A Gracia Arolas Romero. In memoriam
Por David González Niñerola. Prof. de Filosofía
(Una primera parte, brevísima, de este artículo se publicó en la sección de Cartas al Director del periódico Levante. El mercantil valenciano el día 11 de julio de 2017)
1. Introducción
El título de esta ‘entrada’ podría ser escrito al revés: Por la persona. En defensa de la Filosofía. Parece lo más indicado en un momento en que los nuevos, aparentemente nuevos, paradigmas educativos resultan ser, no tanto educativos, sino más bien pseudo-formativos, rodeados, sí, de un aura de presunta cientificidad, pero muy lejos de la obra de enriquecimiento personal que es propia de la verdadera educación. Las llamadas Humanidades, infravaloradas injustamente al lado de la tecnociencia moderna, se contemplan en el plan de estudios actual como la parte accesoria y prescindible que menos tiene que aportar al ser humano, al bienestar y salud de nuestra sociedad o a la calidad de nuestras democracias europeas. Distraen de lo esencial como llegó a afirmar nuestro anterior ministro de cultura, José Ignacio Wert. Son mucho menos importantes que formar (¿o adiestrar?) a nuestra futura ciudadanía para adquirir las competencias y destrezas que demanda el sistema económico de mercado, interesado en cubrir las plazas vacantes de múltiples sectores sociales que, por supuesto, serán siempre importantes mientras sean también rentables. No hay tanta preocupación, es evidente, en educar a ciudadanos críticos con capacidad para saber pensar por sí mismos. Una mentalidad tecnocrática ha conquistado la conciencia de quienes ocupan el poder político en nuestros días y diseñan aquello que debe ser enseñado en contenido y forma, despreciando saberes como el de la Filosofía, algo que parece lógico y natural si caemos en la cuenta de que las sociedades se diseñan, o se construyen -y no con poca intencionalidad-, precisamente, desde los estamentos que pueden implementar estas arquitecturas sociales.
2. La actualidad de Mounier 80 años después
E. Mounier
Europa ya ha sido campo abonado y de batalla para esto. Hace aproximadamente ochenta años nuestro continente se encontraba en el período de entreguerras cuando, en septiembre de 1936, Emmanuel Mounier publicó en la revista Esprit el Manifiesto al servicio del personalismo, la declaración de principios de una perspectiva filosófica eminentemente crítica que afrontaba la necesidad de entender aquellos cambios civilizatorios y políticos que acabaron empujando a la humanidad al desastre de la Segunda Guerra Mundial. La Filosofía volvía de nuevo a ejercer su servicio social. Los puntos de partida teóricos de este manifiesto son los mismos que recorren, en buena medida, el sistema nervioso central de la Filosofía desde que el ser humano ha tomado conciencia de sí, los mismos que se pueden releer continuamente en cada generación de esta nuestra historia que también lo es de “historia del pensamiento”, y que, con una edad de veinticinco siglos, ha sostenido la capacidad de alcanzar el progreso y la libertad que disfrutamos hoy en día. Un breve recorrido por la introducción con la que el autor inaugura este manifiesto nos podrá dar algunas claves de comprensión para entender las virtudes que antes señalábamos, su evidente actualidad y necesidad. Procuraremos darle voz ochenta años después.
El personalismo aparece en escena como un humanismo crítico que reivindica el primado de la persona humana por encima de las necesidades naturales y mecanismos colectivos que sustentan su desarrollo. Obviamente el ser humano necesita socialmente ciertos “mecanismos colectivos”, el problema residía en dejar perderse a la persona dentro de una maquinaria como si aquella pudiera reducirse a ser la pieza de un todo orgánico cualquiera mayor que ella.
En este punto resulta útil recordar el escenario en que se sumía Europa en 1936: el auge del fascismo y el comunismo mantenía una concepción teórica del ser humano como un simple “individuo” llamado a integrarse y desaparecer dentro de un todo alienante, ya fuera en la forma de una clase social como el proletariado o bajo la égida de una institución moderna deformada como el Estado o un concepto magnificado de nación. El sistema libre de mercado llamado capitalismo ofrecía, por otro lado, una cárcel ilusoria parecida para el ser humano si bien comprándolo a otro precio. Sin embargo, y esto es importante, no se ofrecía ni publicitaba en el Manifiesto un “sistema” concreto alternativo. Nunca se pretendió, en palabras de Mounier, crear doctrina alguna: El personalismo no anuncia, pues, la creación de una escuela, la apertura de una capilla, la invención de un sistema cerrado (op.cit). No era intención del autor, como tampoco lo puede pretender una sana reflexión filosófica, la confección de otro “pensamiento único” o que aspire a ser único como un competidor más por la hegemonía social ante otras ideologías, sino, al contrario, albergar una denominación que aglutinase más bien cierta actitud de distanciamiento reflexivo ante la realidad, y que no renunciase así a su propia libertad y personalidad crítica.
