La vía de la experiencia o la salida del laberinto

Datos bibliográficos

 

Comentario a La vía de la experiencia o la salida del laberinto

§. Un libro atractivo

Cuando comencé a leer este libro he de reconocer que no me lo esperaba tal y como es. Pensaba que iba a estar escrito en términos similares a los de La experiencia integral, un libro de marcado carácter filosófico; no es que éste no lo sea, pero tiene un tono distinto. Tampoco es acertado presentarlo como un resumen divulgativo de aquél, pues no lo es. De lo que no cabe duda es de que ambos textos se encuentran vinculados, mediante un nexo que podemos establecer en la felizmente denominada experiencia integral; y, de lo que no cabe duda tampoco —a mi modo de ver— es de la virtud que ha tenido el autor al escribirlos de modo complementario, evitando repeticiones, salvo las necesarias para el buen discurso.

La vía de la experiencia posee unas virtudes que lo hacen especialmente atractivo. ¿A qué virtudes me refiero? Sobre todo a dos. Antes de comentarlas quisiera destacar en primer lugar que, a pesar de su relativa brevedad, el libro no cae en dos errores fácilmente frecuentes en este tipo de textos, a saber: una exposición demasiado fácil o superficial y, en el polo opuesto, un amplio y denso repertorio conceptual que confunde más que aclara, sobre todo al lector no iniciado. De aquí llegamos a la primera de las virtudes a las que me refería: estamos ante una exposición completa y asequible, en la que se conjuga rigurosa y armoniosamente el sucesivo empleo de términos filosóficos con el hilo argumental, siempre amenizado por un tono fresco e incluso —me atrevería a decir— jovial, jovialidad que será muy bien recibida por lectores no filósofos.

Implícitamente ya he hecho mención a la segunda virtud que quería comentar, como es el despliegue del hilo argumental del profesor Burgos, una aventura a través de la historia del pensamiento, para mostrarnos cómo se ha llegado al actual laberinto posmoderno, y explicarnos una posible vía para salir del mismo: la vía de la experiencia integral.

Un tono familiar

Quisiera destacar este aspecto del texto. Cuando uno comienza a leerlo, se va apreciando un carácter fresco, espontáneo, vivencial… un tono personal y cercano que nos hace sentirlo familiar, al compartir inquietudes que podamos tener cada uno de nosotros, en primera persona. Desde las primeras páginas el lector se ve situado —por lo menos así me ha ocurrido a mí— en el mismo problema que ha guiado estas páginas, a saber: la comprensión de cómo estamos situados en la vida, en nuestra relación con la realidad y con los demás, en nuestra relación con el mundo. Pues el texto trata de articular conceptualmente cuál es el modo primario en que estamos situados en la realidad, cuál es ese fondo originario del cual mana toda información que podamos recibir y elaborar, así como toda acción que podamos realizar en relación con el mundo.

Y el análisis de esta génesis, el autor tiene la virtud de transmitírnoslo de modo vivencial, compartiendo con los lectores una reflexión genuina y original. Una génesis que es fundamental comprender ya que, tal y como nos dice él mismo, comprender el mundo y nuestra relación con él revierte directamente en nuestra propia comprensión.

Paseando por la historia de la filosofía

No es objeto de este texto realizar grandes y profundas exposiciones filosóficas, o gnoseológicas; eso ya lo hace en otros lugares. Esto es algo de lo que el autor es perfectamente consciente; nos dice: el panorama que se ha bosquejado «se ha limitado a sobrevolar la historia de la filosofía del conocimiento en Europa. Apenas señala algunos hitos centrales de una ruta tremendamente larga y sinuosa» (pp. 45-46). Aunque realiza alusiones a otras corrientes de pensamiento y a otros autores, no las realiza sino para situar al lector, y guiarlo para que pueda comprender su análisis.

