Surgimiento de la interioridad social

Se ha dicho anteriormente que al aumentar los asentamientos urbanos y agrupar a poblaciones superiores a los 20.000 o 30.000 individuos, en virtud de la división del trabajo los seres humanos se organizan en grupos y clases jerarquizadas, y pasan a constituir sociedades del tipo que Durkheim denomina de “solidaridad orgánica”, en las que se genera lo que se ha llamado “interioridad social” (ROREM §§ 6-7 y 12-14).

Al multiplicarse los papeles sociales, se produce una ampliación de la interioridad individual porque cada individuo, aunque no tenga muchas opciones de elegir papeles diferentes al que por nacimiento el destino asigna a los varones y mujeres de su familia, grupo y clase, sí que tiene que convivir, y de un modo u otro tratar, con personas que tienen papeles sociales muy diversos, y de ese modo el individuo queda abierto a una variedad de horizontes existenciales que se ramifican cada vez más.

Cada individuo tiene un comportamiento privado en la familia, y otro público, cuando trata los asuntos religiosos con los sacerdotes, los jurídicos con los registradores de la propiedad, los económicos con los comerciantes, los fiscales con los encargados de recaudar, los miliares con los soldados, etc.

La vida en la sociedad urbana

La vida ya no consiste solamente en cazar y tratar con cazadores y chamanes, que propician los poderes sagrados, ni en sembrar y cosechar y tratar con agricultores y sacerdotes, que también invocan y propician los poderes sagrados.

La vida consiste en tratar con sacerdotes, registradores, recaudadores, comerciantes, soldados, etc., que ciertamente también gestionan poderes sagrados depositados en divinidades bien diferenciadas y designadas. Y en ese trato no solamente se pone en juego el poder sagrado de las diversas divinidades, sino también el poder propio que se manifiesta en la ira y el miedo, el deseo y la ambición, el egoísmo y la solidaridad.

Distanciamiento del sí mismo

Sentir todo eso es experimentar un distanciamiento creciente entre lo que el individuo es de suyo en el ámbito familiar y tribal, un viviente, hijo y esposo, o hija y esposa, padre o madre, que colabora a la supervivencia en una relación inmediata con el medio físico, el sí mismo profundo, y lo que él hace de un modo reflexivo y consciente, deliberativo y electivo, lo que el yo lleva a cabo como protagonista de la vida social.

Vivir en una sociedad urbana es encontrarse y sentirse tensado entre los requerimientos de la vida social y los requerimientos de una vida familiar (natural), que hay que dejar en un segundo plano y que se añora con nostalgia. El yo deja de estar puesto de modo inmediato en sí, en el sí mismo natural, y va a ponerse mediatamente, por sí, en las actividades que realiza mediante los diversos tipos de individuos con los que trata, que representan poderes, pero que los representan y los gestionan mediante signos abstractos a la vez que los poderes propios de cada individuo, mediante el lenguaje natural. Entre esos signos y poderes los individuos se dispersan, se confunden y se extravían.

En esa situación también se mantiene la unión con el principio fundamentante de la vida y de la existencia en el orden familiar, y ahí se encuentra una vida de felicidad en referencia a los poderes sagrados, en los que ahora, con el espíritu diferenciado y despierto, se vislumbra ya el orden del ser.

La diseminación del yo en la sociedad urbana

Reflexiones sobre la revelación originaria: la sociedad urbana.. Imagen de Aquiles
Reflexiones sobre la revelación originaria: la sociedad urbana. Imagen de Aquiles (Infografía)

Pero en esa situación, en  el orden del comportamiento deliberativo y electivo, a medida que el yo en tanto que actor atiende menos a los requerimientos del sí mismo porque tiene que atender más a los de los papeles sociales, a medida que se consolidan los lenguajes ordinarios, profesionales e históricos, las correspondientes rutinas sociales y personales, y a medida que se configuran establemente los circuitos neurofisiológicos correspondientes a esas costumbres, entonces se van consolidando en la mayoría de los individuos los hábitos de la dispersión, las tendencias a poner y dejar puesto el yo en unas aspiraciones, unos temores, unos dolores provocados por enemigos, como les ocurre a Aquiles, a Agamenón, a Ulises, a Penélope, y a tantos otros.