Lo anterior no es el único punto de coincidencia entre la corriente personalista y la Filosofía:…las verdades básicas sobre las que apoyaremos nuestras conclusiones y nuestra acción (todo pensamiento que no sea proactivo será siempre estéril) no han sido inventadas ayer (sic)... Mounier reniega de las simples ideologías, que, en el fondo, estorban a las ideas, y de los racionalismos rígidos, duros e implacables, que como grandes cosmovisiones pretenden haber agotado todo discurso sobre la realidad y son confundidas tantas veces por el común de los mortales con el pensamiento filosófico en sí mismo, siempre abierto a una lectura y revisión continua. Algo idéntico a lo que sucede con los espiritualismos al uso, que nos imponen una visión eterna y etérea sobre el hombre y el mundo pero sin considerar cómo lo espiritual siempre se encarna y materializa de algún modo en la historia ([…no menos peligrosos son los moralistas. Extraños, igual que los doctrinarios, a la realidad viva de la historia, le oponen no un sistema de razón, sino unas exigencias morales tomadas en su más amplia generalidad (sic)] La Filosofía ética es una reflexión también sobre la moral que consiste en un ejercicio racional indagador de los fundamentos últimos de la vida práctica, no simplemente en su descripción o publicidad. Nosotros los filósofos ayudamos a despertar de sueños dogmáticos.
Emmanuel Mounier proponía además, en su Manifiesto, un acercamiento serio y profundo a nivel antropológico sobre conceptos importantes como el de civilización, cultura o espiritualidad. No estamos ante un enfoque corto de vista. Efectivamente, de la misma forma que lo ha hecho la Filosofía de todos los tiempos, este es un espacio teórico en el que la ciencia no puede tener la última palabra. Y no puede porque no es de su competencia llegar hasta las preguntas metafísicas últimas sobre el ser humano y su identidad. Que somos como personas (y no simples animales desde una mirada evolucionista mezquina) los generadores de una civilización como la nuestra es comprensible desde un progreso coherente de adaptación biológico-social que manifiesta una ampliación de la conciencia humana (bellísima manera de entender la cultura) en que se da lo espiritual como el descubrimiento de la vida profunda de nuestro ser o de nuestra persona. En un tiempo histórico que lo era del derrumbamiento de una zona de civilización nacida a fines de la Edad Media, consolidada al mismo tiempo que minada por la era industrial, capitalista en su estructura, liberal en su ideología y burguesa en su ética (sic), el Manifiesto fue una luz dentro de la oscuridad de su tiempo, y ha sido un referente también para el saber filosófico como disciplina de conocimiento, reivindicador continuo de la imposibilidad de reducir a la persona a su sola dimensión de «individuo”, como una simple parte de cualquier tipo de sistema, ya sea político o científico. Frente a las ideologías despersonalizadoras que ha conocido el s. XX, ya fueran el fascismo, el marxismo o el paradigma liberal capitalista, se han marcado desde esta perspectiva unas líneas fronterizas claras ante este tipo de cosmovisiones que negaban gran parte de la riqueza que alberga una auténtica civilización humana, la cultura o la espiritualidad del hombre, ejerciendo un servicio útil a la Humanidad, y haciéndolo de un modo preciso tal y como expondremos a continuación. La reflexión filosófica es la del gran “saber de los saberes” capaz de pensarlo todo y dejarse pensar, y que hoy podría acabar tristemente necesitada, quizás, de que se publique un “Manifiesto” para su propio apoyo y promoción… Mounier lo hubiera hecho.