Este camino por la historia de la filosofía lo articula —a mi modo de ver— en torno a dos grandes tránsitos, o mejor tres. El primero es el tránsito de la objetividad a la subjetividad, vinculado históricamente con la época moderna. El segundo tiene que ver con el tránsito de una subjetividad solipsista a una recuperación de la olvidada realidad, ya en la época contemporánea, sobre todo de la mano de la fenomenología. El tercero, tiene que ver con el tránsito de esa recuperación fenomenológica de la realidad, entendida en primera instancia en términos de conciencia, a una consideración holística de la misma, considerando a la persona entera, también en su dimensión orgánica, fisiológica, corpórea. Este tercer tránsito es sin duda fundamental. Sigue aquí el pensamiento de Karol Wojtyla, aunque tratando de llegar allí a donde el papa polaco no llegó, seguramente por motivo de sus ocupaciones ministeriales.

La posmodernidad, para quedarnos o para salir

El punto del que parte el autor es el análisis de la situación actual, comúnmente conocida como posmodernidad. Y lo hace de la mano de dos autores los cuales, si bien coinciden en la definición de la situación, difieren radicalmente en sus posturas adoptadas. El autor realiza una lectura inteligente del análisis de Lyotard sobre cómo se han ido desintegrando los grandes relatos de épocas no muy lejanas, propios del saber narrativo, y el papel que ha desempeñado en dicho proceso la imposición del saber científico. El resultado ha sido un ámbito social y cultural en el que, si bien ya no caben los macrorrelatos y, ante la incapacidad de la ciencia para ofrecer sentido, aquéllos se han fragmentado en multitud de microrrelatos, situación que —a juicio de Lyotard— no necesariamente es negativa, sino sencillamente derivada de un sano pragmatismo. Éste es el laberinto al que se refiere Burgos, un laberinto que, para Lyotard, «no resulta tan desagradable» (p. 20).

Si bien su diagnóstico es similar, la conclusión de Ratzinger es bien distinta ya que, para el papa emérito, no basta con describir una situación, sino que es preciso plantearse si dicha situación es la mejor en la que se puede situar la sociedad contemporánea. Y su respuesta es negativa, proponiendo un ensanchamiento de una razón demasiado estrecha, eminentemente cientificista, para poder acoger en su seno aspectos de la realidad y de la vida que escapan a la metodología de la ciencia. Ratzinger

propone resolver la crisis de la razón moderna no capitulando cómodamente en los brazos de una razón débil, (…) sino ensanchando sus horizontes (p. 23).

No es accidental que Burgos comente a estos dos autores al comienzo del libro; en ellos, al margen de su pensamiento intelectual, se percibe una diferencia radical en su actitud. Una cosa es poner de manifiesto un problema, y otro muy diferente esbozar una solución al mismo. Hace falta ser agudo y poseer una sensibilidad fina para realizar una crítica certera, pero, ¿es suficiente? A juicio de Burgos no: la crítica es necesaria,

es un primer paso, importante y necesario, pero insuficiente. No basta con detener la destrucción; hay que construir (p. 114).

A la filosofía se le pide más, no sólo denunciar una situación mejorable, sino proponer líneas de superación en beneficio del colectivo humano. Y para construir, es preciso concretar vías plausibles por las que poder transitar.

Con muy buen criterio, Burgos no duda en distanciarse de aquellos autores que se caracterizan por su crítica, pero sin una propuesta seria para volver a construir ese edificio derribado. Es aquí donde hay que situar su proyecto, en la construcción de dicha propuesta. Con Joseph Ratzinger, es consciente de que «constatar la necesidad de ‘ensanchar los horizontes de la racionalidad’ no resuelve el problema, aunque advierte de su existencia» (p. 45), que no es poco. El siguiente paso sería una propuesta concreta: «para superarlo [el problema de una racionalidad demasiad estrecha] hacen falta modelos concretos de razón» (p. 45).