La mayoría de las personas ponen el yo en los diferentes papeles sociales, y en los actores, y lo hacen con insistencia y persistencia. Y van adquiriendo unos hábitos por los cuales el yo se aleja del sí mismo. Incluso llega a perder de vista su sí mismo y el fundamento de su vida y de su existencia, y a encontrarse en la situación que Rousseau describe.

No corresponde a mi tema mostrar cómo de semejante disposición nace tanta indiferencia para el bien y para el mal, pese a discursos tan hermosos de moral; cómo al reducirse todo a las apariencias, todo se convierte en ficticio y fingido: honor, amistad, virtud, y con frecuencia hasta los vicios mismos, de los que finalmente se encuentra el secreto de glorificarse; cómo, en una palabra, al pedir siempre a los demás lo que nosotros somos y no atreviéndonos a preguntarnos sobre ello a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, humanidad, educación y máximas sublimes, no tenemos más que un exterior engañoso y frívolo, honor sin virtud, razón sin sabiduría, y placer sin dicha [1]

Tipos de diseminación del yo

El yo se disemina vagando o divagando (con diverso grado de voluntariedad e interés) en los múltiples parajes del territorio de su unidad psicosomática, donde ha vivido la ira, el amor, la ambición, la solidaridad, la hipocresía, etc., e incidiendo y reincidiendo en ellos, a menudo se instala y se pierde en ellos.

Esa divagación errante puede producirse en el mundo inorgánico, a nivel molecular y a nivel estelar, donde los cuerpos se fragmentan, abandonan sus órbitas y circulan como proyectiles destruyendo lo que encuentran a su paso. También se da esa dispersión en los componentes de los vivientes orgánicos vegetales y animales, cuando sus almas los dejan autonomizarse y divagar, provocando deformaciones, enfermedades y muertes, como es lo propio de los poderes que fundamenta sus vidas y sus existencias autonomizados, convertidos en “malos espíritus” (ROREM §§ 54.1-54.2).

El yo puede igualmente divagar errante lejos de su sí mismo, ubicándose en múltiples escenarios de su unidad psicosomática, y a la vez, en múltiples de la interioridad social. Se pone en el rol del comerciante y asume sus poderes, en el del escriba, el guerrero, etc. La manera en que se pone en los territorios psicosociales viene determinada por la manera en que se pone en los territorios psico-somáticos, y así un general, puede ser más o menos déspota, generoso, etc., según cómo afecte la posición psicosomática del yo al repertorio de poderes de la posición psicosocial que ocupa.

La maldad 

El despliegue del yo divagante en las posiciones que va ocupando, su consolidación y sus cambios, configura y constituye la bondad o maldad de las personas en determinados momentos, periodos de su vida o en su vida entera. La maldad de cada viviente singular, vegetal, animal o humano, tiene sus efectos sobre la diseminación del yo y sobre la unidad del alma de otros vivientes y conjuntos de vivientes, provocando en ellos deformaciones y posicionamientos malvados.

Los posicionamientos malvados o destructivos pueden producirse en el mundo inorgánico, en las partículas elementales y en lo cuerpos celestes, que pueden romperse, abandonar sus órbitas y difundir por los espacios, elementos malvados como asteroides, meteoritos, etc. La diseminación y fractura del yo también puede producirse en el mundo de los super-orgánico, dando lugar a grupos y bandas malvadas, en cuando que provocan diseminaciones malvadas en otras entidades super-orgánicas.