3. Los ataques a la persona desde la economía de mercado, el marxismo y el fascismo
Si tuviéramos que apuntar tres líneas maestras de esta perspectiva crítica que efectúa el personalismo sobre la Modernidad serían los tres modos, antes citados, en que se ha atacado a la persona desde una sociedad liberal anclada en el libre mercado, el marxismo y el fascismo. Fueron tres frentes pensados en profundidad. En cuanto al primer tipo de alienación, Mounier denunció una civilización burguesa que había surgido enel Renacimiento y duraba hasta nuestros días, adherida a los cimientos de una cristiandad a la que contribuye a dislocar. Ésta se fundamentaba en un individualismo legítimo que, si bien surge al principio como una justa reivindicación ante estructuras sociales anquilosadas en la Edad Media, ha devenido posteriormente en un individualismo egoísta de naturaleza alienante originado desde, citando al autor, el simple aislamiento de la persona tras el envilecimiento previo al que se le ha obligado. Hemos pasado del tipo-humano «héroe renacentista» al ciudadano burgués sumido en el ansia de confort, para quien la comodidad sería el equivalente a la santidad del medioevo, la culminación máxima de autorrealización. Tristemente, la nuestra es una civilización llevada a la decadencia en que bajo formas llenas de prudencia, civilizadas: defensa de la iniciativa, del riesgo, de la emulación…los últimos fieles del liberalismo intentan actuar aún con el prestigio de los orígenes, pero no pueden hacerlo más que disimulando, con ello, el desamparo o la degradación en que la ciudad burguesa ha dejado estos valores (sic). Las novelas de Charles Dickens como “Oliver Twist” son un buen testimonio de la deshumanización social a que nos empujó el aún cercano capitalismo industrial moderno. Si bien en los albores de la Modernidad se potenciaron aspectos positivos como un sentido vivo de la libertad y la dignidad individuales, sigue Mounier, no deja de ser también cierto que el burgués-tipo de la sociedad liberal moderna se ha acabado definiendo bajo la forma de un «propietario» que sucumbe como persona, poseído por sus propios bienes, despersonalizado y enajenado por sus propias posesiones. Ahora tiene otros valores como la felicidad, la salud, el sentido común, el equilibrio, el placer…valores no exentos de algún soporte filosófico concreto que, en este sentido, también debe ser dilucidado.
La otra cara de esta moneda, que para nuestro filósofo era preciso además denunciar, es, en un sentido más profundo y metafísico, la fuerza con que cierta cosmovisión afectó y aceleró igualmente todo el proceso que hemos pergeñado: el individualismo burgués en que vivimos se ha sustentado en un idealismo peculiar de corte cartesiano que ha ido invadiendo nuestra sensibilidad académica a partir del s. XVII y la forma cotidiana de entendernos a nosotros mismos. Efectivamente, subraya el Manifiesto, este modelo de civilización se ha declarado heredero de una cierta espiritualidad, pero lo ha hecho de una exacerbada, desequilibrada, profundamente dualista, que ha acabado suscitando, como reacción natural a sus excesos, todo el materialismo atroz de los siglos XIX y XX que sufrimos todavía en nuestras carnes -y que debe ser reconocido igualmente como un signo más de nuestro tiempo-. El dualismo de nuevo cuño cartesiano y sus descendientes filosóficos -a lo largo de los dos últimos siglos- ha divorciado el pensamiento de la acción reduciendo lo espiritual a algo exclusivamente contemplativo -y castrando ciertamente la misma vida espiritual al pretender desencarnarla-, a la vez que por otro lado ha conseguido difuminar enormemente la dimensión comunitaria del ser humano… La unidad de vocación universal (y estructura) de la humanidad que introdujo el cristianismo fue, según Mounier, sustituida entonces por la vigencia de un único individuo abstracto que parece ser etéreo y transhistórico, razón o «pensamiento puro» -cogito, ergo sum-, que no tiene verdaderos vínculos carnales y ejecuta una libertad abstracta de buen salvaje pacífico y paseante solitario, sin pasado, sin futuro, sin lazos, y que carece de asideros verdaderamente humanos. Toda su vida está teñida por colores entre los que el amor como valor moral ha perdido ya todo su peso o, al menos, una gran parte del que tenía antes. Es un hombre capaz, en suma, de una libertad sin norte en que la liberación individual no transita necesariamente por ninguna «caritas», por ningún vínculo amoroso. Frente a este tipo de sujeto, sin embargo, nuestro filósofo apostará siempre por un «amo, ergo sum», «amo y soy amado, luego existo». En la nueva sociedad emergente y este es un punto fundamental de la lectura personalista de la Modernidad, no ha habido lugar público para esta dimensión humana desde el momento en que el poder del dinero ha ocupado todos los puestos de la vida económica; después se ha deslizado, sin quitarse el velo, hacia los espacios de la vida política; ha alcanzado, finalmente, la vida privada, la cultura y la religión misma. Como fruto de esta dialéctica social han surgido un humanismo burgués, una moral equivalente e, incluso paradójicamente, un cristianismo aburguesado que deben ser repensados de un modo alternativo.