§. Un modelo concreto de razón

Karol Wojtyla

El origen de esta propuesta de Burgos se sitúa en el pensamiento de Karol Wojtyla, de quien es un gran conocedor. Por su itinerario académico —tal y como nos explica— Wojtyla conoce de primera mano la tradición aristotélico-tomista y la fenomenológica; y pronto vio las bondades de cada una, así como sus limitaciones. En su opinión —en la de Wojtyla— ninguna de las dos acababa de dar una respuesta satisfactoria al problema de cómo estaba situado primariamente el ser humano ante la realidad. Consecuencia de ello, esbozó un nuevo modo de entender esta relación. Burgos dedica muchas páginas de este texto a explicar todo este proceso, así como a completarlo según su aportación propia y original, dado que san Juan Pablo II no acabó su proyecto.

La aportación wojtyliana

Este modelo concreto que el autor propone tiene su origen —como decía— en las intuiciones de Wojtyla. Pues bien, sin duda uno de los principales atractivos de este libro es esta explicación-exposición del método denominado de la experiencia integral, y que el autor desarrolla partiendo del pensador polaco: cómo se puede corregir la epistemología clásica, amparada quizá excesivamente en abstracciones conceptuales, mediante una recuperación de la subjetividad, valiosa aportación moderna, y que difícilmente tendría cabida en el marco categorial aristotélico-tomista; una subjetividad que, si bien en la modernidad se llevó también a extremos injustificables, consecuentemente era también susceptible de matizaciones y de correcciones.

Como el propio Wojtyla concluye, en la gnoseología clásica la subjetividad (con la riqueza de matices que aporta la modernidad) no tenía cabida y, el idealismo, por su parte, manifestaba el problema contrario: la ausencia de la objetividad. Y el caso es que, tanto uno como otro, «poseía una importante parte de verdad» (p. 49). Una larga cita de Burgos en su prólogo a la más reciente edición española de Persona y acción, resulta iluminadora en este sentido:

Wojtyla ya había notado algunas carencias del tomismo en ese sentido por su orientación objetivista, pero el estudio en profundidad de la fenomenología y de sus raíces (especialmente de Kant y Hume) le permitió darse cuenta de que la filosofía moderna proporcionaba indicaciones importantes para resolver esas deficiencias, por lo que no podía despacharse —como hacía una determinada línea de la neoescolástica— con un simple rechazo colectivo, al entenderla como el derivado erróneo de un cogito tendencialmente idealista desde su origen. Wojtyla siempre consideró que la perspectiva fundamental de la filosofía moderna —por partir de un sujeto desarraigado del ser— era equivocada y problemática, pero esto no le impidió darse cuenta de que un número significativo de sus tesis antropológicas presentaba aspectos atendibles, hasta el punto de que, de alguna manera, reflejaban más exactamente qué o, mejor, quién era la persona, ya que hablaban de ella desde el interior, es decir, desde el yo personal, y no de una exterioridad asimilable al mundo de la naturaleza.

Seguramente este desplazamiento pendular entre la época clásica y la moderna fuese debido a una mala comprensión del modo humano de relacionarse con el mundo, desdoblando el proceso gnoseológico en dos partes yuxtapuestas, una sensible y otra intelectual, combinación de dos procesos diferenciables, cuando quizá la solución pase por la consideración unitaria de ambos momentos, en un único acto sensible-intelectual o intelectual-sensible; lo cual no quiere decir que sea un acto plano, monolítico, sino de un acto unitario, aunque con partes distinguibles. El autor cita al propio Wojtyla:

Por eso, ‘se debe generar la convicción de que, en lugar de absolutizar cualquiera de los dos aspectos de la experiencia del hombre, es necesario buscar su recíproca interrelación (p. 49).

Persona y acción

Ésta es —a mi modo de ver— la piedra de toque del texto, con la experiencia como fuente originaria, inmanente y trascendente, vital y conceptual, subjetiva y objetiva…

El hombre no es ni un mero espejo acumulador de contenidos objetivos ni una conciencia pensante. Es una persona que al experimentar el mundo exterior se experimenta a sí mismo (p. 50).

