrario, si Dios no existe, nuestras conciencias están condenadas a perderse en la nada, el Universo girará un día vacío e inconsciente de sí mismo y nuestras vidas, en definitiva, no habrán tenido ningún fin. Solo la religión puede dar esperanza; la cuestión del hombre se resuelve, en último término, en la cuestión de Dios.
Ya es significativo que Unamuno ponga en la primera página de su novela “San Manuel Bueno, mártir”, la conocida cita de San Pablo, de la primera carta a los corintios: “Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los más desgraciados de los hombres” (1 Cor. 15, 19).
Y termino. Mucho se podría decir de esta pequeña obra. La valoración que ella nos merezca va a depender del punto de vista desde el que la juzguemos. Desde un punto de vista estrictamente religioso cristiano, San Manuel Bueno, mártir puede suscitar opiniones encontradas. A ello no es ajeno el momento de duda religiosa durante el cual Unamuno escribió la obra. Lo que, a mi modo de ver, es preciso reconocerle a Don Miguel de Unamuno es que ha hecho en ella un bello alegato sobre la importancia de la religión en la vida de todo ser humano. Y esto, por sí solo, ya constituye un testimonio importante en el diálogo FE-CULTURA con el indiferente hombre de nuestro tiempo.
……….
[1] Carta a Mme. Emma Henri Clouard, citada por GARCIA BLANCO M., en su Introducción al tomo II de las Obras Completas de Unamuno, (11,50). Ed. ESCELICER.
[2] San Manuel Bueno, mártir (II, 1132).
[3] Idem. (II, 1143).
[4] Idem. (II, 1144).
[5] Idem. (II, 1146).
[6] Idem. (II, 1142).
[7] Idem. (II, 1148).
[8] Idem. (II, 1146-1147).
[9] Idem. (II, 1152).
[10] K. Marx. “Manuscritos”. Alianza Edit. Madrid 1970. Pág 155-156.
About the author
Fue ordenado sacerdote el 12 de enero de 1975 .
Durante seis años fue profesor de Filosofía en el C.E.U. San Pablo de Moncada y, desde 1988, profesor, jefe de estudios y posteriormente director de la Escuela Diocesana de Pastoral. En 1994, fue nombrado Director del Instituto Diocesano de Ciencias Religiosas.
Desde 1982 impartió diversas asignaturas optativas en la Facultad de Teología «San Vicente Ferrer».
En 1999, Don Agustín García-Gasco, Arzobispo de Valencia, le nombró canónigo de la Santa Iglesia Catedral Metropolitana, donde desempeñó el cargo de Secretario Capitular.
El 17 de noviembre de 2000, fue nombrado por Su Santidad el papa Juan Pablo II Obispo Auxiliar de Valencia, recibiendo la consagración episcopal el 13 de enero de 2001. El de 9 de julio de 2010 se hacía público su nombramiento como obispo de Palencia, sede de la que tomó posesión el 29 de agosto de 2010. El 7 de mayo de 2015, el papa Francisco le nombra obispo auxiliar de Valencia.
En diciembre de 2015 ha sido nombrado Vicecanciller de la UCV "San Vicente Mártir".
Soy una estudiante italiana y… ¡muchas gracias! Este comentario es perfecto, muy interesante y útil
Interesante análisis.
Gracias a este artículo he encontrado una frase de Unamuno que andaba buscando.
«Del problema social resuelto, ¿no surgiría más fácilmente el tedio a la vida?…»
¡Qué gran novela es San Manuel Bueno mártir!
Muy interesante comentario
Ayuda a contextualizar el significado general y el particular para Unamuno y en el discurso filosófico sobre la cuestión del sentido de la vida (si es que es aprehensible). Gracias