El modelo civilizatorio del fascismo, como segundo modo alienante, también merece especial atención en el momento histórico de 1936. Mounier ejerce un examen filosófico profundo de una realidad contemporánea que, junto con el nacionalsocialismo y el comunismo, fueron la propuesta moderna de unas nuevas «teocracias» distintas a las medievales -en que se adoraban a otros dioses- y con características curiosamente muy similares entre ellas. Fundamentalmente, compartir el programa de un claro sometimiento de la persona y la idiosincrasia de su futuro a un poder temporal omnímodo, absoluto. Estos nuevos discursos estaban apoyados en dialécticas que debían ser filtradas por la razón como lo fueron los antiguos mitos, como ideologías que albergaban en su seno un cierto tipo de relatos y concepciones pseudo científicas -y también filosóficas- a desentrañar. Expondremos algunas de estas claves.
El fascismo histórico, para ser realmente precisos, sólo puede remitirse al régimen italiano inaugurado en 1922 con Mussolini. Eso no obsta, prosigue el texto, para que debamos extenderlo a configurar un fenómeno político de posguerra que a pesar de sus diferencias geográficas siempre manifestaba entre otros rasgos un pacto implícito, en un momento de desesperanza, entre un proletariado económica e ideológicamente deprimido y las clases medias dominantes, la figura carismática de un líder revestido falsamente de virtudes morales, un tono abiertamente revolucionario e, incluso, una cierta mística (aunque de corte pequeño-burguesa) que apuntaba al prestigio nacional, a un retorno a paraísos nacionales perdidos o al anhelo de un orden social impuesto desde el poder. El primado que se postula aquí de lo colectivo frente a lo individual, denunciaba el Manifiesto, podría hacernos pensar que era una forma de superación legítima del antiguo individualismo moderno, pero esto sería erróneo desde la perspectiva de Mounier. El problema de esta tesis estribaría en lo desequilibrado de esa supuesta solución, que fue, al fin y al cabo, un exceso de inhumanidad orientado a la total opresión del individuo-ciudadano bajo el poder del Estado, de esta nueva institución colectiva moderna -aunque deformada- y provocadora de una alienacion rotunda. Esto puede constatarse en la famosa frase de Moussolini cuando afirma en la «Carta del Trabajo» (auténtica “declaración de derechos” del fascismo italiano) que el Estado es la verdadera realidad del individuo, todo está en el Estado y nada humano existe ni a fortiori tiene valor fuera de él. La persona era despreciable así por el bien de una realidad sociopolítica suprapersonal a la que estaría obligada a unirse religiosamente casi de la misma forma en que un cristiano concibe la comunión con lo divino, y siempre, recurrentemente, bajo la obediencia ciega a un líder que supuestamente encarne a esa entidad. Nuestro filósofo siempre fue consciente de las diferencias que el nacionalsocialismo podía defender frente al «fascio» italiano, pero por encima de estas discrepancias vislumbró muchas más semejanzas que disimilitudes. Un ejemplo de ello era la nota común a ambos, muy característica, de la oscura mirada que siempre se proyectaba sobre la persona desde las referencias teóricas que les eran afines: a partir de una antropología siempre pesimista, en la que el ser humano se supone como abiertamente malvado, atomizado y egoistizado (al estilo del más puro Hobbes o Maquiavelo), solo la figura de un poder político estatal absoluto podía ejercer su eficaz dominación y represión por el mayor y más necesario «bien común». Efectivamente, aunque en el nacionalsocialismo se daba la tendencia a fundamentarlo todo, más que en el Estado, en figuras teóricas como la «Nación», el «Volkstrum» (la «comunidad del pueblo»), la tierra o la pureza racial de sangre -y estos son alguunos de los mitos pseudocientíficos señalados antes- y parecía divulgarse así, en alguna medida, un cierto «optimismo vital» biológico, el subsuelo imaginativo común de estas ideaciones no tenía nada de «bondad antropológica»…el Estado debía gobernar totalmente hasta en lo más íntimo del hombre, hasta en lo más personal de la persona, su conciencia, que era siempre peligrosa. Pero Mounier no acabó aquí su análisis del fenómeno, el enfoque personalista alcanzaba a ver muchas más cosas, acostumbrado como estaba a discriminarlo todo de un modo crítico. La naturaleza antiburguesa de este nuevo idioma moderno podía dar lugar a muchas confusiones.