No se puede hablar de experiencia objetiva o de experiencia subjetiva, sino de una única experiencia subjetivo-objetiva u objetivo-subjetiva. Precisamente será este carácter unitario el que nos permita ‘salir del laberinto’, porque no es meramente inmanente, ni meramente trascendente, sino inmanente y trascendente; es decir, la experiencia originaria se erige en un puente entre la subjetividad humana y la objetividad de la realidad, a sabiendas de que siempre se encontrarán ambas dimensiones en todo conocimiento humano.

El leitmotiv de la que quizá sea la obra más madura de Wojtyla, Persona y acción, que vio la luz por primera vez en 1969, se puede situar aquí. Si bien este sustrato ya estaba presente en Amor y responsabilidad (1960), empleaba aquí ciertos conceptos que daba por supuestos, y que eran menesterosos de una aclaración conceptual, la cual acometió en aquélla. En esta obra dará un salto de sus iniciales preocupaciones éticas, a las estrictamente antropológicas.

Los esfuerzos de Wojtyla pasan por conceptuar el momento originario según el cual las personas se relacionan con la realidad, y la vivencian, cuya dimensión cognoscitiva denomina experiencia. Cabe distinguir en ella dos momentos, uno objetivo y uno subjetivo: uno según el cual efectivamente experienciamos la realidad, y otro según el cual experienciándola, nos experienciamos simultáneamente a nosotros mismos, conscientes de que no son «dos experiencias diferentes, la experiencia interna y la externa, sino de dos dimensiones de la misma experiencia» (p. 61). Consecuentemente, mediante la experiencia se unifican subjetividad y objetividad, convirtiéndose en el punto de partida de su trabajo. El libro de Wojtyla, continúa a partir de aquí a cuestiones más estrictamente antropológicas, que no vienen al caso.

Conceptuando la experiencia

La articulación conceptual del tránsito de la vivencia primaria (vital, dinámica, en plena fluidez…) al conocimiento humano (conceptual, estabilizador, más estático) es ciertamente interesante. Por su propia especificidad, e independientemente de su doble carácter sensible e intelectual, la experiencia es un flujo constante de información el cual, si se quiere transformar en conocimiento útil y válido, es necesario estabilizar y articular. Esta transformación es entendida en sucesivos pasos, y es la base de lo que podemos denominar como conocimiento común u ordinario.

Pero no pensemos que se trata de un conocimiento inferior, sino que es el trasfondo de cualquier conocimiento que podamos elaborar las personas, alcanzando también a modos más críticos de conocimiento como puedan ser el científico y el filosófico:

Hemos considerado ya que el hecho experiencial se transforma en conocimiento explícito y consciente, adquiriendo cierto grado de formalización a través de los procesos que constituyen la comprensión: inducción, exploración, interpretación y expresión. Pero podemos distinguir dos tipos de comprensión. Una comprensión ordinaria propia del hombre común, es decir, de la persona que no reflexiona de modo particularmente sistemático ni crítico frente a lo que la realidad le muestra. Y una comprensión crítica en la que tanto los datos de la experiencia como los de la comprensión ordinaria se criban, analizan y contrastan con todo el rigor posible para eliminar errores o interpretaciones falsas, para profundizar o para dar solidez al conocimiento (p. 100).

Como digo —y creo que este dato es importante— no se debe pensar que el conocimiento crítico es de naturaleza especial frente al ordinario, sino que es un conocimiento que se monta sobre él, que es distinto. Existe un modo originario de relacionarnos con la realidad, el cual se ha tratado de explicar mediante el método de la experiencia integral; y el conocimiento crítico (científico o filosófico) toma a éste como base, en continuidad, elaborándolo con mayor rigor. Pero no es esencialmente diverso, sino que se sitúa sin solución de continuidad sobre él. Dice el autor.

Pero esta comprensión crítica, al igual que ocurría con la comprensión ordinaria, tendrá siempre como criterio último de referencia la experiencia proporcionada por la potencialidad cognoscitiva del hombre, que es una y única (p. 100).