El mal prehistórico

El sumatorio abstracto de todos los comportamientos y entes malvados del calcolítico es lo que en la antigüedad se llama el mal, y se concibe como problema enigmático porque en la denominación abstracta que le asigna la antigüedad, se pierde la referencia a su principio fundante genético y a su principio cronológico. Pero en el paleolítico, el neolítico y el calcolítico no hay un problema del mal. Lo que hay son malos espíritus, que son los responsables del daño, los culpables.

En el paleolítico la maldad está referida y representada mediante las fuerzas cósmicas, como en el neolítico lo está mediante las fuerzas zoomórficas. En el calcolítico la maldad está referida a y representada por los espíritus zoo-antropomórficos, y esas representaciones se mantienen y alcanzan su máximo grado de desarrollo en la modernidad barroca, como se verá más adelante. Al final de la modernidad, esa referencia empieza a debilitarse y a perderse, hasta que se pierde del todo, y las representaciones zoo-antropomórficas del mal desaparecen por completo, en lo que Hegel llama fin de la historia y muerte del arte.

El mal en época posthistórica

En la época posthistórica, la referencia a los espíritus malos (y a los espíritus en general), desaparece también completamente de la vida y el lenguaje ordinarios, y con ello desaparece la creencia en los demonios y en los ángeles. El mundo de los espíritus continúa representándose en el arte, especialmente en la literatura, el cine y los videojuegos, pero ese discurso sobre la maldad y los malos espíritus diseña un universo lingüístico que tiene un sentido figurado, y no un sentido propio. Es decir, la teología del siglo XX no elabora una ontología del orden sobrenatural que pueda articularse con las representaciones que hacen las artes, literarias y audiovisuales.   

Las instituciones religiosas, para evitar el descrédito de sus doctrinas y representaciones de los “malos espíritus”, los conceptualizan de nuevo como “representaciones del mal” de tipo imaginativo (mítico), pero a menudo sin poder refrendarlas con una ontología y una teología congruentes[2].

La época posthistórica crea modelos informáticos de la enfermedad y del pecado en máquinas; y modelos químicos de enfermedad y pecado, de infierno y paraíso en animales, aplicables también al hombre, mediante fármacos y drogas, como se verá en su momento.  En la época posthistórica la maldad, el infierno y el paraíso, que recibían en el periodo anterior su configuración en el orden de la razón teórica, pasan a configurarse en el orden de la razón práctica.

 

NOTAS

[1] Rousseau, J.J., Del Contrato social. Discursos, Madrid: Alianza, 1985, p. 286.

[2] Cfr., Minois, G., Historia de los infiernos, Barcelona: Paidós, 1994, caps. 15 y 16; McDonnell, Colleen y Lang, Bernhard, Historia del cielo. De los autores bíblicos hasta nuestros días, Madrid: Taurus, 2001, caps. 10 y 11; Colombo, Arrigo, Il diavolo. Genesi, storia, orrori di un mito cristiano che avversa la società di giustizia, Bari: Edizioni Dedalo, 1999; Muñoz Vargas, Mireya, El mal y la diversidad cultural. Breve estudio iconográfico, La Paz, Viceministerio de Cultura de Bolivia: Unión Latina, 2004. https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/18078/1/09_Muñoz_Vargas.pdf;

Aragonés Estella, Esperanza, Y LÍBRANOS DEL MAL. Representaciones del diablo en el Arte: de la Antigüedad a nuestros días, (6ª ed., 2017),

https://play.google.com/store/books/details/Esperanza_Aragonés_Estella_Y_Líbranos_del_Mal.

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Jacinto Choza ha sido catedrático de Antropología filosófica de la Universidad de Sevilla, en la que actualmente es profesor emérito. Entre otras muchas instituciones, destaca su fundación de de la Sociedad Hispánica de Antropología Filosófica (SHAF) en 1996, Entre sus última publicaciones figuran Antropología y ética ante los retos de la biotecnología. Actas del V Congreso Internacional de Antropología filosófica, 2004 (ed.). Locura y realidad. Lectura psico-antropológica del Quijote, 2005. Danza de oriente y danza de occidente, 2006 (ed).

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