Una de las cuestiones más analizadas en el texto de 1936 con respecto a los fascismos era el supuesto vitalismo y antiidealismo que se adivinaba en los discursos totalitarios. Estrictamente, reconoce Mounier, debemos admitir que dichos fascismos no se distinguieron por la defensa de sistemas filosóficos a la antigua usanza, es más, renegaban abiertamente de ellos. La primacía de la fuerza, del poder y de una cierta “vitalidad” por encima de los falsos racionalismos heredados pudieron empujar a muchos a contemplar estas propuestas como un revulsivo antimoderno adecuado y justo, o que tuviera alguna parte de razón. Estaríamos de nuevo ante otra tentación que debía explicarse. Y se hizo. Resultaba clara y evidente una tendencia general antiintelectualista de fondo en este miedo profundo a la libertad (como lo definía Erich Fromm) que fue encarnado por Hitler, Mussolini y tantos otros -y para esto sólo hace falta recordar la cita de Göring en que llegó a afirmar cuando escucho la palabra «espíritu» preparo mi revólver-, pero la realidad es que, si bien estos totalitarismos reaccionaron contra el antiguo racionalismo burgués y aunque, como escribe Mounier, ciertamente el ser humano no está diseñado para analizar el mundo desligándose de sus responsabilidades sino para comprometerse y que el pensamiento preceda a la acción, sin embargo, y esto es importante, sí se daba verdaderamente una cierta espiritualidad encubierta detrás de ellos aunque fuera más tosca y grosera, no eran tan «anti-idealistas» como pudiera parecer a primera vista…La variable que hace esto comprensible es el tipo de espiritualidad que promulgaban: una exaltación de la fuerza humana en que el hombre podía, en sus solas capacidades y sin necesidad de Dios ni de «falsas razones», darse a sí mismo una «tierra prometida» de supuesta y absoluta felicidad a partir o en medio de una embriaguez absoluta de impulsos vitales, de puro prometeísmo y heroísmo humano, felicidad que acabaría encarnada en el Estado, la Nación o en otro nuevo «paraíso» al fin y al cabo…Uno hecho a la medida humana. ¿Potenció esto una auténtica revolución espiritual? Un delirio colectivo que adormece en cada individuo su mala conciencia, embrutece su sensibilidad espiritual y ahoga en emociones primarias su vocación suprema se adueñó de los corazones de muchos europeos, que acabaron construyendo una cárcel mayor que las ideologías. La descomposición del idealismo burgués creó un nuevo sistema político más rígido aún que los antiguos en que la desorientación absoluta empujó hacia el caos a un proletariado al que no le quedaba más que un solo poder de deseo: la voluntad, frenética a fuerza de agotamiento, de desembarazarse de su voluntad, de sus responsabilidades, de su conciencia, para delegar toda su persona en un salvador que juzgará por ellos, querrá por ellos, actuará por ellos (sic).
Finalmente, la última de las amenazas contemporáneas que Mounier conjura contra la persona se refiere al marxismo, del que sabrá señalar también sus potencialidades pero no menos sus peligros. Esta línea de pensamiento (y de acción) fue contestaria al idealismo lo mismo que el fascismo, y podía interpretarse igualmente como una solución alternativa, justa y adecuada -mucho más quizá que los totalitarismos fascistas-. Merecía ser pensada máxime cuando se había levantado a favor de los pobres de la tierra:
La denuncia por el marxismo del idealismo burgués y de su hipocresía social era, o había podido ser, una aportación considerable al humanismo que buscamos. Constituía una indicación capital en torno a la cual los cristianos, principalmente, sentían con ella una fraternidad histórica. El marxismo ha profundizado en esto mucho más que el fascismo. Ha tomado al hombre en su centro de miseria, por donde pasa el eje de su destino…No somos insensibles a todo lo que hay de sano, bajo la provocación de las palabras, en cierta “reacción materialista”(sic)