Será precisamente esta continuidad entre la experiencia y el conocimiento el puente que nos permitirá salir del laberinto; ciertamente la experiencia y el conocimiento generado por la comprensión no son lo mismo, pero no son radicalmente diversos: «la comprensión es distinta de la experiencia, pero no radicalmente distinta» (p. 81). Este dato es fundamental, pues nos ayuda a que, esa presencia subjetiva del ser humano y objetiva de la realidad, a causa del doble carácter inmanente-trascendente de la experiencia, puedan extenderse al conocimiento, superando así esa profunda escisión entre ambos ámbitos.

Porque la comprensión no supone un salto intelectual independiente de la experiencia más primaria;

se trata tan sólo de un modo diverso de enfrentarse a la significatividad que nos traslada la experiencia. Ésta lo hace de modo vital, existencial, continuo, mientras que la comprensión elabora, fija, explica y aclara esa significatividad (…). Pero no produce, en última instancia, más que experiencia elaborada o reelaborada (p. 81).

No se trata de que la experiencia sea sensible y la comprensión intelectual, sino que ambos poseen un carácter unitario con el doble momento sensible-intelectual o intelectual-sensible que se extiende en el tiempo, independientemente de que cada momento tenga más peso en función del carácter específico de cada paso, que es distinto.

La interpretación

Este puente propicia que la interpretación necesaria que cada ser humano realiza de la experiencia y de la comprensión no derive en mero subjetivismo, sino que toda interpretación posea un momento objetivo insoslayable.

Parafraseando a Wojtyla, diríamos que ‘la interpretación es objetiva’: una parte real, necesaria e imprescindible del conocimiento humano. Pretender eliminarla o desconocerla es una falta de realismo; y asumirla no es un signo de pragmatismo conciliador o de irenismo decadente, sino de realismo epistemológico (p. 84).

Esta afirmación me parece fundamental, pues habilita el carácter real del circulo hermenéutico frente a posturas relativistas que reniegan, con razón, del carácter absolutamente objetivo del conocimiento, pero que también reniegan, ya no con tanta razón, de la dimensión objetiva que también posee todo conocimiento.

No se afirma que la comprensión es interpretación, sino que la comprensión tiene una dimensión interpretativa, lo cual es muy diferente y, además, verdadero. No somos capaces de alcanzar conocimientos completamente objetivos, especialmente en los temas humanos; siempre hay una dosis de interpretación, aunque sea mínima (p. 85).

Como decía Newman en su Gramática del asentimiento, nuestro conocimiento puede ser verdadero, aunque nunca adecuado, pues siempre habrá algún momento de inadecuación entre nuestro conocimiento y la propia realidad. Duro golpe, por otro lado, al sueño ilustrado; y también al sueño cientificista.

§. Una puerta abierta a la metafísica

El autor concluye habiendo realizado una propuesta seria al que sería el deseo que ya Juan Pablo II expresó en su Fides et Ratio:

Es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental (p. 113).

Efectivamente, el método de la experiencia integral nos ayuda a tender un puente sobre el abismo entre el objetivismo clásico y el subjetivismo moderno; una experiencia que, como decía el mismo Wojtyla, es a la vez inmanente y trascendente, y tiene que ver con la más íntima esencia humana a la vez que nos abre, más allá de ella, a una aprehensión objetiva de lo real o, cuanto menos, todo lo objetiva a lo que las posibilidades gnoseológicas humanas son capaces de llegar.

«La experiencia es primera y primaria, pero no simple: es la Fuente Originaria donde se encuentra todo» (p. 116). Es una puerta abierta a lo metafísico también.

About the author

Alfredo Esteve
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Doctor en Filosofía (Universidad de Valencia, tesis sobre la influencia de la afectividad en el comportamiento humano a la luz del pensamiento ético y estético de Xavier Zubiri) y Máster en Ética y Democracia (Departamento de Filosofía Moral y Política de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la UV).

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