El problema del marxismo estará, para Mounier, en lo profundamente errado de que esta “reacción materialista” haya devenido en un antiespiritualismo atroz que miraba a la persona de un modo sesgado a nivel científico. No podía dejarse pasar por alto que lo que nos interesa es saber la realidad espiritual del hombre y no una ideología determinada, si hasta las más sanas reacciones deben ser un día separadas del instinto e iluminadas por la verdad. El último sistema despersonalizante que analiza adolecía de una carencia teórica que consistía en no haber sabido aprovechar el legado de la filosofía clásica para construir un “realismo espiritual” que hiciera justicia al ser humano, que lo considerara en toda su amplitud. Se había limitado a diseñar toda una mística en torno al trabajo humano, la racionalidad científica y la industrialización que reducía la vocación de la persona al simple dominio de la naturaleza, sin más referencia a los problemas humanos del mal, la muerte, el odio o la miseria. No se trataba, afirma el Manifiesto, de hacer incompatibles una revolución contra la pobreza y la propia trascendencia del hombre (…es decir, no oponemos la revolución espiritual a la revolución material…) sino de iluminar que ésta se deba orientar de un modo netamente humano (…afirmamos únicamente que no existe revolución material profunda sin que esté enraizada y orientada espiritualmente…) La cuestión de fondo, como puede observarse, no era un rechazo a esta propuesta desde una óptica capitalista, algo que para Mounier hubiese sido contrarrestar un mal con aquello que lo ha causado, sino el humanismo subyacente a una perspectiva que no era demasiado fácil de delimitar. En este punto se daba la dificultad de que el socialismo siempre había pospuesto referirse a su “hombre nuevo” hasta que no se hubiera construido la sociedad que promulgaban, pero eso no impedía que pudiera rastrearse su antropología tras conceptos como el de ideología, lucha de clases, liberación o espíritu, y el nuevo sujeto histórico que proponen carece, en este sentido, de verdades eternas y valores trascendentes, es un hombre que ya no cree en un Dios revelado en la Historia al modo cristiano -ni muchísimo menos que conduzca esta misma historia- pero tampoco en tipo alguno de espiritualismo alternativo. La misma persona como realidad existencial primaria no tiene cabida aquí. El personalismo volvió a acertar al entender como otro totalitarismo la propuesta marxista. Una exposición más detallada nos ayudará a entenderlo mejor.
La dialéctica histórica del materialismo científico escenificaba un espacio en que, si bien es cierto que sin caer en un absoluto fatalismo, al estar el hombre enraizado en un medio y una infraestructura económica de la que apenas es consciente, su condición fatal e irremediable era quedar reducido a ser, o bien «explotado» o bien «explotador», encadenado a su conciencia (ideológicamente determinada) casi tanto como a su condición social. La presunta liberación que proponía era arrebatar por la fuerza unos medios de producción que se constituirían así en los verdaderos «hacedores» de la libertad, convirtiendo en el nuevo medio salvífico y redentor a la lucha de clases como guerra moderna contra el capitalismo. La fuerza motriz de la historia, entonces, lejos de ser en ningún sentido una fuerza espiritual -y desde luego no lo era en el estilo racionalista clásico- quedaba reducida al trabajo infalible de una razón científica prolongada por el esfuerzo industrial, cuyo objetivo final era, según el ideal de Descartes, hacer del hombre un dueño de lo natural. La lectura de Mounier sobre este punto añade que aquí también se introducía, subrepticiamente, una nueva idolatría: la de un «Dios inmanente» a la historia de espíritu físico-matemático, técnico, hierro y cemento que perseguía hacerse carne en la realidad humana progresivamente igual que el Estado en Italia o la nación nacionalsocialista en Alemania. Este Dios, siempre bajo la apariencia de un Dios «bueno», presumía ser capaz de exorcizar el mal reduciéndolo a la imperfección de las condiciones económicas, y actuaba solo desde una ciencia aplicada a todos los dominios de la actividad humana que se supone salvaría al hombre de toda miseria, enfermedad y esclavitud. El problema aquí es que lo hacía sin contar en ningún momento con las potencialidades creadoras de la persona, sin remitirse a nada más que desarrollar este saber tecnocientífico y organizar el trabajo humano. No parece que el sujeto sea contemplado, por lo tanto, más allá de convertirse en otro individuo-masa como en el resto de totalitarismos, que pretende autosalvarse de un modo colectivo, aunando fuerzas, pero desde luego no de un modo «personal». El lector puede preguntarse, en este punto, de qué forma concreta entiende Mounier a la persona. Tanto la pregunta como la respuesta son ineludibles.
4. El concepto de persona
El interrogante que más compete al personalismo es una cuestión que el mismo Mounier de entonces acostumbraba dejar abierta la mayoría de las veces. Tiene sentido que sea así si contra el mundo sin profundidad de los racionalismos la persona es la protesta del misterio. No es posible, según su Manifiesto, una definición «cerrada» y rigurosa de ésta como ofrecen los sistemas teóricos clásicos, que nos aportan su explicitación desde una determinada perspectiva pero suponen casi siempre haber clausurado con ella el discurso sobre el hombre. La persona sería comparable a un diamante de infinitas caras en que según la dirección de nuestra mirada queda iluminada una u otra dimensión, pero su estudio acabaría siendo difícilmente omniabarcable de un modo teórico absoluto. Comprenderla como «objeto» ya resulta problemático… Sí parece claro, desde luego, que no pueda reducirse a la experiencia inmediata de una sustancia al estilo filosófico señalado antes -por ejemplo desde el cartesianismo que identificaba al sujeto estrictamente con su sola conciencia o pensamiento-, y no puede ser objeto de una experiencia espiritual pura separada de todo trabajo de la razón y de todo dato sensible, independientemente de su cuerpo. La personalidad humana se hallaría sustancialmente encarnada, mezclada con su carne, aunque trascendiendo de ella, tan íntimamente como el vino se mezcla con el agua… Se revelaría en la experiencia progresiva de una vida biográfica que, en palabras del autor, es un ser espiritual constituido como tal por una forma de subsistencia e independencia en su ser –con entidad ontológica propia-, y que mantiene esta subsistencia mediante su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos en un compromiso responsable y en una constante conversión (sic). Según este acercamiento debemos deducir que no se da la «personalidad» sin un ejercicio racional de la libertad humana que consista en un «hacerse» a impulsos de actos creadores, muy alejado, por un lado, de los proyectos totalitarios que hemos recorrido, pero también lejos, por otro lado, de un idealismo falaz o la concepción clásica dualista que escindía al hombre en dos mitades. El ser humano se caracteriza por una cierta “dispersión” en que se dan entremezclados los distintos elementos que conforman la riqueza de nuestra humanidad, lo corporal, la conciencia, nuestros deseos, voluntades, esperanzas -un larguísimo etc al que podríamos ir añadiendo dimensiones casi “ad infinitum”-, pero que quedan integrados en la persona de un modo unitario como no se puede manifestar ni siquiera mínimamente en el animal. Nuestra “vocación” (llamada o misión) personal se orienta a esta integración como un proyecto del que jamás podremos llegar a tener un conocimiento absoluto de que esté acabado y completado de una vez. Otra nota característica la constituiría su valor absoluto como un fin en sí mismo y el no poder identificarse con lo individual sin más: Jamás puede ser considerada como parte de un todo: familia, clase, Estado, nación[..]Ninguna otra persona, y con mayor razón ninguna colectividad, ningún organismo puede utilizarla legítimamente como un medio. Mounier, para hacer esto más comprensible, desarrolla también de modo especial una aproximación a nuestra libertad espiritual como algo constitutivamente único, lo mismo que la educación personalista que nos sería adecuada y el modelo civilizatorio que la puede sustentar.
5. La civilización personalista
Una civilización personalista es una civilización cuyas estructuras están orientados a la realización como persona de cada uno de los individuos que la componen. Así empieza el texto en que mejor describe el autor del Manifiesto su modelo social alternativo. En su proyecto no están excluidas las que llama colectividades naturales –en la línea de la filosofía clásica por ejemplo aristotélica, y en el sentido en que señalábamos antes algo análogo con los “mecanismos colectivos”- ni tampoco se elude el hecho de que, en parte, también la persona está llamada, ciertamente, a formar parte de éstas; el único matiz necesario, como ya hemos señalado anteriormente, será siempre impedir que en estos colectivos acabemos efectuando una reducción total de lo personal a lo simplemente “individual”, ya sea como una mera abstracción lógica e ideal o desde una alienación despersonalizadora. En ese caso estaríamos olvidando que se definen por no ser la simple suma de los intereses individuales ni algo superior a los intereses del individuo considerado materialmente. Estas estructuras son el armazón que estaría llamado a sostener todo un edificio social que asuma como fin último el poner a cada persona en estado de poder vivir como persona, es decir, de poder acceder al máximum de iniciativa, de responsabilidad, de vida espiritual, un entorno que sirva como el correcto habitáculo para el desarrollo personal de cada uno de sus miembros.
Como puede observarse, estamos ya muy lejos de los modelos totalitarios o de la sociedad de libre mercado. La libertad humana como valor moral o cualidad distintiva de la persona sería también muy diferente en su comprensión con respecto al liberalismo anterior. Efectivamente, el mundo natural que conoce la ciencia está cargado de determinismo bajo una rígida ley que gobierna estos movimientos y en los que el hombre no encuentra su albergue adecuado, pero el liberalismo burgués tampoco habría acertado al pensar la libertad como un estado continuo de “acción opcional” o de capacidad de elección siempre “en abstracto”, un estado más parecido a una acción continuamente “en potencia” que “en acto”, si nos sirve a metáfora…Los totalitarismos modernos acertaron al denunciar que se había trasladado el valor de la libertad, de su fin, a los “modos” de su ejercicio, olvidando, podríamos añadir nosotros, los “fines” adecuados hacia los que dirigir la acción como si la espiritualidad de un acto libre no fuera el darse un fin, ni incluso elegido, sino el estar –siempre- al borde de la elección. El fascismo y el marxismo se equivocaron, no obstante, en los fines que recomendaban y en la forma de materializarlos. Mounier describe la libertad de la persona como aquella que deviene de descubrir por sí misma su vocación y de adoptar libremente los modos de realizarla. No es una libertad de “abstención”, sino una libertad de compromiso, y en este sentido le compete el epíteto de “espiritual” porque no podría recibirse “desde fuera”, externamente, como algo dado por cualquier instancia que no sea la persona misma, ni dejar de conquistarse de un modo autónomo, desde dentro de sí.
6. Algunas conclusiones
Acotado lo anterior resulta fácil comprender en qué otro sentido el personalismo reseñado es comparable a la Filosofía misma. Desde los inicios del pensamiento en Grecia ha sido ininterrumpida una línea crítica de reflexión que no sólo abarcaba el estudio de la realidad natural sino también el ámbito de lo humano, de la identidad que nos es propia. El mismo término originario de “persona” -del griego “prósopon”- aludía a la capacidad humana por excelencia de reconocer lo verdadero y lo falso, de adquirir una identidad u otra de un modo lábil como el actor que representa a un personaje de ficción, si bien fue con Sócrates que la reflexión filosófica se introdujo en lo antropológico de un modo más sistemático. La mayéutica socrática ayudaba al interlocutor a reconocer dentro de sí la verdad de un modo autónomo, racional y argumentado, en que el maestro simplemente hacía el servicio de una comadrona que acompañaba al discípulo en este proceso de dar a luz la verdad, algo que jamás se le adelantaba “desde fuera”, heterónomamente. La educación que propone el personalismo no se aleja un ápice de este esquema, sino que, más bien al contrario, lo agudiza, lo convierte en la primera obligación social de toda arquitectura humana, y todo esto orientado a un fin como debe ser la maduración personal íntegra que nos capacita para realizarnos crítica y comprometidamente:
Toda la estructura legal, política, social o ecónomica no tiene otra misión última que asegurar, en primer término, a las personas en formación, la zona de aislamiento, de protección, de apoyo y de ocio que le permitirá reconocer en plena libertad espiritual esta vocación; a continuación, ayudarles sin violencia a liberarse de sus conformismos y de los errores de orientación; finalmente, darles, mediante la disposición del organismo social y económico, los medios materiales necesarios para conceder a esta vocación su “máximum” de fecundidad (sic).
Qué lejos estamos de un modelo educativo que busque estrictamente formar (¿ o adiestrar?) a ciudadanos para proporcionar mano de obra “cualificada” (¿?) según demanda de un sistema económico concreto y considere el pensamiento crítico -y la formación integral que éste conlleva- como algo accesorio. En fin, debe concederse que no resulta necesario si nuestra prioridad primera no es “educar” sino trabajar al servivio del sistema de mercado, pero digamos también que estaríamos formando de un modo contrario al espíritu del personalismo y en un sentido que no sería nada original: poniendo a la persona al servicio de otra cosa que no es ella misma.
El ideal educativo de Mounier, en las antípodas de este diseño, considera que el fin de la educación no sea adiestrar al niño para una función o amoldarle a cierto conformismo, sino el de madurarle, y de armarle (a veces desarmarle), lo mejor posible para el descubrimiento de esta vocación que es su mismo ser y el centro de reunión de sus responsabilidades como hombre (sic). La función deseable del Estado, que debería limitarse a una “liberación” del hombre “vía negativa”, se circunscribiría, no tanto a procurar nutrirse de una futura clase trabajadora de uno u otro corte, sino a procurar desactivar cualquier forma de opresión para establecer alrededor de la persona un margen de independencia y de vida privada que asegure a su elección una materia, cierto juego y una garantía en la red de las presiones sociales. Todo el aparato social que nos albergue debería organizarse sobre lo que podríamos llamar el “principio de la responsabilidad personal”. Es lógico que se delimite tanto el papel estatal en la educación si la verdadera libertad espiritual corresponde exclusivamente a cada uno conquistarla.